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La Niña, La Cantante y El Perro (La ira de Sig 1): La Niña, La Cantante y El Perro
La Niña, La Cantante y El Perro (La ira de Sig 1): La Niña, La Cantante y El Perro
La Niña, La Cantante y El Perro (La ira de Sig 1): La Niña, La Cantante y El Perro
Libro electrónico332 páginas4 horas

La Niña, La Cantante y El Perro (La ira de Sig 1): La Niña, La Cantante y El Perro

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¿Podrá la ira de un niño enfrentar la opresión para salvar la vida de un perro?

En un futuro no muy distante, una pandemia mundial transmitida por los animales ha azotado a la humanidad, exterminando a gran parte de la población mundial. Una de las pocas ciudades sobrevivientes está sumergida en una guerra civil ideológica entre jóvenes civiles y fuerzas militares represivas. Es aquí donde entra la historia de Sig, un niño de doce años traumatizado por las pérdidas personales que es obligado a emprender un viaje en busca de una vida mejor. Y en su camino encuentra al último perro vivo en la Tierra.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 abr 2019
ISBN9788417772086
La Niña, La Cantante y El Perro (La ira de Sig 1): La Niña, La Cantante y El Perro
Autor

Randor Quiroz

Randor Quiroz, licenciado en Comunicación Social, periodista de medios, locutor y fotógrafo profesional, nació en Caracas el 29 de junio de 1978 y reside en Miami, ciudad a la que emigró junto con su familia, debido a la situación que atraviesa Venezuela. El viaje de Sig es su primera obra publicada y fue inspirada en los hechos que cubrió en 2014 como periodista independiente, cuando presenció la represión gubernamental contra jóvenes venezolanos que pedían elecciones libres al régimen izquierdista de Nicolás Maduro. Luego, en el año 2017, regresa a Venezuela y da cobertura a la segunda ola de protestas de jóvenes venezolanos contra la dictadura, ya establecida, de Nicolás Maduro. Las imágenes recogidas por su cámara dan fe de la represión desmedida por parte de los militares contra los ciudadanos y la lucha de los jóvenes civiles por la libertad. «Al ver de cerca a esos muchachos y atestiguar su hermandad, sentí que debía escribir una obra inspirada en estos hechos para que su lucha no sea solitaria, pues no deben ser ellos solamente quienes den la batalla por la vida. No importa que el destino sea incierto, todos debemos unirnos contra la opresión».

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    La Niña, La Cantante y El Perro (La ira de Sig 1) - Randor Quiroz

    La ira de Sig

    La Niña, La Cantante y El Perro

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417772659

    ISBN eBook: 9788417772086

    © del texto:

    Randor Quiroz

    © de la imagen de cubierta:

    Ian Dooley

    @sadswim

    https://unsplash.com/photos/v9sAFGJ3Ojk

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi madre, quien me ha apoyado

    toda mi vida sin juzgarme

    Agradecimientos

    A Clara Martínez Turco, quien me estimuló a escribir esta historia desde el inicio; a Anabel Palermo, quien fue la primera lectora y brindó su apoyo en todo momento; a María Elena Cortez, quién brindó sus aportes y su entusiasmo al proyecto; y sobre todo a Ángela Feijoo Vázquez, quien fue un pilar fundamental en el proceso creativo, en la edición y en la construcción de esta primera parte de La ira de Sig.

    Todo empezó con la elección de un caudillo militar, luego vino la Guerra Estudiantil, después la Tormenta y por último la Pandemia. A estos sucesos mi padre los llamaba los Cuatro Jinetes.

    Si me preguntan, la verdad es que no sé por qué me contaba esos cuentos de terror, quizás era su particular manera de acercarse a mí: primero me hacía sufrir y luego me abrazaba y me enseñaba a cantar.

    Un día se despidió, y antes de irse para nunca volver me dijo una frase que no voy a olvidar: «A veces, al ver la noche, sueño que mi voz podría llegar a las estrellas si alguien me amara».

