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Lado B (Otra música)
Lado B (Otra música)
Lado B (Otra música)
Libro electrónico242 páginas3 horas

Lado B (Otra música)

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Información de este libro electrónico

Viejas poesías, haikus, relatos breves sobre los más diversos temas. De naturaleza recopilatoria semejante a El Cubo Rubik (Historias desclasificadas), este libro, Lado B (Otra música) posee la musicalidad de la poesía y el legado de aquellos relatos que no llegaron a formar parte de Música (Notas y tiempos). Pistas ocultas de diferentes orígenes y diferentes épocas nos guían por un camino que parece tener un hilo, una sonoridad, un nexo conductor y, sin embargo, también una independencia y una heterogeneidad tan grandes que cada texto es completamente diferente del resto y el conjunto resulta en una sinfonía caótica de poesía y prosa .

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 sept 2021
ISBN9781005766542
Lado B (Otra música)
Autor

Patricio dos Reis

Acerca del autorNací en el año 1981 en el partido de Lanús, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina.La novela "Glew (Paz de occidente)" es mi primer libro editado. Un año después fue publicada mi segunda novela, "No hay sobrevivientes (Dios debe morir)".He escrito varios cuentos desde los quince años, poemas y otros escritos. Muchos de ellos han sido reeditados y compilados en el libro "El Cubo Rubik (Historias desclasificadas)" de 2020. En breve publicaré un nuevo libro de cuentos, espero que más fieles a mi forma de escribir actual. También me encuentro actualmente co-escribiendo una novela y también co-escribiendo un libro sobre Física Moderna.Podés comunicarte conmigo, si tenés algo para contarme, una crítica, alguna observación o lo que fuere, escribiendo a mi casilla de email:patriciodosreis@hotmail.comAgradezco tu interés y esfuerzo en adquirir mis libros y, sobre todas las cosas, el tiempo dedicado a su lectura.

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    Lado B (Otra música) - Patricio dos Reis

    Uno (1)

    Mi año se fue.

    Apenas pudo crecer.

    Murió muy joven.

    La tos

    El miedo puede adoptar diferentes formas. Siempre, en el fondo, significa lo mismo: la imposibilidad de controlar aquello que nos hace o nos puede hacer daño –incluso, cuando el miedo es depositado en la integridad de otros, porque en definitiva siempre habla de nuestro ego, de algo que nos afecta a nosotros mismos, más no sea indirectamente–.

    Luciano no era particularmente miedoso. En ese sentido, aunque no exento absolutamente de la capacidad de sentir temor, era un tipo bastante valiente, si la palabra es aplicable, si esa palabra realmente significa algo.

    Uno puede estar preparado para todo, incluso para la muerte, y en esas circunstancias el miedo se apaga, se aplaca, se va haciendo tenue y difuso. Pero el miedo reaparece irremediablemente cuando las cosas se resignifican, cuando lo que uno creía y estaba convencido de que era real, de que era la verdad, pasa a tener un significado completamente diferente. ¿Qué sentiría cualquiera de nosotros, por ejemplo, si realmente, si verdaderamente descubre que todo lo que consideró que era su vida no era más que una ilusión generada luego del fin de la auténtica vida, un sueño eterno en el que todo lo que lo rodea son solo productos de su propia mente?

    No me atrevería a decir que fue eso lo que le pasó a Luciano. Tampoco me atrevería a decir mucho más de lo que efectivamente puedo decir, que son los hechos objetivos. No me interesa, en absoluto, abrir un juicio de valores o hacer una interpretación. Pero de lo que puedo dar fe es que, posiblemente, no hay terror más grande que haya podido sentir un ser humano que el producto de aquella tos espantosa.

    Cuando empezó con la carraspera, Luciano estaba seguro de que su vida sería así para siempre. Algo absurdo, claro, pero que a menudo se nos presenta como una fantasía temporal, haciéndonos ver al tiempo más extenso de lo que realmente es para que, luego, en un abrir y cerrar de ojos, terminemos descubriendo de que todo lo que parecía eterno es un pasado lejano y, usualmente, ilusoriamente más dulce de lo que realmente fue. Luciano solía fantasear con ese pasado, que otrora también le había parecido que sería eterno. Ahora sentía que aquel pasado era particularmente dinámico, emocionante, distinto a este presente estático y rutinario.

