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El Corazón Roto de Arelium: La Guerra de los Doce, #1
El Corazón Roto de Arelium: La Guerra de los Doce, #1
El Corazón Roto de Arelium: La Guerra de los Doce, #1
Libro electrónico339 páginas4 horas

El Corazón Roto de Arelium: La Guerra de los Doce, #1

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Algunas cosas nunca deben olvidarse.

Hace más de 400 años, doce grandes guerreros unieron los asediados ejércitos de hombres y recorrieron las tierras devastadas por la guerra, empujando al enemigo hacia los pozos y cavernas subterráneas de donde venían. Con el propósito de asegurar su legado, cada uno de los Doce fundó monasterios-fortalezas para impartir su conocimiento único de la guerra y la política a unos pocos, los Caballeros de los Doce.

Ahora, el último de los Doce ha pasado de la historia a la leyenda y las menguadas órdenes de los Caballeros albergan un oscuro y terrible secreto que debe ser protegido a toda costa.

Merad Reed, anhela escapar de la sombría y monótona realidad que lo ha tenido cautivo la mitad de su vida protegiendo un gran cráter conocido como El Foso. La llegada de Aldarin, uno de los pocos Caballeros de los Doce que quedan, precipitará una cadena de eventos cataclísmicos que transformaran a Reed para siempre.

Al norte, Jelaïa del Arelium, heredera de la más rica de las nueve baronías, debe aprender a navegar por las turbulentas corrientes políticas de la corte de su padre, si espera algún día ocupar su lugar. Pero las llamas parpadeantes de la ambición esconden la sombra de una amenaza aún mayor.

Y en lo profundo de la tierra, algo se mueve.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento17 nov 2021
ISBN9781667419329
El Corazón Roto de Arelium: La Guerra de los Doce, #1

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    El Corazón Roto de Arelium - Alex Robins

    Capítulo 1

    El Foso

    —Miedo, Insidioso y tenaz perfora el cuerpo del hombre y envuelve con sus tentáculos un corazón que apenas late. ¿A qué tememos por encima de todo? ¿A la sombra en la puerta? ¿Al grito de ayuda que escuchamos en la noche? ¿Al eco de los susurros que nos impiden dormir? No, nuestro mayor temor es a aquello que escapa a nuestra comprensión. El miedo a lo desconocido.

    Brachyura, Cuarto de los Doce, 12 A.D.

    *

    Un viento surgió del Foso con un aullido endemoniado y derramándose en gélidas olas sobre las almenas desmoronadas, descendió hacia las llanuras bajas. Las llamas parpadearon en los grandes faroles de hierro forjado que colgaban a lo largo del muro, proyectando extrañas sombras en los rostros de la Vieja Guardia que permanecía en sus puestos. Con un crujido, uno de los postes se desprendió, y girando, cayó al Foso. La flama se redujo a una chispa antes de desaparecer en su viaje hacia el fondo.

    —Demonios —murmuró Reed.

    Había estado parado a unos metros de distancia y un fragmento de piedra le golpeó en la mejilla cuando el farol cayó. Se limpió el hilo de sangre con una mano enguantada y se ajustó su raída capa roja en un esfuerzo por mantenerse caliente. Su máscara de cuero había descendido desde su nariz y el viento no solo estaba frío, apestaba a sulfuro y muerte. Una mezcla nauseabunda de huevos podridos y carroña penetró en su boca y fosas nasales provocándole arcadas. Con ojos llorosos, Reed apretó la máscara alrededor de la parte inferior de su rostro barbudo y miró por encima del Foso. 

    El Foso. Un enorme cráter circular en la tierra, tan profundo como amplio, se extendía desde la base del muro hasta el horizonte como un enorme lago de alquitrán liso y resbaladizo. El sol se había puesto algunas horas atrás y espesos nubarrones oscurecieron todo excepto las estrellas más brillantes, haciendo imposible distinguir dónde terminaba el Foso y dónde empezaba el cielo nocturno. Ni luces, ni movimientos, solo una interminable oscuridad aplastante y opresiva. Los hombres de la Vieja Guardia se volvían hoscos e irritables al mirar las profundidades día tras día, noche tras noche. Aquel abismo mermaba la energía de los vigilantes más robustos y los dejaba pálidos, con los ojos hundidos y temblando de frío.