    Capítulo 1

    El viaje

    «Despedida es una palabra triste. Es curioso cómo puedes ver esas letras en una persona, las hueles en el aire que respira, las escuchas en su pecho, las sientes en sus manos. Pero esto no es el final de nuestra historia, no lo será. Solo es una ausencia necesaria para comenzar tu camino, porque al vivir me mantendrás viva».

    Estas fueron las últimas frases que Estela dedicó a su hermano Sig, a quien crio como un hijo, antes de separarse de él. Unos minutos antes, eran dos figuras solitarias que caminaban en la fría noche, ocultándose en cada esquina y avanzando lentamente hacia los edificios más altos para esconderse. Construcciones que otrora definieron un orden urbanístico, ahora son solo muestra de la vida vuelta a menos y escondites para quienes buscan ser invisibles a la opresión.

    Una niebla envuelve las calles, es el rastro de una tormenta que sacudió hace años lo que antes fue un país. En la Última Ciudad ese aire blanco contrasta con la oscuridad metálica. Es una nube que provoca lágrimas, huele a químico y hace que arda la piel. Quienes alguna vez fueron sanos y fuertes, hoy lucen delgados, ojerosos y pálidos, debido a la poca alimentación y escasa exposición que tienen a la luz solar.

    Las luces titilan en las calles y, al caer la noche, son tan débiles que resultan de poca utilidad para los seres de esta extraña civilización. El poco color que queda en los anuncios de los negocios que aún sobreviven le da una impronta de cuadro gótico a una ciudad que en otro tiempo fue el mejor retrato de una economía próspera.

    Mientras algunas avenidas permanecen desiertas, en otras reina el retumbar de los disparos, los gritos de los jóvenes, el avanzar de las tanquetas y el apresurado paso marcial de la Guardia Ejecutiva, conocida entre la población como «los verdes». Es otro día en el que la Resistencia se enfrenta al último bastión de un gobierno cuyo presidente no ha sido visto públicamente desde hace largo tiempo, luego de la Guerra Estudiantil.

    Estela lleva puesto un suéter de capucha verde, unos jeans rotos y unos viejos zapatos Converse. Para apurar el paso, va abrazando y halando a Sig, que se cubre del frío con su suéter rojo de The Avengers. El niño se parece a ella, con su cabello castaño y liso, pero está muy delgado y tiene la cara sucia. Se hace difícil para cualquiera calcular que tiene doce años recién cumplidos.

    Ambos avanzan en la oscuridad. Sig no suelta a su hermana, mientras llora, intenta quedarse con su olor. La aprieta cada vez con más fuerza, hasta que finalmente se detienen.

    Estela se recuesta sobre una fría pared. Lentamente se voltea y ve nombres escritos en el concreto. Su espalda estaba reposando sobre los restos de un mural hecho en recuerdo a los jóvenes desaparecidos o asesinados por la Guardia Ejecutiva.

    Sig levanta la cabeza y, con tristeza, vuelve su mirada sobre Estela.

    —¡Las madres no deben abandonar a sus hijos, y tú me abandonas a mí!

    —¿Tienes tus libros en el bolso?, ¿tienes todo? Escucha, Sig, ya hablamos sobre esto, ya no podemos seguir juntos. Confía en mí, las personas que vienen son buenas y te llevarán a Horizonte. Sabes que me persiguen, y si me atrapan… No tengo que explicarte qué pasa cuando los militares nos capturan. Lo mejor es que nuestros caminos se separen.

    —¡Me dijiste que siempre estaríamos juntos! Y ahora me dejas de la misma forma que lo hizo mamá, ¿qué será de mí, Estela?

    —Sig, ella no solo te abandonó a ti… Y créeme que yo jamás haría esto si no fuera la única salida que me queda. ¡Dios quiera que me perdones! Sé que algún día lo entenderás.

