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Mareas de Justicia
Mareas de Justicia
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Libro electrónico300 páginas4 horas

Mareas de Justicia

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Dos casos, dos destinos: una novela de no ficción basada en hechos reales

Esta novela cuenta dos casos judiciales reales que ocurrieron en Uruguay y que cambiaron la vida de sus protagonistas y de la sociedad. El narrador es uno de los hermanos que fue perseguido y baleado por la policía en 2007, y que luego pasó días en la cárcel sin razón. La otra historia es la de los trabajadores de una empresa de vidrio que cerró en 2020, y que reclamaron sus derechos laborales y humanos ante la justicia. La novela muestra cómo estos casos se relacionan y cómo afectan el destino de los personajes y la historia y cultura de Uruguay y el mundo. La novela trata temas como la violencia, la corrupción, la impunidad, la solidaridad, la esperanza y la dignidad humana. La novela también hace referencia al contexto histórico y cultural de la época, con alusiones a eventos políticos, sociales, económicos y artísticos. La novela invita a reflexionar sobre la verdad, la justicia y la libertad, y sobre el sufrimiento de la injusticia y la desigualdad. La novela es un testimonio de dos casos, dos destinos, y de cómo la vida puede cambiar por el azar o la voluntad de otros.

Disparos, encarcelamientos injustos, sentencias y acción como de ficción pero de la vida real es lo que encontraremos en estas páginas...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 feb 2024
ISBN9798224583874
Mareas de Justicia

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    Mareas de Justicia - Pablo Caffarelli

    Mareas_de_justicia_TAPA_(FRENTE).jpg

    Mareas de Justicia

    Pablo Caffarelli

    Published by Pablo Caffarelli, 2024.

    While every precaution has been taken in the preparation of this book, the publisher assumes no responsibility for errors or omissions, or for damages resulting from the use of the information contained herein.

    MAREAS DE JUSTICIA

    First edition. February 22, 2024.

    Copyright © 2024 Pablo Caffarelli.

    Written by Pablo Caffarelli.

    Mareas de justicia

    PABLO CAFFARELLI CREMONA

    Mareas de justicia

    © 2023, Pablo Caffarelli Cremona

    Edición y corrección de estilo: Graciela Muniz y Sofía Surroca

    Foto y diseño de cubierta: Graciela Muniz

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, por ningún medio inventado o por inventarse, sin el permiso previo, por escrito, de su autor.

    Dedicado a mi esposa, hijos y sobrinas.

    Una sociedad justa solo es posible con el esfuerzo de todos.

    Prólogo

    En Mareas de justicia Pablo Caffarelli nos relata dos historias reales, una de índole personal familiar y otra vinculada a su mundo profesional como abogado laboralista. En primera persona y con varias descripciones, nos traslada a cada momento que vivió y decidió contar, logrando crear escenas tan visuales y por momentos llenas de acción como las de una película.

    A lo largo de la narración la marea nos irá atrapando, al principio con mucha calma, para luego arrastrarnos con todo y darnos de frente con la realidad, una que a veces no es justa.

    En sus dos experiencias, Pablo se «enfrenta» cara a cara con la justicia y sus mecanismos legales para lograr cierta reparación, en ambas obtiene resultados diferentes.

    En este libro podrán conocer, desde la propia fuente, todas las adversidades legales que tuvieron que atravesar varios trabajadores de una sociedad anónima, única en su rubro, de nuestro país, y cómo estas afectaron directamente en su economía y calidad de vida.

    A lo largo de todo el texto el autor se cuestiona y nos plantea varias interrogantes, lo hace en «voz alta»: ¿deben los intereses políticos y económicos involucrarse en la justicia?, ¿qué pasa cuando esto sucede?, ¿cómo se puede seguir dando batalla ante estas situaciones?

    En esta secuencia de hechos, Caffarelli también aprovecha para contarnos un poco de su historia, para lo que incluye anécdotas e incluso nos describe nuestra cultura y la de otro país donde tuvo la oportunidad de vivir durante algunos años.

