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Semillas Amargas: Tras la esperanza del oro negro
Semillas Amargas: Tras la esperanza del oro negro
Semillas Amargas: Tras la esperanza del oro negro
Libro electrónico530 páginas8 horas

Semillas Amargas: Tras la esperanza del oro negro

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Es la locura el preludio al amor o es el amor el preludio a la locura.

Dos hermanos gemelos de siete años, Alessandro y Nicola Ferraioli Florenzano, descienden del remoto pueblo de Alciello, en el sur de Italia, camino al monasterio de Santa María del Poggio, donde sus padres los internan para que, entre otras cosas, no mueran de hambre.

Así comienzan a develarse sus destinos, que, en la adolescencia y por caminos diferentes, llegan a Roma. Nicola llega al Vaticano, mientras Alessandro llega al «distrito rojo», donde se sitúan los más importantes almacenes de importación y exportación de la capital. Nicola logra convertirse en el secretario personal del papa Leo XIII. Alessandro logra convertirse en uno de los más respetados importadores de café puertorriqueño, el favorito del papa Leo XIII. El oro negro de sus semillas le transportará en un viaje mágico a Puerto Rico a bordo del transatlántico español el Antonio López.

Es el año 1898 y existe un estado de guerra entre España y Estados Unidos. El emprendedor Alessandro llega a la isla cuatro días antes de que comience el bombardeo de la ciudad amurallada de San Juan. La escuadra del Atlántico, capitaneada por el almirante Sampson, acecha a la escuadra española al mando del almirante Cervera. Alessandro queda atrapado en la capital con su anfitriona, Nena Paoli, donde se enfrentarán al amor, la locura, la santería y la muerte.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 ene 2021
ISBN9788418500602
Semillas Amargas: Tras la esperanza del oro negro
Autor

Eddie Ferraioli

Eddie Ferraioli is one of the best-known glass artists in Puerto Rico with a carrier that spans forty-five years working stained glass and mosasics. His other passion is writing and is a bilingual author in Spanish and English and is the author of Virgenes Eroticas, poetry in Spanish, Mosaikus, haikus in Spanish and Diosas/Goddesses a bilingual anthology of his mosaics and writings as they pertain to gender violence book. Bitter Seeds: The Quest for Black Gold is his first English novel.

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    Semillas Amargas - Eddie Ferraioli

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    Semillas Amargas

    Tras la esperanza del oro negro

    Eddie Ferraioli

    Semillas Amargas

    Tras la esperanza del oro negro

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418500077

    ISBN eBook: 9788418500602

    © del texto:

    Eddie Ferraioli

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Mari, mi razón de ser y de hacer.

    Y a mis abuelos italianos

    Blas y Rosa Ferraiuoli Do’marco

    CAPÍTULO I

    Una jauría de perros famélicos rondaba el muelle 23 del puerto de Civitavecchia, a las afueras de Roma. Olfateaban el camino en ebria búsqueda de alimentos, mientras a poca distancia los tripulantes del vapor español Antonio López lo abastecían de embutidos, pescados, jamones y carbón para su viaje de regreso a la colonia de Puerto Rico. Desde el año 1891 las dos grandes chimeneas del buque habían espirado sobre los cielos del Atlántico el humo negro que salía de sus calderas. Tres veces al año la embarcación se desplazaba por quince largos días a través de una ruta parecida a la que había hecho, cuatrocientos años antes, el almirante Cristóbal Colón. Este viaje unía a España y a Italia con las dos colonias más importantes que había en las Antillas: Cuba y Puerto Rico.

    Desde tempranas horas de la mañana, los impecables uniformes blancos de los tripulantes del barco les daban la bienvenida a los pasajeros de primera clase, quienes, abrazados por sus elegantes abrigos de lana y piel, se burlaban del frío mañanero de aquellos primeros días de la primavera de 1898. Las enormes flores de organza, así como las plumas de avestruz y de pavo real de los sombreros de las señoras, llenaban la cubierta; las perlas y los diamantes se asomaban desde las gargantillas que adornaban sus cuellos, mientras bamboleaban la crinolina de las suntuosas faldas de sus largos vestidos por la proa del buque. Los sencillos sombreros de copa de los caballeros se paseaban entre aquel opulento desfile, desde lo alto del buque, despidiéndose de los seres queridos que allí dejaban.

    A poca distancia de aquellos que movían sus brazos en recíproca despedida, se encontraba Alessandro Ferraioli Florenzano, considerado en Italia como uno de los más respetados importadores de café de Brasil, Colombia y Puerto Rico. Desde el área designada para los pasajeros de primera clase, observaba el impresionante número de pañuelos blancos que se agitaban en las manos de familiares y amigos, y por algún momento le pareció que aquello era una bandada de pacíficas palomas mensajeras. Contrario a la mayoría de los viajeros, él no levantaba su sombrero ni agitaba su pañuelo blanco con nostalgia. Tampoco sus ojos buscaban afanosos otros dos ojos amados en aquel muelle de Civitavecchia. Ya la noche anterior había abrazado a su esposa, Rosa Cantisani, cuando salió de su casa en Roma y se había despedido del pequeño Francesco, que recién había cumplido cinco años. Cuando supo que estaba embarazada, Rosa no estaba tan segura de que en su vientre se gestara un varón, pero Alessandro le aseguraba que había contemplado a su hijo en una de las muchas visiones que le abrumaban de niño, y desde entonces lo llamaba por ese nombre a pesar de la molestia que aquello le causaba a su mujer. Durante todo el embarazo, ella guardaba la esperanza de parir una niña que le acompañara en la vejez. La joven, de vibrantes ojos negros y una obstinada inseguridad, se había tenido que quedar a cargo del negocio, Almacenes Brandi-Ferraioli, durante la ausencia de su marido. Con solo veinticuatro años y a pocos años de haberse casado, por primera vez tenía que enfrentarse a semejante encomienda, mientras su esposo se embarcaba en aquella travesía al otro lado del mundo.

