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La llamada del núcleo
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Libro electrónico321 páginas4 horas

La llamada del núcleo

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Información de este libro electrónico

¿Por qué te levantas cada mañana? ¿Por qué luchas?

Han pasado diez años desde que la magia abandonó Seela. Diez años desde que la Gran Guerra cambió la vida de todos los habitantes de la gran Ciudad Mágica.

Ahora: Aura, junto a su hermano Edilo, la única persona que le queda en el mundo, recompone el pasado para encontrarle sentido al presente. Si no fuera poco, el encuentro de un antiguo libro empezará a marcar un camino inexplorado en su futuro.

Mientras: Billie Willah lucha contra los efectos de su destino, y su hermano, Peb, intenta encajar en mitad de un mundo al que no pertenece.

Pero las consecuencias de la guerra son peligrosas. Algo está despertando de nuevo en Seela y, para salvar todo aquello que aman, los cuatro tendrán que luchar contra una amenaza mucho más grande que ellos; algo de lo que no pueden escapar y que cambiará sus vidas para siempre.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento29 abr 2021
ISBN9788418548369
La llamada del núcleo
Autor

Ranná Clairott

Ranná Clairott vive en cualquier lugar al que un libro pueda llevarle, aunque oficialmente reside en Madrid. Con veinticuatro años ha conseguido tener una adicción por el cine, la literatura, los viajes y el café. Si alguien pudiera preguntarle sobre su futuro ella diría que se encuentra feliz soñando con escribir hasta que se le duerman los dedos y así poder sacar a la luz las miles de historias que no le dejan dormir por la noche.

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    La llamada del núcleo - Ranná Clairott

    Prólogo

    La daga lo estaba llamando. Billie lo sentía entre los dedos.

    Su cuarto estaba a oscuras, iluminado por los destellos de magia que pintaban la escena tras la ventana de la habitación. Esa noche era fría, aun así, Billie iba vestido únicamente con el traje de entrenamiento. Por primera vez en su vida, el dormitorio estaba sin recoger. Si no hubiera estado en mitad de la batalla, su padre lo habría regañado.

    Billie sabía que no podía estar en su casa, pero la daga lo reclamaba, tenía que encontrarla.

    Aún le temblaba el cuerpo, podía sentir un hormigueo en la muñeca, justo donde Peb le había agarrado con fuerza mientras le pedía que no lo dejara. Billie había sido plenamente consciente de que, si abandonaba la Academia, Peb sería el único de la familia alejado de toda la acción. Aun así, Billie salió corriendo hacia la colina.

    El niño estaba totalmente seguro de que atravesaría las calles de Frehl sin problemas. Listo para luchar si debía hacerlo, a pesar de sus escasos trece años. La mente siempre preparada para el combate. Se lo había enseñado su padre desde que nació.

    La daga llevaba días llamándolo.

    Un nuevo rayo de magia resplandeciente chocó contra el cristal de su ventana y la casa entera tembló. Los ojos verdes de Billie se fundieron con los colores esmeraldas que el ataque dejó en las paredes. El cuerpo le cosquilleó. En la Academia los habían obligado a no usar la magia para que el Ejército pudiera usar toda la energía del núcleo de Seela. Tendría que encontrar la daga a ojo.

    Empezó a remover los libros de tácticas militares que morían contra el suelo. Las espadas, que antes lucían colgadas en la pared, estaban desperdigadas por toda la habitación; la cama deshecha con las sábanas rotas. Ahí estaba el hilo. Tiró de su pecho, lo llamó a gritos. Reconoció la sensación de poder junto a la llamada de la daga, como un instinto básico.

    No dudó cuando se lanzó al suelo, quedando a la altura del hueco que había debajo de la cama, y arrastró el cuerpo por los escombros y el polvo. En el fondo encontró el pequeño cuchillo. Los colores escarlata y dorado de su empuñadura emitieron un destello cuando Billie cruzó los ojos con ella. Suspiró aliviado. Alargó la mano hasta que con los dedos acarició el relieve del mango y lo agarró con fuerza. Después, abandonó su habitación.

