Una Dieta Para El Alma
Por Susan Cabot
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Susan Cabot
con doble nacionalidad, mitad ecuatoriana, mitad española, nacida y críada en Guayaquil - Ecuador. Diplomada in Administración de Empresas por la Universidad Oberta de Catalunya. Trabaja como Jefa de Contabilidad en la asesoría fiscal contable más grande de todas las Islas Baleares. Habla fluidamente 4 idiomas Titulos en Homeopatia y Fitoterapia.
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Una Dieta Para El Alma - Susan Cabot
PRÓLOGO
Cuando era una niña me gustaba mucho escribir cuentos y soñaba con ser escritora, hasta que mi padre me dijo que no era lo suficientemente buena, y yo me lo creí. Olvidé mis sueños y lo que podía hacer de mi capacidad para hacerlos realidad; perdí la ilusión.
«Vives en las nubes», me repetía él, por lo que me afané en bajar a la realidad, y la encontré oscura, triste y amarga. Mientras esta me engullía sin piedad, mi luz interior dejó de brillar.
Después de muchísimos años, con sueños rotos y sin ilusión, la luz me llamó y, como una luciérnaga atraída hacia ella, la seguí. Esta me ha recordado quien fui alguna vez, lo que he perdido me lo ha devuelto: mis sueños, mi fuerza, la esperanza y el valor para creer en mí.
Me ha devuelto el amor.
Antes vivía sumergida en la oscuridad, perdida, llena de miedos, huraña, frustrada y ahora me despierto cada día feliz, entusiasmada esperando el porvenir, enamorada del amor.
Si me buscas, yo soy el faro que ilumina la noche más sombría. ¡Atrévete a brillar junto a mí!
Acompáñame en este viaje tan íntimo a la luz. Te contaré mis desventuras, mi historia, mis retos, el dolor que sentí, la frustración y el miedo que viví; pero también la superación, la voluntad y el amor.
Te demostraré que no existe lo imposible y tú puedes convertirte en la máxima expresión de tu grandeza. No existen sueños demasiado grandes si crees en ti.
Bienvenido a este maravilloso viaje para crear un mundo mejor.
Susan Cabot
LO QUE SOMOS
«La mayoría de las personas son otras; sus pensamientos, las
opiniones de otros; su vida, una imitación; sus pasiones, una cita».
Oscar Wilde (1854-1900)
L a vida es una lucha tanto interna como externa. Nacemos bajo unas c ondiciones sociales que nos mantienen en continuo cambio y, a medida que crecemos, vamos creando nuestra propia identidad.
Entre las influencias sociales, culturales y familiares, lo que aprendemos y experimentamos, todo nos hace vernos a nosotros mismos como seres diferentes los unos de los otros. Con ello, llegamos a creer que somos únicos, lo que alimenta nuestro ego, pero nos trae soledad. ¿Pero es así? ¿Somos realmente tan diferentes? ¿Sentimos distinto? ¿Qué es lo que nos define?
Una lección muy poderosa que he aprendido y continúo apreciando es que, aunque creamos que somos distintos, en realidad no es así. Y cuánto más personas conozco más convencida estoy de esta verdad.
Sí, nuestras experiencias son únicas, así como nuestra interpretación subjetiva de un hecho, de cómo lo vivimos, de lo que sentimos y cómo lo revivimos en nuestra mente una y otra vez. Sin embargo, todos compartimos sentimientos y miedos; y en eso radica nuestra similitud. Si sentimos igual, ¿por qué tendemos a creer que somos diferentes?
¿Es que acaso el dolor de otros es diferente porque no lo siento yo?, ¿o el hambre es más intenso en mí que en otro ser humano? Si por un momento olvidamos las circunstancias que nos llevaron a sentir dolor y nos centramos solo en ese sentimiento, ¿qué nos hace tan especiales para creer que nadie lo puede entender, que nadie se ha sentido igual?
Cuando salimos a la calle y vemos caras desconocidas, realmente estamos viendo lo que desconocemos de nosotros mismos; nos reflejamos en un espejo que no entendemos.
Sé que os puede parecer una forma rara de comenzar un libro, pero después de todo se trata de una dieta para el alma. Os voy a contar cómo he perdido peso y, a la vez, cómo he recuperado mi alma.
Empecé un viaje pidiendo ayuda; estaba desesperada y me sentía sola y perdida y Dios, en su infinita sabiduría, me llevó hacia un lugar que no sabía que existía, un lugar en mi interior.
He comenzado un viaje que no tiene un fin, más allá de la experiencia misma. Uno que comenzó con un acto de fe que espero tú repitas.