    Levantarse temprano, abrir la ferretería, atender a los clientes de siempre, algunos nuevos, tomar mate, charlar con Elisabeth, discutir con Elisabeth, cerrar a la tarde, volver a abrir unas horas después de la siesta, más clientes, el mismo flotante de inodoro azul colgado al lado del mismo serrucho que hacía dos o tres años que formaba parte del decorado, las mismas rejas blancas, las mismas publicidades pegadas sobre el vidrio del local. Incluso el talonario de facturas parecía ser el mismo, aunque todos los años debiera cambiarlo. La noche corta, la cama y la promesa de un nuevo día igual. O de un final, porque la noche siempre nos hace una mueca siniestra que preferimos evadir en nuestros sueños o con unas copas que nos embriaguen.

    Lógicamente, la carraspera no generó en él mayor preocupación. Un poco de picor en la garganta. Algo de molestia. Y la tos. La tos que vino una, otra y otra vez. Cada vez peor. Tan progresivamente que tardó un par de días en darse cuenta de que aquello no era normal, que realmente no estaba bien.

    Pero, en tal caso, si aquello derivaba en una visita al médico, una serie de estudios y la revelación de que la muerte estaba por llegar, ¿qué cambiaba eso? La muerte, de todos modos, iba a llegar. Si no era en un mes era en veinte años. Todo aquel tiempo era igualmente corto en la inmensidad del océano de tiempo del propio universo e igualmente largo en la agonía de la constancia de las cosas, porque ni en un mes ni en veinte años las cosas cambiarían. Al menos, desde su concepción o percepción de la realidad. Claro que no, Luciano no temía a la muerte. Y por ello tampoco pensaba consultar por aquella tos con un médico.

    –Luciano –dijo Elisabeth en medio de otra conversación entre mates y clientes buscando tornillos de ocho o destapacañerías– deberías hacerte ver esa tos.

    –Estoy bien –respondió, intentando volver a la charla. Una sucesión de toses emergió de su boca.

    –¿Estás bien? –contestó Elisabeth– ¿Vos te escuchás? ¡Estás todo el jodido día con esa tos insoportable! ¿Sos idiota o qué?

    Luciano se sintió algo perturbado por la respuesta de Elisabeth. ¿Cuándo era que todo se había vuelto tan violento? Reparó en que él mismo a veces había contestado mal, sin tacto, sin empatía, con agresividad. Pero, ¿por qué habían llegado a semejante nivel de hostilidad?

    Trató de poner paños fríos por su cuenta. Intentó ver en Elisabeth a aquella chica de la que se había enamorado unos veinticinco años atrás. Indudablemente, Elisabeth era Eli, era aquella chica. Todavía tenía que estar ahí y podía recurrir a hablar con ella con la misma dulzura que lo hiciera por entonces.

    –Eli, Eli –le dijo, suavemente, cariñosamente–, tranquila. Realmente estoy bien. Es una tos, nada más, ya se va a pasar.

    Tomó a Elisabeth de la mano y no pudo evitar toser una, dos, tres veces. La miró a los ojos con preocupación de que allí hubiese aún más furia. Pero encontró en ellos un brillo y una humedad propios de una auténtica congoja.

    –Lucho… –llegó a decir, pero rompió en llanto sin poder proseguir. Se abalanzó sobre Luciano y lo abrazó un rato, llorando sobre su hombro derecho– Lucho, no quiero perderte. Tenés que cuidarte, Luchito…

    Ahora Elisabeth parecía realmente otra persona. Indudablemente, las palabras de Luciano, su actitud, su ternura al hablar, habían sido un disparador para que ella bajara la guardia y demostrara que tras aquella agresión había un profundo sentimiento de intranquilidad.

    Se oyó el tintineo que advertía que la puerta estaba abriéndose. El tintineo que, usualmente, era percibido como algo bueno: un cliente no solo era potencial entrada de dinero, también era la ruptura de la eterna rutina diaria, un ruido sobre la frecuencia grave, pura y desesperante de las mañanas y las tardes de los días laborables.

    Pero ahora, particularmente en este momento, resultó una molestia. Elisabeth supo que debía dejar de abrazar a Luciano. Se recompuso y dejó que Luciano se encargara de atender a la mujer que había entrado.

    –Buenos días –dijo ella amablemente.

    –Hola Mariana, ¿cómo andás? –respondió Luciano–, ¿en qué puedo ayudarte?

    Luciano empezó a toser profusamente. Mariana guardó silencio, esperando a que se repusiera.