    Quedan invitados a leer, a cuestionarse sobre el concepto de justicia y a pensar en qué sucede cuando las cosas no salen como necesitamos que salgan, porque, sobre todo, consideramos que es lo justo.

    Resoluciones, persecuciones, tiroteos… son algunas de las cosas que iremos descubriendo en estas páginas, que por momentos parecen parte de un libro de ficción.

    Mientras que la marea va y viene, retrocede y avanza junto con la narración, nos vamos empapando de dos historias tan atrapantes como conmovedoras.

    Graciela Muniz

    Capítulo 1

    Los inicios de un gran hombre

    Mi abuelo Juan, que en paz descansa, fue el hombre más bueno y honesto que conocí en mi vida. Le decíamos indistintamente «abuelo» o «Juan», así le acortábamos cariñosamente su nombre completo, que era Juan Gelio. Era un hombre de un metro setenta de altura, tenía la cabeza calva en el medio, y en sus costados pelo grisáceo que le cubría los contornos laterales. Siempre iba afeitado, salvo por el bigote que usó la mayor parte de su vida. Sus ojos eran verdes, de un color jade oscuro, pero en el transcurso de los años se tornaron de un gris verdoso muy particular. Era un hombre fuerte y delgado que siempre estaba en actividad.

    Nació en el año 1918 en un hogar muy humilde, allá por Carmelo, un pequeño pueblo del departamento de Colonia en Uruguay. Tenía siete hermanos (tres mujeres y cuatro varones). Una de sus hermanas, la Negra, enfermó de tuberculosis y falleció a los dieciocho años. Ella, pese a su corta edad, escribía poemas. Lamentablemente, en ese momento no existían tratamientos para combatir la enfermedad, por lo que la perdieron de forma temprana. Mientras que él y sus otros hermanos sí pudieron vivir dentro de la expectativa de vida habitual en nuestro país.

    En su casa, Juan y sus hermanos siempre tenían una gran bolsa de galletas de campo (pan que se confecciona de cierto modo para que se mantenga en buenas condiciones por muchos días). Generalmente, las comidas eran a base de estas galletas, vegetales y legumbres. La carne, que Juan amaba, solo se servía de tanto en tanto.

    Juan comenzó a trabajar desde muy chico, al igual que sus hermanos. En su casa eran muchos y había dificultades económicas, así que todos salían a hacer sus changuitas. Me contaba cómo con carretilla y pala carpía terrenos, movía piedras, arreglaba jardines o lo que pudiera encontrar. De esa manera, juntaban algunos vintenes con los que daban una mano a sus padres.

    Desde pequeño se forjó como un incansable trabajador, y además tenía un lado muy pícaro, que siempre me encantó. Cuando se juntaban todos y salían juntos formaban una buena bandita de aliados para hacer andanzas. Recuerdo, por ejemplo, su amor por las cometas. Inventaba un juego que consistía en poner vidrios atados al piolín para «robar» cometas de otros niños; les cortaba la piola con esta picaresca maniobra y hacía que se cruzaran los hilos. Mi abuelo, al contarme estos cuentos, disfrutaba y se reía. Siempre me relataba sus aventuras, y yo, siendo niño, las escuchaba con ininterrumpida atención.

    A veces, en lugar de trabajar, llevaban comida a la olla de otras maneras. Había un bosque en el que, según me contaba, al entrar eran atrapados en una nube inmensa de palomas, y ellos procedían a atrapar todas las que podían en bolsas de galleta de campo, y luego en su casa hacían un buen guiso de paloma, o polenta con pajarito. También bajaban colmenas de los árboles para extraer la miel. Muchas veces tuvieron que correr de malhumoradas abejas a las que poca gracia les hacía esa situación.

