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El secreto de la tierra y los primeros dioses
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El secreto de la tierra y los primeros dioses
Libro electrónico200 páginas2 horas

El secreto de la tierra y los primeros dioses

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Durante la noche del vigesimoquinto aniversario de la guerra de los Sueños, las melodías del arpa, el pandero y el laúd flotaban en la sala del trono del castillo. Los asistentes a la celebración ignoraban lo que se desataría cuando el vino y el banquete se asentaran en sus cuerpos. Hasta aquella velada, Ur era respetada y temida por los reinos cercanos, quienes también codiciaban el misterioso poder oculto detrás de sus murallas.
El secreto de la tierra y los primeros dioses transporta al lector a un mundo donde las deidades están más cerca de lo que la imaginación humana puede creer. La muerte, la amistad, la sed de conquista y el idealismo arrastrarán a los personajes a sangrientas luchas por cambiar la sociedad donde viven.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 dic 2021
ISBN9789564090061
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    El secreto de la tierra y los primeros dioses - Pablo Orellana

    El cristal

    Hace mucho tiempo, una gran guerra se desató en los reinos de poniente. Dirigido por el rey Sephnas, el ejército de Ur marchó con inclemencia hasta el reino de Kah, con el único objetivo de destruirlo todo.

    Sephnas era un hombre de abundante barba y espalda ancha, fuerte, severo y con una espectacular destreza con la espada; además, poseía la habilidad de predecir el futuro mediante sueños proféticos, característica que lo llevó a conseguir el ejército más grande de la historia, conquistando y sometiendo durante años a todas las ciudades y tribus cercanas al reino de Ur.

    Cegado por su ambición y el temor al cumplimiento de cierta profecía, no encontró más que dolor y muerte para su gente. Pues la muralla de Kah, ubicada entre las dos mitades de la montaña partida, resultó ser impenetrable.

    Encontrándose con arqueros eficientes y soldados imparables, el rey de Ur tuvo que enfrentar además a las enormes bestias de la isla de Rugiet: tigres y leones enormes de diferentes razas que, con sus afilados y enormes colmillos, devoraban y despedazaban sin piedad a los hombres, quebrando y penetrando en sus armaduras como si fueran papel.

    El apoyo de los pueblos que habitaban el norte fue clave durante la batalla en defensa de la muralla. Hombres salvajes y feroces, sin miedo a la muerte, pelearon con valentía para defender a sus familias y la tierra que los vio nacer.

    Sucedió entonces, que luego de dos días de enfrentamiento, los soldados de Ur empezaron a perder la esperanza, frustrados por no lograr su cometido.

    —¡Señor, debemos retirarnos! —gritó agitado el general Seodher, mientras luchaba desesperadamente en su intento por aniquilar a todo aquel que encontraba en su camino.

    —¡No! —respondió furioso el rey Sephnas, con tono enérgico y determinante, poco acostumbrado a obedecer una idea que no naciera de él.

    El rey observaba con impotencia la escena, sus soldados caían por centenares, mientras él movía sus ojos a tal velocidad que parecía que escaparían de sus cuencas en cualquier momento. Luego se giró hacia el general y vociferó:

    —¡En mi sueño, el castillo de Yahveh ardía en llamas! ¡El reino de Kah nos destruirá, si no los acabamos antes!

    Furioso por la terquedad de su rey, el general Seodher lo levantó con violencia, sujetándolo de la pechera y lo reprendió:

    —¡Entonces volvamos a nuestra ciudad y defendámosla! ¡Nuestros arietes y torres fueron destruidos, y nuestro ejército masacrado! ¡Te advertí que no podías confiar en los duedinos! ¡A la primera oportunidad cambiaron de bando y nos atacaron! ¡Ese muro no caerá hoy, eso puedo aceptarlo! ¡Pero morir aquí sin defender a mi esposa y a mi hijo…! ¡Eso no…! ¡No puedo permitirlo!