    Alessandro ya no era el muchacho pobre de Alciello que quince años atrás abandonó el monasterio de Santa Maria del Poggio, para procurarse una vida lejos de la influencia impositiva de la Iglesia. Para entonces era un joven exitoso en los negocios y con muchos deseos de disfrutar su bienaventuranza. Muy sagaz y siempre en la búsqueda de la oportunidad perfecta para cuajar alguna nueva empresa, decidió comprar un boleto de primera clase para hacer el viaje hasta Puerto Rico y poder codearse con las personas influyentes que, al igual que él, se dirigían a la isla en pos de agenciarse nuevos mercados.

    Mientras los demás pasajeros hablaban, se reían y disfrutaban de las amenidades que la tripulación tenía para ellos, la mirada de Alessandro se enfocó en la jauría de perros que había observado a su llegada al muelle y que por alguna razón le había dado una mala corazonada. Aún rondaban el perímetro frente al atracadero, en aparente búsqueda de comida. Un mastín lanudo, de pelaje rojizo, avanzaba a la cabeza del grupo y movía el hocico de lado a lado con la desesperación de un padrote frente a una yegua en celo. Cualquier intento de postergarlo era inútil, pues con solo mostrar los colmillos le bastaba para que el retador desistiera de capitanear la jauría. De igual manera un «asesino a sueldo», Gratzianni «el Gusano» Kaká Berlingeri, observaba cada acción de Alessandro Ferraioli, el rey del café en Roma. El Gusano trabajaba para Lucio Lamboglio, el capo di tutti i capi de la Camorra en la capital de Italia. Gratzianni Kaká abordaba el buque Antonio López con poco equipaje, varias camisas, varios pantalones y una escopeta de caza con mira telescópica capaz de destruirle el corazón a un elefante a trescientos metros de distancia.

    Ajeno a la presencia de esa rémora que andaba tras su corazón, Alessandro se entretuvo observando aquellos cuerpos escuálidos. Al otro extremo del barco, también ajeno a su presencia, se encontraba Nena Paoli, una joven puertorriqueña que regresaba a la isla junto a su médico de familia, el doctor Antonio Gallisá. También observaba a la niña y su bebé. Nena regresaba a la colonia española de Puerto Rico, luego de haber estado recluida en el convento y sanatorio de Santa Maria Bambini en Roma. Al igual que Alessandro, Nena se había interesado en la niña y su bebé por la condición paupérrima en que se hallaban. La joven puertorriqueña conversó con la niña a su llegada al muelle, y así se enteró de que se llamaba Clara y que su hija se llamaba Clarita. Aquel bebé trajo lágrimas a los ojos de Nena. Recientemente, la habían sometido a un aborto sin su consentimiento. La joven no tenía claro lo que había sucedido. No estaba del todo clara la situación…, si había perdido a su hija, o si la había parido y le habían robado el bebé para venderlo a una de las muchas parejas acaudaladas de Roma que no podían tener sus propios hijos.

    Alessandro alcanzó a contar siete perros. No muy distante de los perros observó a Clara, tan famélica como aquellos perros, a cuesta con Clarita entre sus brazos. Era la niña que a su llegada Alessandro le había dado una limosna. A preguntas de Alessandro la niña le comunicó que se llamaba Clara y su pequeña, Clarita. La niña había querido abortar a la criatura, producto de una violación por su padre, pero sin tener recursos, no pudo. La jovencita mendigaba entre la gente, silenciosa, con la mano derecha extendida en actitud esperanzada. Su mirada alternaba entre la falsa súplica y la desconfianza. Adherido a su brazo izquierdo llevaba a un bebé tan silencioso como ella. Por lo frágil de su cuerpo, sus pechos diminutos y un cierto destello infantil en su rostro, él estimó que la muchachita no tendría más de once años de edad. Nadie parecía verla en el bullicio de aquel puerto. Se movía lenta, como un espíritu que vaga y busca salir del limbo al que lo sometió una muerte prematura. Tras una ronda infructuosa, caminó con la mano vacía hacia una esquina solitaria y se sentó con el bebé sobre una estiba de maderos de los que se usaban para mover la mercancía a los barcos. Se bajó un poco la raída camisa para dejar al descubierto un pecho insignificante, y acercó el pezón a la boca del bebé, que agitaba la cabeza desesperado. La mirada de la niña se quedó un instante perdida en el mar mientras intentaba en vano amamantar a su cría. Cansada, tal vez del peso de la niña, la depositó allí mismo entre algunos restos de basura: un trozo de madera que alguna vez debió de haber sido un remo, hilo de pescar, una cadena enmohecida, varias botellas de vino vacías y una lata de aceite de oliva en la que apenas podía verse el emblema de la campiña napolitana. La cobijó un poco con un retazo de una vela de barco que encontró en el suelo. La dejó allí sola y volvió a insertarse entre la muchedumbre que aún despedía a sus familiares y amigos.

    Alessandro sintió deseos de bajar al muelle de nuevo para abrazar a aquella niña. Pensó en Francesco, su hijo, que apenas tenía cuatro años, y desde ese instante le pareció que el bebé de la jovencita también era un varón. Quería darle más dinero, pero más que eso, hubiera querido protegerla, cuidar de su hija, darle la alegría que la vida le había negado. Estaba absorto en sus pensamientos, cuando se percató de que los perros, espantados por unos estibadores que les tiraban piedras, cambiaron su rumbo y se dirigieron hacia el lugar donde se hallaba la infante. «¡Clara!», Alessandro le gritó a la niña, pero ella no podía escucharlo. Su voz desesperada se perdía entre las despedidas.