    —¡No! ¡Nunca lo entenderé! ¡Me dejas por una lucha que no es tuya! Yo siempre he estado a tu lado y este es mi pago.

    Sig llora desconsoladamente sobre Estela, que mira su reloj para comprobar que ya casi es la hora. El momento de la despedida se acerca y con cada minuto que pasa, ella siente que se le parte el alma. Recuerda el día que nació su hermano y cómo, ante la ausencia de su madre, lo bañó, lo vistió y le dio de comer.

    Intenta sonreír mientras recuerda cuando le enseñó a leer a Sig y cómo luego, a medida que crecía, comenzó a hablarle de autores y a instruirlo en temas de cultura general, razón por la que hubo que mantenerlo escondido. Para el gobierno, dar y recibir educación constituía una nueva forma de rebeldía. Estela sabía que convertirse en maestra de su hermanito se traduciría en una futura separación, pero estaba segura de que hacía lo mejor para él.

    El dolor la invade mientras abraza al muchacho. Le toca los brazos y las piernas, hasta que le toma la cara.

    —¡Nunca me olvides, Sig! Recuerda las canciones que te cantaba, lo que leíamos juntos, todo lo que aprendiste a mi lado y, sobre todo, recuerda que Dios existe. Siempre estaré agradecida por cada momento que pasé contigo. Llévate este diario, mi vida está también en esas líneas.

    Estela ve que se acerca un viejo camión verde desde una calle cercana. Tiene en la parte trasera una cabina hecha con lonas, y rueda sobre unos grandes neumáticos. Aunque en el pasado debió tratarse de un vehículo militar, ahora parece servir solo de transporte, no está armado y, pese a su antigüedad, es silencioso.

    El camión se detiene y el chofer abre la puerta. Se baja un hombre delgado vestido con una chaqueta militar, jeans, unas botas gruesas estilo de alpinista, una gorra negra y un pañuelo que le cubre nariz y boca.

    —¿Estela?

    —¡Sí, soy yo!

    El hombre se acerca con tiento y se quita el pañuelo, que escondía una profunda cicatriz sobre el pómulo izquierdo. Aunque aún es joven, su ojo blanco revela que es alguien con historia.

    —Mi nombre es Arthur, soy su contacto, ¿este es el chico?

    —Sí.

    —De acuerdo, déjeme verlo.

    Arthur lo inspecciona para asegurarse de que está sano. Le huele el cabello y, con rapidez, revisa si tiene piojos. Con un trapo húmedo, le limpia con delicadeza el rostro, mientras Sig lo mira aterrorizado.

    —Bien, me lo llevaré entonces. Que sea rápido, Estela.

    Agachándose hasta colocarse a la altura del pequeño, Estela lo mira entre lágrimas.

    —¡Súbete, Sig, es hora de irte!

    Sin reclamos, Sig le hace caso y se sube al camión. Lágrimas silentes congelan el rostro duro de un niño que se separa de quien fue una madre para él.

    —¡Vaya, eso sí fue extraño y más rápido de lo que pensaba! —exclama Arthur.

    —¡Qué tengan mucha suerte! Ya mandé las provisiones adonde me dijiste, ¡por favor, cuídalo, Arthur!

    —Estará bien, Estela, que los estudiantes te acompañen.

    —¡Prométeme que nunca escucharé su nombre en una radio!, ¡prométemelo!

    —No te puedo prometer nada, pero al menos adonde vamos tendrá una oportunidad. ¡Adiós!

    Estela escucha el encendido del camión mientras Sig no deja de mirarla desde la parte trasera. El vehículo arranca y se empieza a alejar. Estela corre tratando de alcanzarlo. Siente como si una parte de su ser se alejara.

    Estela no logra mantener el paso y grita una y otra vez:

    —¡Mi niño! ¡Mi niño! ¡Te amo, mi niño!

