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Los caminos que nos unen
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Libro electrónico357 páginas5 horas

Los caminos que nos unen

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Una novela histórica basada en hechos no reales, nadie cuenta lo que ve, sino lo que percibe.

En un pueblo a pie de sierra, tres zagales, compañeros de estudios y de aventuras, descubren una documentación siniestra y peligrosa en el ático de una vivienda. Allí sorprendentemente se ha cometido un asesinato, convirtiéndose ellos en los principales sospechosos del crimen. Deciden esconder dicha documentación a buen resguardo en una escuela abandonada, así podrán analizarla de forma más minuciosa. La información que esconden dichos papeles los lleva a iniciar la investigación por su cuenta, terminando en los entresijos de un monasterio, donde monjes y frailes esconden la verdadera historia de un pasado sellado y escondido que afectará de forma directa a los hechos acontecidos en dicho ático.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento20 feb 2021
ISBN9788418665417
Los caminos que nos unen
Autor

Diego Salas Quirante

Diego Salas Quirante nació en Baza (Granada) en 1958, en el seno de una familia de artesanos —su madre modista y su padre guarnicionero—. Su espíritu aventurero e inquieto le ha llevado desde bien joven a buscar caminos profesionales diversos y diferentes. Estudió Magisterio, aunque nunca ejerció como tal, siendo la banca su profesión central. Su pasión por el deporte y el aire libre hacen que su vida gire entre senderos y veredas por descubrir. Montañero en bici, montañero a pie. Lingüista frustrado, escritor en proyecto.

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    Los caminos que nos unen - Diego Salas Quirante

    Capitulo l

    El ático

    Entramos en el portal de la vieja vivienda, la fatigada maquinaria del molino de agua colindante nos recibía en un atronador abrazo, el ritmo atípico de sus estiradas poleas acompañaba el compacto sonido del agua.

    A nuestra izquierda, unas desgastadas escaleras de madera nos esperaban, sus secos y desbarnizados peldaños crujían al tiempo que posábamos nuestros pies en ellos, posiblemente gemían entre ellos. Quique, que conocía bien esta vivienda, me comentaba que estos maderos se habían quejado toda la vida. A mí me vino a la memoria el último cuento que mi abuela me contó sobre vampiros en un decrépito castillo. Pero me mordí la lengua y seguí a mis compañeros de aventura, no habíamos llegado al primer rellano cuando algo pasó entre mis pies, sentí el roce del viento al mismo tiempo que mi mirada buscaba, ágil y ligera, el sujeto activo de aquella acción; sí, era una enorme rata, hasta ese mismo día yo no había visto un ejemplar tan enorme, aunque en esos años era bastante normal tener esos inquilinos en las viviendas, sobre todo, ratones. Alcé la mirada para seguir el chirrido que entre el sonoro ambiente se dejaba oír, una hermandad de enormes roedores, al menos seis, nos contemplaban desde el corredor del primer piso, sacaban sus bigotes entre los barrotes de la descolorida baranda de madera. No daba crédito, mis piernas temblaban, al mismo tiempo que mi corazón quedaba paralizado; quería salir corriendo, pero mi amigo Quique, que vivía en este edificio desde hacía unos cuantos años, me agarró del brazo.

    —No te preocupes, no hacen nada —me comentó en voz alta y autoritaria, casi imperativa.

    Así que continuamos subiendo las escaleras haciendo de tripas corazón. Nada hay en el mundo más repugnante que una rata, esta situación para mí no era nada agradable. Tomé los libros de matemáticas y lengua que todavía llevaba tras salir del instituto y los coloqué en mis manos, en posición de ataque, avancé con los dientes apretados entre sí, la boca abierta, con los labios tensos, para dar la imagen de fortaleza y rabia. Las ratas retrocedían, se entrecruzaban, chirriaban y saltaban, no es una imagen que pueda olvidar fácilmente.

    Llegamos a la tercera y última planta, nos apoyamos sobre el barandal para observar lo andado, echamos un vistazo de corrida a todos y cada uno de los peldaños, al igual que a los rellanos que quedaban a nuestro alcance, todo parecía vacío. Esta última planta albergaba dos pisos boardilla, uno a cada lado de la escalera, entre medias de las puertas, dos ventanas con marcos de madera, ambas estaban entreabiertas, se podía observar el moho en la umbría del tejado al que tenían acceso. Un gato negro, reposado al cubierto del alero, nos observaba con sus atentos ojos claros.