    —Niña, Clara, ¡tu bebé, tu bebé! —volvió a gritar Alessandro, mientras observaba a la jauría acercarse a la infante—. ¡Señores, señores! —les gritó a los hombres que habían apedreado a los perros, y ellos, pensando que Alessandro se despedía, se llevaron la mano a la ceja e inclinaron la cabeza en un gesto militar de cortesía.

    El mastín rojo, más lobo que perro, se detuvo. Igual hizo la jauría. Levantó el hocico y lo movió de lado a lado tratando de rastrear el lugar exacto de donde emanaba el inocente aroma a niño crudo. Los orificios de la nariz se le abrieron; acto seguido, fueron visibles sus colmillos, mientras su lengua rosada se inundaba de saliva al presentir la cercanía de una presa. Desde la distancia en la que se encontraba, Alessandro no podía escuchar el violento golpe de sus roncos gruñidos. Apenas alcanzaba a percibir el gesto del hocico abierto y el movimiento de los negros belfos. Igual comenzaron a hacer los otros perros, y como si el mastín quisiera advertirles de las consecuencias de tomar la iniciativa sin su consentimiento, se abalanzó sobre uno que intentaba acercarse al cuerpo del bebé. Cerró sus potentes fauces sobre la yugular del infortunado y comenzó a sacudir la cabeza de lado a lado hasta quebrarle el cuello. Todavía le chorreaba sangre de los colmillos cuando descifró con precisión matemática el lugar exacto donde la niña había dejado a su bebé. Con el lomo erguido, la cabeza baja al ras del suelo, comenzó a acercarse a Clarita de forma lenta y silenciosa, con tal liviandad que hubiese podido caminar sobre la superficie de un lago sin caer al agua. A medida que se acercaba a su presa, comenzó una especie de ritual de movimientos que le acercaban y le separaban del cuerpecito indefenso, como si el instinto le advirtiera que detrás de una presa fácil puede haber una trampa.

    Al presentir lo que estaba a punto de ocurrir, Alessandro quedó paralizado y aterrorizado. Aunque hubiera querido defender a aquel bebé aun con su propia vida, lo cierto es que por más rápido que corriera, habría sido imposible, en un buque de trescientos setenta pies de largo y treinta de ancho, llegar a tiempo hasta el lugar donde se encontraba la jauría. Además, su estado de estupor le impedía siquiera moverse. Hubiera querido espantar a aquellos perros a pedradas o lanzarles algunas botellas para alejarlos del bebé. Pero, de todas formas, el hambre hubiera podido más que el miedo a ser lastimados. Solo un disparo en el corazón de la aguerrida fiera habría logrado desbandar aquella jauría.

    Un rayo de sol iluminó por un breve instante el mástil de cuarenta pies de alto y su transversal, creando la sombra como de un crucifijo sobre el suelo del muelle, justo donde se encontraba el bebé. Alessandro sintió que estaba a punto de presenciar la crucifixión de aquel bebé no a manos de soldados romanos, sino a manos de aquella turba de perros. El joven miraba la escena con la misma impotencia con la que quince años antes observó la cabeza sangrante de un hombre decapitado con tres cruentos golpes de un hacha ordinaria. La hazaña la había ejecutado uno de los «soldados» de Lucio Lamboglio, voraz jefe de la jauría de mafiosos de la Roma a finales del siglo

    xix

    , para infundir terror en aquellos que incumplían compromisos con los suyos.

    Le pareció que la infante se llevaba su pequeño pie a la boca, como si aquello pudiera sustituir la falta que le hacía la teta de su madre. Justo en ese momento, la fiera se abalanzó sobre la criatura con la saña de un verdugo y le clavó los colmillos en el cuello. Se sacudió con frenesí, como había hecho antes con el perro que se había atrevido a retar su jerarquía, hasta desprender la cabecita del cuerpo. Mientras el perro terminaba de destrozar aquella pequeña masa sanguinolenta con sus potentes mandíbulas, la jauría corrió, ladrando y gruñendo, tras la cabecita de la pequeña, que rodaba con determinación, como si todavía la vida fluyera a borbotones dentro de ella.

    Alessandro, a pesar de ser un hombre acostumbrado a hacerle frente a cualquier emergencia, no fue capaz de moverse. Como tantas veces le pasó de niño cuando estaba a punto de tener una de sus visiones, comenzó a parpadearle el ojo derecho y una luz violácea se fue apoderando de todo su campo visual, señal de que se iniciaba una de sus extrañas alucinaciones. Sin que pudiera evitarlo, esa manifestación sobrenatural se apoderó de su campo visual. Ese estado de energía le permitió ver cómo la cabecita, huérfana de cuerpo, rodaba hasta el filo del muelle y se balanceaba por unos segundos, como un funambulista sobre una cuerda, antes de caer a la bahía. Allí se sostuvo sin hundirse como si fuese una boya, flotando sobre aquellas aguas enrojecidas. Los párpados de la inocente criatura, aún abiertos, parecían suplicarles a las puertas del cielo que alguien las abriera para poder sentarse a la diestra del Padre.

    Ofuscado por ese evento, sin que hubiera nubes en el cielo, vio caer un diluvio de perlas sobre el muelle. La superficie de las sucias aguas donde atracaba el transatlántico Antonio López se cubrió de un velo de esferas irisadas. Sorprendido por lo que creía ver, se quedó mirando cómo aquellas preciosidades se acomodaban alrededor de la pequeña cabeza desmembrada, hasta que tuvo la impresión de que la niñita sin cuerpo flotaba en la placidez absoluta de un mar nacarado que la libraba de toda futura carencia. Entonces, mientras observaba cómo una turba de cerdos salvajes se entremezclaba con la muchedumbre en el muelle, escuchó una voz decir:

    —Os advierto, no deis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen y se vuelvan y os despedacen.

