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Valores tradicionales: Crónica de una saga de maestros
Valores tradicionales: Crónica de una saga de maestros
Valores tradicionales: Crónica de una saga de maestros
Libro electrónico469 páginas6 horas

Valores tradicionales: Crónica de una saga de maestros

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La vibrante historia de una saga de maestros durante los agitados siglos XIX y XX.

En los convulsos años de los siglos XIX y primera mitad del XX tuvieron lugar en España unos trascendentales hechos que marcaron su impronta en el devenir histórico nacional, con importantes consecuencias para el desarrollo general del país y para la vida de sus ciudadanos.

En esta obra se hace un somero repaso de los más destacados de dichos acontecimientos a través del relato de las biografías de unos personajes pertenecientes a una misma estirpe familiar de maestros que participaron activamente en el desarrollo de los mismos.El libro está fundamentado en la documentación obtenida tras una investigación realizada en diversos archivos e instituciones y no pretende otro objetivo que el de indagar en las vidas de dichos personajes y presentarlas en el marco de los contextos históricos en los que tuvieron lugar sus existencias, narrando con algunos aportes literarios las actividades que dichas personas llevaron a cabo y a las que el autor, descendiente directo de ellas, ha querido con la publicación de este volumen rendirles un merecido homenaje por su entrega y compromiso con el ejercicio de la profesión educativa.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2020
ISBN9788418152597
Valores tradicionales: Crónica de una saga de maestros
Autor

Carlos Font Guerrero

Carlos Font Guerrero nació en el año 1949 en Morón de la Frontera (Sevilla), localidad donde cursó sus estudios primarios y el Bachillerato, continuando su formación con la realización de la carrera de Magisterio en la Escuela Normal de Huelva. Comenzó a trabajar primero brevemente como maestro interino antes de superar las pruebas de las oposiciones de acceso al Magisterio Nacional que logró en el año 1971. Desarrolló su carrera docente en diversos destinos de Andalucía y Cataluña completando una hoja de servicios de cuarenta años. Compaginando su trabajo en la enseñanza con el estudio obtuvo la licenciatura de Geografía e Historia en la UNED en el año 2003, ampliando posteriormente su educación universitaria con la ejecución de dos cursos de doctorado en la Universidad de Sevilla y en la propia Universidad Nacional de Educación a Distancia. Aprovechando las circunstancias en su actual estado de jubilación, del disfrute de una mayor libertad y tiempolibre, ha querido dejar constancia de los sucesos y acontecimientos que vivieron sus antepasados con la publicación de su libro Valores tradicionales, en el que confluyen dos de los aspectos más destacados de su vida: sus intereses familiares y su inclinación por la historia.

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    Valores tradicionales - Carlos Font Guerrero

    Prólogo

    Reza el refrán: «Es de bien nacidos ser agradecidos». A lo que yo le añadiría: «Y de acordarse de los familiares que nos han precedido». Fundamentalmente, eso es lo que pretendo con esta pequeña obra, que sea una crónica de la vida de mis antepasados junto con los hechos históricos que tuvieron lugar durante sus existencias, con el objeto de recordarles y de hacerles justicia en nuestros días, tan dados a tener en cuenta solo el tiempo presente.

    En el año 1855, obtuvo su titulación de Maestro de Instrucción Elemental en la ciudad de Granada Vidal de la Cruz Écija, inaugurando una estirpe familiar de maestros que durante varias generaciones continuaron el camino iniciado por su antepasado en el ejercicio de la enseñanza, hasta alcanzar a sus últimos titulados durante la segunda mitad del siglo xx.

    Siguiendo el hilo de la profesión educativa, en las páginas siguientes se narran los aspectos más sobresalientes de las vidas de dichos personajes, presentadas dentro de los variados y complejos contextos históricos en los que se desarrollaron y tratando de subrayar la importancia e influencia que estos ejercieron en sus biografías.

    En dichos periodos, tuvieron lugar diversos e importantes acontecimientos políticos, militares y sociales, entre los que destacan el desarrollo de la primera guerra carlista, el destronamiento de la reina Isabel II, la revolución de 1868, el nacimiento y legalización del partido carlista y su participación en los procesos electorales convocados tras dicha revolución, el estallido de la tercera guerra carlista, la restauración de la monarquía, tras el breve paréntesis de la I República, en la persona del Borbón Alfonso XII, y, finalmente, la última guerra civil, que transcurrió entre los años 1936 y 1939.