    La sima estaba rodeada por un antiguo muro de piedra almenada de tres metros y medio. A lo largo, como setas de bosque, brotaban torres redondas y achaparradas, coronadas por hogueras de señalización y llenas de caóticas pilas de madera seca cuyo propósito era mantener las linternas encendidas día y noche. En una de las torres, los restos andrajosos de una bandera que representaba un sol rojo sobre un campo de oro, ondeaban lánguidamente al viento. Kilómetros de losas de piedra erosionada, desgastada y mohosa cubrían un camino que recorría toda la muralla, lo suficientemente ancho para dos o tres hombres. Reed lo había recorrido todo.

    Se intentó reclutar nuevos miembros en los míseros pueblos cercanos a la Fosa. La mayoría de esas aldeas no eran más que un revoltijo de cabañas de zarzo con techo de paja, apiñadas para ofrecer algo de comodidad frente a los aullantes vendavales que corrían por las llanuras y rastrillaban las paredes con arena y suciedad. Solo la mayor de las aldeas, Jaelem, contaba con algunos edificios de piedra y una empalizada de madera para evitar lo peor del polvo.

    Reed recordaba el día en que el reclutador llegó a Jaelem, jamás lo olvidaría a pesar de los años transcurridos. Ayudaba a su madre enferma a destripar y limpiar el pescado plateado del lago cuando un tambor de piel de cabra sonó con fuerza por encima del viento silbante llamando a los aldeanos a reunirse en la plaza.

    El reclutador era un hombre grande, de pecho amplio, barba negra muy tupida y dos dientes delanteros podridos. Un sol rojo estilizado destacaba en su sobrevesta de cuero gris deshilachado, su capa bermellón descolorida ondeaba detrás de él como los rescoldos de una llama moribunda. Habló largo y tendido sobre la Vieja Guardia: vigilantes protectores y leales guardianes de la muralla. —La Vieja Guardia es la luz contra la oscuridad —había entonado—. El sol ardiente contra el frío de la noche, el poderoso escudo contra lo desconocido.

    Reed había quedado embelesado con aquel discurso, prometió a su madre que volvería pronto y se marchó con el reclutador al día siguiente. Fue la última vez que la vio con vida; murió, cansada y sola de un caso grave de fiebre invernal unos años después. Merad Reed pasó el resto de su juventud y gran parte de su madurez caminando por la muralla.

    Un buitre chilló en algún lugar del Foso, sacando a Reed de sus melancólicos pensamientos. Levantó la vista y vio a Hode acercarse. Su compañero de guardia traía una taza de algo caliente y humeante en cada mano y una lanza colgada a la espalda. Hode rodeó con cuidado un montón de escombros caídos y ofreció una de las tazas de hojalata a Reed.

    —¡Por los Doce!, hace frío esta noche —dijo Hode, con el vapor de la taza ocultando su cara regordeta y su pelo rubio—. Apenas puedo sentir los dedos de los pies después de una hora aquí fuera. 

    Reed gruñó y miró con recelo el contenido de la taza. Parecía bastante apetecible: una especie de guiso de carne fibrosa y alguna zanahoria. Mientras lo observaba, un trozo de cartílago subió a la superficie y flotó con desazón. 

    —Es así todas las noches, Hode —respondió irritado—. Subimos los ciento veinte escalones de los barracones una hora antes de la puesta de sol, nos congelamos los miembros durante ocho horas seguidas, y luego volvemos a bajar y bebemos hasta quedarnos dormidos. Siempre hace frío, siempre hace viento y nunca pasa nada—. La barba desaliñada de Reed empezaba a picar terriblemente bajo su máscara

    —Para empezar, estás equivocado —dijo Hode alegremente—. ¿Recuerdas el otoño pasado?, La segunda Torre Sur se partió y perdimos a dos hombres en la Fosa. Nos llevó semanas limpiar los escombros y consolidar la torre de nuevo. El capitán Yusifel dijo que enviaría una petición al Consejo, solicitando que unos cuantos ingenieros bajaran aquí y apuntalaran algunas de las partes más peligrosas de la muralla.

    —Eso fue hace meses, nadie ha venido, nada ha cambiado. —dijo Reed, señalando con una mano enguantada el montón de escombros que Hode había bordeado momentos antes. Se bajó la máscara, tomó un gran bocado de estofado e hizo una mueca. Estaba todavía muy caliente a pesar del frío y tenía un sabor horrible. Tragó con dificultad, luego se encogió de hombros y dio otro trago.