    De niño, debido a la cercanía de su pueblo con Buenos Aires, Juan siempre disfrutaba del tango, su música favorita, en emisoras porteñas de aquel entonces. Era un fanático de ese tipo de música, por lo que poco me sorprende su gran admiración por el zorzal criollo, el gran Carlos Gardel.

    Hablando de zorzales, es imposible no recordar la cantidad de aves que mi abuelo conocía, y que me enseñó a identificar. Amaba sentarse a escuchar el canto de los pájaros; cuando no los tenía a la vista, los lograba individualizar por su música.

    Me contaba que un día tuvo el honor de que Carlitos Gardel le diera la mano. Fue en una presentación que hizo en Colonia del Sacramento. Al terminar una tanda, Gardel se acercó a mi abuelo (que tenía unos diez años, aproximadamente) y le dijo:

    —Che, pibe, ¿no me pasas esa jarra de agua?

    Mi abuelo accedió rápidamente. Se había sentado en un mostrador con canillas, único lugar disponible que encontró, sin saber que en ese lugar tapaba el camino del Mago en su afán por hidratar su garganta. Luego de recibir la jarra, Gardel le dio la mano y le dijo:

    —Gracias, pibe.

    Recuerdo que esta anécdota me la contó unas cuantas veces.

    Pese a la humildad de sus orígenes, mi abuelo logró estudiar en la Educación Técnico Profesional del Uruguay (utu), y forjó allí su profesión de oficial carpintero. Además de trabajar en la construcción de diques flotantes, grandes navíos y en diversas obras por todo el país, Juan amaba tanto su profesión que también fue docente de Carpintería en la utu, y más adelante ocupó el puesto de director en Young y en Pando.

    Juan nos dejó muchas de sus obras, ya que no solo tenía un oficio, sino que era una especie de artista. Fabricaba muebles al detalle y con una calidad que ya no se encuentra fácilmente, y, pese a que él se dedicaba a la madera, nos regaló también algunas otras labores de extremada perfección, como un horno de barro con un techo bóveda perfectamente curvo, en el que aún hoy elaboramos diferentes comidas.

    Recuerdo ir con él a remates. Juan siempre encontraba alguna tablita o material en los que nadie se fijaba y resultaban un lienzo en blanco para su próxima creación.

    En el transcurso de su vida laboral y como educador logró transmitir su calidez y amabilidad a muchas personas. Ejemplo de ello es que, con ochenta y largos años, y jubilado, sus exestudiantes de la utu siempre lo invitaban a los asados de reencuentro, porque Juan para ellos era lo mismo que para mí y para quienes tuvieron el gusto de compartir tiempo con él.

    Una vez, en una máquina industrial de la utu que servía para cortar madera, un estudiante de Juan no quitó la mano a tiempo y la máquina se la estaba tragando. Al ver eso mi abuelo metió su mano para sacar la del estudiante, y al mismo tiempo apagó el artefacto. El resultado fue que el estudiante resultó ileso, y él quedó con un dedo colgando. Tuvo que ir en ómnibus de Pando a Montevideo (treinta kilómetros de distancia) para ver si le podían ayudar con esa situación. Terminó con un dedo con muy poca movilidad por el resto de su vida.

    Esa no fue la única vez que el gran Juan se puso la capa y actuó como un superhéroe. Me acuerdo de otra situación extrema en las que hizo exactamente lo mismo. Cuando yo tenía cinco o seis años, íbamos a Pando en un Fiat de pequeñas dimensiones por una ruta que une el balneario de Salinas con Empalme Olmos. Mi abuelo, ¡cuándo no!, llevaba unos fierros y unos maderos en los asientos traseros y en la valija. Al llegar a una pronunciada curva —en la que hasta el día hay una palmera—, volcamos.

    En una fracción de segundo mi abuelo se tiró sobre mí y absorbió el golpe de todos los materiales sueltos. Y no sufrí ni un rasguño. A los pocos minutos llegaron al lugar algunas personas que estaban trabajando en el campo, frente al sitio del siniestro. Rompieron el cristal delantero y nos ayudaron a salir del vehículo.