    En la mayor parte de estos procesos históricos participaron, más o menos directamente, alguno de los integrantes de esta estirpe familiar, por lo que he tenido especial interés en resaltar dichas actuaciones, en relación a los acontecimientos históricos que les tocó vivir, a la hora de la narración de las circunstancias en que aquellas se produjeron.

    La redacción y publicación de este libro no alberga otras pretensiones que no sean las de indagar y dar a conocer, con la mayor o menor fortuna que haya podido conseguir, las vidas de estas personas, y que he llevado a cabo con la satisfacción íntima de haber cumplido con un compromiso personal con los que me precedieron.

    Estas páginas, que siguen a este prólogo, tratan de acercarse a la realidad de las vidas de sus protagonistas y representan una pequeña investigación histórica, realizada en diversos archivos públicos y privados, documentos familiares y diversa bibliografía, relativa a las biografías de unas personas, antepasados de este autor, que ha pretendido con su publicación rendirles un pequeño homenaje por su entrega y compromiso con los ideales mantenidos durante sus vidas y con el ejercicio de una profesión a la que tanto amaron y con la que se sintieron tan estrechamente vinculados.

    Agradezco a todas las personas que han colaborado en la preparación y publicación de este libro, que ha sido realizado con una gran convicción por parte de este autor.

    El autor

    Introducción

    Mientras leía con interés las páginas de un periódico sentado en un cómodo y aviejado sillón, el abuelo Carlos se acordó de pronto de sus medallas conseguidas en el campo de batalla hacía ya bastante tiempo y se dirigió a su nieta:

    —Carlota, pregúntale a la abuela dónde ha puesto las medallas.

    —No te preocupes, marido, que ya están limpias y guardadas en el secreter —contestaba la abuela, que le había oído desde la sala contigua, donde manipulaba afanosamente telas, alambres y engrudo.

    La abuela Etelvina era muy hábil con sus manos. Solía confeccionar unas flores de telas y otros trabajos manuales muy apreciados por sus amistades, que de vez en cuando le solicitaban algún encargo. Ahora estaba terminando un ramo para una familia conocida, destinado a adornar un centro de mesa, ya que se aproximaba la feria del pueblo y deseaban darle a la casa un aire más festivo. No obstante, cuando escaseaban los pedidos, ella continuaba realizándolos con la esperanza de que se pudieran vender en algún comercio del pueblo, para completar así los limitados ingresos familiares que les proporcionaba con su sueldo de maestra su hija Gracia, porque el abuelo, aunque había trabajado también de maestro en varios colegios pertenecientes a la Iglesia, recibía un escaso retiro tras su jubilación.

    La pequeña Carlota contaba con apenas cinco años y, sentada sobre una pequeña alfombra, enredaba con restos de telas que le entregaba la abuela para que jugara a vestir a sus muñecas.

    —Abuelo, ¿cómo ganaste esas medallas? —preguntaba la niña interesada en la posible respuesta—. ¿Te las dieron por ser bueno?

    El abuelo Carlos, entre meditabundo y algo desinteresado, mientras tomaba las medallas del secreter para comprobar su estado, le contestaba:

    —Esas medallas me las dieron por eso que tú dices, por haber sido bueno en mi vida. Pero para que te las concedieran tenías que haber sido muy bueno, ¿sabes?

    —¿Y qué cosas buenas hiciste? —preguntaba de nuevo la pequeña.

    —Algunas, hija, que mis superiores creyeron valedoras de ser premiadas —contestaba el abuelo dándose alguna importancia.

    —Y ¿quiénes eran tus superiores? ¿Eran tus maestros? —le volvió a preguntar.

    —No los que tú crees, ellos eran los maestros de la vida militar —contestaba con cierto orgullo el anciano—, los jefes que mandaban en muchas personas.

    —Carlos, no le llenes la cabeza a la niña de esas historias que no le sirven para nada —aseveraba la abuela con algún atisbo de seriedad.

    —Bueno, mujer, conocer los actos importantes y valiosos realizados por las personas durante su vida no le hace daño a nadie —contestaba el abuelo con cierta seguridad en sus afirmaciones—, y más cuando se llevaron a cabo por convicciones y fines muy legítimos —terminaba.

    —Ya, pero la niña aún no tiene edad para comprender esos asuntos y no puede asimilarlos —finalizaba la abuela.

    Mientras tanto, aparecía por la puerta el hermano mayor de Carlota, José María, algo alborotado y sudoroso.

    —¡Hola, abuelo; hola, abuela! —saludó José María al entrar en la casa.

