Un premio para toda la vida
Por Kate Denton
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Sin embargo, con todas sus gestiones, había logrado algo que nunca hubiera imaginado: Wyatt se sentía atraído por ella y, como quería volver a verla, estaba dispuesto a acceder a participar en la subasta. Pero Wyatt tenía sus propios recursos... pensaba pujar en nombre de Cara con una oferta exorbitante de modo que ella ganara el premio: ¡un fin de semana con él!
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Un premio para toda la vida - Kate Denton
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Kate Denton
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un premio para toda la vida, n.º 1441 - agosto 2021
Título original: The Bachelor Bid
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1375-864-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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Capítulo 1
CARA BREEDON se disponía a salir del despacho de su jefa, Brooke Abbott, cuando, antes de que llegara a la puerta, su voz la hizo detenerse.
—Por cierto… ¿algún progreso con respecto a Wyatt McCauley?
«Dame fuerza. ¡McCauley otra vez no!». A Cara, este nombre comenzaba a resultarle tan molesto como el chirriar de las uñas al arañar una pizarra. Había rogado pasar tan sólo un día, incluso una mañana, sin oír ese nombre o ese asunto… No hubo suerte.
—No he adelantado gran cosa todavía —contestó Cara sin entusiasmo.
—Entonces, tendrás que espabilarte; quiero a Wyatt McCauley.
«Dime algo que yo no sepa». Desde que a Brooke la nombraron presidente de la subasta de solteros que organizaba su club de mujeres, se había obsesionado con la idea de tener al magnate de la informática, McCauley, como invitado principal. Para ello delegó en Cara, su secretaria, la tarea de conseguir que ese sueño se convirtiera en realidad, y se reservó para sí misma la faena de recordárselo y exigirle una puesta al día. Brooke habría perseguido a McCauley ella misma si no fuera por el hecho de que su empresa, Brooke Abbott Advertising, acababa de firmar un contrato con el mejor de sus clientes hasta la fecha. El revés de tan buena fortuna era que ahora todas las energías de Brooke tenían que concentrarse en su nuevo cliente.
Aún así, se las arreglaba para emplear algunos minutos al día en recordarle a Cara el tema de McCauley. Durante las dos últimas semanas, una de cada dos frases pronunciadas por Brooke había sido:
—Wyatt esto, Wyatt aquello.
Cada vez que oía su nombre, se confirmaba la sospecha de Cara de que, cuando Brooke decía que quería a ese hombre, no hablaba sólo sobre la subasta. Quería a Wyatt McCauley y punto. Y lo quería de verdad. Si estuviera en manos de Cara, se lo enviaría envuelto para regalo o, si fuera necesario, atado de pies y manos, sólo para sacar a Brooke de su obsesión.
Conseguir a McCauley no era el primer objetivo difícil que le habían encargado a Cara, pero, sin duda, era el más irritante. Mientras conducía de vuelta a casa desde la oficina, Cara intentaba recordarse a sí misma que Brooke era una jefa generosa que pagaba bien a sus empleados. A cambio, pedía numerosas horas extras y sábados trabajados, además de miles de gestiones personales que no tenían nada que ver con los negocios de la empresa. En general, a Cara no le importaba. No era raro que el dueño de una compañía exigiera esos trabajos adicionales. Si de lo que se trataba era de complacer a su jefa, ella podía aceptar recogerle la ropa de la tintorería o hacer el trabajo rutinario de algunas obras de caridad. Con todo, Cara tenía pocas quejas. Pocas quejas, hasta el día en que Brooke pronunció por primera vez la palabra «subasta» y el nombre de McCauley en la misma frase. Ahora, su trabajo se estaba convirtiendo en un enorme dolor de cabeza.
El problema era que Wyatt McCauley no colaboraba. Durante los últimos diez días, Cara había estado llamando a su oficina y encontrándose con que nunca estaba disponible. Ayer mismo lo había intentado de nuevo y se sorprendió de que le pasaran la llamada directamente.