    El buitre volvió a chillar por encima del viento, esta vez con más insistencia, ambos miraron hacia arriba oteando el horizonte en busca de alguna señal del ave. 

    —Te equivocas de nuevo —continuó Hode, volviendo a su guiso—. Alguien ha venido a vernos, lo he oído de uno de los hombres de la tercera Torre del Norte; un visitante vino directamente de Arelium.

    Arelium era la capital de la provincia, situada a más de una semana de distancia para alguien con un caballo rápido. Reed miró a Hode con escepticismo. 

    —¿Quién te lo ha dicho exactamente? Espero que no sea de Kohl, ¡a ese viejo avaro pata de palo le falta algo más que una pierna! Dijo, apuntando con énfasis el dedo en la frente.

    —No, Kohl no —Hode frunció el ceño—. Uno de los reclutas más jóvenes, aquel que me ayudó a reparar mis botas la semana pasada, cuando se me abrió una con una piedra suelta, ¿recuerdas?... De todos modos, dijo que era una especie de Caballero, tal vez incluso un Caballero de los Doce, enviado para ayudarnos a defender el muro y puede ser que...

    ​​​​​Reed le cortó.

    —¿Defender el muro? ¿De verdad sigues creyendo eso? ¿Después de todo este tiempo? ¿Defenderlo de qué exactamente? ¿De la vejez? Llevo casi veinte años aquí arriba. He visto las veinte torres mil veces. He visto el Foso desde todos los ángulos imaginables. He mantenido encendidas las señales de fuego y las linternas, he fregado mi capa y pulido mi lanza, he lavado mis cueros y cepillado mis botas. ¿Y sabes qué? Lo único que he conseguido es un puñado de canas. 

    »¿Sabes cuántas veces he utilizado mi lanza para algo más que apuñalar unas balas de paja en el patio de prácticas? Ni una sola vez. Ninguno de nosotros ha visto nada más que animales salvajes aquí arriba, ¡incluso Kohl, que es más viejo que nosotros dos juntos! ¿Y un Caballero de los Doce? ¿Por qué iba a venir alguno de ellos aquí abajo?, donde todo lo que hay que hacer es mirar el MALDITO FOSO?

    Reed hizo una pausa para respirar, dándose cuenta de que había gritado las últimas palabras. Sacudió la cabeza y sonrió con tristeza, Hode lo miraba con ojos muy abiertos, pequeñas gotas de guiso escapaban de su boca abierta y corrían por su barbilla hasta encharcar la máscara de cuero que colgaba de su cuello.  

    —Lo siento Hode —dijo Reed lentamente—. Tienes razón. Hace frío, y también está nublado. El maldito Foso está jugando con mi cabeza otra vez, no quería levantar la voz así. Por cierto, gracias por el guiso. ¿Cómo hiciste para conseguir carne fresca? El jefe de almacén dijo que teníamos raciones secas hasta la próxima luna llena. 

    Hode sorbió su estofado pensativo.

    —¿Sabes que ayer estuve de servicio en la tercera Torre del Sur? Pues bien, estaba reponiendo la madera para la baliza y encontré un par de grandes ratas negras escondidas en un rincón. Las atrapé con la culata de mi lanza y se las llevé al almacenista, que se ofreció a guisarlas por un par de monedas y una o dos jarras de cerveza para sus hombres. Me pareció un buen trato.

    Reed se rascó la barba que le picaba y miró el guiso. Lo que había creído que era una zanahoria resultó ser una pequeña y enjuta cola de rata que se balanceaba alegremente entre los huesos y el cartílago.

    Abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera decir nada, algo cayó del cielo y se estrelló contra la muralla de piedra con un golpe húmedo. Era el buitre, decapitado, desgarrado por dos grandes cortes que rezumaban sangre y un amasijo de plumas y huesos de lo que debieron ser las alas.

    Un grito estrangulado resonó más allá de la muralla y por primera y última vez en su vida, Reed vio cómo la señal de fuego de una torre lejana se encendía en un estallido explosivo de humo y llamas.

    *

    La señal ardía con fuerza en el cielo nocturno y pronto se le unió otro, luego otro, hasta que media docena de fuegos iluminaron el horizonte al este como una colonia de luciérnagas lejanas. 