    —Ven aquí, que quiero ver cómo estás —advertía la abuela con rigurosidad.

    —Estoy bien, solo he pasado un ratito con mis amigos jugando en la calle —contestaba disculpándose con la abuela.

    El hermano aventajaba en algo más de un año a Carlota, lo que le permitía una mayor libertad de movimientos, aunque siempre permaneciendo cerca de su casa.

    —Bueno, pues vete preparando que ya pronto subirá tu madre de la clase para comenzar el repaso —le avisó la abuela mientras continuaba con sus labores manuales.

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    Vista de Morón de la Frontera con el castillo al fondo (Foto Font)

    La vivienda donde se alojaba la familia ocupaba la mitad superior del edificio de la escuela, situado en la calle Jerez Alta de la población de Morón de la Frontera, adonde había sido destinada Gracia como maestra de Instrucción Elemental en el año 1910. Su parte inferior albergaba varias clases dispuestas alrededor de un gran patio interior que proporcionaba bastante luminosidad a las habitaciones superiores. Estas, aunque humildes, eran amplias y confortables, teniendo en cuenta que el edificio era propiedad del ayuntamiento del pueblo.¹ Carlota, ya de mayor, recordaba esta vivienda en sus escritos sobre sus memorias de su niñez:

    Era una amplia casa; escuelas en el bajo, gran patio y, al fondo, el corral con los servicios. Arriba, dos pisos muy grandes, a derecha e izquierda (para los maestros), más terraza; grandes habitaciones, como si fueran salas de «exposiciones», debido al espacio libre que quedaba por el centro una vez colocados los sencillos muebles. Estos eran de varios estilos y muy adornados por pañitos de finas telas almidonadas, rematadas por encajes y bonitos cojines bordados por la «profesora» (mi madre Gracia) en la Normal de Magisterio con sedas de gusanos criados por su madre, o sea, mi abuela Etelvina, que sabía desgranar las sedas de los capullos y, luego, les daba color. Fuertes y grandes puertas que cerraban tanto los dormitorios como la sala de visitas, con muebles de rejilla, cuadros familiares, mesita central y el piano, con un gran cuadro del Corazón de Jesús y buen espejo encima del sofá; el gran comedor, ancho pasillo, cocina ¡y bien grande!, más otra habitación paralela a la cocina dedicada a múltiples usos.

    El abuelo Carlos, mientras tanto, permanecía ensimismado en sus recuerdos. Conservaba en su memoria tantas historias y tantas experiencias vividas que le absorbían frecuentemente su atención. Recordaba sus años de la infancia con sus padres Vidal y Victoria en Córdoba, sus juegos por las intrincadas calles cordobesas. Su juventud en Granada, a la que se trasladó a vivir con su familia, cuando su padre consiguió el título de Maestro de Instrucción Elemental. Sus años de estudiante en la Escuela Normal de Magisterio de dicha ciudad, antes de comenzar su gran aventura. Sí, él también había sido maestro, aunque se demoró en finalizar la carrera debido precisamente a esa aventura que fue la que más le marcó en su vida.

    —¡Buenas tardes a todos! Ya por fin ha terminado el día —saludaba la madre Gracia de vuelta de las clases—. Parece que la cercanía de la feria pone nerviosos a los niños, ¡no paran un momento! ¡Qué inquietos están!

    —Claro —contestaba la abuela—, ya solo piensan en los «cacharritos»,² el circo y las chucherías de la feria.

    —Pues todavía queda casi una semana para que comience —comentaba el abuelo.

    —¿Os habéis enterado del nuevo golpe de Estado? Me lo han referido los compañeros que se han informado por la prensa de Sevilla —comentaba Gracia.

    —Y ¿quién ha sido esta vez? —preguntaba el abuelo, siempre interesado en los avatares políticos.

    —Pues parece que el capitán general de Cataluña, se llama Miguel Primo de Rivera, que ha publicado un manifiesto el día 13 de septiembre —informaba la madre.

    —No sé qué querrán con tantos golpes, si al final no sirven para nada —comentaba airada la abuela.

    —Y, según se ha sabido, el rey lo ha aceptado y está dispuesto a encargarle el gobierno al general rebelde —seguía informando la madre.

    —Seguro que este golpe no arreglará los verdaderos problemas que sufre España, mientras que no se acometa la instauración de la legítima y auténtica monarquía tradicionalista —sentenciaba el abuelo, siempre dispuesto a arrimar el ascua a su sardina en cuestiones políticas.