    Desde el camión Sig observa entre lágrimas cómo la figura de su hermana se disipa en la niebla. El niño trata de detenerse en cada detalle con la esperanza de que vivan para siempre en su memoria, porque algo en su corazón le dice que no la verá más. «Adiós, Estela, mi madre».

    Sig toma su bolso y camina entre otros tres niños que están montados en el camión. Sus rostros son jóvenes como el suyo, están hinchados y aún muestran rastros de las lágrimas que, al igual que él, han derramado.

    Le sorprende el silencio. Ninguno de sus compañeros de viaje habla y cada uno permanece separado de los otros. Hace frío y el aire que entra los hace temblar.

    Al final de la cabina distingue a una mujer de unos cuarenta años. Tiene los pechos grandes, una larga cabellera rubia y unos brazos musculosos. Viste, al igual que los niños, un suéter de color marrón.

    —¡No se asusten, no vamos a hacerles daño! Solo les daremos de comer mucho para que suban de peso, así serán más simpáticos —dice la mujer, tratando de romper el hielo.

    Hansel y Gretel —replica Sig, aún triste.

    —¡Hum! Un niño que leyó…, eso está bien, espero que sepas que a nadie le gusta los sabiondos.

    Mientras la mujer cierra la lona para no llamar la atención de los curiosos en la calle, Sig permanece callado y trata de no mostrar una pequeña sonrisa causada por las palabras de la mujer. Sus emociones están desordenadas por la incertidumbre.

    La temperatura seguía cayendo, el ruido del metal al golpear los clavos de la lona era torturador, en el rostro de los pequeños se observaban las dudas y el miedo. No tanto por el ahora, sino por cuál será su destino.

    Desde su esquina, Sig se topa con la mirada de una niña de cabello castaño. Tiene puesto un gorro de tela, zapatos de correr rotos, un pantalón verde y un suéter blanco. Su rostro, sonrosado y lleno de pecas, demuestra cierto enojo.

    —¿Qué miras, pervertido? —le espeta.

    —¿Yo? ¡Nada! —le responde Sig.

    —¡Ela, deja la tontería! —interviene la mujer.

    —¡Pero él no deja de mirarme!

    —Ya basta, vamos a entrar en una zona en la que no pueden hacer ruido. Todo estará bien, pero deben permanecer callados.

    El camión comienza a pasar por avenidas en las que los postes de luz funcionan perfectamente. Las calles están ordenadas y no hay rastros de enfrentamientos ni ruinas. Al mirar por una de las ventanas de la lona, Sig reconoce el lugar. Es la zona central, donde se residencian los integrantes de la Guardia Ejecutiva.

    Sig se levanta, mira por otra ventana de la lona y observa que las calles están vacías. Nota que no hay puntos de control ni operativos de vigilancia. Se sienta frente a la niña que acaba de gritarle y que ahora tiene los ojos llenos de terror. Los otros dos niños se acuestan en el piso de la cabina, cubriéndose la cabeza con las manos, queriendo esconderse. Entre ellos reina un silencio nervioso, los corazones palpitan y la respiración es agitada, saben que están atravesando una zona en la que, de ser descubiertos, serán detenidos o vendidos para ser adoctrinados o castigados.

    Mientras ve las luces pasar, Sig siente que uno de los niños se le acerca. Lo mira de reojo y nota que usa unos anteojos grandes y negros que descansan sobre su larga nariz. Es delgado, lleva una camisa, jeans y zapatos tenis. «Parece un nerd de los tiempos pasados», piensa Sig.

    El chico de los lentes cuenta los postes de forma regresiva. El nerd, que en realidad se llama Sebastián, sabe bien dónde están y cuánto falta para salir de allí.

    —El tipo que maneja el camión no hace los cambios correctamente, hace que se atasque la palanca —le dice Sebastián a Sig.