    Reed se volvió hacia Hode, que había dejado caer su taza y se había descolgado la lanza de la espalda. Estaba temblando y respiraba frenéticamente recorriendo con los ojos las murallas a derecha e izquierda, deteniéndose brevemente en el cuerpo desmembrado del buitre. 

    —¿Y ahora qué? —dijo el fornido vigilante de pelo rubio, señalando los destellos lejanos de luz—. ¿A qué distancia crees que están? ¿Crees que deberíamos hacer algo?. 

    Ambos hombres sabían lo que significaban las balizas: esa sección de la muralla estaba en peligro y necesitaba ayuda. Puede que la Vieja Guardia no sea más que una débil sombra de su pasado, pero una cosa nunca cambiaría: el vínculo tácito entre los guardias, lazos fuertes como los de una familia unían a estos hombres. Una familia que podía contar con los demás y que protegía a los suyos.  

    —Estamos a media hora como máximo —respondió Reed, subiéndose la máscara de cuero y agarrando su lanza—. Debemos ir. 

    Otro grito lejano resonó en la noche, un grito de dolor y rabia que dejaba poco a la imaginación. 

    Tomada la decisión, Reed comenzó a moverse en dirección al sonido, sin esperar a ver si Hode le seguía. Sentía que el corazón le latía con fuerza, un golpe sordo que subía por su garganta y amenazaba con asfixiarlo. Se obligó a exhalar lentamente aferrado al mango de la lanza cuyo peso le proporcionaba un pequeño consuelo. Hode se acercó a su izquierda, protegiendo el lado más débil de Reed con su propia arma. 

    Durante varios minutos avanzaron lentamente, con las lanzas desplegadas y las capas ondeando al viento. La muralla estaba en silencio, ya no sonaban gritos en el Foso, los fuegos de señales remotas seguían ardiendo como estrellas en el cielo nocturno. Llegaron a la torre más cercana y se encontraron con otros tres guardias que se arremolinaban en torno a su base, jóvenes y larguiruchos reclutas recién llegados a la muralla. Uno de ellos llevaba una sobrevesta varias tallas más grande que le llegaba casi a los tobillos, otro había perdido su lanza y no tenía más que una daga que blandía con mano temblorosa hacia Reed y Hode.  

    —¿Quién va? —tartamudeó un joven apenas salido de la pubertad, con la voz temblando como un arpa mal afinada.  

    Reed golpeó el cuchillo lo suficientemente fuerte como para quitárselo de la mano al joven recluta y el hombre corrió a recuperarlo, maldiciendo profusamente. 

    —¿Reed? —dijo el joven de la sobrevesta de gran tamaño. Reed recordó vagamente que se llamaba Kellen. El recluta se quitó la máscara revelando un pobre intento de barba en el escaso y desperdigado vello del mentón. 

    Reed suspiró. Todo esto era una especie de broma kármica. Después de años de quejas, por fin había conseguido lo que quería: el peligro en el muro y la oportunidad de dirigir a los hombres en la batalla como orgulloso miembro de la Vieja Guardia. Ahora se daba cuenta de que nunca se había equivocado tanto en su vida. La repetición y el aburrimiento eran cosas terribles, pero seguras y reconfortantes. En un instante, todo eso le había sido arrebatado. 

    ¿Qué hacer ahora? ¿Luchar o huir? Hode no sería de mucha ayuda, el hombre podría ser bueno reponiendo la madera y descerebrando ratas, pero usar su lanza contra algo más grande probablemente no terminaría bien. Reed miró al guardia rubio, estaba apoyado en la cara interior de la torre, en ese momento lidiaba con las correas de su máscara en un intento de ajustarlas de nuevo alrededor de su nariz y boca. Hode sintió la mirada de Reed sobre él y levantó la vista con una pequeña sonrisa y un encogimiento de hombros antes de volver a la tarea que tenía entre manos. 

    —¿Reed? ¿Y ahora qué? —repitió Kellen.  

    —¡Dame un minuto! —Reed se echó hacia atrás y entornó los ojos por las murallas hacia donde los fuegos de las señales aún ardían con fuerza. El silencio había vuelto a la muralla, una tranquilidad y una calma tan absolutas que hicieron que Reed se preguntara si aquellos dos dolorosos gritos no habían sido más que un truco del viento. Pero entonces, ¿quién había encendido las balizas y por qué? Se pasó una mano por su pelo canoso y tomó una decisión. 

