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Al horizonte
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Libro electrónico229 páginas3 horas

Al horizonte

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Tomás y Cristina se conocieron en medio de una fuerte confrontación armada, en medio de una guerra que no les pertenecía, y en la cual hacían parte de bandos enemigos. Su encuentro inesperado, cambiaría sus vidas para siempre; pues a pesar de la orden impartida a cada bando, de acabar con el enemigo; a veces pueden presentarse circunstancias especiales para que la orden de disparar no sea atendida, y hacer que prevalezca, la vida.

Y fue precisamente esa circunstancia, la que hizo posible que ellos emprendieran un camino juntos, en medio de condiciones adversas, acrecentadas por el momento histórico vivido en el país, sin que ellos tuvieran claro lo que pasaría con sus vidas cada siguiente día y donde el más mínimo error les podría costar la vida; pero ante lo cual, la esperanza, el arte del disfraz y el encubrimiento, y la capacidad de improvisación, serían sus armas más poderosas para sortear cada nueva situación. Y donde esa idea inicial de Tomás, de sacar a Cristina de esa confrontación, hizo que con el paso de los días esto se convirtiera en una causa común, lo cual los haría más fuertes para enfrentar las dificultades y cada una de las increíbles aventuras vividas, hasta llegar finalmente a un destino insospechado.

Al horizonte, es una historia intensa de principio a fin, llevada a través de situaciones extremas, que en todo momento pone a nuestros personajes a buscar la forma de pasar desapercibidos, pero a la vez a buscar la forma de seguir adelante y alejarse de la zona de peligro, lo cual los llevará a través de muchos lugares, a conocer personajes muy especiales y asumir facetas nunca pensadas en sus vidas; todo por pagar el precio, por su libertad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 sept 2021
ISBN9780463306406
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    Al horizonte - Juan Fernando Montoya Mejia

    Primera edición: agosto de 2021

    ISBN: 978-84-18835-41-4

    Copyright © 2021 Juan Fernando Montoya Mejía

    Portada por Jair Vital López

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

    A Miriam Palacio por su oportuno

    y valioso apoyo

    A toda mi familia,

    en especial a mis padres

    A Fallidos Editores

    A mi hijo Daniel

    A Dios

    Índice

    Capítulo I

    Un encuentro inesperado

    Capítulo II

    El escape por el río Cauca

    Capítulo III

    Don Jacinto y doña Leonor, unos favores por otros

    Capítulo IV

    El viaje y la estadía en el resguardo indígena

    Capítulo V

    El viaje hacia Los Guaduales

    Capítulo VI

    La estadía en la casa de los indios y el circo de la Luna Creciente

    Capítulo VII

    Un largo viaje para no volver

    Capítulo VIII

    Una nueva vida

    Capítulo I

    Un encuentro inesperado

    A mediados de 1997, el norte del departamento de Antioquia (Colombia) era escenario de combates armados entre grupos guerrilleros y paramilitares, ambos bandos al margen de la ley, los cuales luchaban por lograr el control territorial de zonas estratégicas desde el punto de vista militar. Por su parte, el ejército, hacía presencia como fuerza pública legítima del país. Como resultado de estos combates, muchas personas, entre combatientes y civiles, perdieron la vida; muchas familias fueron desplazadas de sus lugares de origen; muchas personas fueron desaparecidas y el miedo en la población civil era el fantasma de todos los días. Sin embargo, en medio de estos tiempos de terror y fuego cruzado, cualquier cosa pudo ocurrir, incluso hechos que van en clara oposición con la guerra, donde, a veces, la ficción parece superar la realidad.

    En una de tantas veredas del norte del departamento de Antioquia, los paramilitares atacaban a la guerrilla, por despojarla de un territorio que esta venía controlando durante los últimos años. Pero el territorio en disputa no solo incluía las veredas, sino los corregimientos cercanos y los pocos centros de producción agropecuaria, donde, hasta aquel entonces, la guerrilla había sido la ley, pues incluso superaba la capacidad militar de la fuerza pública.

    Esta es la historia de dos jóvenes, él, un paramilitar de 25 años, y ella, una guerrillera de 18, quienes habrán de cruzar sus caminos bajo circunstancias adversas; y que en medio del rigor del confrontamiento, lograron hacer que se replantearan los procederes del momento, lo que dio lugar a tomar decisiones inesperadas.

    En medio de una noche fría, asediada por una suave y constante lluvia que acompaña a Tomás, uno de los paracos, como les decían a los paramilitares, en medio de la lentísima avanzada nocturna, y entre la espesa vegetación, detecta un movimiento, son unas pisadas poco cautelosas, tal vez sea el enemigo o quizá un animalito merodeando por ahí.