    —Oye, cuatro ojos, te escuché —le responde Arthur desde la cabina del chofer—, aunque tu padre te haya enseñado a conducir, todavía te falta mucha experiencia para hablar así de mí.

    —¿Por qué no hay nadie aquí? —pregunta Ela.

    —Porque los verdes, que son los únicos que pueden vivir aquí, deben estar en el certamen de belleza, el gran show del año.

    —¿Y tú quién eres y qué van a hacer con nosotros? —sigue preguntando Ela.

    —Mi nombre es Claudia. No se preocupen, vamos a Horizonte. Sé que no lo conocen, pero es allí donde unos jovencitos como ustedes tendrán una oportunidad.

    —¿De vivir? —pregunta Sig.

    —Quizás un poco más que eso —responde Claudia.

    Los niños se miran entre ellos con cierto escepticismo. Sig recuerda lo seguro que se sentía al estar con Estela. Su mente se escapa unos segundos y disfruta recordando cuando su hermana le leía historias de caballería, cómics y novelas de amor. No ha pasado una hora desde que se despidieron y ya la extraña.

    El camión sigue su marcha. Arthur abre la ventanilla central que comunica la cabina del conductor con la parte trasera y todos brincan del susto.

    —¡Claudia!

    —¡Arthur! No grites, que van a escucharnos.

    —No lo creo, me acaba de llegar la información de que en pleno concurso de belleza una de las chicas se hizo explotar. Hay mucha confusión, todos los militares están en alerta, va a estar agitada la noche.

    —¡Pues ajusta la marcha! Tenemos que salir de estas calles lo más rápido posible, en cualquier momento comenzarán los allanamientos.

    El tercer chico irrumpe en un llanto histérico y trata de lanzarse del camión. Claudia logra contenerlo, pero el niño es fuerte a pesar de su delgadez. Está sucio y lleva puesta una franela del cómic de Spiderman, su color de piel es clara y el cabello es negro, muy largo. Su rostro es el que más inocencia refleja de todos. Claudia pide ayuda a los demás chicos, pero solo la niña le da una mano.

    —¡Maldición, Oliver, no seas estúpido!

    —¡Mi hermana está allí, mi hermana fue secuestrada y estaba participando en el concurso, y ahora puede estar muerta, ¡no, no y no!

    —¡Cálmate, niño, eso no lo sabes! ¡Tu hermana no va a querer que te arriesgues así!

    —¡Tú no entiendes, déjame bajar de aquí!

    —¡Niño, tu hermana entró a ese concurso para que tú estuvieras en este camión! —le dijo Claudia en un intento de hacerle reaccionar—. Vamos a sentarnos. Ya deja de pelear, aprecia un poco que estás aquí. Tu hermana puede estar viva. Y si es una de las misses, seguro que la tratarán bien.

    Ela observa con lástima a Oliver y en silencio gesticula la palabra «llorón». Aunque en el fondo es solo un intento de esconder su propio miedo.

    El camión se mueve de golpe hacia el lado izquierdo y frena bruscamente. Los tripulantes de la cabina se golpean con los bordes metálicos que sostienen la lona.

    —Oye, idiota, ¡qué haces! —grita Claudia.

    —¡Algo o alguien se atravesó en mi camino! ¡Baja y ayúdame!

    —Otra vez hay que desatorar este armatoste, ¡este camión es un dolor en el trasero!

    —¡Sí, la verdad es que yo ya tengo el trasero cuadrado de estar sentado aquí, señora! —interviene Sig.

    Riéndose de las palabras del muchacho, Claudia baja del camión y observa que Arthur está agachado al lado de un cuerpo. Uno a uno, los niños también bajan del vehículo y notan que se trata de una joven vestida como los miembros de la Resistencia.

    —¡¿La mataste?! —exclama Claudia.

    —¡No, afortunadamente la esquivé! Ella se golpeó con el poste de luz al tratar de evitarnos, pero aún respira. Así que vámonos —le responde Arthur.