    —Bueno, venga, José María, que vamos a ver el trabajo que tienes hecho. ¿Has terminado ya los deberes de hoy? —preguntaba la madre a su hijo, deseosa de finalizar el día de trabajos escolares.

    —Todos no, me quedan aún los de cuentas y problemas —contestaba, no sin cierto temor por lo que le pudiera decir su madre.

    —Vale, pues ponte en la mesa de trabajo, que vamos a empezar, ¡a ver si puedo terminar el día! —suspiraba la madre.

    —Mamá, ¿vendrá papá este fin de semana a casa? —preguntó interesado José María a su madre.

    —Pues no lo sé, cariño, pero como esta semana se celebra la feria, seguramente, volverá el sábado próximo —respondió la madre, que ya se apresuraba para comenzar el trabajo con su hijo.

    —Tengo ganas de que venga para subirnos en los «cacharritos» de la feria y para comernos un algodón de azúcar, que me gustan mucho —confesó el pequeño, deseoso de que llegaran pronto las fiestas.

    El niño se dispuso a trabajar obediente mientras Gracia se preparaba para ayudarle en sus tareas, deseosa de terminar pronto.

    El padre de los niños, Manuel, había trabajado en la oficina de telégrafos del pueblo, de donde pasó a la capital, en la que, en ese momento, ocupaba una plaza de bedel en la Delegación del Ministerio de Instrucción desde que consiguió aprobar el examen para dicho puesto. Anteriormente, de soltero, había ejercido la profesión de barbero e incluso de sangrador, al modo de la vieja usanza sanadora, pero ya había olvidado su antigua dedicación para abrazar el uniforme reglamentario y la gorra, que denotaban su nuevo destino profesional, más acorde con el nivel de su esposa.

    La vivienda del padre en Sevilla era aprovechada por la familia para residir temporadas en la capital, sobre todo, durante los periodos estivales, en los que se trasladaban a vivir a ella, lo que les proporcionaba un saludable cambio de vida y nuevas experiencias, especialmente para los niños, a los que les encantaba jugar en los parques, como el del Prado del paseo Catalina de Ribera o el parque de María Luisa, y visitar algunos monumentos de la ciudad, como la Catedral, el Alcázar, la torre del Oro, etcétera.

    En otras ocasiones, se acercaban, en tranvías, a las nuevas instalaciones de la fábrica de cervezas Cruzcampo en las afueras de Sevilla, bebida cuyo consumo comenzó a ponerse de moda a principios del siglo xx y que era degustada por sus vecinos en las inmediaciones del monumento de la Cruz del Campo, de ahí su nombre. Otras veces visitaban los barrios, como el de Triana, el de la Macarena y la Alfalfa, muy populares y a no mucha distancia del centro de la ciudad, donde residían. También, algún domingo, se dirigían a la barriada de la Pañoleta, entre Sevilla y Camas, muy cercana a la ciudad, a la que se accedía por medio de coches de caballos cruzando por un puente el río Guadalquivir y que se había convertido en un espacio muy frecuentado por los sevillanos por ser un fresco lugar de descanso, muy apropiado para el tiempo caluroso del verano. Allí existían varios mesones y bodegas que ofrecían sus productos en agradables terrazas situadas cerca del río.

    El abuelo, mientras tanto, continuaba con sus añoranzas. Su gran experiencia le había generado un enorme escepticismo en cuestiones políticas, después de la gran decepción que supuso para él la derrota del carlismo y los sucesivos vaivenes de la política nacional. No obstante, él continuaba mostrándose fiel a sus principios, que sostuvo durante toda su vida, y había seguido manteniendo su actividad militante en apoyo de la causa tradicionalista, colaborando con algunos periódicos de su ideología, como El Estandarte Real, de Barcelona, del que era colaborador y en el que había publicado diversos artículos relacionados con su tradicional pensamiento carlista.

    C:\Users\angeles\Desktop\familia\Bisabuelo Carlos Cruz de mayor 2.jpg

    Carlos Cruz Rodríguez

    La noticia del golpe de Estado le recordó al abuelo las historias de la guerra que le relataba su padre Vidal durante su infancia y adolescencia, de cuando de muy joven permaneció prestando el servicio militar, que le coincidió con el desarrollo de la primera guerra carlista en la que participó activamente.

    «Mi padre Vidal, ¡cómo me acuerdo de él!», se decía para sus adentros el abuelo Carlos mientras mantenía una mirada entre perdida y nostálgica.