    Entonces decide esperar: se resguarda, se queda inmóvil, respirando con cautela. Por un momento, piensa que quizá lo más fácil sea disparar y salir del problema. Pero su instinto le aconseja esperar. Así que, con el dedo en el gatillo, aguarda. Poco a poco, en medio de la oscuridad y la maleza va configurando una visión de algo que se acerca. Rápidamente, a juzgar por el sonido de las pisadas, concluyó que no se trataba de un cuadrúpedo. Mientras tanto, la misteriosa figura continuaba acercándose lenta y torpemente hacia él. Sin esperar más, Tomás, decidió actuar de inmediato: de manera conjunta alumbró y apuntó con el fusil.

    —¿Quién anda ahí? —preguntó.

    Fue grande su sorpresa cuando vio a una adolescente, con el cabello completamente escurrido por la lluvia, temblando de frío, con una impactante cara de terror al sentirse alumbrada y encañonada. El rifle que la protegía, lo dejó caer lentamente para luego levantar sus manos. Rendida y con voz temblorosa dijo:

    —¡No me mate, por lo que más quiera!… ¡No, por favor! Pero esa pequeña personita no sabía que con sus aterrorizados ojos cafés abiertos de par en par, atrapados por la luz y el fusil, y con su cara juvenil y con el simple tono de sus palabras, pudiera expresar algo de su ser, algo como yo creía que estaba jugando a la guerra. Eso le trasmitió a Tomás en unos pocos segundos… incluso sintió que ella ni siquiera quería estar allí en medio de esa confrontación armada.

    Así, poco a poco, él fue desarmando su ímpetu militar: suavemente aflojó su dedo del gatillo y de plano, fue descartando dar de baja a un ser tan frágil, a pesar de que el camuflado y el brazalete indicaban claramente que ella hacía parte del enemigo.

    La mirada de Cristina habló por sí sola. Y aunque no se atrevió a disparar, dentro de él crecía la incertidumbre. Aquello ¿se trataba de una trampa, algún compañero de ella les estaría viendo?

    De momento decidió quitarle el arma, apagar su linterna y esperar. Entonces… las palabras irrumpieron en la oscuridad:

    —No me mate, por lo que más quiera —dijo Cristina en voz baja y con tono de asombro y voz juvenil—. No me quiero morir, no lo haga, se lo suplico. Yo no quiero terminar aquí, por favor. Yo hago lo que usted me pida, lo que sea; pero déjeme vivir.

    —Cállese —respondió Tomás en voz baja—… Mantenga sus manos en la cabeza y póngase de rodillas.

    —Lo que usted diga, lo que quiera —respondió Cristina, quien no paraba de susurrar, suplicando por su vida—: no me mate, no aquí, en medio de este suelo mojado y esta maleza, por favor, por favor.

    —Baje la voz —insistió Tomás—. Tranquila, no la voy a matar, pero quiero que guarde silencio de una vez por todas.

    ¿Está claro?

    —Sí, señor, está claro —murmuró.

    Entonces se puso de rodillas, según Tomás le había indicado.

    La mente de Tomás estaba turbada por completo. Sin embargo, el impulso por la ofensiva de la guerra seguía desvaneciéndose en su ser, aunque no era fácil, pues, antes de cada combate, la preparación mental era muy fuerte. Además, una cosa era clara para él: que tenía que disparar primero, o era cadáver, y que en cualquier combate se puede perder la vida por un movimiento en falso o ante el más mínimo descuido. Sin embargo, y más allá de todo esto, la aparición de Cristina era algo que no tenía por qué suceder bajo ninguna circunstancia en esta confrontación. Pero lo que sí estaba claro es que la fragilidad de ella, dominada por completo y obediente, empapada y temblando de frío, y esa súplica tan vehemente por su vida de ningún modo podía ser ignorada.

    Así que, en forma lenta pero progresiva, el espíritu de guerra de Tomás continuó desvaneciéndose, para dar paso a otra mentalidad; y en su cuerpo empezaron a vibrar las fibras de la compasión. Más allá de la actitud de matar o ser matado, más allá de los camuflados de bandos rivales.

    Cuando pasó el tiempo que él consideró prudente y pudo tener certeza de que Cristina no era una trampa para darla de baja, fue posible vislumbrar un hilo delgado y débil de sensibilidad y solidaridad hacia ella, a pesar de tratarse de su enemigo militar.

    Y así, como sucede en las situaciones desesperadas, en las cuales nadie sabe cómo se va a reaccionar, Tomás entendió que solo tenía un norte a seguir, cuando decidió que no iba a dar de baja a su inesperada compañía. Y quizá por el hecho de sentirse tan conmovido por lo que, en tan pocos segundos, Cristina le transmitió con su mirada y sus palabras de súplica, optó por protegerla sin saber, al fin de cuentas, cómo lo iba a hacer y sin tener aún claro qué iba a hacer después con ella y, peor aún, sin tener un argumento claro de por qué iba a hacer lo que había decidido hacer, más que su simple intuición.