—Soy Cara Breedon, señor McCauley. Gracias por aceptar mi llamada —comenzó.
—No se preocupe —contestó McCauley cordialmente—. He tenido un día tan ocupado que bienvenida sea cualquier oportunidad que me permita olvidar la pila de trabajo que tengo sobre mi mesa, y ahora usted me ha proporcionado una.
Hablaron amablemente durante un par de minutos antes de que él preguntara:
—¿Y qué puedo hacer por usted, señorita Breedon?
Su suave acento de Texas no reflejaba insinuación alguna, pero aun así Cara era capaz de imaginarse lo que él podía hacer. Sólo la voz había sido suficiente para ayudar a Cara a entender el fanático interés de Brooke.
—Estoy reclutando participantes en nombre de Brooke Abbott, presidente de la subasta de solteros de Rosemund. Usted probablemente esté al tanto de que los beneficios de la subasta…
Un fuerte suspiro interrumpió su discurso.
—Señorita Breedon, siento que haya perdido su tiempo y el mío. Como ya le he dicho una y otra vez a su equipo, yo no hago ese tipo de cosas. Buenos días —dijo colgando a continuación.
Cara se quedó mirando al auricular que, para entonces, ya estaba dando el tono de línea. Tuvo la tentación de volver a llamar para decirle lo que pensaba de sus modales. Había sido tan agradable al principio, hasta que… ella se aprovechó de su amabilidad y le soltó un discurso con un tono de vendedora que, al parecer, ya había escuchado demasiado a menudo. Cara reconoció con desgana que él tenía derecho a colgarle el teléfono.
Pero, maldita sea, pensó. Tenía que conseguir a ese hombre y seguiría tras él hasta que aceptase. De alguna manera tenía que hacerle entender que la subasta no era ese tipo de cosa, sino una eficaz manera de conseguir fondos para una causa digna.
Tenía que, o bien seguir tras McCauley, o bien informar a Brooke de su fracaso. Y en ese momento, haría cualquier cosa para evitar ese panorama. Brooke estaba tan nerviosa, atrapada entre su nuevo gran cliente y la próxima subasta, que quizás se hiciera el hara-kiri, o le pidiese a Cara que se lo hiciera ella.
A la mañana siguiente, Cara llamó de nuevo a la oficina de McCauley. La secretaria le dijo que el Director estaba ocupado y que no podía hablar con ella. Cara dejó un mensaje pidiéndole que contestara a su llamada. Pasaron tres días y no obtuvo respuesta. Se le ocurrió un acercamiento diferente, y decidió adoptar una estrategia de marketing, empezando por regalarle una gorra deportiva rojo brillante de edición limitada en la que se anunciaba la subasta. Junto con la gorra le envió una carta explicando la buena causa a la que se destinarían los beneficios: el Centro de Aprendizaje Rosemund para niños discapacitados.
Ni la gorra ni la carta provocaron una respuesta, así que Cara continuó su estrategia con una corbata, enviada especialmente desde Neiman-Marcus, la mejor tienda de moda de Dallas. En la tarjeta adjunta, ponía que de esta manera esperaba conseguir su apoyo a la subasta. Tampoco obtuvo respuesta.
Después de probar suerte con la corbata y de imaginarse a Wyatt luciéndola anudada alrededor del cuello, Cara hizo un nuevo intento enviándole comida de su restaurante Mexicano favorito, ya que tenía entendido que era un gran aficionado a la famosa cocina Tex-Mex de Austin.
Puesto que atacar a la cabeza y al cuello no había dado buenos resultados, Cara apuntó más abajo obedeciendo al refrán que dice que el mejor camino para llegar al corazón de un hombre es a través del estómago. La comida, acompañada de una nota escondida entre el postre de pecan praliné, resultó ser un nuevo fracaso. No hubo contacto alguno, ni siquiera un «muchas gracias, la comida estaba deliciosa». Nada. Los pensamientos homicidas de Cara se iban multiplicando. Ante las incansables presiones de Brooke, Cara optó por realizar otra llamada de teléfono y le informaron de que habían enviado un cheque por correo. Cara pronunció una exclamación para sus adentros. McCauley podía enviar toda su fortuna en un camión blindado y no conseguiría quitarse a Brooke de encima. Él no se daba cuenta de eso.