    Ha llegado el momento.

    Mis amigos Quique, Alberto y yo, Santi, habíamos decidido hacer una investigación en la casa del Sr. Mateo, viajante de ropa de hogar, o eso es lo que siempre decía al mostrar su tarjeta de visita, pero en realidad nadie podía asegurarlo. Quique, vecino de este señor, había detectado que los gatos habían sacado trapos al tejado desde la vivienda. Nos despertó una tremenda curiosidad, sobre todo, la posibilidad de indagar entre sus misteriosas pertenencias; era todo un enigma el contenido del interior de sus viajeras maletas. En realidad, hasta su propia sombra transmitía misterio.

    —¿Por qué los gatos entran y salen tan fácil de su vivienda?, ¿y por qué roban los telares sin que nadie ponga remedio? —preguntaba Alberto al mismo tiempo que Quique y yo nos mirábamos pícaramente.

    —¡Está decidido! Entraremos por la ventana de la azotea, por donde entran los gatos, ahí tenemos nuestro acceso —contestó Quique con tanta inmediatez y decisión que no dio lugar a posibles réplicas.

    El plan y la estrategia que seguir los habíamos consensuado el día anterior en pocos minutos. Era fácil, Quique sabía que este señor pasaba largas temporadas sin asomar por casa, yendo de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, acarreando los muestrarios de todos los productos que intentaba vender. Al parecer, el negocio le había bajado notablemente, o eso transmitían sus viejos y gastados trajes. Teníamos muchas probabilidades de entrar en su vivienda sin su presencia.

    —Mañana al salir de clase tenemos tiempo suficiente, antes de que la noche nos quiera dejar a oscuras —comenté. Los tres estuvimos de acuerdo, nada nos podía detener. Y así nos vimos en esta situación que estamos recordando.

    Quique, el más atrevido y conocedor del inmueble, agarrado a la base de la ventana, dio un salto, puso su rodilla derecha junto a sus manos, en un visto y no visto estaba agachado ofreciendo su mano derecha para ayudarnos a subir. Alberto la agarró fuerte y subió de un solo salto, el uno por el otro me dejaron subir solo, no me costó demasiado, en un instante estábamos los tres sobre el corvo y húmedo tejado; la inseguridad me hizo tambalear, dando un paso atrás sin control, coloqué en mala posición mi dura bota la Cadena, rompiendo una teja, mi cuerpo perdió totalmente el equilibrio, cayendo en posaderas sobre el frío tejado. Las cuatro manos de mis compañeros estaban agarrándome inmediatamente, tras incorporarme de un salto escuchaba en un solo grito mi nombre: «¡Santi!». Mis dos amigos rompieron en risas, sus carcajadas convirtieron mi susto en una sorprendente risotada.

    —Gracias, gracias —son las únicas palabras que pude emitir, aunque realmente no sé si solté un taco previamente.

    Una panorámica preciosa; desde ese punto tan alto se podía intuir al fondo toda la verde vega, que entre las muchas chimeneas de diferentes tamaños y formas nacían de los diferentes niveles de tejados. Algunas que otras antenas de televisión dibujaban sus siluetas esbeltas y delgadas en el limpio horizonte, amenazado con ser difuminado por el humo gris de alguna chimenea.

    A nuestra derecha, un ventanal en la fachada de la azotea dejaba entrever unas maletas abiertas, no sabemos si terminándose de hacer o empezándose a deshacer. Lo cierto es que estaban llenas de trapos, telas, paños, algunos de ellos caídos por el suelo; el poco desorden que se apreciaba dentro de las maletas parecía causa de los intrépidos gatos. La puerta estaba entreabierta, con más miedo que cautela, entré en la habitación abuhardillada, el sol entraba directamente a través de los cristales iluminando totalmente el dormitorio. Al fondo una cama de acero pintada en negro, adornos de bronce en las terminaciones de los barrotes; unos cuadros de barcos colgados en las paredes, forradas en papel pintado a rayas marrones y verdes; la mesita de noche soportaba una lámpara no demasiado grande, con un pie de bronce oscuro y una mampara de seda azul. Sobre la cama, dos maletas repletas de tejidos y enseres para el hogar; mis ojos enfocaron rápidamente hacia unas pequeñas toallitas, claramente muestras de venta. Me acerqué, tomé una y la levanté mostrándola a mis compañeros.

