Historias de amores y desvaríos en América
Por Gozalo España
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Historias de amores y desvaríos en América - Gozalo España
Quinta reimpresión, enero de 2015
Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,
marzo de 1999
© 1999 Gonzalo España
© 1999 Panamericana Editorial Ltda. Calle 12 No. 34-30
Tel.: (57 1) 3649000, Fax: (57 1) 2373805
www.panamericanaeditorial.com
Bogotá D.C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Edición
Gabriel Silva Rincón
Ilustraciones
Javier Fernando Porras Rodríguez
Diagramación
® Marca Registrada Diseño Gráfico Ltda.
ISBN: 978-958-30-6497-5
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.
Impreso por Panamericana Formas e Impresos S.A.
Calle 65 No. 95-28
Tel.: (57 1) 4302110 – 4300355. Fax: (57 1) 2763008
Bogotá D.C., Colombia
Quien solo actúa como impresor
Impreso en Colombia Printed in Colombia
Nota a la primera edición
Calvario y resurrección de Amancio Boas Festas
Tres pretendientes apagan una ventana
Lauros y preseas de un pirata galante
Drama en el Real de Ocampo
Un breve amor en el Paso de Ojuelos
Los amores de Benedicta
La causa de Dilermando y Seninha
Entre la melancolía del nocturno
América ha sido a la vez tierra fértil y pedregal espinoso para el cultivo del amor. Se creía que sus comarcas ubérrimas, su cielo de esplendor sin igual y sus playas lujuriosas, donde Colón pensó hallar el paraíso terrenal, brindarían un escenario idílico para el ejercicio de las funciones del corazón, pero no resultó así. Para comenzar, los conquistadores tomaron el asunto como un derecho de conquista, las nativas derrocharon con ellos una dosis excesiva de generosidad y ambos sentimientos encaja-dos iniciaron el desquiciamiento del viejo orden indio. Luego, para restañar la carencia de mujeres blancas, cuya añoranza no desaparecía del alma de los recién llegados, el rey de España dejó pasar una remesa adelantada de picaronas, para entretanto las hidalgas de Castilla se decidían a cruzar las aguas del Atlántico se apaciguara en algo la nostalgia. Se juntó así desde la misma fuente agua de la otra, para complicar el disfrute de lo que se suponía puro e incontaminado. Cuando se pensó poner orden en casa ya las buenas y las malas artes que trae aparejadas el amor andaban revueltas. Vino entonces una legislación severísima, cu-yo formulismo parecía calcado del que usaban los piratas caribeños, que fueron los más expresivos al respecto. Se dice que ellos, al unirse a sus compañeras, les estrechaban los brazos sobre el cañón de una escopeta, diciéndoles como fórmula ritual: Esto me vengará de tu falsía
. El amor, pues, quedó pactado en América bajo compromisos letales, y bien es sabido que la obligatoriedad en mate-ria de sentimientos es más una penosa condena que un estimulante placer. Para completar, a lo anterior se agregaron las castas, que como barreras infranqueables levantaron toda clase de obstáculos a los derechos inalienables de la pasión erótica. El mayor y más singular monumento a esta práctica discriminatoria fue el convento Do Desterro en Bahía, Brasil, adonde los lusitanos enviaban a sus hijas para separarlas de los mulatos que las enamoraban, y donde las monjas regentes las preparaban para convivir de manera exclusiva con los especímenes de su raza.
Con todo y ello, el amor floreció en América de manera esplendorosa, derribó todas las barreras, burló todas las leyes, se expuso al tormento y a la muerte, triunfó algunas veces, perdió muchas, pe-ro dejó escritas una colección de tragedias y episo-dios sublimes sin parangón en el mundo, de la que este libro es tan sólo una muestra. En los anales de tal acontecer quedaron registrados los actos con-denables de los amos que prefirieron sus esclavas a cualquier otra mujer, y refrendaron su amor dejando a los hijos de esa unión espuria toda su fortuna; el sacrificio de la hija del cacique indio que murió cosida al cuerpo de su amante español por las flechas implacables de los suyos, que no le perdonaban su locura; el romance escandaloso del virrey y la corista; la audacia del pirata que asaltó Cartagena para robar a su amada, y muchas otras historias inigualables que incluyen ternura, sacri-ficio, heroísmo, pero antes que todo pasión des-bordada y demencia.