    Sephnas permaneció estupefacto, intentando procesar las palabras de Seodher. Al mismo tiempo, luchaba contra su orgullo, el cual le impedía retractarse de su cometido. Frustrado y asustado, observaba las heridas de sus soldados y el cansancio en sus ojos, sus desesperados intentos por mantenerse en pie y seguir peleando. Inmerso en sus pensamientos, solo salió de este estado al sentir que Seodher ya no lo sujetaba con tanta fuerza. Tras dirigir la vista hacia su general y amigo, notó con horror que una flecha atravesaba su espalda.

    En ese momento, fue el rey quien sujetó a su general. De la boca del hombre comenzó a brotar sangre, hasta que se desplomó en sus brazos. De inmediato, el rey lo recostó sobre la tierra húmeda y ensangrentada, mientras los soldados se acercaban para cubrirlo con sus escudos formando un perímetro.

    Ahogándose en su sangre, Seodher sabía que pronto se encontraría con Hades.

    —Mi hijo… cuida a mi hijo… —susurró con debilidad.

    —Tu hijo te visitará en el inframundo, pues él tomará tu lugar. Y su hijo tomará el de él. Pues los hijos de Ur reencarnan en guerreros hasta cumplir la misión que su rey les ha encomendado.

    Con ira en el corazón, Seodher utilizó sus últimas fuerzas para intentar golpear a Sephnas, quien le sostuvo los brazos con firmeza mientras lo veía morir.

    Humillado y derrotado, el rey huyó de regreso a la ciudad de Ur, con solo dos mil quinientos de los treinta y seis mil soldados que lo acompañaron en su cruzada. Detrás de ellos, el gran ejército de Kah avanzó en busca de venganza, tratando de terminar lo que Sephnas comenzó.

    Luego de una breve batalla, y a pesar de los esfuerzos de los urimerios, las murallas de Ur fueron penetradas y la ciudad ardió en llamas, tal y como había sucedido en los sueños de Sephnas.

    Mientras los soldados enemigos intentaban abrir las puertas del castillo de Yahveh, ubicado en el centro de la ciudad, un destello de luz atravesó las ventanas y nubló la vista de todos en la ciudad. De pronto, la luz tomó forma y despojó de sus almas a los soldados y bestias enemigas que se encontraban tanto dentro como fuera de las murallas. El misterioso resplandor dejó con vida tan solo a Khalimer, rey de Kah, y a una fracción de su caballería, quienes observaban lo sucedido desde la distancia.

    Los habitantes y soldados de Ur, llenos de dudas y temerosos de aquel poder, se dirigieron al palacio y encontraron al rey Sephnas y la reina Helena muertos a los pies de un enorme cristal.

    Como una estrella bajada del cielo, el cristal iluminó el castillo, expulsando su intensa luz blanca a través de los ventanales y vitrales. Algunos aseguraron que se podían escuchar voces desde el interior, muchos pensaron que en él estaban encerradas las almas de los reyes. Por tal motivo, el guardián del castillo de aquel entonces, Abithur de Brienth, decidió dejar el cristal en la cima para recordarnos que los reyes del pasado nos vigilan y protegen.

    Desde entonces la ciudad de Ur ganó el respeto y temor de las demás naciones. Sus límites con el reino de Kah quedaron delimitados por el río Muerto, una corriente de agua amarga y helada que nacía en la cordillera y desembocaba en el mar junto al faro de Hades, una enorme torre de marfil negro, tan antigua como la creación del mundo, que se erguía sobre las aguas, iluminando las costas con una llama imperecedera que ninguna tormenta podía extinguir.

    Con el paso del tiempo, la historia de la guerra y de cómo fue derrotado el ejército de Kah se esparció por el mundo. Los reinos que antes fueron enemigos de Ur, empezaron a pagar tributo por temor a su poder y su magia.

    Si estás leyendo esto, significa que quieres saber cómo comenzó todo, el origen del mundo y sus deidades. Sin embargo, déjame aclararte que no hablo del mundo que conoces, sino de uno mucho más pequeño, aunque no distante.