    —¡Para quitarnos el sudor en los partidos de tenis! —exclamé.

    —¿Dónde las vas a llevar?, pareces un poco lelo —comentó Quique.

    En ese preciso momento, se escuchó el sonido de una llave restregar en la endurecida cerradura de la puerta principal del ático, la puerta comenzó a abrirse, las oxidadas bisagras rechinaban como el quejido de unas tripas vacías. No podíamos quedarnos allí, salimos por la ventana en silencio, bueno, ninguno de nosotros supo explicar cómo salimos de allí. Una vez en el tejado, escondidos tras la chimenea del edificio, quisimos controlar la situación, desde allí podíamos ver todo el ventanal. La figura de un hombre pasó tres veces de un rincón de la habitación al otro, se agachó un par de veces. Quique aseguraba que ese hombre no era el Sr. Mateo.

    —No es el Sr. Mateo, este hombre es más alto y, además, el Sr. Mateo es moreno —afirmaba Quique.

    —¿Por qué este hombre pelirrojo tiene las llaves de la vivienda? —preguntó Alberto.

    —¿Por qué sabes que ha abierto con una llave? —susurré al oído de Alberto.

    Enfrascados en todas estas cuestiones abandonamos el edificio, bajamos las escaleras sin apreciar ni escuchar nada. Los roedores posiblemente estuvieran, posiblemente nos pasaron por entre las piernas, pero nadie hizo la más mínima alusión al tema.

    Capítulo 2

    La escuela abandonada

    La sirena del instituto sonaba alegremente, eran las 13:30, la clase de francés se daba por terminada, la profesora se quedaba con la palabra en la boca, posiblemente nos estaba mandando los deberes para el próximo día, todos teníamos los libros bajo el brazo en posición de salida. El pistoletazo había sonado, los pasillos, en décimas de segundo, parecían la calle Estafeta de Pamplona después del chupinazo.

    Como cada día al salir de clase, nos reuníamos los tres amigos junto a un enorme ciprés, esbelto guardián de puertas, como decía el maestro D. Miguel Delibes: «La sombra del ciprés es alargada y acidulada», o sea, poca sombra y poco cobijo. Nos acompañábamos durante un poco recorrido de vuelta a casa, vivíamos en la misma dirección, mi casa era la primera que encontrábamos, así que yo me separaba del grupo el primero. Sin desperdiciar mucho tiempo, Quique, que siempre tenía algo en mente, era como si durante las clases estuviera maquinando a qué iba a dedicar su tiempo libre, porque a estudiar seguro que no, nos comentaba en voz baja, pero con mucho entusiasmo, que había descubierto un colegio con tan solo un aula y una vivienda adosada en las inmediaciones del río. En aquellos entonces, el río portaba abundante agua, limpia y cristalina, de donde se abastecían las diferentes cortijadas y cuevas a todo lo largo de su cauce. Existían estos pequeños edificios, compuestos por un aula y vivienda para el docente, llamados escuelas rurales, donde el maestro vocacional, inmerso en la soledad y el aislamiento, se mimetizaba en la ingenuidad y franqueza propios de la vida en el medio rural.

    —No os lo podéis imaginar, los ventanales están con algún cristal roto, hay una puerta abierta, montones de libros —concluía Quique.

    Quique era un año mayor que nosotros dos, aunque cursaba el mismo grado de estudios. Rubio, esbelto, no demasiado alto, de tez suave y blanca, posiblemente descendiera de una estirpe nobiliaria, su desplante hidalgo, luchador de causas perdidas; sin lugar a duda, era el líder del grupo, aunque nos costara trabajo aceptarlo.

    —Esta tarde mi padre quiere que le ayude, pero ya me inventaré algo para librarme —decía Alberto mientras tiraba piedras al almendro que nos enseñaba sus ramas con todas sus allozas —fruto del almendro en periodo de formación— tras la tapia del huerto colindante.