Veréis, siempre he tenido problemas de peso. Desde que era un bebé gordito y gracioso. Pero eso no es raro teniendo en cuenta que, tanto mi madre como mi padre, también tienen problemas de peso.
Mi madre, desde joven acomplejada por su peso, se encuentra sumergida en dietas super estrictas y desde siempre conviviendo con el efecto rebote; es decir, come solo verduras, crudas o hervidas, durante un tiempo prolongado, baja de peso y, una vez conseguido el objetivo deseado, en poco tiempo vuelve a recuperar esos kilos.
Excepto pasar por quirófano, lo ha intentado todo: masajes linfáticos, inyecciones drenantes, ejercicio, etc. Pero al final el resultado siempre es el mismo: una vez que llega a su objetivo, se confía, no controla y otra vez a empezar con la dieta. ¿Conocéis esta historia?
Mi padre, en cambio, era un caso aparte: durante todos sus años fue acumulando y acumulando kilos hasta llegar a tener una obesidad mórbida de unos ciento sesenta y cinco kilos (trescientos treinta libras). Mi padre murió debido a ello. Bueno, siendo sincera, murió de un coagulo al corazón. Uno no muere de obesidad, sino de las enfermedades que la grasa acumulada en el organismo provoca en los órganos.
Si ese coagulo hubiese ido al cerebro, le habría podido provocar una parálisis, una muerte cerebral o cualquier otro resultado que hubiera condenado a mi familia a verlo sufrir o a tomar decisiones muy difíciles, así que un ataque al corazón fue de lo más benevolente. Y por ello damos gracias a Dios.
Mi padre no hacía ejercicio ni dieta; no le gustaba. Y siempre estaba en un estado emocional entre deprimido y enfadado. Para él, la hora de la comida era el mejor momento del día. Comer le hacía sentirse feliz.
Entre el sofá y la cocina había unos cinco metros y, mientras él estaba sentado en el sofá, nos gritaba a mi madre o a mí (que estábamos a veinte metros de distancia) para que fuéramos a la cocina y le lleváramos un vaso con agua. Es decir, ni siquiera el ejercicio que implicaba levantarse del sofá y caminar hasta la cocina por un vaso de agua estaba dispuesto a hacer.
Para más inri, mi padre jamás me decía algo bonito. Al parecerme físicamente mucho a él, me decía cosas como: «Gorda», «fea», «nadie te va a querer», «vas a acabar sola». Me costó muchos años entender que lo que él proyectaba en mí eran solo sus propios miedos, porque él se odiaba a sí mismo, no se amaba y no quería que yo sufriera lo mismo. Pero un niño eso no lo puede entender.
Encima era un padre que estaba, como he dicho, entre enfadado y deprimido continuamente; no me abrazaba y casi nunca me decía que me quería o que estaba orgulloso: las muestras de afecto eran escasas, incluso entre él y mi madre.
Crecer así no fue fácil. Muchos niños sufrían porque sus padres se divorciaban, yo en cambio no entendía cómo podían los míos estar juntos. Se peleaban, había llantos y al final seguían juntos. Ahora comprendo que vivían una relación tóxica y nosotros solo éramos daños colaterales.
No hace mucho mi madre me dijo que no entendía por qué sus dos hijos preferían estar solos y no tener una pareja. La verdad es que su pregunta me dejó perpleja. Lo primero que pensé fue: «¿Es que acaso no es evidente? ¿Qué aprendimos de pequeños que era el amor?». Lo que aprendimos de pequeños fue a asociar el amor con dolor.
Estoy convencida de que hay muchas personas con historias similares o peores. No me malinterpretéis, no juzgo a ninguno de mis padres por lo que me dieron o no fueron capaces de darme. Todos hacemos lo que podemos con lo que tenemos.
No es fácil ser consciente de quién eres y además de cómo afectan o afectarán tus miedos y tus acciones o decisiones a tus hijos. De lo fácil que es proyectar lo peor de ti inconscientemente en ellos.
Cómo solía decir mi padre: «No existe un manual para ser un buen padre». Y tiene mucha razón porque, aunque lo hagas todo igual, un hijo te puede salir de una manera y otro de forma distinta. No existe la fórmula mágica perfecta que te convierta en el mejor padre del mundo para todos tus hijos o en la mejor persona del mundo.
Lo único que puedes hacer es trabajar conscientemente para serlo. Mirar en tu interior con perspectiva, aceptarte tal y como eres, perdonarte y amarte incondicionalmente no son tareas agradables, ya que implican lidiar con situaciones y recuerdos dolorosos. Ser consciente de lo que piensas en todo momento, de si esos pensamientos son positivos o negativos, si provienen del miedo o del amor, es un trabajo diario de control sobre ti mismo.