    Palabras de Nathalith, escriba del rey.

    Una fiesta en el castillo

    Entre risas y cantos, bailes y música se encontraba la ciudad de Ur. Aquel cálido día de verano se celebraba el veinticincoavo aniversario del final de la guerra; por tal motivo, la ciudad se adornaba con miles de cristales colgados en cada casa, tienda y bazar. No había puerta o ventana que careciera de un cristal blanco, en representación al de mayor tamaño ubicado en la torre más alta del castillo de Helena, el cual albergaba el cristal desde el año seis después de la guerra. Como símbolo de paz, se erigía sobre el monte Munhadar en el centro de Ur, entregando esperanza y salud a los habitantes del reino.

    Los habitantes de Ur eran felices. Pasado un tiempo después de la guerra, se descubrió que las cualidades del cristal impedían que la gente enfermara, por este motivo personas de diversas partes del mundo acudían al reino para beneficiarse de sus cualidades curativas. Dolencias como la lepra, la fiebre, la capria y las lesiones físicas, entre otras, se curaban pasando tan solo unos días en el interior de la zona santa delimitada por las estatuas de Yahveh. En consecuencia, los ingresos económicos del reino se multiplicaron y este, a su vez, prosperó.

    Ur era una ciudad religiosa, su cultura se basaba en la creencia del Padre y sus cuatro hijos: Zheno, Kaphka, Hades y Yahveh. Estatuas y templos se alzaban en sus calles, principalmente dedicados a Yahveh, la diosa de la vida, quien, según se contaba, había habitado cientos de años atrás el castillo que llevaba su nombre. Las viviendas poseían agua potable y alcantarillado, además de un par de pilares en cada pórtico y un patio interior con el cielo descubierto en el centro de sus hogares.

    En cuanto a sus tradiciones, guardaban un día especial para celebrar y honrar a cada dios, mientras que en año nuevo se presentaban ofrendas al Padre. Sin embargo, la más popular de las festividades era el aniversario del final de la guerra, también conocida como la guerra de los Sueños. Duelos de espada, justas a caballo, torneos de arquería, luchas cuerpo a cuerpo y batallas por escuadrón eran algunas de las atracciones de la fiesta, pero la más importante era la competencia de cacería, ya que el premio para quien completara la hazaña consistía en cien monedas de oro y un favor del rey.

    Aquel año se consideraba ganador a quien capturara vivo al jabalí de mayor tamaño y lo presentara en la plaza, frente al castillo de Yahveh, a más tardar al mediodía. Antes de emitir el veredicto, los jueces, compuestos por personal del palacio como el vocero real, el general del ejército y el cocinero real, revisaban uno a uno a los ejemplares, todos dignos de admiración por su conveniente gordura e imponencia, ya que el animal ganador se convertiría en el plato principal del gran banquete llevado a cabo en el castillo durante la noche de la celebración.

    Mientras deliberaban para elegir al mejor cazador, a tan solo algunas calles de la plaza, fuera de la tienda de suvenires, se encontraba el viejo Faride ordenando los pequeños cristales que, por una mala mano del destino, había dejado caer hasta romper dos, recibiendo una fuerte reprimenda de su jefe.

    —¡Rompes un cristal más y te irás de aquí! —gritó el comerciante—. ¡Somos la única tienda de esta estúpida calle! ¡Solo llegan aquí turistas extraviados, no podemos perder ni un solo souvenir! ¡Recoge esto! ¡Aprisa!

    Mientras Faride recogía los trozos a regañadientes, creyó verlos moverse durante un instante. Pensó que se trataba solo de su imaginación, una jugada de su mente producto de su avanzada edad, así que cruzó la calle hasta el callejón y botó los restos en el basurero, sin percatarse de la enorme bestia que pasó corriendo a sus espaldas. Al voltearse de nuevo, se encontró con todos los cristales hechos trizas y esparcidos a lo largo de la calle, mientras el letrero de la tienda colgaba de una de sus cadenas. Su jefe, al escuchar el estruendo, salió de inmediato de la tienda, solo para encontrarse con el desastroso escenario.