    —Quique, si a ti no te gustan los libros de texto, ¿para qué quieres ir a un colegio? —le recriminé.

    —Puede que tengas razón, pero yo he mirado un poco desde fuera y… allí hay otras muchas cosas, a mí me parece un tesoro, puede que haya libros de aventuras.

    —Nos vemos después de comer en la placeta con las bicis —sentencié.

    No había pasado ni una hora, el primero en llegar fue Alberto, como siempre, traía su bicicleta de cambios, manillar plano, llantas y cubiertas finas, era la envidia de todos. No había ni un solo niño y no tan niño que no buscara cualquier pretexto para pedírsela. Era todo un placer cuando conseguías que Albero cediera y te la dejaba un pequeño trayecto. A mí lo que más me prestaba era poner el plato grande y el piñón chico para dejarme caer por los falsos llanos; apretabas tu pie con toda tu fuerza contra el pedal, notabas el desarrollo de tu energía multiplicado por diez, y la mejor de mis sonrisas cuando pasabas a cada uno de los compañeros a una velocidad espantosa. ¡Cosas de la mecánica!

    —¡No podéis venir siempre tarde! —nos sentenciaba Alberto a Quique y a mí, que coincidimos en la esquina de la plaza.

    Sin más explicaciones ni más comentarios, Quique salió disparado en dirección del instituto, desde donde partía el camino que nos llevaría hasta el río, pista de tierra, al igual que toda la red de comunicación rural en aquella época. Las bicicletas saltaban por encima de las piedras, salpicaban el agua embarrada de los charcos, los timbres sonaban al mismo tiempo que nos gritábamos pidiendo paso, el desnivel ligeramente descendente nos hacía el recorrido alegre y satisfactorio. Alberto retenía su montura para no distanciarse demasiado, aunque en algún descuido aprovechábamos para dejarlo atrás, sobre todo, cuando reducíamos la velocidad en las curvas muy cerradas, en ese momento de frenada, si él no había hecho bien el cambio de marchas, lo cogíamos con el plato grande y el piñón pequeño, la dureza del arranque es tremenda, esas décimas de segundo mientras cambiaba de marcha sacábamos unos buenos metros de distancia. Era una batalla entre las bicicletas tradicionales españolas y la ostentosa maquinaria extranjera, suiza, para ser más exactos. Nuestras bicicletas tenían el cuadro de hierro pesado, el manillar de acero niquelado en formato cornamenta inversa, los barrotes de los frenos colgaban del manillar, sujetos en parte por alambres que nosotros mismos habíamos conseguido reutilizar, un único plato de un tamaño considerable, un piñón, pero, eso sí, giraba en ambas direcciones, no era de piñón fijo, como algunos todavía tenían. Olvidaba lo más importante, el portaequipaje metálico para transportar cualquier cosa que hiciera falta, incluso a tu mejor amigo. Lo mejor de nuestras bicicletas era la propiedad unifamiliar, o sea, había una en cada familia y era para cada uno de los miembros de dicha familia, su disfrute y su mantenimiento, algo bastante difícil de coordinar, sobre todo, lo del disfrute; en casa éramos seis hermanos, todos con edad de usarla; bueno, en realidad, la bici cuando todavía nadie tenía coche era un medio de transporte válido para todas las edades. El mantenimiento era más fácil de coordinar, pues el que iba a cogerla, iba a hacer uso de ella, si la encontraba en estado óptimo para usarla, tenía suerte, si no era así, le tocaba quejarse, blasfemar y arreglarla. Cuestión de necesidades.