    Pero la admonición llegó muy tarde. La niña ya había sido ofrendada como un Cristo para lavar los pecados del mundo. Alessandro vio con incredulidad cómo aquellos puercos se abalanzaron sobre el gentío despedazando a mordiscos todo cuanto alcanzaban sus colmillos. Lo que hacía unos segundos había sido una despedida emotiva, se convirtió en una sanguinolenta escena como las que se daban en el Coliseo en tiempos de la Roma imperial, cuando los cristianos eran sacrificados a los leones para entretener a sus habitantes.

    De la misma forma en que toda aquella alucinación comenzó, asimismo terminó al aquietarse el parpadeo de su ojo derecho. El dolor comenzó a ceder. De forma paulatina recuperó su estado de calma habitual. Con incredulidad sacudió la cabeza, como si tratara de quitarse de la mente esa visión que había tenido. Se frotó los ojos y según se disipaban las imágenes de aquella escena, divisó cuando la madre de la niña regresaba al lugar donde unos minutos antes había dejado a su hija. Alessandro tuvo que conformarse con acompañar con sus ojos a la niña mientras el angustioso silencio de su voz le gritaba por dentro:

    —¡Perdóname, Clara! ¡Lo siento mucho!

    Los ojos de la muchachita se enfocaron en la mancha roja que había en el suelo y en el amasijo informe que mordisqueaba con calma el mastín. A una corta distancia encontró dos deditos de Clarita. Los recogió, los besó, se relamió los labios y los echó en un saquito que llevaba amarrado al cuello. No se detuvo a llorar la muerte de su pequeña; tampoco enloqueció a gritos o exigió alguna mirada compasiva de ese prójimo que debía amarlos como a sí mismo, ni alzó los brazos al cielo para reprocharle a Dios aquella barbarie. Miró por última vez al perro con sus ojos llenos de hambre, desanduvo callada el camino que la había llevado hasta allí y se dejó tragar de nuevo por la muchedumbre. Aunque la muerte del bebé fue real, al momento no supo conjugar aquella tragedia con las alucinaciones que se entremezclaron con lo sucedido. A una distancia considerable de Alessandro, la joven de nombre Nena Paoli Ajaccio sollozaba ante la tragedia que había presenciado.

    En ese momento ni Alessandro ni Nena eran conscientes de que a miles de kilómetros de Civitavecchia, en las aguas del mar Caribe y el océano Atlántico, una jauría de destroyers americanos olfateaba la isla de Puerto Rico. Comandados por un «mastín vestido de blanco», el almirante Sampson, al mando de la Flota Americana del Atlántico, la isla flotaba entre esos dos mares como la cabeza de la bebé flotó sobre un mar de perlas. Alessandro sacudió su cabeza como si quisiera entender aquello que había presenciado. Al momento no tuvo contestación. Se viró para no mirar más al sitio de la desgracia pintada con la sangre de la inocente. Al voltearse, se topó con los ojos azules de un cura italiano que le advirtió:

    —No cuestiones los actos de Dios. Él actúa de formas que a veces no entendemos.

    Sin más argumentos, extendió su mano y le entregó una pequeña estampa con la imagen de Cristo, en la que se reproducía el salmo 23. Alessandro, desde muy joven, se había distanciado de la religión católica y de su inhabilidad de explicar las incongruencias entre las palabras de Dios y las trágicas realidades de la vida. A pesar de que había cursado estudios religiosos formales en el monasterio de Santa Maria del Poggio durante seis años, o tal vez fuera precisamente como consecuencia de esa experiencia, sintió el deseo de romper en pedazos aquella estampa y lanzársela a la cara al sacerdote, cuando escuchó el sonido grave del tercer silbido del Antonio López. Era la señal de que el buque estaba listo para zarpar. Los marinos comenzaron a soltar las amarras. El buque —propiedad de la Compañía Transatlántica de Barcelona, que había encomendado su construcción al astillero de William Denny y hermanos, de Dunbarton— estaba lleno a capacidad: ciento cincuenta y seis pasajeros viajarían en primera clase, setenta y dos en segunda clase y veintisiete en tercera.

    El silencio de Alessandro, la mirada destemplada y el movimiento involuntario de su labio superior, inducido por algún instinto animal, mostraba sus dientes listos para abalanzarse sobre el cuello de aquel cura. Fue suficiente para que el sacerdote entendiera que su gesto no era bienvenido. Alessandro le dio la espalda y se dirigió con lentitud hacia la popa del buque. El sacerdote, intimidado por el lenguaje corporal del joven, hundió la cabeza entre los hombros como un molusco que se refugia en su caparazón para protegerse del peligro. Tan pronto advirtió que estaba suficientemente lejos, se irguió y fue hacia la proa del barco, deslizándose sobre la cubierta como uno de esos gasterópodos que dejan a su paso una estela babosa en el suelo, hasta que se topó con un incauto a quien venderle la idea del Cristo Crucificado.

    Alessandro viajaba en primera clase, y a pesar de que disfrutaría de los lujos de aquel buque, que fue uno de los primeros barcos de acero impulsados por vapor y con sistema de iluminación eléctrica, la muerte de aquella niña, al igual que la incomprensible visión que acompañó aquella orgía canina, lo acompañaría el resto del viaje. Sin él saberlo, aquella escena profética le haría sentido el 12 de mayo de ese año, cuando a las cinco de la madrugada, la jauría compuesta por siete destroyers americanos se abalanzaran sobre la ciudad amurallada de San Juan de Puerto Rico.