    —Parece que las balizas están repartidas entre las Torres del Este —dijo—. El cuartel oriental está cerca, con el capitán Yusifel y la reserva nocturna. Iremos por este tramo de pared hasta llegar al cuartel e informaremos a Yusifel de la situación. Algún idiota ha estado jugando con un bloque de yesca o algo más serio esta sucediendo. En cualquier caso, Yusifel querrá saberlo. Hode y yo iremos delante, Kellen tú detrás de mí con tu amigo que no sabe sostener un cuchillo. 

    —Iden, señor —dijo el joven guardia con la daga. 

    —Bien, Iden —dijo Reed—. Quédate cerca de Kellen y Freckles aquí. Señaló al tercer hombre, tan alto y delgado como sus amigos, con un mechón de pelo rojo y una mancha de pecas sobre su ancha nariz. 

    Freckles, el pecoso, le dirigió una mirada amarga, no dijo nada y se colocó detrás de los demás. Reed los puso en movimiento con un gesto de cabeza y avanzaron a paso ligero por las murallas, escudriñando el camino con ojos cautelosos. Las torres se acercaban cada vez más, los faros ya no eran puntitos de luz en la distancia sino el parpadeo en forma de cono de grandes hogueras, el humo subía desde el vértice para mezclarse con las nubes grises oscuras que colgaban pesadamente en el cielo nocturno. 

    Reed calculó que quizá estaban a unos cuatrocientos o quinientos metros de los escalones de piedra que los conducirían fuera de la muralla, hacia el cuartel oriental. Su confianza creció y aceleró el paso,  golpeando con firmeza los adoquines al ritmo del golpeteo de la culata de madera de la lanza. 

    Más allá, surgió algo en la oscuridad, la silueta permanecía inmóvil a lo ancho del muro.

    Una ráfaga de viento tiró de aquella forma y Reed vio un rápido destello bermellón. Una capa de la Vieja Guardia todavía unida a su dueño. Se escuchó un jadeo detrás de él cuando uno de los jóvenes reclutas se percató de lo que habían descubierto. 

    —Hode, ven conmigo, cíñete bien la máscara. Los demás, quédense aquí. —dijo, ajustando su propia máscara alrededor de la cara y acercándose para examinar el cuerpo. 

    El guardia había muerto boca abajo, con un brazo doblado por debajo de él y el otro extendiéndose hacia la lanza que yacía justo fuera de su alcance. La parte posterior de su cabeza estaba llena de sangre y se había filtrado entre su capa, oscureciendo aún más la prenda. Reed utilizó la lanza para voltear el cuerpo sobre su espalda. Sus ojos se abrieron de par en par al darse cuenta del daño causado en la cara del hombre. Dos grandes y profundos cortes le abrieron la piel en diagonal desde la ceja hasta el labio inferior, el ojo izquierdo había sido extraído y la nariz aparecía mutilada. Los restos del labio inferior colgaban de un fino hilo de carne que dejaba al descubierto la mandíbula inferior y los dientes. Ningún animal salvaje podría haber hecho esto; era algo mucho peor. 

    Reed se giró para consultar con Hode y algo pasó por su vista, una sombra oscura desapareció como una nube que atraviesa el sol. Hode le miró con la máscara colgando de la barbilla y la mandíbula entreabierta como si quisiera decir algo. 

    —¿Está todo bien? —dijo Reed con dificultad, luchando por mantener lejos el temblor en su voz. 

    Hode emitió un pequeño sonido de asfixia y un hilillo de sangre se deslizó por su boca. Dio medio paso hacia adelante con mirada ansiosa. Tosió violentamente salpicando la cara y el pelo de Reed de brillantes gotas carmesí y restos de guiso. Reed retrocedió con un aullido, se alejó conmocionado hasta que su espalda chocó con la defensa del muro y no pudo alejarse más. 

    Hode cayó balbuceando de rodillas, luchando por respirar mientras se ahogaba en su propia sangre. Reed vio lo que se había escondido detrás de su compañero de guardia, una sombra encorvada que había tomado forma. La criatura era de baja estatura, no más de metro y medio, de oscura piel gris, arrugada y sin pelo. Tenía unos grandes ojos saltones de color amarillo encajados en un rostro delgado y cadavérico de pómulos y barbilla prominente. Sus largos y enjutos brazos terminaban en tres dedos con garras; una de ellas, más corta y ancha que las otras se enganchaba viciosamente como una hoz. Aparte de un pequeño trozo de cuero mohoso atado a la ingle, estaba desnudo. Reed le miró a los ojos y creyó distinguir en ellos alguna inteligencia oscura, una malicia hirviente grabada en lo más profundo de su ser. 