    —¿La vas a dejar aquí?

    —Claudia, no puedo recoger a cada persona que encontramos en la calle. Hay que llevar a los niños a Horizonte antes de que amanezca.

    Claudia camina unos pasos mientras mira fijamente a la joven que permanece inconsciente en el piso. Un lejano recuerdo la invade y le hace perder la agresividad del rostro. Por pocos segundos su mirada se llena de ternura y nostalgia. La siente respirar, pero reconoce que no hay nada que pueda hacer por ella. Simplemente la toma con sus fuertes brazos y la coloca a un lado de la calle, escondida en unos matorrales.

    Arthur toma algunas herramientas y un gato hidráulico, porque la maniobra hizo algunos desajustes en el ya destartalado camión.

    —¡Légolas, levántate! Tenemos un problema. No puedo creer que ni un choque te saque del viaje marihuanero que tienes. ¡Despierta!

    —Oye, oye ¿Qué pasó, hombre? No sé por qué me traes a estas cosas en vez de dejarme dormir en mi casa —le dice su copiloto, un hombre delgado, de cabello rubio largo, que viste botas militares, suéter y unos jeans rotos.

    —Porque debes servir para algo. A los locos como tú hay que mantenerlos ocupados. Mientras Claudia me ayuda, ve y vigila a esos niños.

    —Ya voy, ya voy, el propio dolor en el trasero es este tipo con un solo ojo.

    Mientras Légolas se incorpora, los niños aprovechan un descuido de Claudia y se acercan a la chica escondida en los matorrales.

    —Si no tuviera la cara tan sucia, diría que es muy hermosa —dice Oliver.

    —Oye, niño, no la toques tanto, no creo que sea tu hermana —le grita Ela.

    —¿Vamos a dejarla aquí? —pregunta Sebastián.

    —¡Sí! Déjenla allí —les grita Claudia desde el camión—. Apenas terminemos nos vamos. ¡Olvídense de ella y vuelvan acá!

    Sig se aleja, pero Oliver sigue contemplándola hasta que Claudia lo agarra a la fuerza y lo monta en la cabina de nuevo.

    —¡Con un demonio, Légolas! ¡¿Qué haces ahí todavía?! ¿No te dije que vigilaras a los niños? —le grita Arthur.

    —Ya voy, hombre, ya voy.

    —¡Légolas, eres un holgazán, ahora te vas atrás con ellos! Y corre antes de que alguno escape —le ordena Claudia, muy molesta.

    —Te aprovechas de mis ganas de hacer un mundo mejor, ¿verdad, mujer? Voy a tomar mi arco y mi flecha y te daré lo tuyo.

    —¡Ya cállate y haz lo que digo!

    En la parte trasera, los niños escuchan la discusión. Llegan sonidos de disparos y Arthur y Claudia deciden ir a ver de dónde provienen exactamente.

    —¿Qué estás haciendo, pervertido? —pregunta Ela al ver que Sig se baja del camión.

    —¡Cállate! En vez de gritar, ven y ayúdame.

    —¿Qué es lo que quieres hacer?

    —Antes de que la gorda se dé cuenta, vamos a subir a la mujer al camión.

    —¿Estás loco? Nosotros no sabemos quiénes son estas personas, pueden hacernos daño por desobedecer.

    Oliver y Sebastián se bajan a ayudar a Sig. Ela permanece en el vehículo.

    —Estas personas que nos vigilan como que no son muy inteligentes —le dice Sebastián a Sig—, se fueron así nada más, mientras el sujeto extraño se quedó dormido en esa banca.

    —Vamos a cargarla, ella es delgada como nosotros. Yo la tomo por la espalda y ustedes por los pies, ayúdenme, por favor —le pide Sig a los otros dos niños.

    Con mucho esfuerzo, y finalmente con la ayuda de Ela, entre los cuatro logran subir a la joven al camión y la esconden debajo de los asientos metálicos.