    En cuestión de pocos segundos, en medio de la encrucijada que vivía Tomás, pasaron por su mente muchos pensamientos, recuerdos e imágenes: los jóvenes en la guerra, los campesinos en medio del fuego cruzado, la indolencia de algunos cabecillas de los grupos al margen de la ley, la crudeza misma que estas confrontaciones traen consigo, así como el dolor físico y emocional que se siente, la sangre joven derramada inútilmente y los pensadores importantes que se truncan al morir por cuenta de la guerra. Y retomó una reflexión que alguna vez tuvo acerca de la guerra: en términos concretos, ¿qué situaciones serían un límite para detenerla? Y consideró que esta era una de esas situaciones.

    Entonces pensó que debía decidir rápidamente qué hacer con Cristina, quien continuaba arrodillada, con los brazos en la cabeza, temblando de frío y miedo. El siguiente paso iba a ser encontrar la forma de sacarla de ese enfrentamiento, pero a la vez no ser descubierto ni por guerrilleros ni por sus compañeros, los paracos, quienes, en caso de descubrirlo, lo acusarían de traición, y con seguridad, eso determinaría no solo su final, sino también el de ella.

    Acto seguido, le dijo que la iba a sacar con vida de allí, que ella solo tenía una alternativa —confiar en él— y que además debía hacer exactamente lo que él le indicara. Luego tomó su radio y le dijo a sus compañeros que él tenía una posición diferente y que estaba bien, pero que debía apagar su radio unos minutos por seguridad. Después requisó muy bien a Cristina, para cerciorarse de que ella no tuviera otra arma, con lo cual, de paso, pudo sentir la fragilidad de su cuerpecito.

    Posteriormente, cuando consideró que era el momento prudente y oportuno, la tomó de la mano y le dijo:

    —Vámonos por aquí. Y quiero que estés muy atenta a cualquier cosa, porque te voy a sacar de este candeleo.

    Ella asintió y, a la vez que lo miraba con total sumisión, exclamó con humildad:

    —¡Bueno, señor!

    Luego le dijo a Cristina:

    —Vamos a buscar llegar al río Cauca; pero me vas a tener que decir si en el camino hay minas de las que ustedes ponen.

    Y ella respondió:

    —Lo que yo sepa se lo digo, señor.

    Y siguieron buscando cómo llegar al río. Pero debían apresurarse —antes de que los otros paracos se empezaran a preocupar y fueran a buscarlo—, pues tenían poco tiempo para lograr salir de la zona de combate.

    Emprendieron su huida por el camino que los pudiera llevar hasta el río, porque Tomás consideraba que así podían buscar una salida a esta situación. Y con toda la cautela posible, conscientes de que esta situación era de sumo cuidado, avanzaron en medio de la espesa vegetación, sin encender siquiera la linterna de Tomás y en medio de una casi total oscuridad.

    Los riesgos ya habían aumentado, bien sea por el hecho ser descubiertos por algún miembro de los dos bandos, por ser mordidos por una serpiente, por la posibilidad de rodar por cualquier despeñadero o, incluso, por el riesgo de caer en una mina.

    Aunque Tomás se moría de curiosidad por saber quién era su nueva compañía, sabía bien que debía esperar. Sabía que debía guardar silencio y, por el momento, lo único que podía hacer era avanzar lentamente. Él no podía negar que también sentía mucho miedo y que su corazón latía a mil, incluso, en esta ocasión, más que en los momentos previos al inicio de una operación de contraguerrilla. Se imaginaba que ella también tenía mucho miedo, que quizá el frío ya le estaba calando los huesos y que, seguramente, como a él, el hambre le empezaba a jugar un papel determinante en todo esto; pues no solo se sentía el desgaste por el hecho de haber caminado durante varios días por el monte, sino por la adrenalina liberada por el escape y por el hecho de pensar que cualquier error les podía costar la vida.

    Siguieron, palmo a palmo, muy atentos a cualquier sonido extraño o sospechoso, a veces agachándose para pasar por debajo de algún matorral para evitar hacer ruido con las ramas, a veces sujetados de algún tronco o alguna raíz, a veces aferrándose a alguna roca o a lo que encontraban a su paso, todo con el fin de pasar de un lugar a otro o para cruzar cualquier riachuelo o cualquier obstáculo en su camino hacia el río, en el cual, de momento, tenían cifradas sus esperanzas para salir de la zona de combate.