    Durante los quince días que duraría la travesía, sus zapatos gozarían del privilegio de deslizarse una y otra vez por los pisos de mármol. Sus ojos se deleitarían con los plafones tallados en madera de exquisita calidad. Su lengua se maravillaría ante la sensación del hielo con el que los pasajeros de primera clase contrarrestarían el sofocante calor de las Antillas. Su cuerpo tendría la oportunidad de reanimarse con el agua caliente que saldría de las duchas en sus camarotes. Los brillantes acordes del gran piano negro de cola alegrarían sus almuerzos, sus cenas y sus horas de ocio; las dulces melodías bailarían en sus manos mientras cortara un trozo de venado sobre la vajilla española hecha en Granada. En la soledad de la noche, en su lujosa habitación, se entregaría al placer de dejarse sorprender por la magia de la electricidad mientras anotaba en un diario su más reciente visión, con el afán de comprender su propósito y significado.

    Aunque el Antonio López no fue concebido como un barco de guerra, contaba con mil literas para transportar tropas españolas a las colonias, si fuera necesario. Y al final, el clímax que se fraguaba en un futuro muy cercano obligaría a la Corona española a usarlo para abastecer sus ejércitos y fortificaciones en Puerto Rico y Cuba.

    Alessandro preguntó al primer oficial que se encontró en su camino si le podía decir dónde se encontraba la habitación 44 de primera clase. El tripulante se le acercó, tomó su maleta y le pidió que lo siguiera. Mientras caminaban sobre las suntuosas alfombras de los pasillos donde estaba ubicado su camarote, Alessandro comenzó a conversar con el joven, quien para su sorpresa resultó ser oriundo de una aldea en Basilicata, cerca de Alciello, de donde provenía el joven. Como una excepción a las reglas establecidas por el capitán del buque de no divulgar ninguna información que pudiera alarmar a los pasajeros, el muchacho, impulsado tal vez por la confianza que se despierta entre los paisanos, lo puso al día de lo que ya se hablaba hacía varios meses: los aires de guerra entre el emergente imperio americano y el decadente imperio español. Según le explicó, el Gobierno de Estados Unidos acusaba a la Corona española de haber hundido el buque Maine mientras estuvo anclado en la bahía de La Habana.

    Maleta en mano, el oficial insertó la llave en la puerta que daba a la habitación y le explicó que cada camarote contaba con una cama, un pequeño escritorio, una mesa de noche y un armario donde podía acomodar sus pertenencias. Le aclaró además que contaba con ducha y baño privados, a diferencia de los pasajeros de tercera clase, quienes tenían que compartir el espacio de aseo. Tras finalizar su discurso de bienvenida, le deseó un buen viaje y, antes de cerrar la puerta, se despidió con un «buenas noches» que se perdió entre el rumor de los motores del barco.

    Cansado a consecuencia de que había madrugado para hacer el viaje de Roma a Civitavecchia, preocupado por Rosa, por su hijo, por las malas noticias sobre Cuba y Puerto Rico, e intranquilo por la tragedia recién vivida a bordo del buque, Alessandro se sentó en la litera, se sujetó la cabeza entre las dos manos, como quien no puede con tantas preocupaciones, y se recostó. Entre sueños sintió que su madre le despertaba. «Hijo, hijo…, despierta, que tus hermanos te esperan para ir a misa». Era su madre, Malena, que le despertaba en Alciello, Basilicata, lugar donde había nacido hacía veintiocho años, el 2 de julio de 1870.

    CAPÍTULO II

    Alessandro era un niño de cinco años cuando se manifestó el fenómeno de las visiones por primera vez. Iba camino a la iglesia de San Nicola para recoger una corona de rosas que el padre Guido solía prepararle a su madre con las flores que el buen hombre recortaba de los rosales que había sembrado en la fachada de su parroquia. El sacerdote las había podado de tal forma que cubrían el frontispicio de las dos iglesias del pueblo como si fueran una enredadera.

    Varios años antes, un Viernes Santo en que los rosales estaban florecidos y había llovido con ímpetu, muchos pétalos se desprendieron y cayeron en la entrada de la iglesia. Mientras el padre Guido oficiaba la celebración litúrgica de la muerte del Señor Jesús, un hato de ovejas que pasaba por allí pisoteó las flores, lo que formó una mancha enorme de un tono rojizo oscuro. Eso causó tal impresión que la histeria se apoderó de los creyentes del pueblo, quienes dijeron que las paredes de ambos templos sangraban. Los habitantes más fervorosos alegaron que las calles se habían tornado rojas con la sangre de Cristo. Los que «vieron» la sangre lo interpretaron como obra de san Nicola y de santa Maria Maggiore. A partir de ese momento, de los pueblos circundantes fieles a la Palabra de Dios, peregrinaban a Alciello durante los días en que se celebraba la Cuaresma para presenciar «el milagro de las rosas».

    Malena Florenzano Rossi acostumbraba a pedirle la corona de rosas al párroco antes del Viernes Santo, porque ese día las flores perdían todos sus pétalos. A eso de las tres de la tarde, hora en que por tradición se decía que Cristo había sido crucificado, caía un aguacero tan fuerte que la enredadera quedaba desprovista de sus flores. Para esas fechas, Malena gustaba de poner esa corona de rosas rojas en la puerta de su casa, dado lo devota que era al Cristo Crucificado. El Viernes Santo, al amanecer, acostumbraba a hacer el viacrucis en cuclillas con Nicola, el gemelo de Alessandro, el único otro devoto de la familia, cosa que mortificaba a su esposo, Vittorio Ferraioli Riccardi, cuando los veía llegar a la casa con las rodillas peladas. Aunque en el pueblo de Alciello casi todos creían que lo que se desbordaba por las calles era el milagro de la sangre de la crucifixión, Vittorio se mofaba del supuesto «milagro» aduciendo que lo que corría por los caminos de Alciello era la sangre de las rodillas de su esposa y de su hijo.