    Mientras bajaba las escaleras hacia la salida de la casa, los gritos de los ciudadanos de la ciudad mágica se anunciaron en el viento. Gritos llenos de desesperanza, de desgarro y muerte. A Billie le subieron las ganas de luchar por la columna vertebral. Quería pelear, todo su cuerpo se lo pedía. No entendía por qué si su padre le insistía en entrenar y estudiar durante horas, no permitía que se uniera a la batalla. Entonces recordó el cabello dorado de Peb cuando lo acarició la primera noche. Su hermano se había dormido con la cara enterrada en lágrimas, temblando. Billie le había susurrado que todo iba bien, que sus padres eran los mejores militares que Seela había tenido jamás. Letales y sangrientos militares. La batalla podía esperar porque Peb lo necesitaba. Nadie más, solo Peb.

    Billie llegó hasta la entrada de la casa con la daga aún clavándose en su mano. En el sitio en el que tendría que haber estado la puerta, había ahora un agujero con manchas de sangre y suciedad. Una sombra lo esperaba. Billie frenó sus pasos y dejó escasos metros entre la figura que quedaba definida a contraluz. Entonces suspiró tranquilo, reconocía la postura del cuerpo de Octam Willah como si fuera la suya propia: las rodillas un poco flexionadas y los brazos alzados, con una gran espada en una mano y los hilos de magia danzando en la otra.

    Su padre se adentró en la casa. La oscuridad llenó la entrada, ahora en ruinas, de lo que antes había sido su hogar. El cabello negro azabache de Octam se difuminó con la falta de luz. Billie tenía el mismo pelo que su padre, sus ojos, su boca; era su vivo reflejo. Sin embargo, sus hermanos eran igual que su madre: rubios y con los ojos azules. Dos caras de una misma moneda.

    Octam repasó a su hijo de arriba abajo y observó un único segundo de más lo que Billie agarraba.

    —Han atacado el mercado. En mi camino hacia allí, he pasado por la Academia para veros, imagina mi sorpresa cuando me he encontrado a tu hermano solo.

    Si el terror hubiera tenido un nombre, habría sido el de su padre. Los ojos de Octam eran severos y terminales, su mano, la que escupía magia, estaba cerrada en un puño brillante junto al costado.

    —Espero que tengas una buena excusa para haberme desobedecido, Billie.

    Billie agachó la cabeza, se encogió de hombros y esperó la reprimenda, la mano en su mejilla o la descarga de magia. No sucedió. Octam no movió la mano para castigar a su hijo, en cambio, tiró de él hacia la calle. Lo sacó de la casa casi en volandas. Bajaron la colina en escasos minutos, movidos por toda la fuerza que escupía el núcleo aquella noche. La magia se movió por el cuerpo de Billie como un fluido denso y suave. Le acarició las entrañas. Billie dejó que le calentara el pecho y corrió junto a su padre sin esfuerzo.

    Octam permitió que su propia magia se extendiera alrededor de su cuerpo y del de Billie, creando una barrera protectora que los dejó encerrados en un escudo invisible. Billie no pudo ni mirar hacia el gran edificio de la Academia antes de darse cuenta de que se dirigían al centro de la ciudad.

    El olor fue lo peor. Olía a sangre, a magia perdida y sobrexpuesta, a miembros amputados y caras desgarradas. Olía a los espectros que habían aparecido días atrás para destruir las fuerzas de Seela, espectros inmortales sin piedad ni razón que estaban destruyendo todo a su paso. Pero el Ejército de Seela era el más poderoso de todos.

    Mientras Octam y Billie recorrían las calles esquivando los ataques de armas y magia que rozaban sus hombros, Billie pudo contemplar cómo uno de los más increíbles guerreros de Seela destrozaba un cadáver. Los Diez de Pai Paral estaban en las calles resistiendo contra las ruinas, salvando Seela. El soldado posó las manos, llenas de brillo mágico, sobre el cuerpo humeante del espectro. El ataque se extendió por el cuerpo y lo redujo a un líquido viscoso que quedó entre las manos del soldado. Otra vez el terrible olor del fin se coló por las fosas nasales de Billie.

    El niño cayó de rodillas y vomitó.

    Octam gruñó, agarró la camiseta de su hijo y lo levantó. El niño consiguió pasarse el dorso de la mano contra la boca para limpiarla, pero el sabor del vómito se le quedó en el paladar.