    Arthur y Claudia regresan corriendo y reanudan su trabajo en el vehículo, pero se vuelven a escuchar disparos y ambos se dan cuenta de que deben darse prisa.

    Légolas aparece, por fin, frente a los niños.

    —¡Un pedófilo! —grita Ela con miedo.

    —¿Un pedófilo? ¡Cállate niña! No me gustan las huesudas como tú. ¡Quítate de ahí, que me voy a sentar! Tengo mucho dolor de cabeza, así que no quiero que hagan ruido.

    Los niños permanecen inmóviles, tratando de no dirigir sus miradas hacia el asiento bajo el cual ocultaron a la joven. Claudia y Arthur logran arreglar el camión y corren a montarse en la cabina del conductor para arrancar. Légolas, sin fijarse en lo que ocultaban los niños, se acuesta y se queda dormido en pocos minutos.

    Sig mira por una de las ventanas de la lona y ve tirada en la calle a otra joven. Tiene un vestido de gala rojo que está muy sucio, no lleva zapatos y sus ojos abiertos le revelan a Sig que está muerta.

    Mientras ve que el vestido rojo se pierde entre la niebla, Sig se pregunta quién era esa joven, de quién sería hija, si tendría hermanos. Los recuerdos de Estela lo asedian y le pide a Dios nunca ver a su hermana tendida en un pavimento.

    El viaje continúa. Los niños tratan de ver todo lo que pueden a través de las pequeñas ventanas de la lona del camión. Ya no se divisan edificios, sino casas de bloques rojos, antiguos hogares de personas humildes que vivieron entre paredes sin frisar, y techos de lata sobre los que reposaban pequeñas antenas de televisión satelital.

    El camino se hace cada vez más rústico. A los niños también les preocupa la joven que llevan escondida. Temen que despierte y no saben cómo reaccionará el adulto que ahora los acompaña.

    Légolas despierta y camina hacia la parte trasera para tratar de orientarse.

    —Ya vamos a llegar —les dice aliviado.

    —¿Por qué te llamas Légolas? ¿Tienes algún complejo de elfo? —pregunta Ela.

    —Vaya, la pregunta que a nadie le interesa.

    —¿Te pusiste ese nombre por El señor de los anillos? —insiste ahora Sebastián.

    —¡No! ¡Me lo puse por La fiesta del Chivo!

    —Nombrar una novela de Vargas Llosa no te hace lucir más inteligente —dice Sebastián.

    —Ustedes, niños, no saben la educación que tuve, todo lo que vi. Pero la vida me trajo hasta aquí, con ustedes y montado sobre esta cosa. Si me ven descoordinado y con sueño es que «ahora estoy borracho, borracho sin haber probado una sola gota de vino».

    —Dostoievski —dice Ela.

    —¡Ah! Ahora la sabionda da respuesta a la pregunta que nadie hizo…

    Sig se levanta también y mira hacia la lejanía con nostalgia. Se siente un poco más tranquilo, aunque ahora le preocupa la joven a la que rescataron. Mientras, el camión comienza a subir por caminos más empinados y lo único que se ve alrededor son más casas rojas.

    Los niños contemplan cómo se aclara el paisaje sombrío. Aquí no hay niebla. Es la primera vez que están tan lejos de la ciudad. Légolas se les acerca y Sig siente inmediatamente el olor a marihuana, lo reconoce porque los viejos amigos de su hermana fumaban cuando estaban juntos.

    —¿Ves, niño? No es tan feo, ¿verdad? «Solo la muerte ve el final de la guerra», pero en este lugar nosotros no estamos en guerra.

    —Platón —le responde Oliver.

    —¡Otro sabelotodo! Creo que ustedes ya empiezan a entender por qué fueron rescatados…, aunque sean insoportables.

    El camión se detiene frente a una gran reja de metal. Es la

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