Libro electrónico166 páginas2 horas
Comprar una esposa
Por Elizabeth Duke
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Estaba claro que el dinero no podía comprar amor, pero ¿podría proporcionarle una esposa?
Claire necesitaba desesperadamente un billete de avión de vuelta a Australia y dinero para ayudar a su hermana. Adam Tate estaba dispuesto a ayudarla con una condición: que Claire se convirtiera en su esposa y en la madre de su hijo Jamie de dos años.
Adam era rico, encantador y atractivo. Al principio, todo parecía muy sencillo: una simple ceremonia y todos los problemas de Claire estarían resueltos. Al menos, los financieros.
Pero Claire sabía que le sería difícil no involucrarse emocionalmente con Adam. ¿Estaba preparada para comprometer su corazón? ¿Para lo bueno y para lo malo? ¿Para siempre y sin esperar nada a cambio?
Claire necesitaba desesperadamente un billete de avión de vuelta a Australia y dinero para ayudar a su hermana. Adam Tate estaba dispuesto a ayudarla con una condición: que Claire se convirtiera en su esposa y en la madre de su hijo Jamie de dos años.
Adam era rico, encantador y atractivo. Al principio, todo parecía muy sencillo: una simple ceremonia y todos los problemas de Claire estarían resueltos. Al menos, los financieros.
Pero Claire sabía que le sería difícil no involucrarse emocionalmente con Adam. ¿Estaba preparada para comprometer su corazón? ¿Para lo bueno y para lo malo? ¿Para siempre y sin esperar nada a cambio?
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Comprar una esposa - Elizabeth Duke
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1997 Elizabeth Duke
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Comprar una esposa, n.º 1385 - marzo 2022
Título original: The Marriage Pact
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-562-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
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Capítulo 1
EL SUEÑO de Claire había sido siempre visitar Venecia. Venecia, la ciudad mágica, romántica, la ciudad de cuento de hadas que flotaba sobre el mar. Por fin estaba en Venecia, pero tras sólo dos días de estancia de una visita que hubiera debido de durar una semana, el viaje de sus sueños se había convertido en un desastre. Estaba abatida. Había perdido el empleo de niñera y el matrimonio inglés que la había contratado la mandaba de vuelta a Londres. Y lo peor de todo era que perdía el billete de avión gratis a casa, a Australia.
La culpa había sido sólo suya, por aceptar aquel empleo. Desde el principio había dudado del matrimonio Danns. El marido dejaba que sus ojos vagaran demasiado descaradamente sobre ella, y la mujer la miraba de un modo tan frío e inquisitivo que debería de haberse puesto en guardia. El caso era que el matrimonio necesitaba desesperadamente una niñera, y ella necesitaba con la misma desesperación un billete de vuelta a Australia. Ése había sido el señuelo.
Los dos niños, Holly de tres años, y Edward de cuatro meses, eran quienes finalmente la habían decidido. Sus ojos enormes y azules hubieran sido capaces de ablandar el corazón más duro.
Los dos primeros días en Venecia habían transcurrido sin problemas. Nada hacía sospechar lo que luego iba a ocurrir. El matrimonio, ambos médicos en Londres, había asistido a las conferencias del hotel con vistas sobre el Venetian Lagoon mientras ella cuidaba de los niños. Los había llevado a dar largos paseos a lo largo de la avenida marítima, habían explorado el Gran Canal en góndola y habían vagado por la plaza de San Marcos, en la que el esplendor bizantino de la basílica y las impresionantes arcadas de los edificios la habían robado el aliento. Holly, como era natural, había prestado más atención a las palomas.
También habían salido de paseo en góndola con los padres, paseo que ella habría disfrutado más si Hugo Dann no la hubiera estado mirando de arriba abajo desde su asiento. Había sido durante el segundo día de estancia en Venecia, mientras Holly movía los brazos intentando evitar que las palomas se le posaran sobre los hombros y la cabeza en la plaza de San Marcos, cuando había conocido al otro caballero inglés. Era aquel de cuya presencia se había percatado en el hotel, mientras desayunaba solo en una mesa.