    Atravesaron Frehl corriendo entre las callejuelas, sus pies chocando contra todo tipo de deshechos. Billie vio la cúpula de la sede del Gobierno ante sus ojos, era azul, del color de los iris de Peb. Querría haberle preguntado a su padre, saber por qué estaban dirigiéndose a la sede cuando la batalla sucedía a sus espaldas. Pero no podía. Nunca debía hacerlo. Desautorizar a su padre era el mayor pecado que Billie podía cometer. Y él confiaba en su padre ciegamente.

    Las botas de combate chirriaron contra el suelo de mármol de la sede. Estaba igual de destruida que el resto de la ciudad: los cristales de las ventanas esparcidos entre los cuerpos inertes del suelo, los muebles partidos por la mitad. La desolación chocó contra Billie. Él era fuerte, no podía llorar, aun así, el ardor de las lágrimas le mojaba las mejillas. Su preciosa ciudad llena de magia, destruida, su pueblo luchando por la vida como bestias y en el fondo, la realidad. Ese era el único camino que existía para ellos.

    Octam condujo a su hijo hasta su despacho. Billie entró tras él. Un hombre vestido con ropas humildes se encontraba de rodillas en el centro de la habitación. Billie levantó la barbilla llena de polvo y restos de lágrimas hacia su padre. Tenía que preguntar, tenía que saber qué estaba ocurriendo, la razón por la que su padre lo había llevado allí, lo que significaba la presencia de ese hombre.

    Octam se acercó a un mueble en el que guardaba botellas con líquidos de colores. Abrió una que contenía un licor ambarino y bebió directamente de ella. El sonido del cristal rompiendo contra el suelo se oyó después. Entonces Octam colocó a Billie frente al hombre y rodeó la mano con la que sujetaba la daga.

    —Mátalo, hijo.

    —¿Qué? —murmuró Billie estupefacto.

    El hombre sollozó frente al niño.

    —Por favor —suplicó.

    Billie giró la cabeza hacia su padre, aterrado. Él le cogió la cara, clavándole las uñas y la magia, dándole una orden clara a través de su poder.

    —¡Mátalo! —escupió Octam.

    Cuando el hombre volvió a abrir la boca, Octam le golpeó el pecho y el sonido de su voz murió. El seeliano abrió los ojos y lloró mirando a Billie. No debía tener más de cuarenta años, sus pantalones de lino estaban manchados por la batalla y su camisa, antes blanca, ahora lucía oscura.

    —Billie.

    El niño no necesitó más que su nombre en la boca del varón que le había dado la vida para levantar la mano con la que sujetaba la daga. No tembló. Octam, a su espalda, respiró agitado. Billie colocó la punta en la dirección exacta, ni un milímetro desviado.

    —Con una condición —dijo sin dudar.

    No miró hacia atrás, pero estaba seguro de que la cara de su padre se había desfigurado.

    —No tenemos tiempo para esto.

    —Solo una. Lo haré. Te juro por el núcleo que lo haré.

    Entonces giró la cabeza. Octam sabía lo que Billie quería. Rio con amargura y señaló a su hijo con el dedo. Con la voz firme le dejó claro a Billie que él tenía sus propias condiciones, y, al final, Billie aceptó y volvió a mirar al seeliano.

    Respiró tres veces: una, dos, tres, y atravesó la carne y el corazón de una sola estocada. Cuando la vida abandonó el cuerpo del hombre que acababa de asesinar, empezó a temblarle todo. Iba a vomitar de nuevo, estaba a punto de doblarse sobre sí mismo cuando Octam lo agarró de los hombros y le giró el cuerpo. El rostro de su padre mostraba alegría.

    —Lo has hecho —murmuró—. La daga, coge la daga, Billie. Límpiala contra el antebrazo y guárdala.

    Abandonaron la sede con el poder de Octam envolviéndolos de nuevo. Billie no fue consciente del momento en el que su padre lo dejó en la Academia y se arrodilló ante él, luego posó las manos en las suyas cerrando la daga contra el pecho de Billie.

    —Estoy orgulloso de ti, hijo.

    Billie le creyó a pesar de que en el tono de voz de Octam no hubo nada paternal, nada de amor.