    ¹ Este edificio del pueblo de Morón de la Frontera estuvo dedicado durante estos y anteriores años a la Instrucción Elemental, hasta que los gobiernos de la Dictadura de Primo de Rivera y de la II.ª República hicieran innecesario el funcionamiento como tal escuela por la creación de otros colegios nuevos, como el llamado Padre Manjón, donde trabajó también Gracia Cruz y, posteriormente, su nieto Pedro; el del Castillo y el de la Alameda. Posteriormente, en la década de los sesenta del siglo

    xx,

    funcionó como Instituto de Enseñanza Media al que asistió el autor de este libro.

    ² Cacharritos era el nombre que se daba en el pueblo a las atracciones de feria.

    Primera parte

    Vidal Cruz Écija

    Capítulo I

    Rute

    Vista de Rute, que tendrá que volver a su antigua normativa urbanística. - Foto:PADILLA

    Vista de Rute con el monte Hacho al fondo

    Andaba Josefa entretenida entre ollas y cazuelas, preparando unas hortalizas y legumbres que iba a cocinar para la cena, mientras su hijo Vidal, con lapicero y papeles, estaba repasando unas cuentas que le había entregado su padre Pedro para que las revisara, cuando, acordándose la madre en ese momento de su marido, le dijo a su hijo:

    —Anda, Vidal, como ya estás de vacaciones del seminario, vas a ayudar a tu padre en el trabajo de la viña, así que coge el camino para acompañarle en la faena —le mandaba Josefa mientras continuaba con sus labores caseras en la cocina.

    —Claro, madre, ahora mismo dejo para la noche lo que me encargó padre y me preparo para acercarme a la viña —contestaba Vidal muy obediente, incorporándose de la silla que ocupaba junto a la mesa.

    —Ve con diligencia que en estos días hay mucho trabajo, porque se tienen que podar las vides, que ya es el tiempo de hacerlo —le apremiaba la madre.

    —¿Se ha llevado padre la mula? —le preguntó Vidal casi seguro de haberlo hecho.

    —Claro, hijo, no ves que ha tenido que acarrear las herramientas para hacer las labores de la viña y de la huerta; además, luego, tenéis que traer las verduras que podáis coger y algunos huevos de las gallinas —le aclaró la madre—. ¡Ah!, y no os olvidéis de los conejos y pollos, para la comida del domingo que tendremos con tus tíos por la fiesta de la pedida de tu prima —le recordó por si al padre se le olvidaba—. A tu pobre padre cada vez le cuesta más acordarse de las cosas; será por culpa de la edad, supongo yo —le comentaba a su hijo—. Llévate esto para la merienda, ahí tienes queso, pan y unas manzanas —le indicó Josefa.

    —No se preocupe, madre, que se lo recordaré a padre —la tranquilizaba Vidal mientras salía de la casa con la taleguilla en el hombro, iniciando el recorrido en dirección a la viña con mucho ánimo y complacencia.

    —Y volved pronto, que en este tiempo anochece antes —le gritaba la madre cuando Vidal ya doblaba el primer recodo de la calle.

    La viña no se encontraba lejos del pueblo. En unos minutos se llegaba a ella caminando. Se trataba de una pequeña porción de terreno que su familia mantenía en arriendo, recibido de sus ascendientes, que les ayudaba a salir adelante económicamente, y que además contaba con una pequeña huerta y un corral con animales de granja, como pollos, gallinas y conejos.

    El día era soleado pero algo fresco, pues ya había comenzado el invierno, que se dejaba notar en la vegetación de los campos, luciendo las hojas de los árboles todos los tonos que iban del verde oscuro, marrones, ocres y amarillos, componiendo una imagen multicolor de una gran belleza.

    Al llegar a la viña, se encontró a su padre Pedro en pleno trabajo con la poda de las vides, cuyas ramas habrían de salir en la primavera siguiente de nuevo con más vigor, para más adelante proporcionar su fruto.

    —Buenos días, padre —saludó Vidal con respeto.

    —Buenos días, hijo, ¿qué traes ahí? —preguntó el padre.

    —Es un pan y un trozo de queso que me ha dado madre para la merienda mientras volvemos a casa —respondió Vidal—. Ah, madre me ha dicho que no se olvide usted de lo que tenemos que llevar de vuelta; ya sabe, las verduras, los huevos y algunos conejos y pollos para dárselos a los tíos para la comida del domingo, por la fiesta de la pedida de la prima —le aclaró Vidal a su padre.