    La criatura ladeó la cabeza y le dedicó a Reed una amplia sonrisa, mostrando docenas de dientes sucios, afilados y puntiagudos. Se acercó a Hode que permanecía de rodillas, y sin dejar de mirar a Reed, le clavó una de sus garras en la garganta. La sangre fresca brotó de la herida. Hode se derrumbó con un gorgoteo ahogado. Sus piernas se agitaron brevemente una última vez y luego se quedó quieto. Aquella cosa se llevó la garra húmeda a sus fauces para la lamerla, asomando entre sus labios resecos una repugnante lengua negruzca.

    Al ver que la criatura probaba la sangre de su amigo, algo se rompió dentro de Reed. Un grito de rabia estalló en sus pulmones. Se levantó, saltó hacia adelante y con una fuerza nacida de la desesperación, clavó su lanza en aquella aparición de piel gris. La criatura emitió un chillido de sorpresa y lo esquivó hacia atrás, evitando una herida en el pecho, pero recibiendo un corte en el ombligo lo suficientemente profundo para extraer sangre. Reed giró y envió la culata de su lanza hacia adelante para clavarla, con un resonante chasquido, justo detrás de la oreja.

    Del cráneo de la criatura, brotó un líquido negro. Aturdida de dolor y rabia, se tambaleó hacia atrás, tropezó con el cuerpo sin vida de Hode y cayó pesadamente sobre la pasarela de piedra. Reed se acercó rápidamente y clavó su lanza con toda la fuerza que pudo. La afilada punta atravesó el pecho de la cosa y con un alarido estrepitoso la luz abandonó sus ojos. 

    Reed trastabilló hacia la defensa y tanteó las correas de su máscara con el estómago apretándose incontroladamente. Consiguió soltarlas justo a tiempo para girarse y dar una violenta arcada hacia el Foso. Oyó a Kellen y los demás acercarse. Al verlos, de sus labios surgió enfado. 

    —¿Dónde diablos estaban? —gritó—. ¡Hode, mi amigo... han sido diez años, está muerto! Asesinado por esa... monstruosidad de piel gris y todos ustedes se quedaron allí, ¡se quedaron ahí parados! —Se detuvo para recuperar el aliento y volvió a mirar a los soldados que estaban ante él. Tres jóvenes flacos, inexpertos y asustados; apenas con la edad para manejar una lanza, incapaces de usarla en combate. Se movían incómodos sobre sus pies, con los ojos bajos y las armas sostenidas por manos temblorosas.  

    Reed exhaló lentamente. ¿Qué vergüenza podía traerles que no sintieran ya ellos mismos? Era valor lo que necesitaban ahora, valor y esperanza, lo suficiente para pasar la noche con vida. Sintió que su rabia se desvanecía, solo para ser reemplazada por un sentimiento de temor. Tenían que moverse. 

    —Lo siento —dijo en voz baja—. Me disculpo, no soy yo mismo. —Se giró y observó el camino. Ya estaban cerca de las torres, a no más de unos minutos de marcha—. Han visto cosas terribles aquí. Cosas que son difíciles de comprender para nosotros, cosas que hacen difícil pensar racionalmente y mantener la calma. Volveremos por nuestros compañeros caídos y averiguaremos qué está pasando, por ahora, debemos seguir avanzando, debemos llegar al cuartel. Una vez que lleguemos allí... 

    Fue interrumpido por un chillido que cortó el aire nocturno, un alarido proveniente de algún lugar en la oscuridad. Resonando sobre el Foso, un grito de respuesta vino frente a ellos.  

    Estaban rodeados.

    Capítulo 2

    La Segunda Ley

    —No, no tengo idea de contra qué protegemos el muro, pero ¿acaso importa? Se nos ha encargado una tarea y la llevamos a cabo. No nos corresponde cuestionar el porqué.

    Orleus Yusifel, Capitán de la Vieja Guardia, 424 A.D.

    *

    —¡MUÉVANSE! —Reed gritó y, sin comprobar si los demás le seguían, corrió hacia las señales de fuego. Una mano de largas garras apareció sobre las defensas a su izquierda,

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