    Cuando Alessandro llegó a la iglesia para buscar el encargo de su madre, el padre Guido lo estaba esperando en la entrada algo molesto por la tardanza del chico. El niño se había distraído con un grupo de niñas vestidas de negro que se habían cruzado en su camino, porque jamás las había visto por las calles de Alciello. Ellas le siguieron parte del camino y luego desaparecieron. Le causaron una mala impresión, como si una bandada de cuervos presagiara que algo malo iba a suceder en el pueblo.

    —Permíteme que te busque la corona, que la guardé en la sacristía —le dijo el cura a Alessandro.

    La agarró con sumo cuidado, por ser pródiga en pétalos y espinas, y mientras caminaba hacia Alessandro, pensó: «Debería ponérsela sobre la cabeza al muchachito este, que no le vendría mal hacer un poco de penitencia en estos días».

    Ya muy cerca del niño, sin darse cuenta, pisó uno de los cordones de sus sandalias, acción que lo precipitó sobre el muchacho con todo y corona. Algunas espinas le rasgaron la frente, pero una de estas le penetró levemente el ojo derecho, lo que trajo una retahíla de maldiciones a la boca del pequeño Alessandro. El cura, al ver la sangre que vertía de la frente de Alessandro, empeoró la situación al quitársela de forma brusca, pues con el tirón también le rozó el ojo, lo que causó que la punta de la espina se rompiera y quedara incrustada en la córnea. Algo aturdido, en un intento de aminorar el sufrimiento que le causaba la herida, Alessandro se levantó y se llevó la mano al lugar exacto donde sentía unas dolorosas palpitaciones. Cuando por fin pudo abrir el ojo, varias lágrimas de sangre rodaron por su mejilla y el párpado comenzó a temblarle como las ramas delgadas de un árbol en medio de una tempestad. Todo comenzó a llenarse de una luz violácea. Sintió que algo sobrenatural se apoderaba de él; una sensación que experimentaba por primera vez en su corta vida. Ese accidente con la corona de rosas lo marcaría para siempre. Desde entonces lo acompañarían unas visiones que le sacudirían el alma y la mente, como la alucinación que comenzaba a tener en ese instante.

    De repente, aparecieron las niñas con las que se había cruzado en el camino. Pero ahora vestidas con trajes blancos bien almidonados, parecidas al rebaño de ovejas que había pisado los pétalos de las rosas y los habían hecho sangrar, en vez de una bandada de cuervos. Sin embargo, aquella pureza de sus vestiduras, en lugar de transmitirle una sensación de inocencia o ternura, le advertía una cierta malignidad que no tardó en revelarse. Las doncellas cayeron sobre el rosal como una plaga de cigarras. Con unas tijeras de plata comenzaron a recortar las flores, en un frenesí destructivo. Las rosas caían al suelo y, al ver sus pétalos deshacerse en sangre, las niñitas se reían divertidas. Correteaban alrededor de la iglesia de San Nicola con sus trajecitos repletos de manchas rojas. Solo se detenían para cortar más flores. El pequeño se inquietó, pues le parecía que aquellas niñas las cortaban con el único propósito de hacer que el rosal se desangrara. Lo que más le incomodaba era que lo hacían con la anuencia del padre Guido.

    Alessandro miraba aquella escena con una creciente sensación de miedo, pero algo le impedía escapar de ese lugar. De la parte alta de Alciello, en Santa Maria Maggiore, la sangre de las rosas comenzó a correr por las calles. Bajó por los despeñaderos hasta llegar al mar Tirreno. En la parte baja del pueblo sucedió lo mismo, con la única diferencia de que allí la sangre desembocó en el mar Jónico. Entonces las niñas desaparecieron tras los rosales sangrantes y comenzaron a transformarse. Ante sus incrédulos ojos, como si cansadas de ser orugas aspiraran a convertirse de inmediato en mariposas, ocurrió la metamorfosis. Perdieron su inocencia virginal a medida que su primera menstruación las hacía mujeres. Sus blancos trajecitos se convirtieron en alados vestidos rojos mientras sobrevolaban los riachuelos de sangre que acababan de formarse con los líquidos pétalos que se deslizaban por sus piernas.

    La alucinación continuó. Vio cómo el padre Guido le entregó a cada una un cinturón de castidad de oro y se dirigieron a la iglesia. Alessandro las siguió sigiloso, esquivando las riadas de sangre, hasta que todas se ubicaron frente al altar mayor. Se quedó observándolas desde el confesionario. Una a una se arrodillaron para que sus cabezas fueran rapadas. Inclinadas en profunda reverencia y total sumisión, se persignaban mientras el cura rociaba agua bendita sobre las piezas doradas que llevaban en sus manos. Se fueron retirando en la misma parsimoniosa secuencia en que habían entrado a aquel sagrado recinto, hasta que el templo quedó vacío.

    Ajeno a la visión que hipnotizaba al niño, el padre Guido le limpiaba las heridas con un trapo empapado en agua bendita. Poco a poco el temblor del ojo derecho de Alessandro fue cediendo al igual que aquella visión que había tenido. Minutos después el niño se encontró camino a su casa con la corona de rosas en sus manos, sin entender qué le había sucedido.