Todo ello como continuación de la vieja tradición amorosa de los americanos inaugurada por Huaina Cápac, el inca que se hizo arrancar el cora-zón para dejarlo como ofrenda de amor a una quiteña. Tradición en la que los americanos han demostrado ser capaces de entregar hasta el último aliento, cuando de satisfacer y honrar al dios Eros se trata.
Gonzalo España
Al ser apresado por los indios raricuaras en algún lugar del Brasil, el portugués Amancio Boas Festas no atinó a otra cosa que a llorar. Su desgracia era su-ma. No sólo había sido el único de los expedicionarios al que los indios tomaron cautivo al pisar la orilla de aquel río innominado, una mañana de infortunio, sino que la única flecha disparada en todo el combate se le había clavado en un ojo.
Inopinadamente, los raricuaras atacaron cuerpo a cuerpo en aquella ocasión, exponiéndose al filo de las espadas de los aborrecidos mboad o piernas vestidas, como denominaban a los blancos. En medio de la escaramuza, millares de saltamontes que habitaban la maleza comenzaron a brincar a la cara de los contendientes, y los portugueses se cubrieron con sus rodelas, pensando que les llo-vían flechas. Cuando Amancio confirmó que sólo se trataba de insectos asustados olvidó cualquier precaución. La verdad era que los raricuaras no estaban usando sus arcos, y solamente al momento de retirarse, vencidos por el acero de los piernas vestidas, alguno de ellos soltó al azar una saeta, que se ensartó en el ojo del lusitano. Mientras se revolcaba enloquecido, tratando de librarse de la púa, rodó hasta el piso de la barranca donde se combatía. Allí lo capturaron los raricuaras sin que sus compañeros pudieran rescatarlo, y huyeron con él selva adentro.
A partir de entonces, Amancio Boas Festas fue esclavo de sus captores y los acompañó a lo largo de interminables parajes, en medio de un calor infernal y de pavorosas nubes de mosquitos que sólo a él agredían. Los raricuaras llevaban una vida muy errante a causa de las guerras de con-quista. Recogían bayas y raíces, cazaban venados y puercos salvajes, y permanecían muy cortas temporadas en cada lugar. Amancio les ayudaba en sus quehaceres y cargaba las cestas con los frutos, como cualquier mujer de la tribu, mientras los varones guerreaban. Pero, ininterrumpida y silenciosamente, lloraba por su único ojo. Los indíge-nas creían que este lagrimar era producto de la lesión del dañado, que con el tiempo había ido restañando. Amancio, desde luego, no lloraba por sus dolencias físicas sino por sus tribulaciones morales, pues había dejado novia en su patria y había venido al Brasil sólo a llenar los bolsillos para desposarla.
El suyo había sido un romance tortuoso, del que se habló mucho en Yelves, el pueblo natal de la afortunada Dorinha, la hija menor de una noble y acaudalada familia lusitana. Ella, además de ser enloquecedoramente hermosa, tenía por pretendiente a un caballero de su clase, y en esta forma había asegurado la tranquilidad de un matrimonio feliz, si es que tal condición existe en esa clase de estado. Amancio, en cambio, era sólo un pobre-tón, tan consciente de su escalafón en la sociedad, que el día que la vio por primera vez en las escale-ras del atrio de la iglesia, pasada la misa, comprendió con sólo mirarla que alguien de su especie jamás tendría oportunidad ni siquiera de rozar la mano de un ser como aquel, equiparable a los serafines, y por eso se limitó a ofrendarle el tributo de una humilde reverencia. Fue ella la que perdió la chaveta por él, pues tras contemplar sus ojos dorados, y sentir a distancia el calor de la pelusa leonada de su barba incipiente, lo quiso como a un bello muñeco. Su capricho chocó con la oposición cerrada de la familia y con el estorbo franco y altivo del prometido. Pero como la oca-sión hace al ladrón, Amancio se creció, desafió al petulante rival, lo venció en duelo y puso sitio al balcón de su amada. Las Indias Occidentales brindaron una tregua al conflicto cuando los padres de la niña, convencidos de la inutilidad de en-frentar sus caprichos, facilitaron al galán un pa-saje al Brasil, con la promesa de que si retornaba con los bolsillos repletos de oro Dorinha le pertenecía. Ella juró esperarlo el tiempo que fuera necesario. Pero todo el oro americano no disimula-ría ahora la falta