    Antes de volver a sumergirse en la batalla de Frehl, Octam echó una mirada a Billie por última vez.

    —Nunca vuelvas a perder la daga.

    Capítulo uno

    A lo lejos, más allá de las primeras secuoyas del bosque de Frehl, que se alzaban hacia el cielo anaranjado del amanecer, algo oscuro se movió.

    Aura parpadeó un par de veces y se frotó los ojos. Suspiró. Cuando volvió a enfocar la vista en el horizonte, lo único que pudo ver fueron las copas color verde de los altos árboles. El bosque se estaba despertando tranquilo, nada podía perturbarlo. En el fondo, detrás de la inmensa extensión de naturaleza, distinguió el reflejo del sol reflejándose en la punta de la cúpula en forma de empuñadura de la Gran Herrería de Jira Lop. La forma en la que los rayos del sol besaban el pomo era casi cegadora.

    El viento fresco de las primeras horas del día entró en la habitación cuando Aura se apartó de la ventana y desbloqueó el hueco que se abría más allá de Frehl. Quizás. Algún día.

    Entró en el pequeño cuarto de baño que se encontraba en el otro lado de su habitación. Se miró al espejo. Exactamente lo que se esperaba. Bajo los ojos hinchados tenía ojeras azules, del mismo color que sus ojos. Los labios cortados y el pelo rubio sin brillo, que recogió en una coleta baja después de peinarlo. Le pesaban los hombros después de haber estado entrenando una hora a los pies de su cama hasta que los primeros rayos del sol empezaron a dibujar franjas en las sábanas. Tenía los músculos de los muslos duros y los gemelos le tiraban con cada paso que daba. Las palmas de las manos, llenas de heridas.

    Un poco más. Solo tenía que esforzarse un poco más.

    El agua fría le quitó las legañas. Se dejó las gotas un segundo más en la cara para disfrutar de un poco de paz. Después, aún con restos de gotas cayéndole por las pestañas, caminó hasta el armario que se encontraba al otro lado de la cama y sacó un traje de entrenamiento ligero y oscuro. Aún podían llevar ropas de entretiempo, a pesar de que la temperatura en el exterior estaba a punto de nieve. Los meses fríos parecían venir fuertes ese año. Por suerte, su viejo traje aún resistiría una temporada más.

    Su estómago rugió un poco. Pensó en bajar a desayunar, y podría haberlo hecho. Seguro que así llegarían a tiempo al entrenamiento y Sego no los miraría con los ojos entrecerrados y la mano en la perilla; pero, considerando las posibilidades de que Edilo estuviera despierto, que eran nulas, se sentó en el colchón en el que dormía desde hace diez años y sacó de la mesilla de noche una barrita energética. La masticó sin ganas. Sabía a las frutas y las plantas de los bosques de Spehla. Aura recordó el sabor que tenían los guisos que se comían en su casa los últimos días de la semana, con aquellos ingredientes que recogían en sus excursiones a los bosques lejanos. La barrita le supo a vacío.

    Mientras sus dientes hacían papilla la masa pegajosa, abrió el cuaderno que dejaba cada día junto a la cama y escribió sus progresos bajo la fecha del día. No tardó mucho en volver a dejarlo en su sitio.

    Se calzó las botas militares y salió de la habitación.

    La moqueta con los colores rojo, naranja, amarillo y granate del escudo de Seela le absorbió los pesados pies. En los pasillos no había rastro de sus compañeros. No era la primera vez que Aura se saltaba el desayuno, y la sensación de caminar por los pasillos sin nadie la ayudaba a afrontar un poco mejor la mañana. Caminó el trecho que la separaba de las escaleras hacia los dormitorios del piso de abajo sin apenas hacer ruido. Las paredes de la Academia estaban decoradas con papeles lisos y de color crema. Los rodapiés, tan blancos como las nubes. Hace años, cuando el núcleo de Seela aún estaba activo, los restos de magia se arremolinaban en ellos, tiñéndolos de colores vivos y eléctricos. Aura y Edilo habían perseguido los restos de la magia que su padre dejaba volar por las paredes con las caras llenas de felicidad. Pero la realidad había cambiado mucho desde entonces.