El cheque, de una cuantiosa suma, llegó junto a una nota concisa en la que manifestaba que no estaba interesado en participar. Quizás el pobre hombre pensaba que si lo ponía por escrito, finalmente captarían el mensaje.
A Cara le entraron de nuevo remordimientos de conciencia. Se había tomado tan en serio las órdenes de Brooke que no se daba cuenta del hecho de que, en realidad, lo estaba acosando. Wyatt McCauley probablemente pensaba que ella y cualquiera relacionado con la subasta eran una serie de locos que no podían comprender el simple significado de la palabra «No».
De hecho, ella había empezado a cuestionar su propia cordura al continuar con esa ridícula campaña en vez de suplicarle a Brooke que abandonara o asignara el trabajo a otra persona. No quería ni imaginarse cuál iba a ser la reacción de Brooke ante tal propuesta.
Después de haber intentado todo lo que se le ocurría menos planear un secuestro, Cara decidió ir a buscar al león a su guarida. Si ella se presentaba en persona, podría atacar su lado sensible, suponiendo que lo tuviera, y quizás persuadirlo para que reconsiderara la petición.
La guarida de Wyatt era una oficina situada en el centro de Austin, cerca del Capitolio. Mientras conducía su antiguo Volkswagen Jetta, se fijó en que los árboles estaban en flor y que los jardines estaban a rebosar de turistas con sus cámaras y de empleados de oficinas cercanas que habían salido a respirar el fresco aire primaveral. Se las arregló para encontrar un sitio para estacionar, depositó algunas monedas en el contador y se dirigió hacia el edificio de Wyatt. Por el camino vio una floristería en la esquina. «¿Flores? ¡Qué diablos! Esto era una misión. ¡A por todas!». Entró.
—Una docena de rosas amarillas, por favor. Bueno, no… que sean dos docenas.
Brooke le había dicho que hiciera todo lo que fuese necesario. Quizás las flores ablandarían al hombre… o por lo menos permitirían que se adentrara en su santuario.
—Soy Cara Breedon. Quiero ver al señor McCauley.
—Me temo que va a ser imposible, señorita Breedon.
La mujer, Frances Peters, Secretaria Ejecutiva, según la placa que había encima del escritorio, era cortés y eficiente, pero se mantenía distante.
Cara hubiera jurado que, al ver las rosas envueltas en celofán, en el rostro de Frances había aparecido un gesto de diversión.
—Creo que el señor McCauley ha ido a…
—Frances…, oh, perdona. No sabía que había alguien contigo —se volvió hacia Cara—. ¿Puedo interrumpirla un momento, señorita? —sin esperar su consentimiento, se volvió hacia su secretaria— Necesito saber la diferencia horaria que tenemos con Melbourne.
—La buscaré —Frances Peters se giró hacia un fichero y sacó un almanaque.
—Lo siento —dijo él centrando su atención en Cara, mientras Frances estudiaba el almanaque.
Así que ése era Wyatt McCauley. Estaba claro por qué Brooke tenía tanto empeño. Cara había visto fotos de él en las páginas de negocios y de sociedad, que a pesar del granulado mostraban a un hombre guapo. Sin embargo, no captaban la esencia… Los indescriptibles ojos que mostraban las fotos eran en realidad de un pardo cálido, su pelo oscuro, tan brillante como las alas de un cuervo, y la amplia sonrisa de disculpa que iba dedicada a ella, parecía capaz de iluminar una habitación, incluso del tamaño de un estadio de fútbol. Quizás McCauley fuera un especialista en informática, pero, desde luego, no era el clásico estereotipo.
Iba sin chaqueta, llevaba una camisa blanca almidonada arremangada hasta los codos,