El amigo Pancho
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Del autor de Vivencias del Abuelo Paco llega El Amigo Pancho, la historia de un niño polizón en la búsqueda de un futuro mejor.
Pancho salió de su aldea con l4 años en 1939, involucrado por un feriante, hasta ser acogido por una familia, en Catanga (A Coruña). Con l5 años, le ayudaron a salir de polizón. Abordo lo ocultó el camarero Alfonso, quien lo protegía.
Desembarcando en Sao Paulo, Alfonso fue detenido a pocos metros del barco por una caja de botellas de contrabando, siendo rescatado por el Oficial del buque para partir. Teniendo que olvidarse de su protegido. Este, sin moverse de aquel fatídico punto, viendo salir el barco, haciéndose noche, sin conocer el idioma, se puso a rodar sin rumbo, siendo asaltado y despojado de lo que llevaba por una banda de rateros, con los que pronto tuvo que aprender a convivir con ellos o morir de hambre.
Francisco Sabucedo Fernández
Nacido en Castrelo de Miño (Orense) en 1920, Francisco Sabucedo Fernández llegó a Vigo en 1934 para trabajar como administrativo en Hacienda para la identificación de personas mayores de edad -cédulas de identificación- del Ayuntamiento de Lavadores. En el año 1936 estalló la guerra civil en España y fue llamado a filas -dedicó a esa guerra siete años de su juventud-. Pasado ese tiempo regresó a Vigo, perdiendo el trabajo anterior e incorporándose finalmente a una empresa de seguros -sector al que se dedicaría toda la vida consiguiendo en 1998 el nombramiento de Colegiado de Honor por el Colegio de Agentes de Seguros de Pontevedra-. Contrajo matrimonio en 1950, tuvo tres hijos, seis nietos y, en este momento, un bisnieto. Y sigue sumando.
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El amigo Pancho - Francisco Sabucedo Fernández
Pancho,
dejando a su familia,
viaja a La Coruña
Efectivamente, el viaje fue lento y largo, muy largo, al extremo de que luego diría Pancho: «Con el mareo pensé ahogarme entre los animales. Meé de sentado dos o tres veces, igual que los animales lo hacían sobre mi cabeza, bañándonos todos. El ruido infernal, atronador, de aquel destartalado furgón lo tuve mucho tiempo en los oídos. Segi y Julián se apearon varias veces en puntos de reposición que le eran familiares, para refrescar, a lo que yo con el ganado no podía acudir. Sí, al bajar estos daban un golpe de cayado¹ en el lateral del carruaje, para saber si estaba vivo. Julián riéndose se chungaba: Aguanta, chico —decía—, ya falta menos
».
Llegaron a salvo, que era la satisfacción de todos, de noche muy tarde, para descargar en una pequeña cuadra, dentro de un galpón con garaje, en las afueras la población. Julián tenía su otro pequeño refugio, para donde separó su compra. Ambos compañeros miraban ahora para Pancho:
—¿Qué hacemos?
—Lo que dijimos —aconsejó Julián—. Mejor que esta noche se quede aquí, con el ganado, al menos no tendrá frío y mañana será otro día.
—Sí, tienes razón —dijo Segi y, dirigiéndose a Pancho, le dijo—: Pancho, esta noche vas a quedarte aquí, estarás a salvo. Te voy a por un bocadillo al bar de los tíos.
—No, no tengo hambre.
—Bien pues mañana ya veremos qué hacemos.
Segi, con el amigo, una vez cerrada la cuadra, se marcharon. Segi se fue a dar parte a sus tíos de la compra realizada, y su tía María le puso la cena, que él no aprovechó como solía hacer ni comentarios, que siempre algo decía, hasta que la tía, mosqueada, le preguntó:
—¿Qué te pasa, Segi?
—Es que vino un chico con nosotros.
—¿Cómo? ¿Después de lo que te tiene prohibido el tío? ¡Ya sabía yo que de alguna nueva trastada se trataba! A tu tío no le das más que disgustos.
—Es que…
—¡No me digas más! Ahora a ver cómo se lo explicas a él. Yo no quiero oírlo.
Pero la tía tampoco se enteró de más.
A Segi lo recogieron estos tíos, por no haber tenido hijos, de una hermana de María, la que vivía en extremada necesidad. Lo criaron con lo mejor que pudieron, aun cuando tampoco sobraba nada. Desde muy niño, Segi le dio mucho que hacer por travieso, con fechorías que hacían sobresaltar al pacífico tío, Eudoxio, de las que algunas trataba de ocultarle su tía, María, cargada de bondad. Pero esa noche, como alguna otra, le fue adelantando algo al marido, sacando leña, parando el golpe, pero sin concretar, ya que nada sabía.
De mañana temprano, como de costumbre, Segi llevaría a su tío, mosqueado este porque algo le había soplado la mujer, hasta la cuadra para comprobar la compra realizada y distribuirla durante el mes.