    La puerta de la habitación de Edilo estaba cerrada. Aura llamó un par de veces antes de abrirla y colarse tras ella.

    Aura echó un rápido vistazo a la cama sin deshacer antes de fijar la mirada en la mesa de estudio que se encontraba frente a ella. Como había imaginado, Edilo dormía apoyado en un libro viejo y polvoriento. Los rizos de su pelo castaño estaban revueltos. La boca abierta de par en par. Aura parpadeó un par de veces cuando el sol le dio en los ojos y se puso una mano haciendo de visera; desde la ventana de Edilo se veía el patio principal de la Academia. Los militares corrían por las galerías que rodeaban el Gran Cuadrado. Unos cuantos hablaban apoyados en las columnas redondas de color marfil. El suelo de piedra tallada con el escudo de Seela brillaba bajo el ya más alzado sol.

    Billie y Peb Willah atravesaron las puertas del patio. Sus trajes de entrenamiento negros, perfectamente planchados y cuidados, reflejaron la luz del sol. Peb sonrió a un par de chicos y les guiñó el ojo. Se pasó la mano por el dorado cabello y lo peinó hacia atrás. Billie le dedicó una mirada y le susurró algo a su hermano pequeño. Peb soltó una carcajada; sin embargo, el semblante de Billie no se movió. Aura notó un cosquilleo en la piel cuando él alzó la cabeza y sus ojos verdes, llenos de intensidad, dibujaron la forma de la ventana de Edilo. Esos ojos…, otra de las realidades que habían cambiado tras la Gran Guerra. Billie era igual que su padre, un calco perfecto y con todo lujo de detalles. El cabello, cortado en un degradado militar, tan oscuro como el carbón. Su piel aceitunada envolvía el cuerpo musculoso y grande. Un guerrero puro, impasible. La mirada más determinante de todo Seela. Eso, recordó Aura con el pecho encogido, no había cambiado.

    Peb elevó la vista en la misma dirección que su hermano y sonrió hacia la ventana. Aura creyó que le sonreía a ella hasta que algo se movió a su lado y la mano de Edilo devolvió el saludo a la de Peb. La cara de Peb resplandeció.

    El rastro del canto del libro que Edilo había estado leyendo estaba dibujado con líneas rojas en su rostro. Sus ojos, del mismo azul que los de Aura, se entrecerraron. Edilo se llevó la mano a la mejilla y repasó los surcos de su piel. Después le regaló a Aura una sonrisa. Ella no tuvo más remedio que imitarlo. Si quedaba algo de magia en Seela, estaba escondida bajo esa sonrisa.

    —Buenos días —dijo Edilo con la voz ronca.

    Aura volvió a mirar por la ventana para ver cómo el patio se había quedado vacío. Las clases estaban empezando. Al igual que su entrenamiento.

    —Llegamos tarde —le dijo a Edilo acercándose a su armario. Sacó un traje de entrenamiento, el más limpio que encontró, y lo tiró sobre la cama—. Vístete.

    Edilo se rascó la cabeza y se apoyó en la mesa de estudio. En esa posición, el sol le daba en los ojos, aclarando el azul de las pupilas; sus pómulos brillaron.

    —Hoy no puedo ir a entrenar —dijo encogiéndose de hombros.

    —Ed, ya hemos hablado de esto.

    Edilo pasó la mano por las páginas del libro que había junto a él.

    —Aún me queda la mitad del libro.

    Aura suspiró.

    —Lo leerás después.

    —Después tengo clases.

    —Lo leerás después de las clases.

    Edilo puso los ojos en blanco.

    —A mí tampoco me apetece ir a entrenar, pero es lo que toca. Y si no aparecemos ahora mismo en la sala de entrenamiento, Sego va a venir a por nosotros personalmente.

    Tras un gruñido, Edilo se apartó de la mesa y empezó a vestirse. El traje le quedaba pequeño, su cuerpo ya no era el de un niño. Con los años, los entrenamientos le habían conseguido definir la cintura y su pecho estaba algo ensanchado. Sus piernas eran fuertes y en los brazos había dibujadas sombras allí donde los bíceps se abultaban.

    —Cada día estás más grande —se lamentó Aura.

    —¿Crees que mamá y papá me reconocerán?