    —Sí, hijo, y si se me olvida, aquí estás tú para recordármelo, ¿a que sí? —le contestaba el padre con cierta ironía.

    —Claro, padre, pero no será necesario —le aseguraba el hijo.

    —Pues vete preparando, que hay mucho trabajo por hacer y el tiempo se va volando —urgía Pedro a su hijo.

    Durante todo el día hasta la hora del atardecer permanecieron trabajando los dos, esforzándose Vidal en realizar las labores lo mejor posible y siguiendo con mucho interés las indicaciones de su padre. Terminado su trabajo y ya al crepúsculo, llegaron de vuelta a la casa muy cansados ambos, pero contentos por poder recogerse, asearse, cenar y acostarse en paz.

    Vidal había nacido el 28 de abril de 1815,³ tres años después de proclamada la primera Constitución española en Cádiz en 1812, que supuso una gran innovación política para España, pues era la primera vez que se establecía una monarquía liberal y parlamentaria basada en los principios de la soberanía nacional y de la separación de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo, característicos del estado liberal. Desde el comienzo de su proclamación el 19 de marzo de dicho año, recibió el popular nombre de «La Pepa» y en esta norma legal se fundamentó la piedra angular de todo el liberalismo español.

    Las Cortes de Cádiz, y en especial la gran obra de la Constitución, fue durante todo el reinado de Fernando VII una bandera política a la que se debía defender o atacar según se fuera liberal o conservador, lo que produjo a la larga una marcada diferenciación entre los partidarios de ella, los liberales o progresistas, y los contrarios, los absolutistas o conservadores. Diferencias que se mantuvieron durante todo el siglo xix y que trajeron consigo, en último término, tres guerras civiles, las llamadas guerras carlistas, que sembraron de violencia y miseria el territorio español.

    En la primera de ellas, de 1833 a 1840, intervino Vidal como soldado del bando nacional o cristino, por haber sido movilizado por el gobierno liberal en virtud del decreto de cupos del 1835 y asignado a una unidad del ejército, el Regimiento León 7.º de Caballería, con el que participó en diversas acciones y batallas de dicha guerra, que más adelante se detallarán, permaneciendo en dicha unidad desde 1836 hasta el año 1842, cuando recibió la licencia absoluta.

    La familia de Vidal vivía en un pueblo llamado Rute, donde había nacido él dieciocho años atrás. Vidal era el mayor de los tres hermanos que componía la descendencia de la familia Cruz. Era un muchacho despierto y curioso que se interesaba por todo lo que atraía su atención. Era de mediana estatura, pero de aspecto robusto y sano, de piel clara, ojos azules de color claro, de pelo y cejas color castaño, nariz larga y barba poblada.

    Había asistido a la escuela con regularidad hasta que ingresó en el seminario San Pelagio de Córdoba, donde realizó estudios de filosofía, lógica, ontología, matemáticas y física,⁵ durante tres cursos desde el año 1832, que tuvo que abandonar por la obligación de incorporarse al servicio en el ejército, al haberle correspondido en el sorteo de los cupos de las quintas ya reseñado. Y parecía que le habían cundido los estudios realizados porque leía con gran fluidez, manejaba perfectamente la escritura y dominaba los números y las matemáticas, que le servían para llevarle las cuentas a su padre en sus operaciones comerciales de la venta de la uva que producía a las factorías que fabricaban el famoso aguardiente del pueblo y para otras cuestiones de la administración familiar. La economía de la familia, no obstante, no era muy sobrada, pues siempre navegaban entre las estrecheces ocasionales producidas por los vaivenes de la climatología y de los caprichosos designios de la madre naturaleza.

    Era Rute un pueblo rural y agrícola, pero poseía una singularidad que lo distinguía del resto de los de la comarca, como era la industria del aguardiente, elaborado a partir de las uvas de las vides que se cosechaban, con generosidad, en el término municipal. Esa actividad constituía uno de los principales medios para la obtención de ingresos económicos en el pueblo y gran parte de sus vecinos se afanaba en el cultivo y producción de la tan apreciada fruta, origen de todo el proceso aguardentero. También hay que decir que no era un aguardiente cualquiera, pues se había ganado una buena fama y no solo en los pueblos cercanos, sino en toda la comarca e incluso en la región. Eso formaba también la base de un próspero comercio que se extendía a todas las provincias de Andalucía y a las más cercanas de Castilla. Además, poseía una alta graduación etílica, lo que producía, a veces, una desmedida «alegría» entre sus devotos consumidores.