    La casa en la que yo tengo más memorias con mi abuelo fue la que tuvo en Pando. Eran otros tiempos. En lugar de niñeras nosotros lo teníamos a él. Cuando llegábamos de la escuela y abríamos su puerta había dos opciones: mucho humo y olor a churrasco, el ochenta por ciento de las veces, u olor a guiso, el otro veinte por ciento. Lo que sí no faltaba nunca era la radio muy alta con tangos o música típica y folclórica, dependiendo de si la hora era par o impar. Y cada tanto sonaba la voz del Mago, que mi abuelo acompañaba cantando y con algún ademán de baile.

    Las únicas veces que el menú variaba era cuando él venía a cuidarnos a nuestra casa. En esos casos especiales además nos deleitaba con arroz con leche con mucha canela. Lo comíamos caliente, y para poder empezar antes a veces poníamos los platos frente a un ventilador para acelerar el tedioso proceso de enfriamiento.

    La comida preferida de mi abuelo era churrascos con pan. A veces los acompañaba con alguna ensalada y nunca podía servirse sin una copa de vino. Recordando sus orígenes, él mantuvo el pan diario siempre en su dieta, y ya de mayor, y pudiendo darse el lujo, la carne pasó de no estar casi nunca a estar casi siempre. Él era feliz con esa comida servida, la cocina llena de humo y su querida radio sonando con sus amadas canciones. Yo era feliz con él ahí, escuchando sus cuentos y aprendiendo del mejor.

    Respecto a la comida, este superhéroe hacía otra cosa muy particular. Él siempre esperaba que todos terminaran de comer para empezar con su comida. Lo hacía por si faltaba. Se aseguraba de que todos comieran, y, en caso de que no hubiera suficiente, él se sacrificaba comiendo menos, una costumbre que traía de sus años mozos y que respetó siempre, hasta en sus últimos días.

    Capítulo 2

    Mareas peligrosas

    En el correr del año 2017 estábamos cumpliendo dos años de tener una oficina independiente que se ubicaba bien en el límite entre la Ciudad Vieja y el Centro de Montevideo. Después de mi primera experiencia como abogado en un estudio jurídico grande, fue que, en búsqueda de cimentar mi propio perfil profesional, decidí embarcarme en este nuevo desafío junto con Héctor, como líder experimentado, y Esteban, un colega de mi edad con el que compartí varias de las materias en la facultad y diferentes grupos de amigos.

    Héctor es un abogado veterano que conocí en el estudio donde me inicié como profesional. Era alto, flaco, morocho, portador de una potente voz y de un cabello negro y ondulado, entre corto y largo. Era estridente y amante de las anécdotas.

    Esteban es tan alto y flaco como Héctor, ambos miden cerca de dos metros de altura. Tiene cabello rubio, de rulos pequeños, y ojos claros. Es muy social y divertido, lo que hacía que entre los tres el clima de nuestro joven estudio fuera muy ameno.

    El despacho en el que estábamos era mucho más pequeño que la monumental casona antigua en la que me desempeñé en los primeros años de mi ejercicio profesional. Para ingresar uno debía pasar por una puerta vidriada común a todas las oficinas y apartamentos del edificio. A la entrada lo primero que se veía era una gran escalera de mármol que en sus costados tenía unas carteleras con los números de las distintas oficinas. En esas carteleras se podía poner un pequeño anuncio con alfileres que hiciera referencia al negocio que cada uno desarrollaba en su espacio. Ese lugar siempre me hizo recordar a los viejos hall de entrada de los cines de antaño.

    Al subir la escalera, se llegaba a la primera planta. Tanto a la izquierda como a la derecha subían dos escaleras independientes que llegan al mismo sitio en el segundo piso de oficinas.

    Nosotros estábamos en el primer nivel, doblando a la izquierda. Nuestro bufete se encontraba bien al final del pasillo, era la última puerta a la izquierda, el lugar se individualizaba como escritorio seis.