    Aura resopló y se acercó a su hermano.

    —Ed…

    —Lo sé, lo sé.

    Aura miró la cubierta del libro: La Gran Guerra. Todo lo que pasó y nunca te contaron. Era, probablemente, el décimo libro que Edilo leía ese año sobre la Gran Guerra, intentando encontrar una respuesta que no aparecía. Aura sabía la razón por la que su hermano se había obsesionado tanto con ello: desde que sus padres habían sido exiliados, desde que les habían arrancado la magia y su derecho de nacimiento militar, su hermano había intentado saber la verdad. Normalmente, cuando Aura le suplicaba que frenara un poco, Edilo le contaba cómo su padre le había enseñado su investigación. Le contaba que ellos estaban investigando sobre los Ancestros y lo que realmente había ocurrido en la Gran Guerra, porque estaba seguro de dos cosas: la primera, que la Gran Guerra era una mentira; la segunda, que sus padres descubrieron algo importante, y alguien los quitó de en medio. Diez años sin noticias de ellos, incluso tras la desactivación del núcleo y la desaparición de la magia, los destrozos de la Gran Guerra…, nada.

    Edilo reparó en el entrecejo de Aura y cerró el libro.

    —Tenemos que saber qué ocurrió, Aura —susurró Edilo con la camiseta de entrenamiento en la mano—. Si pudiéramos ir a Aista…

    —Nunca podríamos cruzar Oipa nosotros solos. Si lo hiciéramos, nos encontrarían ellos a nosotros muertos o comidos por algún fantasma.

    —Los fantasmas desaparecieron con la magia —recriminó Edilo.

    Aura agarró la camiseta que él tenía entre las manos y le pegó con ella. Abandonó la habitación de su hermano y se dirigió a una de las escaleras principales de la Academia. Los pasos de Edilo pronto retumbaron junto a ella.

    La escalera se extendía hacia abajo cubierta de la moqueta que vestía los pasillos. No había nadie. Llegaban exageradamente tarde.

    —¿Has estado entrenando otra vez antes de que saliera el sol? —preguntó Edilo a escasos metros de la puerta.

    —Sí. No me mires así.

    —¿Por qué no hablas con Sego?

    Aura se apoyó contra una de las grandes puertas de madera recubiertas de oro granate. El escudo de Seela estaba pintado en el centro de ellas. Negó con los ojos fijos en sus botas militares.

    —Vamos.

    #

    La sala de entrenamiento estaba presidida por una gran estatua de los Ancestros; el mármol pintado de un color melaza reluciente. Los tres Ancestros de Seela. Los creadores de Seela. Cualquier seeliano sabía que los Ancestros habían desaparecido cientos de años atrás, aun así, corrían rumores que afirmaban que ellos mismos fueron los que cerraron el núcleo después de la Gran Guerra. Un castigo por el derroche de poder. Una lección que nadie parecía estar entendiendo. Lo que nadie sabía era la razón por la que ninguna otra ciudad mágica los había atacado desde entonces. La guerra con las ciudades vecinas era infinita; años y años de batallas mágicas, de gobernantes crueles, de un Consejo de Sabios sangriento y el más letal Ejército militar.

    Eran los tapices de los gobernantes los que adornaban las paredes de la enorme sala de entrenamiento. Diez en total. Aura observó el tapiz de Pai Paral I, el primero de todos los Pai Paral. Era una escena sórdida, oscura: en el centro de la imagen, un gran cuerpo cubierto de sangre e hilos del color del océano agarraba una espada de gran tamaño; la empuñadura lucía los colores del escudo de Seela. Aura había soñado con blandir esa espada desde su niñez, era la espada más poderosa de todas. Aura aún podía recordar lo que le gustaban las armas. Más allá del gobernador, se encontraban tres figuras sin rostro que representaban a los Ancestros velando a su primera gran creación: el gobernador, la estirpe Pai Paral, el seeliano más poderoso de todos. La espada se repetía en el resto de los tapices, incluso en el último, en el que aparecía el primer gobernante que no formaba parte de esa gran línea sucesora. Hammal Hum rompía el esquema con el mentón elevado y la espada descansando junto a su costado, como queriendo mostrarle a la ciudad que, a pesar de todo, él

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