Durante esos dos desayunos había tratado de no quedarse mirándolo suponiendo que él, ya de por sí suficientemente engreído, estaría acostumbrado a que las mujeres lo avasallaran. Era justo de ese tipo de hombres presumidos que no esperaban otra respuesta de las mujeres: moreno, guapo, de físico perfecto y cabello peinado con una naturalidad tal que no revelaba sino seguridad en sí mismo.
Claire había llegado a despreciar y detestar a ese tipo de hombres fríos y mujeriegos. Nigel era de ese tipo, aunque tuviera ojos azules. Un Apolo dorado de devastador encanto que la había hecho creer que era la única mujer del mundo. Pero no lo era. La tonta de Claire Malone había caído en las garras del seductor caballero inglés nada más verlo.
Aquel otro caballero inglés desconocido y sexy se había acercado a ella en la plaza de San Marcos a última hora de la segunda mañana de estancia en Venecia. Ella lo había mirado cauta y tensa. ¿Instinto de protección, tal vez?
Le había molestado tener que echar la cabeza hacia atrás para mirar hacia arriba a una considerable altura y poder verle los ojos. Sin duda, él tenía que adorar esa superioridad y ese poder masculino que su estatura le confería. Claire se había erguido en toda su longitud, uno setenta, para mirarlo. Ningún hombre, y menos aún un Adonis inglés de ojos letales, iba a hacerla sentirse inútilmente femenina.
—La he visto a usted durante el desayuno en el hotel —dijo él para comenzar con su táctica de aproximación mientras sus ojos, enormes y oscuros, brillaban demasiado amistosamente.
Desde el Quadri, el famoso café de la plaza, les llegaba la música de la orquesta que tocaba sus violines en la calle.
—¿En serio? —contestó Claire, que de ningún modo estaba dispuesta a admitir que había notado su presencia.
En realidad, hubiera querido negar su presencia también en ese momento, pero resultaba imposible. Llevaba la misma ropa del desayuno, una camisa de sport de algodón que resaltaba la amplitud de su pecho y hombros y unos vaqueros ajustados que resaltaban sus muslos y…
Claire miró a otro lado. Aquel hombre era pura dinamita. Irradiaba sexualidad y fuerza. ¿Qué estaría haciendo en un lugar como Venecia?, se preguntó. En realidad no le importaba. Desde su experiencia con Nigel, los hombres habían quedado descartados de su vida.
Del lado opuesto de la plaza la orquesta del Florian, otro café, rival y de igual fama, tocaba una melodía por su cuenta haciendo que resonara en las cuatro esquinas.
—¿Ha venido usted sola a Venecia? Me refiero a sola con los niños, claro —preguntó el caballero inglés mirando con curiosidad al bebé dormido en la mochila, colgado a la espalda de Claire, y a la niña que se le agarraba de la camisa.
¿Qué era lo que quería saber?, se preguntó. ¿Si podía pagar un viaje a Venecia con dos niños? ¿Qué le rondaba por la mente? Sus ojos lo miraron suspicaces. ¿Estaba acaso tratando de averiguar si estaba disponible? ¿Pero disponible para qué?
Claire levantó el mentón mientras sus ojos brillaban helados como la plata. De ningún modo iba a consentir que ese hombre pensara que estaba disponible para echar una cana al aire. Y menos aún disponible para nada serio, se dijo. Sobre todo, para tiburones como él.
—No son hijos míos, yo sólo los cuido —contestó molesta—. Y no he venido sola, he venido con los padres. Es posible que los haya visto usted en el hotel.
Lo cierto era que probablemente no los hubiera visto, se dijo. Siempre bajaban tarde a desayunar con la excusa de que necesitaban repasar las notas de la conferencia de aquel día, pero ella sospechaba que sencillamente querían dormir más y desayunar solos sin la distracción de los niños. El bebé tomaba biberón, de modo que en realidad no necesitaba a su madre.
—Ah, así que usted sólo cuida a los niños… —dijo el extraño, cuyos ojos, sin lugar a dudas, brillaron entonces.
Claire dio instintivamente un paso atrás. Sus ojos brillaban también, pero burlones. «Sé en qué estás pensando, pero puedes irte olvidando. Vete buscándote otra chica fácil», se dijo.
—Sí, soy su niñera —contestó escuetamente mientras echaba a caminar.
El extraño dio un paso agigantado y volvió a situarse a su lado.