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    Museo del aguardiente el Alambique, de Rute

    Al siguiente domingo, se reunieron en la plaza del pueblo las familias de Vidal y la de sus primos para celebrar la petición de mano que debía realizar el novio al padre de su prometida para el próximo casamiento de una de las hijas del tío Enrique, que manifestaba su satisfacción por ese acontecimiento. Ambas familias se dirigieron a la casa de los tíos, donde ya tenían preparado todo lo necesario para realizar el convite. Habían hecho todo lo posible para que no faltara de nada, dentro de sus posibilidades. La madre y la abuela se habían esmerado en la elaboración de la comida, que se componía de guiso de conejo, pollo frito, verduras de la huerta, patatas y postre de uvas y melones conservados para la época. Tampoco faltaría el vino y hasta una botella de aguardiente, que los hombres lo sabrían apreciar en su justa medida.

    Todos manifestaban una gran alegría y regocijo por la próxima unión de la pareja y les desearon lo mejor a los futuros contrayentes en su cercano enlace matrimonial. Vidal también participaba de la animación general junto a sus primos y hermanos. Los más pequeños se unían a la especial celebración, jugando y correteando por el patio divirtiéndose también a su manera.

    En un momento de la comida, el novio, amigo de Vidal, se dirigió a este entre bromas:

    —Y tú, ¿qué? ¿Para cuándo? ¿O es que te vas a reservar para ser cura?

    La pregunta le ruborizó, quedándose sin palabras que decir, pero luego le respondió Vidal:

    —No, hombre, es que yo me guardo para la mejor mujer del mundo, que por ahora… está por venir, ja, ja, ja.

    —Ja, ja, ja —todos le respondieron con las risas.

    —Bueno, seguro que ya tendrás algo por ahí, pero no nos lo quieres decir, ¿no? —le contestó el novio.

    La madre de Vidal también quiso intervenir:

    —Y la de muchachas que le echan el ojo, pero él no quiere darse importancia.

    Vidal ignoraba entonces que la pregunta formulada por su amigo sobre la posibilidad de convertirse en sacerdote tendría una cumplida respuesta en su propia vida pasados bastantes años y algunos acontecimientos personales muy importantes para él.

    Así transcurría la comida entre risas y alguna que otra tonadilla a la que se arrancaban algunos de los jóvenes. Todos lo pasaban bien. Al final, los hombres se apartaron un poco para hablar del campo y las viñas, de la futura cosecha, del tiempo y de todo lo que a ellos les inquietaba.

    Por fin, concluyó la reunión bien entrada la tarde y ambas familias se despidieron, dirigiéndose la de Vidal a su vivienda. Habían disfrutado una jornada espléndida, pero al día siguiente había que trabajar y ya era hora de volver a casa a descansar.


    ³ Libro de nacimientos de la parroquia de Santa Catalina Mártir, de Rute (Córdoba).

    ⁴ Datos extraídos del documento del historial militar y de la licencia del ejército entregado a su titular Vidal Cruz Écija al final de su servicio en el ejército.

    ⁵ Según certificado del seminario San Pelagio de Córdoba, expedido en el año 1853.

    Capítulo II

    Los amigos

    Ya habían transcurrido varios años, mientras la vida de Vidal se desarrollaba con la monotonía propia de un pueblo pequeño. Algunas tardes, después de cumplir con sus obligaciones, Vidal se entretenía con sus amigos a jugar a los bolos y a otros pasatiempos tradicionales. En esos ratos se divertían y disfrutaban momentos de expansión y esparcimiento que les iban estrechando los lazos de simpatía y complicidad, propios de esa edad. Esto, además de ser positivo para la afirmación de su amistad, les serviría de gran ayuda para afianzar sus compromisos personales cuando, de mayor, se tuvieran que ayudar mutuamente en los momentos de dificultades más serias.

    A los tres les agradaba mucho subir a lo alto del monte que rodeaba el pueblo por su lado norte llamado Hacho, cercano a la localidad. Allí se sentían libres y desconectados de la realidad cotidiana. Desde ese lugar, se divisaba a lo lejos la población, que parecía como un pañuelo blanco, y las casas como si fueran figuritas de Belén. Era un lugar perfecto para referirse las confidencias que solo entre ellos podían desvelarse.

    En una de esas tardes, decidieron, como solían, subir al monte y, una vez allí, se dispusieron a hablar del futuro al que creían, cada uno de ellos, que se iban a enfrentar en los próximos años.

