Correr en círculos y otros relatos
Por José Faget
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Algunos son sostenidos por el arte y otros deben recurrir al crimen.
Los personajes de este libro recorren el mundo obligados a forjarse un destino en otros lugares y están condenados a sentirse para siempre extranjeros en cualquier sitio.
Muchos, como Moritz, Lukas, Berta, Enrique Lobo o el doctor Max, deben huir o esquivar a las autoridades para sobrevivir. Algunos son sostenidos por el arte y otros recurren al crimen. Seres perdidos por la ausencia de lazos y la búsqueda inútil de algo que muchas veces está cercano al punto de partida.
Quince relatos que giran alrededor de personajes vinculados entre sí, aunque no siempre las historias lo están. Pueden leerse de forma independiente y en cada relato hay una huella de otro, velada o claramente visible. La pérdida de identidad, la marginación social, la exclusión y la subvaloración también forman parte de la unión contextual que les empuja a veces a traspasar límites éticos.
José Faget
José Faget nació en Montevideo (Uruguay) y vive en Barcelona desde hace muchos años. Como sus personajes, en un momento de su vida tuvo que emigrar y se acercó a los lugares de Francia y España, donde vivieron sus ancestros -en su mayor parte músicos y escritores-. Los primeros salieron de Francia hacia el Río de la Plata en 1840. Se dedicó a la empresa privada. Cursó estudios de literatura, escritura y corrección de estilo y formó parte de numerosos talleres de España, Colombia y Argentina, entre ellos, la Universidad del Salvador de Buenos Aires o la Universidad de Barcelona. Trabajó como traductor y fue lector de editoriales, además de impartir clases de producción y comentario de textos. Es autor del relato «Detrás de los árboles», que da título a su próximo libro.
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Correr en círculos y otros relatos - José Faget
Correr en círculos y otros relatos
Correr en círculos y otros relatos
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417947248
ISBN eBook: 9788417947736
© del texto:
José Faget
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
a Christiane
La estela
Moritz, sentado en un banco en la penumbra, miraba el incesante ir y venir de los viajeros.
Hacía frío en la Estación Central de Montevideo y él se había levantado el cuello del abrigo para que le cubriera las orejas.
—Hubo un accidente en un paso a nivel en San José y estuvimos dos horas parados, de ahí el retraso —dijo Lukas, acercándose a Moritz mientras este se levantaba para abrazar a su hermano.
Moritz Pelkas había llegado esa mañana de Buenos Aires para esperar a Lukas y reparó en que su hermano, que había ocupado el último vagón, tenía la chaqueta salpicada por la lluvia.
Como el aguacero había cesado, decidieron emprender a pie el trayecto hasta el Hotel de Inmigrantes, en la calle Alzáibar de Montevideo, una ciudad entonces esperanzadora. Subían por la Avenida Agraciada en dirección a la Ciudad Vieja, Lukas con su portafolios de cuero abultado y su hermano llevando el estuche con el violín de Lukas. Doblaron en la esquina de la calle Colonia y se encontraron de pronto frente a un bar minúsculo con una pizarra que ofrecía buseca.
Moritz le preguntó a su hermano si sabía en qué consistía la buseca y si la había probado alguna vez. Lukas dijo que en Mercedes los bares tenían carteles similares en los que este plato aparecía siempre. Le explicó que era un guiso de legumbres con trozos de mondongo. Él nunca había querido probarlo, ya que la sola idea de comer estómago de un animal le repugnaba. Le preguntó también acerca de los postres en Uruguay, porque en Argentina cualquier pequeño bar ofrecía siempre varias posibilidades, entre las que destacaba el flan, las compotas de frutas o el dulce de leche, al contrario que en Francia, donde solo conocían la tarta de manzana.
Moritz había estado un tiempo en el sur de Francia, en la ciudad de Niza. En el Paseo de los Ingleses pintaba acuarelas que vendía a los turistas gracias a una autorización que le habían otorgado. Después de la guerra, Francia había retomado su costumbre de regular las actividades ambulantes.
Una noche, en un bar del puerto de Niza, la casualidad hizo que se encontrara en medio de una pelea con un grupo de marselleses. Hubo un muerto y esa misma madrugada se subió a un camión que iba a Marsella, desde donde pudo tomar un barco a la Argentina.
Lukas recordó —y le contó a Moritz— que en la pensión de la ciudad de Mercedes siempre había manzanas de postre y que la señora Berta, la dueña, no solamente le había facilitado el horario del tren, sino que lo había acompañado a la estación, le había regalado una bolsa con manzanas y, además, le había dado un beso en cada mejilla —aunque esto último no se lo contó a su hermano—. Él estaba haciendo ejercicios con el violín cuando la señora Berta entró a su cuarto por la puerta entreabierta. Se había puesto un dedo sobre los labios, quizás indicando que permanecería en silencio, y entonces se sentó en la cama.
En el comedor de la pensión coincidió alguna vez con el doctor Max, que era profesor de Biología, aunque hacía gala de una cultura musical poco frecuente y le preguntaba a Lukas muchas cosas acerca de obras, instrumentos e incluso partituras.
El doctor Max había llegado a esa región con la intención de visitar el Rincón de Darwin, una zona donde había permanecido el naturalista inglés en 1833.