—¿Es usted su niñera permanente o sólo la han contratado para este viaje?
Claire se detuvo y frunció el ceño. ¿Por qué le interesaba saberlo?, se preguntó. ¿Sería sencillamente para poder seguir hablando?
—Sólo estoy sustituyendo a su niñera de siempre, que tenía una infección en el oído y no podía volar —Meredith, una vieja amiga de Australia, la había recomendado para ese puesto sabiendo que acababa de perder el empleo, sabiendo que… que necesitaba alejarse de Nigel—. A finales de esta misma semana volveré a Australia —añadió con la intención de desanimarlo.
A Australia, se repitió, a casa. A los problemas de casa.
—¡Ah… Australia! Ya decía yo que tenía usted un acento extraño. Me preguntaba si… mmm… si su intención es buscar otro empleo de niñera en Australia.
Sus pestañas revolotearon mostrando una mirada fríamente interesada. ¿Es que acaso tenía debilidad por la niñeras?, se preguntó Claire.
—Lo dudo —contestó ella, seca—. Buscaré un empleo como contable o como auditora, que es para lo que estoy cualificada. Normalmente es a eso a lo que me dedico.
«Si tanto te gustan las niñeras, trágate eso, chico», pensó Claire arqueando una ceja. Si se había imaginado que era un de esas chicas frívolas y sin cerebro dispuestas a saltar sobre el primer hombre que se cruzara en su camino, tendría que meditarlo con más calma, se dijo.
—Bueno —añadió él con voz de seda revelando que eso era exactamente lo que había estado pensando—, es usted la prueba viviente de que la inteligencia y la belleza pueden coexistir, a veces —terminó mirándola con ojos oscuros y sonrientes y elevando una ceja de admiración.
Aquel hombre estaba tratando de coquetear con ella, se dijo Claire incapaz de creerlo. De modo que la belleza y la inteligencia, a veces, podían coexistir. Aquel comentario no demostraba sino que era un terrible y detestable machista.
—Me pregunto si se podría decir lo mismo de usted —soltó molesta—. ¿O es usted simplemente una cara bonita?
El extraño frunció las cejas de nuevo. Luego sonrió y sus labios se abrieron mostrando una blanca dentadura y unos hoyuelos donde antes sólo había piel tersa y morena. Entonces, Claire sintió una sacudida en su interior. Aquella rápida sonrisa tenía sobre ella un impacto extraordinario.
No, no, no, no, se dijo. Aquel devastador encanto inglés no iba a funcionar con ella. Ella era inmune a la belleza de cualquier caballero de Inglaterra. Prefería un australiano corriente, un chico decente, honesto y fuerte.
—¿Qué ha venido usted a hacer aquí? —preguntó volviendo de nuevo a caminar y sin importarle si él contestaba o no.
No estaba interesada en hombres encantadores de ojos sonrientes, sólo quería desaparecer o, mejor aún, que desapareciera él. A pesar de todo, el extraño, de una sola zancada, volvió a alcanzarla. Sin embargo Holly, por suerte, acudió en su rescate en ese momento poniéndose de puntillas para tirarle de la manga diciendo:
—¡Tengo hambre, quiero un helado!
—Muy bien, mi amor, te compraré un helado — contestó Claire, acelerando el paso y esperando que el inglés captara el mensaje y se marchara.
Pero no fue así. En lugar de ello dijo, dirigiéndose a la niña:
—Yo te invitaré a helado en el Florian.
Pasaban justo por delante del famoso café, y las notas de Fly me to the moon resonaban en sus oídos. Claire no lo dudó. Fingió no haberlo oído. De ningún modo iba a consentir que aquel pesado les invitara a nada, y menos aún que tratara de comprar sus favores, si era eso lo que pretendía. Además, se dijo, el Florian estaba muy por encima de las modestas posibilidades de su bolsillo.
—Hay una heladería a la vuelta de la plaza —comentó con brusquedad—. Vamos, Holly —añadió tirando de ella y arrastrándola casi.
El inglés se apresuró a seguir sus pasos.
—He venido en viaje de negocios, por desgracia, no de placer —continuó contestando a su pregunta a pesar de ser evidente que no le interesaba la respuesta—. A un
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