    G:\Fotos de Rute\Vista de Rute.jpg

    Vista de Rute desde el monte Hacho

    —Pues yo no sé aún lo que voy a hacer de más mayor, pero lo más probable es que permanezca en el pueblo, ocupándome en lo mismo que trabaja mi padre —comentaba Fidel.

    Su padre era labrador y jornalero, pero se ayudaba también de una pequeña renta que obtenía del ayuntamiento por la realización de trabajos esporádicos de limpieza y mantenimiento de las calles, caminos vecinales y del cementerio.

    —Yo, seguramente, me tenga que marchar del pueblo, a la capital seguramente, porque aquí no tengo ningún porvenir y mis padres apenas poseen nada —se lamentaba Andrés.

    Vidal, pensativo, quería dar su opinión, pero no tenía ninguna idea de futuro.

    —Yo creo que tendremos que esperar a más adelante, porque en poco tiempo tenemos que cumplir con el ejército y ya sabéis que ha comenzado una guerra no hace mucho y lo más probable es que nos obliguen a participar en ella, queramos o no —sentenció Vidal.

    No andaba descaminado Vidal en esa observación. En el año 1833 se había iniciado, como quedó dicho anteriormente, la primera guerra carlista, cuando él contaba con dieciocho años y en el momento en que se desarrollaba esta conversación entre los amigos apenas les faltaban a los tres unos meses para incorporarse al cupo de quintos de su pueblo del año 1835, que se había decidido por sorteo unas semanas antes, con el resultado de que todos tendrían que ingresar en filas.

    El origen de dicha guerra se debió a que el rey Fernando VII, cuando murió, dejó como heredera a su hija Isabel, pero el hermano del rey fallecido, Carlos María Isidro, no reconoció la legalidad de dicha sucesión para ocupar el trono, al que él se creía con más derecho, adoptando el nombre como pretendiente a la corona de Carlos V.

    Las insurrecciones carlistas comenzaron a producirse en el mes de octubre de 1833 y, aunque se generalizaron por todo el país, solo llegaron a cuajar plenamente en el País Vasco, en Navarra, en Cataluña y en la zona del Maestrazgo. En un principio, pareció que el Gobierno de María Cristina, esposa del fallecido Fernando VII, regente y madre de la princesa de Asturias Isabel, no iba a enfrentarse a graves dificultades para sofocar esos brotes, pero la guerra desgraciadamente se prolongó hasta el año 1840.

    De esta forma, Vidal y sus amigos se vieron atrapados de pleno en la guerra civil durante su servicio militar, por lo que no tuvieron más remedio que sufrirla en sus propias carnes.

    Pero la vida seguía su curso en el pueblo y ya se acercaban las fiestas patronales, de gran arraigo entre sus habitantes y en los antiguos vecinos que se habían marchado a vivir fuera y que regresaban a la población para disfrutarlas plenamente. Se venían celebrando, desde principios del siglo xvii, a mitad del mes de agosto, coincidiendo con la festividad de la Virgen del Carmen, patrona de la localidad. Durante la semana del día 8 al 15 tenían lugar distintos festejos de carácter lúdico, como pasacalles, bailes y verbenas populares, y el día 15 se completaban con una solemne función religiosa en la parroquia de Santa Catalina. Las fiestas terminaban, como broche final, con la romería por las calles del pueblo de la Virgen camino de su ermita, acompañada por gran parte de la población.

    Era cada año la ocasión perfecta para profundizar las viejas amistades, formalizar nuevas relaciones e iniciar el camino de nuevas parejas que seguían la costumbre de esperar a estas fechas para dar a conocer sus noviazgos.

    Ese año, como en otros anteriores, los mozos de la quinta habían preparado una especie de caseta donde organizaban rifas, concursos, bailes y otros entretenimientos para divertirse y también para conseguir algunos reales que les sirvieran de ayuda en los primeros meses de su incorporación al ejército.

    Vidal y sus amigos se mostraban contentos por el ambiente general de las fiestas y no desaprovechaban ninguna ocasión para dar rienda suelta a sus juegos de mozos, de barrabasadas y travesuras propias de su edad, aprovechando al máximo el tiempo que les restaba en libertad, antes de comenzar sus obligaciones militares. Se atravesaban el pueblo en grupo cantando canciones y parándose de vez en cuando para llamar a la casa de algún conocido para que saliera a la calle y se uniese a ellos, en lo que parecía un adelanto de las próximas actividades que realizarían los quintos, como era tradicional cada año antes de abandonar la

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