    Las ramas de los olivos que bordeaban ambas orillas del camino nos obligaban a conducir atentos, pasaban rozando nuestras cabezas y brazos. A pocos metros de la cuenca del río, justo antes de que el camino rompiera bruscamente su desnivel, nos encontramos con el edificio a nuestra izquierda. Prototipo, tres enormes ventanales de madera y cristal, orientados al sol naciente, al noreste, buscando la luz natural que cada mañana nos regala nuestra mayor fuente de energía. En su pared norte, la puerta de madera agrietada, entreabierta, denotaba una vivienda donde sus propietarios despreocupados olvidaron cerrarla, invitaba a entrar, y así lo hicimos. Un espacioso vestíbulo donde encontramos dos puertas, a nuestra izquierda posiblemente la vivienda del maestro, puerta de madera barnizada en nogal oscuro, la de nuestra derecha, con la parte superior acristalada, estaba totalmente abierta, el desorden fue la primera impresión; libros, cuadernos, lápices, tizas, todo revuelto por el suelo, también sobre los pupitres quedaban hojas sueltas y arrancadas de sus libretas. Era una imagen muy nostálgica, la pizarra negra enmarcada en la pared del fondo, a su izquierda la mesa del maestro sobre la que reposaba, más bien yacía, el globo terráqueo; unos mapas de la península ocupaban toda la pared opuesta a los ventanales, el mapa físico —ríos, sistemas montañosos, etcétera—, el mapa político —todas las regiones y cada una de las provincias diferenciadas en colores—. Entre los mapas dos armarios abiertos sostenían todo tipo de libros en sus distintas repisas, era impresionante, un sueño; no eran libros de texto, eran novelas, nombres de escritores famosos; no pude evitarlo, tomé prestados tres libros que iniciarían mi pasión por la lectura, no había leído un libro que no fuera de texto en mi vida. El Jarama de Sánchez Ferlosio, La sombra del ciprés es alargada de Miguel Delibes y un libro de actividades al aire libre. La lectura no obligada y motivada por la curiosidad de leer libros ajenos a mi propiedad hizo de mí un gran lector, apasionado lector.

    —Yo no quiero llevarme ningún libro, a mí no me gusta estudiar —comentó Alberto.

    —Pues yo he encontrado unos cuadernos Rubio sin estrenar que le van a hacer mucha ilusión a mi hermana pequeña, sobre todo, a mi madre —dijo Quique—. ¡Hostias! He encontrado El romancero gitano de Lorca, es espectacular —gritó Quique.

    Los pupitres individuales de madera, en formato completo, o sea, banco y mesa juntos, la mesa tenía un tablero sujeto con unas bisagras con el fin de poder levantarlo para guardar los libros y los cuadernos en una especie de cajón; en la parte superior del tablero había una base estrecha y plana con un rebaje o mueca alargada para depositar los lápices, plumas, gomas de borrar, etc., y una oquedad pequeña completamente circular para depositar el tintero. Levanté unos cuantos tableros, en algunos de ellos encontré cuadernos a medio terminar; las enciclopedias Álvarez, aparte de andar por el suelo, también las encontré en estos cajones individuales, en sus tres niveles: parvulillo, segundo grado y tercer grado, estas enciclopedias eran los libros de texto de la época. En uno de esos cajones, escrito en una hoja de dobles rayas, con una letra bastante legible, encontré este escrito:

    Los caminos que nos unen

    Como vine, así me fui.

    Nacemos donde nos engendran, y nuestras vidas se desarrollan allí donde encontramos nuestro sustento.

    Oigo hablar de patrias, fronteras, diferentes raíces, diferentes lenguas, diferentes costumbres, horarios diferentes, o sea, solo diferencias; pero no oigo hablar de todo aquello que nos une, como la misma tierra, el mismo destino, la razón de vivir. No estamos aquí para repartirnos la riqueza ni la pobreza, sino para compartir todo lo que nos rodea, incluso la obligación de conservarlo.

    Generamos límites que nos separan para demostrar que somos diferentes, ninguneamos a los que nos diferencian, nos aprovechamos de los más indefensos, sacamos a relucir nuestras mejores armas para demostrar nuestra superioridad. Conseguimos que los más débiles sean pasto de nuestra ambición.

    Pero hay senderos, caminos, rutas, pistas que no terminan en ninguna frontera, se prolongan y se conectan entre sí para llevarnos y traernos; para comunicarnos, para compartir, para hacer trueque, para relacionarnos, para vivir, para morir sin otro equipaje que lo puesto.

    En la base inferior del papel, un nombre daba autoría a esas bonitas palabras, Diego Salas. Seguramente, uno de los póstumos alumnos de esta abandonada escuela. No pude por menos que doblar la hoja e introducirla entre las páginas de El Jarama. Aún la conservo, ahora entre las páginas de mi vida.