—Vamos —le dijo el tío.
Segi dio un salto, incorporándose de inmediato, pálido y nervioso; emprendieron el camino. Pero había que hablar antes de que el tío se encontrara en la cuadra con una pieza más. Segi, que se meaba de miedo o respeto, sacó la cara y sin pelos explicó de nuevo al tío que se había visto en un compromiso y que había traído a un chico con ellos. Este se lo quedó mirando. Y solo dijo:
—¿Será toda la verdad o tendré que oír algo más? —El tío, grandullón, serio y noble, descargó—: Ya lo sabía, y este es uno de las muchas de tus marrullerías que espero que no tenga mayor importancia. Pero nos está prohibido, y me voy cansando de acudir para sacarte de las consecuencias de tus embrollos, de tus tonterías, de tu fantasía, de tus mentiras, de tus embustes.
»Que si hasta ahora te vas salvado, de no corregirte, terminarás por pasarlo muy mal —insistía Eudoxio con estos reproches, descubriéndonos la personalidad de su sobrino, del que ya veníamos ofreciendo algunas referencias, del fantoche de este personaje, a la vez que se acercaban a la cuadra.
Llegaron al destino. Eudoxio franqueó la puerta de la cuadra para encontrarse de cara con Pancho, que se llevó un susto de muerte.
—Bueno, ¿y tú qué haces aquí? —le dijo.
Pancho, que no esperaba a tal señor, temiendo lo peor, sin contestar miraba para Segi, pero este, pico cerrado. Dio la vuelta Eudoxio, viendo y contando las cabezas de ganado, para distribuir como surtido de carne durante el mes, diciendo a Segi:
—Lleva estas dos ovejas, y le ayudas al matarife, y tenedlas dispuestas para distribuir seguidamente. Para nosotros, para el bar, le dices que te prepare cinco kilos de la oveja más gorda y ahora vete. Ya seguiremos hablando.
Pancho diría con el tiempo que en aquellos primeros momentos pasó el mayor miedo de su vida con la presencia de Eudoxio, quien pronto le preguntaría:
—¿Cómo te llamas? ¿Saben tus padres que venías aquí?
—Sí.
—Menos mal, y ¿dinero para comer? —Bajó la cabeza—. Me lo figuraba. ¿Sabes hacer algún trabajo?
—En la feria con mi padre vendiendo nuestro ganado.
—Claro, y mi sobrino, este galopín, con sus fantasías te engatusó, te engañó y arrastró para traerte, ¿no?
—Al contrario, no quería.
—Ya, pero te trajo. —Dio otra vuelta Eudoxio para observar—: ¿Tienes hambre?
—No, no.
Se enredó Eudoxio un poco más con el ganado, sin saber qué hacer con aquel chaval. «¿Qué hago? —se preguntaba—. Abrirle la puerta y decirle que se marche, sin comer y donde dormir, cuando sin duda el culpable de todo es mi sobrino. ¿Será otro de los problemas que deba resolverle?».
Cuando le pareció, le dijo al chico:
—Vamos. —En dirección a su casa, a pie, le hacía varias preguntas—: Dime, ¿con qué idea o propósito has venido aquí?
—Al oír que esta era una gran ciudad…
—Y lo es, no cabe duda —dice Eudoxio.
—Pensé que podía encontrar trabajo de lo que sea, ante la dureza que me espera en mi aldea.
—Aquí vienes mal, hijo. Aun con oficio, está muy buscado. La situación no ayuda nada, y no tengo para aconsejarte. Hay muchos en el paro. Como mal, en tu aldea, con tus padres estás a cubierto. Aquí, por las calles, hay mucha gamberrada y me daría pena verte pedir por ahí para comer, como verás a algunos.
A medida que iban andando, descendiendo, se iba descubriendo la población. Ya se le había olvidado que estaba en ayunas. Pancho de vez en cuando paraba, extasiado, viendo la altura de algunos edificios, pero la sorpresa, la gran sorpresa, le hizo exclamar: «¡El mar!».
—Sí, el mar —dijo Eudoxio—. Vas a verlo más de cerca.
En tanto, en la aldea de Pancho se corrió la noticia para contarla, como suele ocurrir, de muchas suertes; entre dos vecinas, diciendo una a la otra, por ejemplo:
—¿Sabes? Se llevaron a Pancho.
—¿Cómo?
—Claro, ya se sabe, era de esperar. En su casa no podían con él, era muy vago.
La otra:
—Pues anda que como no se ponga a trabajar, va a comer…
—Sí, hay quien dice que un feriante lo llevó de criado, en el furgón, con su ganado.
Y no faltaron otros para apuntillar:
—Era un chulito, quería ser señorito y no dejaba de ser un comemierda, como muchos.