    La puerta era toda de madera con un rectángulo vidriado en la mitad superior. Era igual a todas las demás que se veían a lo largo de todo el corredor. Las diferencias estaban en las placas, carteles o colgantes en los que cada uno especificaba los detalles de su oficio en particular. El nuestro decía «Estudio Jurídico y Notarial 33» en un elaborado cartel autoadhesivo que lucía sobre toda la parte vidriada de la entrada. Había sido detalladamente diseñado y colocado por Esteban, que se daba bastante maña para el marketing empresarial.

    El nombre del estudio surgió de una breve charla entre los tres miembros. Recuerdo decir que mi número favorito era el tres, desde siempre. Esteban también dijo que a él siempre le había gustado, y que el treinta y tres lo «seguía» siempre a todas partes, que lo veía en varios sitios a los que iba. Por su parte, Héctor recordó que ese número estaba presente en muchos sucesos históricos, y que, además, el número de puerta que teníamos en la calle daba treinta y tres, el escritorio seis, que es dos veces tres, y, bromeando, dijo:

    —Nosotros tres valemos por dos cada uno.

    Así que, hablando de temas que no tenían mucho que ver con lo que buscábamos, terminamos haciendo aparecer el nombre que nos iba a identificar en nuestra puerta a partir de aquel día.

    Una vez adentro de lo que era nuestra oficina, lo que había para conocer no era mucho. La primera habitación tenía un gran escritorio de roble que fue del abuelo de Esteban. Detrás de ese formidable mueble teníamos un gran ventanal vidriado que daba a la calle y permitía la entrada de buena luz solar. Mirando a la derecha de la puerta y antes del escritorio teníamos dos sillas y, un poco más atrás, contra la pared, un sillón largo como para dos personas. Todo en madera y tapizado en verde. El mobiliario ya venía instalado en el escritorio. Al entrar uno era inundado por el olor a madera vieja y papel que emanaba desde el piso hasta las estanterías colgantes de uno de los costados.

    Del lado izquierdo de la puerta instalamos una biblioteca, en donde poníamos ordenadamente las carpetas de los casos y algunos libros de leyes y doctrinas que utilizábamos para armar los diferentes reclamos.

    Atrás del escritorio, en la esquina derecha, contra el ventanal, se abría una pequeña puerta que daba a una habitación aún más reducida, en la que Héctor tenía su despacho de trabajo interno. Él estaba allí todo el día, salvo cuando venían a verlo, momento en el cual se trasladaba al recibidor, como él le llamaba al despacho que teníamos en el ingreso.

    En la oficina de Héctor había un escritorio de madera oscura, bastante más pequeño que el del salón principal. Tenía un juego de sillas con tapizado rojo opaco, una grande para él, que estaba en el fondo, y dos pequeñas, enfrente, que eran lo primero que se veía al ingresar. Esa oficina solo la utilizábamos nosotros, los clientes nunca accedían allí y muchas veces ni se percataban de su existencia.

    Teníamos, en la sala chica, largas conversaciones sobre la mejor estrategia a desarrollar en diferentes asuntos. Lo hacíamos entre risas, gritos y algún cruce de palabras cuando Héctor venía en sus días de armas tomar. Recuerdo el olor a tabaco penetrante que uno inhalaba al pasar de la habitación central a esa parte en donde el más veterano de los tres nunca dejó de fumar varios cigarrillos diarios. Nosotros con Esteban generalmente trabajábamos en la habitación más grande, uno de cada lado del escritorio. El escritorio era tan ancho que hubiese permitido incluso que algunos más tomaran asiento y se sumaran a las tareas. Era un lindo microambiente el que teníamos allí, y lo cierto es que la pasábamos muy bien juntos.

    Ese pequeño estudio que parecía destino de casos sin mayores sobresaltos sería la cocina de uno de los asuntos más resonados en la vida judicial del Uruguay en los últimos años. En esas dos pequeñas piezas pasamos horas investigando, escribiendo, pensando y discutiendo cómo enfrentarnos a ese y otros tremendos desafíos.