    Desde los ventanales se contemplaba el blanco impoluto de las cuevas vivienda, escalonadas en forma de terrazas, aquí y allí, colgadas en las lomas colindantes, algún que otro cortijo a orillas del río.

    Ordenamos lo cogido prestado en nuestros portaequipajes, colocado y bien atado para la vuelta.

    Capítulo 3

    Cuevas

    (viviendas bajo tierra)

    Terminamos de sujetar los libros en el portaequipaje, al parecer, las ganas de aventuras no las habíamos saciado en su totalidad.

    —¿Por qué no bajamos hasta el río? —cuestionó Alberto.

    —Conozco un par de cuevas abandonadas, al parecer, sus dueños han emigrado a Barcelona, bueno, a un pueblo grande. No sé si es Manresa, Tarrasa, Sabadell o vete tú a saber. Me lo dijo mi vecino de la casa de enfrente —comenté, intentando apoyar la propuesta y alargar nuestra dichosa aventura.

    —No se hable más. ¡Vamos! —gritó Quique.

    Me adelanté, en ese momento era el guía, aunque no conocía con certeza la ubicación de dichas cuevas, la predisposición del líder nunca debe dejar ni un solo resquicio de duda ante sus seguidores. Cruzamos el río, el camino seguía visiblemente la dirección de un grupo de cuevas que colgaban como balcones en la parte alta de la ladera. La tierra caliza y húmeda se abrazaba al neumático de forma empalagosa, la cuesta se desnivelaba de forma ligeramente ascendente, se hacía imposible pedalear; no nos quedó más remedio que poner pies en tierra y caminar. Pronto encontramos la primera escala de viviendas, al igual que casas adosadas, se podían apreciar y distinguir las puertas y ventanas de cada unidad familiar.

    Alcanzamos a un paisano, su caminar pausado, sus ropas, que, a pesar de ser oscuras, se mimetizaban con el paisaje, denotaban la dura faena que había estado sufriendo. A su lado, el pequeño asno que portaba los serones colmados de leña.

    —¡Buenos días, señor! —le comenté al encontrarme a su altura.

    —¡Buenos días! ¿A dónde vais por estos andurriales?

    —Nos han dicho que podíamos ver unas cuevas de unas familias que se han ido a trabajar a Barcelona. ¿Sabe usted cuáles son? —preguntó Quique.

    —Sí, claro que lo sé. Los Tenorios, los Sánchez, los Pérez, los… Bueno, creo que al final nos tendremos que ir todos. Pero esas cuevas siguen siendo de ellos, están cerradas y no se puede ni se debe entrar a ellas.

    —¡Vaya fastidio! —replicó Alberto—. Nos había hecho mucha ilusión ver una cueva, donde dicen que hace fresquito en verano y no hace frío en inverno. ¿Eso es verdad?

    —¡Vaya que sí! En agosto dormimos con un ropón, al igual que en invierno.

    —¿Cómo viven ustedes toda la familia en la misma cueva? —pregunté, pensando que una cueva era sinónimo de una habitación.

    —Cada cueva tiene muchas habitaciones; según sea la familia y sus necesidades, se va ampliando en habitaciones, al mismo nivel o en alzada según vaya creciendo la familia. También hay que tener en cuenta el tipo de terreno en que se cava. Aquí normalmente estamos en terrenos muy variados, arcillas, yesos y calizas, son rocas blandas de ahondar y muy resistentes a la intemperie, sobre todo, al agua, no la deja pasar.

    —Impermeable. ¿Ha hecho usted alguna? —pregunté.

    —¿No voy a hacer? Aquí todos picamos la piedra. Aparte de hacer cuevas para vivir, hacemos cuevas para sacar yesos y cal, luego cocemos las piedras en hornos para limpiar el material.

    —Entonces, si ustedes trabajan sacando y elaborando el material del yeso y la cal, ¿quién trabaja estas tierras?

    —Las mujeres, las mujeres, zagal, ellas cultivan la poca tierra fértil que tenemos y se encargan de la casa. ¿Qué preguntas son esas? Yo creía que erais unos niñatos, o eso es lo que parecéis. Me estáis empezando a caer bien. ¡Qué demonios! Os voy a enseñar una cueva. ¡Seguidme! Bueno, a todo esto, me llamo Dionisio.