    –¿Estás bien, Luciano? –preguntó, mostrando algo de preocupación, posiblemente más impulsada por el compromiso que por real interés en la salud del ferretero.

    –Estoy bien, no te preocupes –respondió él y le mostró una sonrisa que intentaba despejar toda duda. Tras bambalinas, Elisabeth sintió algo de celos de la vecina, celos que, ella sabía, eran completamente infundados. Pero, en definitiva, aquella mujer había hecho añicos un valioso momento.

    Luciano volvió a toser una, dos, cinco veces.

    –Bueno, que te mejores –respondió ella. Por alguna razón la voz y la actitud de la mujer se le antojaron mucho más secas, más evidentemente despreocupados por su propia salud, como si tuviese algún tipo de urgencia que atender.

    –¿Qué estabas necesitando?

    –Tengo una pérdida en el baño, en el inodoro –respondió–, un desastre, todo el baño mojado… encima con esta humedad…

    –Sí, necesitás un fuelle, esperá que te voy a buscar uno.

    Luciano pasó al fondo. Miró a Elisabeth y acarició su mejilla. Ella retiró la mirada y el rostro, como si estuviese particularmente irritada.

    Luciano tomó el flexible de plástico color blanco entre sus manos, revisó en la estantería por alguna otra opción, y luego se dirigió al mostrador, acaso más preocupado por los vaivenes emocionales de su mujer que los problemas en el baño de aquella clienta.

    –Tengo éste –respondió–, es un poquito más caro.

    –¿Cuánto? –preguntó la mujer.

    Luciano apoyó sus anteojos sobre la nariz y revisó una carpeta con hojas impresas encerradas en folios de plástico.

    –Doscientos diez –dijo.

    La mujer guardó algo de silencio.

    –¿No tenés nada más barato?

    Luciano se sintió algo nervioso, sin saber muy bien por qué. La tos volvió a atacarlo. Esta vez, los tosidos fueron más de diez. Luego levantó la vista, se disculpó y vio en el rostro de la mujer una preocupación maternal.

    –¿En serio estás bien, Luciano? –dijo ella.

    –Sí, sí, no te preocupes. Mirá… por ahí en la semana traigo otros más baratos pero…

    –No Lucho, no te aflijas –respondió la mujer, como si la pregunta antes hecha se hubiese borrado de un momento a otro– ¿qué me importa gastar cincuenta pesos más o menos? Tengo que solucionar el tema del baño.

    Luciano se preguntó si realmente había algo en el aire que afectaba el comportamiento de las personas o si era que estaba muy sensible o qué era lo que realmente sucedía.

    Ella le dio el dinero, tomó el fuelle y le pidió que fuese a ver un médico urgente con un grado de preocupación que le hizo pensar a Luciano que estaba sobreactuando.

    El hombre guardó el dinero en la caja, anotó en una libreta la venta y se dispuso a seguir la charla con Elisabeth, sabiendo que el clima posiblemente se había enrarecido por aquella interrupción. Obviamente, cada venta era un grano de arena para llevar comida al plato todos los días, pero esta vez hubiese deseado omitir aquella ganancia monetaria.

    Cuando se dio la vuelta, Elisabeth no estaba.

    –Eli –llamó–, ¡Eli! ¡Eli! –exclamó luego. Pensó que, quizá, estaba en el baño. Se puso a acomodar algunas cosas y luego de unos minutos comenzó a preocuparse.

    Efectivamente, la puerta del baño estaba cerrada. Supo que debía indagar un poco en qué estaba sucediendo. Quizá no era nada, quizá solamente había necesitado ir al baño. Pero algo, quién sabe qué, le decía que algo más había empujado a Elisabeth allí.

    Sintió la molestia natural de abandonar el deber y se acercó al baño para golpear la puerta una, otra y otra vez. Elisabeth no contestó. Acercó su oído a la puerta. Estuvo seguro de oírla llorar.

    –Eli, ¿estás bien? –preguntó. No recibió contestación. Golpeó nuevamente. Se oyó de nuevo el tintineo de la puerta. Luciano maldijo la mala suerte de que llegaran clientes cuando era menos propicio. Claro, no podía fallar.

    –¡Dejáme en paz! –respondió ella. La tensión volvió a invadirle. Y la tos. La tos insoportable, interminable, horrible. Pensó que, realmente, tenía que ir al médico o aquella tos terminaría con su juicio.

    Se escuchó el ruido del agua correr.

    Elisabeth salió del baño y lo vio parado frente a él.