Los padres y los hermanos de Pancho no sabían dónde meterse. En verdad, tampoco sabían de la forma que se había marchado. Pero nunca con la mala intención que le señalaban las malas lenguas, que solo herían a esta familia que no daba atajado las preguntas de cuantos con buena fe o intencionada curiosidad le hacían. El padre de Pancho estaba ahora muy pendiente de la próxima feria, para que Segi, como esperaba, le pudiera informar de la situación de Pancho.
Cuando se iban acercando al domicilio de Eudoxio, ya por los alrededores de la ciudad, desembocaron en un barrio marinero, antiguo, por el que de vez en cuando se abría al mar, por donde Eudoxio iba frenando para no dejar a Pancho atrás, embelesado y sorprendido este con tanta agua, al que le repetía:
—Venga, vamos, ya tendrás tiempo de verlo mejor.
Llegaron a la puerta de un modesto local, donde después le vería mal colgado un pequeño letrero: «Bar Pincho». Eudoxio entró y, dando media vuelta, como de mala gana, le dijo a Pancho:
—Vamos, entra.
Se trataba de un modesto bar —o furancho, como aquí llamamos—, regentado en exclusiva por el matrimonio. La señora, que los vio entrar, se acercó, y el marido le dijo:
—Este es el chico que nos trajo tu sobrino, no sé con qué sana intención, pero me parece que el chico es una víctima más de nuestro inteligente sobrino. —La tía callada. Y siguió—: Me parece que tendrá hambre, está sin comer y lleno de mierda. Si puedes, le procuras algo. Después…, después, ya hablaremos. De momento no se me ocurre nada. Que esté por aquí mientras yo voy al banco, que espero venir pronto.
Eudoxio salió a la calle, pero a los pocos metros dio la vuelta. Entró y encontró a María hablando con chico; la llamó por separado y le dijo:
—María, si ese chico no toma la decisión de salir inmediatamente del bar, tenemos que ver cómo se puede lavar, se ducha y cambia de ropa, que a su lado no hay más que pestilencia. Huele de pies a cabeza a cabras, a mierda. No podemos permitir que esté entre los clientes.
—Ya lo observé —dijo la señora—. Pero, Dios mío, ¿cómo le voy a decir que huele mal, que tiene que lavarse o cambiarse? Si no tendrá con qué. Pobre chico.
—Bueno, vuelvo pronto —dijo de nuevo Eudoxio—, pero algo tenemos que decirle.
No tardó Eudoxio, regresando, pensando, preocupado, y le dijo a María:
—¿Se te ocurrió algo?
—No, pienso que este chico está perdido, pero ¿nosotros qué vamos a hacerle? ¿Recogerlo aquí entre nosotros cuando no tenemos sitio ni darle qué hacer?
—Deja —dijo Eudoxio—, voy a mandarlo salir para que dé unas vueltas por ahí, que le gusta ver el mar. Y así venga un poco ventilado. Mientras, qué sé yo, mal será que no podamos resolver esta nueva situación. ¡Pancho!
—Diga.
—Verás: mejor que salgas un poco para ver el mar y vengas a media tarde, para darte de comer una vez que atendamos a los clientes. Y si en algo te podemos ayudar.
—Gracias.
Pancho, desorientado, sin rumbo, salió para ver el mar y, como las puertas durante el día estaban abiertas, sin vigilancia, entró directo en el puerto, donde en ese momento no había barcos y, cuando alguno atracaba, para llegar a él había como una terraza, adentrada en el mar, cubierta con buenas vigas de madera, haciendo de piso sobre el mar, alejándose de la playa, donde los barcos se arrimaban para embarcar o desembarcar; de lo contrario, no había otra forma de poder acercarse a ellos.
El chico, Pancho, estuvo observando cómo algunos señores iban llevando en carretas o carretillos mercancías, con bultos diversos, que iban almacenando sobre aquella terraza de madera, próxima al mar, que pronto supo que era para transportar en barcos. Pero lo que más le llamó la atención era la de algunos pescadores, que donde había algún agujero entre aquellas fuertes vigas dejaban caer el hilo de la caña, por supuesto, al mar, de donde sacaban pescados que él nunca había visto. Pasando el tiempo de visto y no visto, pero muy pendiente de regresar a la hora que se le indicó.
Antes de salir Pancho, a la señora todo el tiempo le había sido poco para saber de él, enterarse de cómo, de dónde, de quién y por qué Pancho emprendió ese viaje, para encontrarse ahora entre ellos. «Pancho», le dijo la señora al marido. Se explicó muy cumplidamente que, sorprendida, alucinaba, a la vez que le iba poniendo alguna comida que el chaval devoraba, aun tratando de querer ser comedido o educado. No comprendía cómo un chico de su edad, de una remota aldea del interior, lo que se dice del monte, les pudiera dar tan buena impresión. Pobre chico. A su vez no sabía cómo decirle o hacer para que no siguiera aireando a su oliente ropa. Y al fin le preguntó:
—¿Y tienes alguna ropa para cambiarte?
—Sí, señora, en esta pequeña