    Tras hacer las correspondientes y educadas presentaciones, nos acercó a la puerta de su vivienda para quitar el serón y así aliviar el peso al animal, tras encerrarlo, nos llevó a una cueva abandonada y medio hundida en su interior. En unos maderos, alargados y finos, sujetos a ambas paredes de la habitación, colgaban decenas de murciélagos, parecía un secadero de pájaros.

    —No cojáis miedo, quería enseñaros a los habitantes de las cuevas que se van quedando abandonadas —nos explicaba mientras ponía el dedo índice en su boca solicitándonos silencio—. Todavía están demasiado débiles para hacer una espantada, no os preocupéis.

    Después volvimos a su cueva-vivienda. Un recibidor donde colocaban todos los aparejos de los animales de labor, la burra y la mula; unas cantareras de agua al mismo entrar a nuestra derecha; a la izquierda un harapo hacía la función de cortina, celaba el paso a la cocina, donde encontramos a su mujer amasando pan en un arca.

    —Buenos días. ¿A dónde traes a estos zagales? —le preguntó la buena mujer a su marido.

    —Los encontré en el camino, quieren saber dónde vivimos. ¡Vamos, curiosetes del pueblo!

    —¡Vaya! Pues yo ya te estaba esperando para meter estas hogazas en el horno, así que tendrás que prepararlo.

    —¡Mocicos! Habéis llegao a pelo, vais a tener suerte. Hay que salir y, donde el montón de leña, traéis una buena brazá cada uno de ramas secas. Tenemos que hacer un buen fuego dentro del horno. Esta mujer que nos reclama ayuda para encender el fuego es Juliana.

    —Mucho gusto, señora —respondimos los tres a la vez, a lo que ella asintió de buen grado.

    —¿Dónde está el horno, maestro? —preguntó Alberto mirando por toda la habitación.

    —Ahí, en la chimenea. ¿No ves el ventanuco de hierro tras la cornisa? Aprovechamos el hueco del fuego para sacar los humos al exterior, así nos sirve para todo. ¡Hay que aprovechar el trabajo y los recursos!

    De tal manera que disfrutamos de un buen rato haciendo de panaderos. Al mismo tiempo que nos comíamos un buen trozo de pan casero recién hecho, bañado en abundante aceite, mientras visitamos el resto de la cueva. La cuadra para las bestias, como bien se les dice por aquí a los animales de labor, por ser un bien muy preciado, posiblemente el de más valor, se ubicaba al fondo, un pasillo de piedras rodadas del río hasta la puerta de entrada servía de alarma ante cualquier intento de robo. Las herraduras de las bestias tintineaban fuertemente, alertando a los dueños, que dormían en la segunda planta.

    Nos despedimos de esta agradable familia prometiéndoles una nueva visita.

    Tras cruzar el río, mis libros se soltaron del portaequipaje cayendo al suelo, con tanta mala fortuna que Quique pasó por encima de El Jarama. Bueno, todavía cuando lo vuelvo a leer paso las manos por las huellas que dejaron sus ruedas sobre las pastas.

    Capítulo 4

    El crimen

    Entramos en el ático, todo estaba patas arriba, las maletas tiradas, la ropa mezclada con los trastos de los muebles; los sillones volcados y rajados, sus rellenos, crin y guata salían de sus entrañas; cuadros desmontados yacían en el suelo; los cajones de los muebles caídos, volcados y vacíos. Todo hacía pensar que alguien andaba buscando algo de vital importancia, algo que D. Mateo debía custodiar y guardar en un recóndito lugar.

    —Yo creo que puedo aportar algo a esta búsqueda —comentó Quique, dando a entender que tenía la respuesta a este caos.

    —¡Ya está el listo, si no lo sabe él, no lo sabe nadie! —exclamé, provocando una rápida respuesta.

    —A veces subo al tejado, me siento sobre las tejas apoyando mi espalda en una chimenea, contemplo pacíficamente el paisaje, me ayuda a descansar y, sobre todo, a aislarme de las regañinas de mi madre. Un par de veces he visto a D. Mateo sacar un par de ladrillos de aquella chimenea, me pareció muy extraño, pero pensé que estaría arreglando algún

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