    Entre el sueño y la realidad, en su camarote, Alessandro deshojaba los recuerdos de su niñez en el pueblo de Alciello, el pueblo, como tantos otros, era preso del cíclico fenómeno de las vacas flacas y las vacas gordas que se turnaban cada siete años. Aquel era Alciello, el pueblo que tantas veces había tratado de reprimir en un baúl apolillado de recuerdos como le había aconsejado su padre, Vittorio, puntualizado con las palabras: «Hijo, jamás vuelvas a estas malditas tierras que Dios olvidó». Y es que ese pequeño pueblo incrustado en Basilicata, al sur de Italia, era una de las regiones más pobres de la península. La carencia infame en los años de las vacas flacas, los años que les tocó vivir a Alessandro y a Nicola, se llevaba a cuestas como una malformación física, como una vergonzosa joroba. A veces el hambre era tan profunda que algunos de sus habitantes, desquiciados por la falta de comida, preferían lanzarse desde sus muchos despeñaderos que seguir esperando por el maná que llovería del cielo, el cual el padre Guido les prometía domingo tras domingo.

    Alciello estaba situado en lo alto de una cordillera inaccesible para la mayoría de las personas, dado que sus caminos de rocas podían destrozarles en cuestión de días un par de sandalias a los afortunados que las tenían. Subir y bajar sus precipicios era una verdadera odisea, lo que mantenía al pueblo bastante aislado. Desde sus cimas se divisaba todo el valle del Noce y el legendario monte Sirino, lugar a donde los creyentes del pueblo peregrinaban una vez al año convencidos de que el arca de Noé había descansado sobre su pico «cuando Dios castigó a Basilicata robándole toda su agua y destruyéndole su principal acceso». La región se componía de las provincias de Potenza, en la parte más escarpada, cuya costa daba al mar Tirreno por el oeste, y Matera, con sus pequeños tramos de costa que daban al mar Jónico por el este. A pesar de que tenían algunas rutas de acceso al Mediterráneo, los habitantes de Basilicata desaprovecharon esa ubicación estratégica que tantos otros pueblos costeros supieron explotar para beneficio de su población. Y así la zona quedó en un gran aislamiento, tanto geográfico como social.

    «¿Por qué nace cada quien donde nace?». Era una pregunta a la que nadie en Alciello le tenía una contestación. Los alciellanos se habían enfrentado con gran tesón a sus realidades geográficas. Era un área sumamente seca y de poca vegetación, con veranos sofocantes e inviernos despiadados. A través de los siglos sus habitantes habían dependido de los árboles que crecían para la construcción de sus casas, muebles y utensilios de trabajo.

    Sin embargo, no tuvieron la visión de reemplazar los maderos que cortaban con nuevos retoños, pues pensaban que el fin del mundo llegaría antes de que se acabaran los árboles. Poco a poco fueron diezmando los majestuosos nogales y pinos. Primero acabaron con los árboles que daban madera, y cuando ya quedaban muy pocos, comenzaron a derribar los árboles frutales. Sin los melocotones, las cerezas, las peras y las manzanas —tan esenciales para amaestrar a la fiera del hambre— muchas mujeres, entre ellas Malena, recurrieron a confeccionar «tartas» de las estériles arenas de sus tierras. Para hacer que fueran apetecibles a los niños, les untaban un poco de aceite de oliva árbol, que se había propagado por las míticas tierras de Alciello y que habían sido protegidos de la tala indiscriminada. Sin más alternativas, las recién elaboradas galletas de tierra se convirtieron en parte de la dieta de los habitantes del pueblo. Con el paso del tiempo, los aldeanos olvidaron cómo eran y a qué sabían las frutas de los árboles que una vez se cultivaron en Alciello. Nadie las echó de menos. Solo las extrañaron los alciellanos que en un tiempo fermentaban su pulpa para producir las bebidas alcohólicas con las que se embriagaban. En adelante, los infelices recurrirían a robarse el vino de la sacristía del padre Guido, quien lo guardaba con extremo celo, dada la dificultad que daba subir las botellas por aquellos caminos inmisericordes desprovistos de sombra.

    La deforestación en el pueblo y sus campos fue tal que sus tierras quedaron sin las raíces necesarias para amarrar el suelo fértil de las pequeñas fincas. Con cada lluvia y sin árboles que la detuvieran, la tierra fue descendiendo por las laderas de los montes hasta caer en los riachuelos y culminar en los mares Tirreno y Jónico. Las fincas dejaron de producir alimentos y, en las aguas donde se depositaba la tierra erosionada, los peces dejaron de multiplicarse.

    Para mala fortuna, los problemas de esa región no se encontraban solo en la superficie de la tierra o en sus relaciones políticas con el Gobierno de la capital, sino que se hallaban también en la profundidad de sus entrañas. La historia de Basilicata no se podía narrar sin enumerar la cantidad de temblores y terremotos que habían afectado el área durante siglos. Con los terrenos altamente inestables, junto al hecho de que la construcción era de piedra y madera, la mayoría de sus edificaciones medievales se perdieron.

    Alciello tuvo un origen incierto y su historia era una madeja de mitos y leyendas imposible de desenmarañar. Parecía que cada quien tenía su propia idea de cómo había comenzado la vida en aquel lugar tan inhóspito. Argumentaban los historiadores y los religiosos, tanto los lombardos como los bizantinos, que Alciello había surgido como resultado de las peregrinaciones que un monje lucano había hecho al lugar, convencido de que allí se encontraba la puerta del cielo. Así, con el paso de los años el lugar vino a tomar su nombre, Porta al Cielo, y miles de incautos hicieron del lugar uno de adoración y rezo para los creyentes de la fe cristiana. A pesar de que nunca localizaron ese acceso a la vida eterna, los creyentes se establecieron allí convencidos de que tarde o temprano darían con «la puerta».