    En la mente de Tomás, y también en la de Cristina, había mucha incertidumbre por lo que podría pasar en adelante. De momento, solo sabían que debían aferrarse al cielo, a su fe en sí mismos y a su esfuerzo físico y mental para tratar de llegar al río. Esas eran sus únicas herramientas, su única esperanza para salvar sus vidas, y de momento solo un pensamiento rondaba por la mente de Tomás: Como nos puede cambiar la vida en un instante. También sabía que la idea de sacar a Cristina de ese combate ya no tenía marcha atrás, pero no sabía cómo se podía incorporar de nuevo a su posición y cómo iba a justificarles a sus superiores su ausencia durante el tiempo que estuvo con Cristina.

    Después de avanzar durante un par de horas, sin tener idea hacia dónde, solo desplazándose pendiente abajo para llegar al río, pudieron ver, más abajo, algo que parecía el leve reflejo de un techo de lámina, tal vez de algún potrero o alguna casa, o quién sabe qué… No lo pensaron dos veces y se dirigieron hacia allá, pues el cansancio y el hambre los obligó a acercarse para averiguar si podían encontrar algo allí.

    Cuando estuvieron más cerca de su objetivo, intentaron cerciorarse de que no hubiera perros, como un primer indicio para saber si había personas en ese lugar, y además porque, en caso de que se escucharan ladridos, estos los podrían delatar.

    Al no escuchar ladridos, se aproximaron más. Cuando estuvieron a pocos metros, se dieron cuenta de que el techo que habían observado desde lejos era el de una construcción artesanal para la preparación de pasta de coca, la cual tenía la apariencia de que quienes habían estado trabajando allí deja ron las cosas tiradas para salir huyendo y escapar de la presión del ejército, el cual había estado haciendo operaciones antinarcóticas en la zona.

    Entonces decidieron tomar este sitio como refugio temporal y en principio optaron por descansar un poco, sin importar que el olor a gasolina y a algunas mezclas de químicos estuvieran aún impregnando el lugar; al fin y al cabo, era lo único con que contaban por el momento.

    Este refugio, además del techo de lámina apoyado en una simple armazón de palos de madera y en cuatro troncos verticales ubicados en las cuatro esquinas, solo tenía un lado cubierto a manera de pared por medio de un plástico negro; el resto estaba descubierto. El piso era de suelo—cemento, y al lado había un pequeño estanque un poco más abajo del nivel del piso, donde se acumulaban los químicos, del cual salía una especie de alcantarillado conformado por una tubería plástica de unos tres metros de longitud que descargaba en un canal excavado en la tierra y que conducía hacía un pequeño arroyo un poco más abajo de la caleta. De todos estos sectores provenían fuertes olores a químicos que impregnaban el lugar por completo.

    Tomás, siempre cauteloso, ubicó a Cristina al lado del plástico negro, de tal forma que estuviera un poco resguardada del viento de la noche y para aprovechar también que su ropa mojada de color verde oscuro no generaba contraste con el plástico negro. Así podría ser menos perceptible para cualquier observador que pudiera aparecer, pues sabía que algunos de sus compañeros tenían binoculares de visión nocturna, y no descartaba que el lugar aún fuera vigilado. Por esta y otras razones consideró que no era prudente quedarse en un mismo lugar por mucho tiempo.

    Cristina, por su parte, permanecía sentada en el piso en el mismo sitio donde Tomás la ubicó, callada, temblando de frío con su ropa mojada y en espera de lo que pudiera decir Tomás.

    Entonces, Tomás inspeccionó el lugar para ver qué podía encontrar que fuera útil para ellos, y solo encendía su linterna cuando era estrictamente necesario. Justo al lado de la pared de plástico negro encontró dos pimpinas de gasolina ya vacías, algunos costales de fique vacíos, un rollo pequeño de cabuya amarilla también de fique y tres bolsas plásticas de color negro con contenido por inspeccionar, ubicadas sobre una telera de construcción, quizá para evitar que el contenido de dichas bolsas se mojara cuando el piso estuviera húmedo… De la primera bolsa sacó algunos recipientes: un balde, un par de jarras plásticas, una chocolatera, cacerolas y una olla de aluminio; de la otra bolsa sacó unas prendas de vestir: se trataba de ropa de trabajo con olor a sudor, a químicos y a gasolina, entre las cuales encontró un par de camisas de manga larga, un par de pantalones tipo jean, unos sombreros de paja, un poncho y algunos pares de tenis viejos. Y de la tercera bolsa, más pequeña que las otras dos, sacó algunos sobres de refrescos en polvo, dos panelas de las cuadradas, un paquete ya abierto de galletas de soda, algunos vasos y platos de plástico y un galón de agua, más o menos con la mitad de su contenido.

    Al ver estos alimentos, y sin pensarlo dos veces, Tomás, de forma apresurada, vertió el contenido de los refrescos de sobre en el galón de agua, lo tapó y lo agitó con fuerza. Después tomó un par de vasos, sirvió el refresco y le ofreció primero a Cristina, quien lo recibió con ambas manos, como si recibiera algo muy valioso, y lo bebió con

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