Enseguida de su llegada a la ciudad de Mercedes, y de manera fortuita, se le presentó la oportunidad de optar por una vacante de profesor de Biología en un colegio, y desde entonces desempeñaba ese cargo y vivía en la pensión. Decía ser búlgaro a la espera de su documentación, pero la señora Berta le manifestó a Lukas sus dudas al respecto.
—La pena —le dijo un día a Lukas— es no conocer a nadie que hable búlgaro.
Para el doctor Max, la señora Berta era una mujer ardorosa que se sentía atraída por los jóvenes. Lukas no iba a contarle algo así a la señora Berta. Se limitó a comentarle que, con él, el doctor era muy amable.
Mientras caminaban por la Ciudad Vieja, recorrida por un viento helado, los hermanos veían al fondo de las calles fragmentos de barcos enormes escondidos tras los edificios. Siguieron caminando hacia la calle 25 de Mayo.
—El oro y los metales preciosos están bajando de precio desde el fin de la guerra —le dijo el señor Wolf a Moritz y Lukas cuando entraron a su tienda de numismática en la Ciudad Vieja.
—La gente guardó las cosas de valor para emigrar y llevárselas, o para venderlas cuando terminara la guerra. Ahora hay un exceso de oferta —dijo el señor Wolf, que extendió la mano—. Permítame ver el lingote. Debo examinarlo y pesarlo para darle un precio que será válido solamente hoy. Mañana puede ser más bajo.
—O más alto —dijo Moritz, mirando al señor Wolf y haciendo una señal a su hermano, que se situó detrás de un escritorio y se bajó los pantalones para extraer el rectángulo de oro, del tamaño de un encendedor, que guardaba en una pequeña alforja cosida en el interior de la prenda.
El señor Wolf volvió de la trastienda, adonde había ido con el metal durante unos minutos.
—El oro es bueno y puedo darle trescientos pesos ahora mismo —expresó, mirando a Moritz.
—Este es mi hermano Lukas, señor Wolf —le dijo Moritz a su vez, como si no lo hubiese escuchado—. Perdone que no se lo haya presentado antes. Tal como le conté esta mañana por teléfono, yo lo esperaba en Buenos Aires la semana pasada y a causa de un malentendido fue obligado a desembarcar aquí, en Montevideo.
—Bienvenido al Uruguay, señor Lukas —dijo el señor Wolf—. No sé si su idea es quedarse, pero se me ocurre que tanto aquí como en Argentina abundan las oportunidades si uno es perseverante. Mi familia y yo vinimos de Silesia y al principio fue difícil, pero no nos podemos quejar.
—Mi hermano tiene diecisiete años —siguió Moritz—, llegó de Italia en el Conte Grande y, al parecer, se transformó en un gran violinista. Hacía cinco años que no nos veíamos. Usted sabe que, en la Argentina, el oro y los metales preciosos se están pagando a buenos precios. Nosotros estimamos que este lingote vale, como mínimo, cuatrocientos pesos y en Buenos Aires lo puedo vender por ese precio mañana mismo.
—Amigo Moritz, ustedes no tienen idea de la gente que viene aquí todos los días a vender oro y otros metales. Este mismo fin de semana debo ir al interior a tasar una vajilla de oro y plata de otros refugiados polacos.
—Por eso mismo, señor Wolf, estamos aquí hace media hora y, aunque no ha entrado nadie, nos sentimos culpables por robarle su tiempo. Páguenos trescientos ochenta pesos y lo dejamos tranquilo.
—Seguro que la lluvia tiene mucho que ver con la escasez de gente en la tienda —dijo el numismático a Moritz.
—Ahora acaba de dejar de llover, así que en un rato este negocio estará lleno y de ningún modo queremos entorpecer su trabajo; se lo rebajamos a trescientos cincuenta pesos y le entregamos el oro ahora mismo.
—Lo que pueden hacer —dijo el señor Wolf— es dejarme el lingote. Yo intentaré venderlo al mejor precio y podría girarle el importe a Buenos Aires.
Moritz sentía inquietud. No desconfiaba del señor Wolf, era otra cosa. En ese pequeño lingote, para cuya confección cada uno de sus familiares se había desprendido de una joya, había carne de sus seres queridos. Por eso dijo que lo mejor sería no contemplar esa posibilidad.
—Está bien, señor Pelkas. Voy a pagarle trescientos treinta pesos, pero solamente porque son ustedes inmigrantes recién llegados y entre nosotros debemos ayudarnos.
La mañana siguiente había salido el sol, pero el viento en la calle Alzáibar y en las esquinas de la Ciudad Vieja seguía soplando frío. Preguntando, llegaron hasta el Teatro Solís.
El profesor Moreau-Clouzet los había recibido allí durante un ensayo general, y subieron por las escaleras del teatro hasta donde Lukas estaba citado para una audición de violín.
Había preparado un scherzo de Schumann que estuvo ensayando junto con otras piezas en la pensión de Mercedes, durante el viaje en barco y todos los días de su vida desde que tenía diez años. Lukas se sentó en una silla, el estuche en sus rodillas, y Moritz se ubicó de pie a su lado, contra la pared.
—Si al profesor Moreau-Clouzet le gusta tu interpretación, puede darte buenas recomendaciones aquí en Uruguay, o para Argentina. Según lo