    —¡Faride, estás despedido!

    El viejo, a quien el hombre no permitió pronunciar una palabra, lanzó su escoba al suelo y se marchó murmurando.

    En ese mismo momento, en la plaza, mientras el vocero del rey observaba de cerca los colmillos del último de los ejemplares, sintió de pronto que la tierra temblaba bajo sus pies con pequeñas vibraciones que poco a poco aumentaron. En paralelo y no muy lejos de allí, se alzaron sonidos de objetos destruidos, violentos golpes y aterradores gritos. De pronto, todas las personas que se encontraban en la plaza se giraron en múltiples direcciones, intentando ver lo que sucedía.

    A lo lejos, avanzando por la calle principal, se acercaba un joven cabalgando el jabalí más grande que se haya visto. El animal se aproximaba destrozando todo a su paso, arrastrando consigo lienzos, puestos de comida y uno que otro balcón.

    Ante aquella escena, los habitantes huyeron del lugar despavoridos. Dire Herth, general del ejército y uno de los jueces del certamen, se plantó frente al caótico escenario y desenvainó con valor la espada que colgaba de su cintura, tomando una posición defensiva a la espera del enorme animal.

    A punto de que la bestia llegara a la plaza, el jinete haló con mucha fuerza las riendas atadas a los colmillos; de golpe, el animal se detuvo frente al general, levantando una enorme nube de polvo.

    Iracundo, el general Dire gritó con fuerza un nombre:

    —¡SETH!

    Del lomo del jabalí descendió un joven de cabello largo, liso y castaño oscuro. Vestía una chaqueta azul con capucha, donde tres colmillos negros hacían las veces de botones. La parte inferior frontal de la chaqueta se abría, mientras que la zona posterior terminaba en forma de punta. Usaba, además, pantalones color café oscuros y botas negras, mientras que un morral colgaba de su espalda y una espada de su cintura.

    Luego de que el joven plantara sus pies en tierra, y con el animal más calmado, los asistentes a la celebración, aún temerosos, comenzaron a adentrarse en la plaza otra vez.

    Lleno de ira, el general del ejército no paraba de reprender al muchacho y vociferar:

    —¡Espero que tengas una buena explicación para esta destrucción! ¡En nombre del rey fuiste enviado a los mares del sur como consecuencia de tus acciones desleales a la corona! Y al regresar a tu ciudad, ¡destruyes las calles y causas dolor a sus habitantes!

    Seth giró su cabeza para mirar detrás del animal, donde se encontró con una multitud enfurecida.

    —Señor, hace solo unos días que terminé mi misión. Luego de ir de cacería, me apresuré a presentar mi ofrenda en la competencia de caza. No fue mi intención causar problemas.

    Mientras el joven hablaba, uno de los participantes del certamen alzó la voz:

    —¡Exijo que el chico sea descalificado! En primer lugar, por los daños causados a la ciudad, es obvio que no dominó el animal. Y en segundo lugar, dudo mucho que esa criatura sea un jabalí. No existe en el mundo uno de ese tamaño, es ridículamente enorme. Además, miren sus patas: son gruesas y no tienen pezuñas.

    —Pero tiene colmillos y está cubierto de pelos, es un jabalí… —Seth le dirigió una mirada impasible—. Solo que… es de una raza diferente… Además, logré que se detuviera, tengo total control sobre él.

    Siguieron discutiendo de esta forma durante un buen rato, mientras los jueces, habiendo presenciado lo que ocurrió, se reunieron para deliberar.

    —Escucho sus opiniones. —Aemer, hijo de Thermir y vocero del rey, se adelantó. Era un hombre de delgada figura, ojos oscuros y rostro alargado. Vestía, debido a su labor en el castillo, una fina túnica púrpura y un sombrero puntiagudo del mismo color, con detalles dorados en los bordes.

    —Esa enorme criatura sería perfecta

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