Deshacerte de tus miedos y de los pensamientos negativos que te ahogan sin parar implica indagar en tu interior como si hicieras una disección de tu ser, dejando a un lado tus sentimientos y enfocándote en entenderlos bajo la fría perspectiva de la lógica.
Y cuando entiendes que no es fácil para ti, comprendes que tampoco lo es para los demás y dejas de juzgar lo que no fue, para vivir con la aceptación de lo que ahora eres y puedes hacer para mejorar.
Si fuera una niña pequeña aún me dolería; pero, al madurar y crecer espiritualmente, dejas atrás lo que no has recibido y aprendes a mirar hacia adelante. Aprendes a hacerte responsable de quién eres ahora sin culpar a nadie por lo que ya fue.
Básicamente no hay otra opción. No puedes eternamente vivir en el pasado, eso solo te provoca depresión. No puedes flagelarte por lo que no fue, sino entender la razón de tu viaje. El conocimiento, el entendimiento, encontrar tu propósito es lo único que puede liberarte de ese peso.
No existe el pasado, y tampoco existe el futuro, solo existe el ahora; y, si ahora vives en tu interior reviviendo lo que no tuviste, lo que podías haber hecho o dicho, lo que deberías haber sido, solo estarás llenándote de culpa y vergüenza innecesaria.
Tampoco puedes vivir obsesionado con compararte con otros, en continua competición mental. Competir significa que estás insatisfecho con tu vida, porque anhelas de otro lo que no posees, sea su belleza, su éxito, su cuerpo o su vida. Cada vez que deseas o criticas algo de otro estas dejando en evidencia que no te aceptas tal y como eres, que hay algo de ti que no amas.
Todos llevamos a cuestas un bagaje familiar, social y genético. No llegamos a esta tierra en paracaídas desde el cielo: somos hijos de alguien, y comemos como comemos y vivimos como vivimos principalmente porque estamos copiando patrones familiares y sociales que incluyen muchos aspectos, no solo cómo nos comportamos con otros o cómo vemos la comida y cómo actuamos frente a ella, sino también los miedos, esas creencias limitantes que venimos arrastrando de generación en generación.
Por ejemplo, mi padre solía decir: «¡Soy gordito, pero feliz!».
Pero la verdad es que no era feliz; si así hubiese sido, no habría sufrido de depresión o de ira. Así que esa creencia limitante de gordito pero feliz, ¿de dónde venía? Pues de sus padres y en estos, a su vez, de los suyos.
Mis padres vivieron mucha pobreza de niños y cuando eran jóvenes con suerte podían disponer de dos platos de comida al día. Eso hizo a ambos creer que la felicidad se conquista con el dinero y se disfruta comiendo cosas ricas y que el estar gordito era sinónimo de felicidad, ya que debes sentirte abundante si no te falta comida.
He aquí el primer caso de creencia limitante. Miedo a la escasez. Mis padres tenían un miedo terrible a la escasez de alimentos. Ese miedo hacía que se comprara más comida de la que se consumía y, por tanto, siempre se estaba tirando la que se estropeaba o comiendo de más para que no se pudriese. ¿Veis el patrón? ¿Haces lo mismo? ¿Qué acumulas? ¿Ropa, joyas, dinero, comida?
De hecho, yo lo hago y me veo continuamente limpiando la nevera y la despensa de los sobrantes de comida. Cuando cocino, no es para mí, sino para un regimiento militar.
Encima, lo que me sobra y no quiero comer acabo dándoselo a los perros, que terminan con problemas de sobrepeso también. Vaya, qué flaco favor les hago, ¿no? Porque yo los quiero y, si los quiero, debo mantenerlos sanos; pero, en lugar de eso, los engordo…
Inconscientemente no solo me hago daño a mí misma comiendo en exceso, sino también a aquellos a quienes quiero. ¿Os suena de algo?
Bueno, no todo es negro en esta historia y, aunque sí que es cierto que tengo un problema con la comida y con mi peso, también tengo mis propias virtudes, como tú las tuyas.
He sido nadadora de competición desde pequeña, así que soy musculosa y he aprendido el gusto por entrenarme hasta el límite y lo que es la constancia. Si me propongo algo, no paro hasta conseguirlo.
Quisiera que sintonizarais con esta virtud, la constancia, ya que, para cualquier aspecto de vuestras vidas, sea una dieta, un problema (que