    En setiembre del 2017 se presentaron en nuestra oficina tres muchachos: Roberto, Elisaldo y Carlos.

    Roberto era un muchacho flaco, de estatura promedio, con una dentadura de dientes separados que hacía que su sonrisa fuera muy singular. El color de su pelo era castaño, y se podía ver que la cantidad venía mermando. Su cara no tenía vello facial, y sus manos eran ásperas y gruesas, típicas de una persona que trabaja con ellas a diario.

    Carlos era el más pequeño de los tres, hablaba poco, era muy flaco, calvo, con barba a medio cortar, de ojos claros, tatuajes y de actitud fuerte y combativa.

    Elisaldo, en tanto, era el que más hablaba. Tartamudeaba cuando se ponía nervioso, pero una vez que lograba empezar el diálogo, era muy elocuente y asertivo en sus conceptos. Era bien morocho, de cejas anchas, y se afeitaba a cero. Su pelo siempre estaba prolijamente cortado, y su vestimenta era elegante. Tenía una altura promedio y era un poco más grande de cuerpo que sus otros compañeros.

    A los tres se los notaba muy humildes, dependían de los ingresos de su trabajo para poder vivir el día a día. Con ellos, desplegamos la rutina habitual de atención de las consultas: Héctor los recibió acompañado de uno de los abogados junior, o con menos experiencia, en este caso fue Esteban, que era el que estaba presente a la hora en que llegaron. Estos hombres trabajaban en una fábrica muy grande que se dedicaba a hacer vidrio y objetos compuestos por ese material, ubicada en el barrio del Cerro de Montevideo.

    Al principio, este caso parecía el típico reclamo por problemas laborales de empleados con su empleadora. En su relato nos manifestaron que desde la empresa les debían ciertos rubros salariales, y que esta situación se venía arrastrando a lo largo de varios años. La mayor parte de los reclamos tenían como punto de origen una supuesta asamblea en la que, según ellos, bajo duras presiones, se hizo votar a los trabajadores por una rebaja voluntaria de sus salarios en un número cercano a un 12 % mensual. Además, reclamaban que se les hacía hacer horas extras sin pagarles, que la empresa denominaba horas solidarias. Ya no trabajaban más en la fábrica; dos habían decidido renunciar, y uno había sido despedido. Luego de reclamarle a la empresa el pago de estos rubros, más las liquidaciones correspondientes por sus ceses, y no tener respuesta, acudieron a nosotros para asesorarse de cuál sería el mejor camino a seguir.

    Por otro lado, el ambiente hostil, ponzoñoso y violento que se desarrollaba en ese lugar también era algo importante a mencionar, y creían que tenía que ver con todo eso. Los trabajadores y directores de la sociedad se reunían en esas asambleas que siempre se alejaban de lo habitual y legal. Se daban grandes debates en los que quienes mandaban bajaban directivas, y los trabajadores que no las seguían o no estaban de acuerdo eran señalados, recibían amenazas y aprietes, entre otros pormenores que los muchachos nos narraron en aquella primera entrevista.

    Esteban tenía el caso e hizo lo habitual. Redactó la solicitud y comenzó a dar los pasos para que pudieran ver satisfecha su pretensión de cobrar lo que injustamente no les habían abonado. Además, a eso se sumaba el asunto de los daños y perjuicios que dolorosamente habían padecido en esas asambleas que parecían fuera de contexto en un país como Uruguay, donde tan férreamente se protegen los derechos de los trabajadores.

    En primera instancia se intentó realizar un acuerdo conciliatorio entre las partes. Esto es lo que la ley marca que debe hacerse antes de comenzar el pleito en la órbita judicial. Esas instancias en los reclamos que se originan en una relación de trabajo siempre se realizan ante el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. No hubo suerte en esa

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