    Seducidos por las historias de aquel monje y dada su ubicación, que hacía el área militarmente estratégica porque controlaba dos rutas marinas y era la entrada a la península por el sur, durante siglos los lombardos y los bizantinos se enfrascaron en cruentas luchas para hacerla suya. La sangre corrió en ambos bandos, por lo que había pocas familias que no hubiesen sacrificado un hijo por prevalecer en las batallas. Debido a que en sus innumerables conflictos bélicos ninguno de los bandos alcanzó una victoria definitiva, representantes de ambos lados negociaron un arreglo muy particular que se usaría en el futuro con otros pueblos, con consecuencias nefastas. Como Alciello tenía una parte alta y una parte baja, se acordó que los lombardos ocuparían las partes altas, mientras los bizantinos ocuparían las partes bajas. La división se hizo sin tomar en consideración dónde habitaba cada quien. Hubo lombardos que quedaron marginados en las áreas bajas del pueblo y bizantinos que quedaron apartados en las partes altas. Por suerte, como los lombardos y los bizantinos eran cristianos, las diferencias pudieron subsanarse. Así se libraron de las continuas guerras fratricidas, producto del interés de cada bando en ser los propietarios de la Porta al Cielo. Decepcionados, al no encontrar el mítico portal, con el tiempo se olvidaron de la porta y el lugar vino a llamarse simplemente Alciello.

    Allí convivieron por siglos alternándose el poder municipal, sin que ninguno de los dos pudiese sacar a Alciello de su estancamiento social y económico. Aunque por muchos años los matrimonios entre lombardos y bizantinos fueron prohibidos, al llegar la unificación de Italia bajo la Casa de los Saboya esta tradición cambió. En adelante los casamientos mixtos se permitieron, siempre y cuando las parejas se sometieran a los ritos de ambas iglesias, la de San Nicola y la de Santa Maria Maggiore. De igual manera, los hijos que procrearan deberían participar en los sacramentos del bautismo y la confirmación de sus respectivas parroquias. Esta dualidad duró hasta finales del siglo

    xvii

    , cuando ambas iglesias cayeron bajo la tutela de la Iglesia católica.

    —¡Despierta, Alessandro, despierta! —insistía su madre, Malena.

    —Piero y Nicola te esperan para ir a misa.

    Era el 2 de julio, día en que se celebraba una nueva era en Italia: Roma se convertía en la capital de una Italia unificada luego de cientos de guerras y sufrimientos. Como había pasado a través de la historia a lo largo y ancho del planeta en país tras país, los habitantes de una región reclamaban su derecho a gobernarse bien o mal: a gobernarse sin que países e imperios ajenos a su tierra impusieran sus voluntades.

    —¡Despierta, hijo! —le urgía su madre—. Oye cómo suenan las campanas de Santa Maria y San Nicola —le dijo Malena, sin entender la contradicción de lo que sentía.

    Era un día de júbilo para ella, pero también era un día de gran tristeza. Por un lado, se vislumbraba un tiempo de paz y tranquilidad, pero, por otro lado, la guerra por la independencia había causado muchas muertes, incluida la de su hijo mayor, Luca, de dieciocho años, quien había servido en el ejército del italiano Giuseppe Garibaldi. Ese era el precio que pagaba cada familia, cada pueblo, cada país por su independencia, por su derecho a mandarse y no vivir en la vergüenza de ser un territorio gobernado por fuerzas extranjeras. Ese sentimiento por la independencia, tan viejo como el tiempo, era la fibra que entrelazaba la historia de los pueblos; ese sentimiento habitaba en cada ser humano en lo profundo del corazón. Malena no era diferente, y por eso sobrellevaba su dolor al haber perdido a ese hijo suyo, ante la realidad de ver una Italia unida e independiente. Su amor de madre siempre estaría reñido con el amor que sentía por su patria. Por esa razón la historia de los pueblos se escribió en el pasado con sangre, se escribía en el presente con sangre y en el futuro continuaría escribiéndose con sangre.

    —¡Despierta!

    El 2 de julio era un día especial para la familia Ferraioli-Florenzano, no solo por celebrarse la unificación de Italia, sino porque además era el cumpleaños de Alessandro y Nicola, gemelos idénticos nacidos hacía siete años. Aunque de facciones casi iguales —salvo que los ojos de Nicola eran marrones, mientras que Alessandro tenía un ojo azul y otro marrón—, eran más sus diferencias que sus similitudes. Alessandro era de la calle; un mal estudiante, pero un gran lector de la Biblia, uno de los pocos libros que había en la casa. Era muy vivaracho, con una aguda curiosidad científica y dado a cuestionarlo todo, incluso las enseñanzas del padre Guido Barletta, quien intentaba ganarse su confianza dándole clases de caligrafía, arte que se mantenía vivo gracias a la Iglesia católica y a su trabajo de transcripción de antiguos textos bíblicos en los monasterios.

    Nicola, en cambio, era más devoto de la religión, un monaguillo comprometido y un excelente estudiante. Asimilaba todas las enseñanzas del padre Guido sin cuestionarse nada. Se mostraba dócil, cauteloso, reflexivo y respetuoso. Era afín a su mamá, en tanto Alessandro, quien respondía a su papá, se proyectaba fuerte, impetuoso, explosivo y dado a hacer maldades que iban desde lo pueril hasta lo malicioso, como la vez que mientras el párroco estaba en el confesionario se robó de la sacristía unas hostias y el cáliz de oro que las portaba. Pensando que lo que era bueno para los alciellanos debía ser beneficioso también para las cabras de su padre, celebró una «misa» para ellas y les dio de comer el sagrado alimento del alma a las chivas. Sin saber por qué, ese año, con la leche que dieron las cabras, Malena produjo los mejores quesos del pueblo y ganó el elogio de todas sus vecinas. Aquellas delicias que hizo su madre no solo fueron elogiadas por su gran calidad, sino que se les atribuyeron poderes

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