    –¿Qué pasa Lucho? –dijo, mirándolo dulcemente a los ojos–, ¿estás bien?

    Luciano ya odiaba esa frase. ¿Estás bien?, ¿estás bien?, ¿qué demonios importaba si estaba bien? ¿a quién le había importado alguna vez si estaba bien? ¿qué cambiaba en el mundo si Luciano Martínez estaba bien o no?

    –Sí, estoy bien, no te preocupes –respondió y la abrazó con la confusión de no saber si lo que estaba haciendo era lo correcto, o qué estaba haciendo realmente. Ella lo abrazó fuertemente. Escucharon un hola, y Luciano recordó aquel tintineo.

    La noche llegó. La misma noche de siempre. Cenaron a las ocho y media, como siempre. Vieron los programas de siempre en la TV. Pero la tos fue insoportable, violenta, la tercera en discordia. Luciano sintió que aquella tos era el mismo diablo, capaz de ponerlos uno en contra del otro, de despertar en él momentos de ira y desesperación. No pudieron evitar discutir. Y abrazarse y besarse. Y luego volver a discutir.

    Y la tos siempre estuvo en el medio. Incluso cuando Luciano ya no pudo controlarla, a tal punto de ni siquiera tener la capacidad de inclinarse para toser, de cerrar los ojos y de omitir el rostro de ella, el color de las paredes de su casa, la comida en el plato, el bordado de las cortinas, el motivo sobre el mantel, la intensidad y el color de la luz de las lámparas.

    Y tras cada tos vio todo, cómo Elisabeth era pelirroja, morena, más joven, más vieja, cómo sonreía, cómo lloraba, cómo gritaba, cómo las flores en el mantel ahora eran coloridas lechuzas y luego otras flores, como la propia mesa dejaba de ser redonda para luego ser cuadrada, para luego volver a ser redonda. U ovalada.

    Y fue entonces, después de mucho tiempo, que recordó lo que era el miedo.

    Infectados

    Lo primero que me viene a la mente es aquello que escuchamos. Los gritos, que parecían provenir del interior de un lugar cerrado, asfixiante. Un ataúd, una bolsa, quizá. Aquellos gritos me conmovieron. Admito que tuve terror.

    —Yo voy a revisar —dijo el licenciado Yáñez.

    —Sí, vamos —se sumó Walter.

    Agradecí al cielo que ellos tomaran la iniciativa. Tiendo a pensar que Miller sintió lo mismo. Bajaron por la escalera. Los pasos sobre el piso de madera, luego sobre los peldaños, se oyeron como una música siniestra que salía de un par de taikos. El sonido se fue perdiendo, y con él lo hicieron el licenciado Yáñez y Walter.

    Unos segundos después, vi como Miller se agazapaba tras la mesa de aquella antigua y pequeña cocina, cubierta de polvo y entregada al abandono, a la que se podía acceder cruzando el largo pasillo que seguía su camino al lado de la puerta que daba al sótano, donde ahora estaban Yáñez y Walter.

    Miller miró hacia mí y creí apreciar horror en sus ojos. Pero la niebla se volvió más espesa y verdosa y no pude ver con claridad su expresión. Sentí náuseas y un sacudón me impulsó a vomitar en dos oportunidades. Escuché cómo Miller también lo hacía. Me cubrí tras la puerta y miré, atentamente, esperando el regreso del licenciado y de Walter.

    Poco después me pareció escuchar pasos que se acercaban, golpes que ganaban decibeles y, luego, una silueta tras la niebla, viniendo por el pasillo hacia nosotros. Supuse que aquel sujeto habría de ser o Yáñez o bien Walter, que podían haber subido por otra escalera que daba al fondo de la sombría vivienda. Me asomé, para ver mejor, y me pareció notar que aquel sujeto levantaba los brazos. Y, luego, dos silbidos agitaron el aire y sentí vibrar en mis oídos. Pronto supe que eran disparos. Si antes había tenido terror, ahora estaba absolutamente desesperado.

    Casi de un salto, crucé el pasillo y me tiré tras la mesa de la cocina, donde estaba Miller. Lo vi a los ojos y me di cuenta de que estaba entregado a la muerte. Pude percibir el olor de su vómito y luego vi un gran charco en el suelo y sentí nauseas nuevamente.

    Los pasos se hicieron intensos, hasta que mi intuición detectó —sin necesidad de mirar— que el hombre que había disparado estaba exactamente tras la mesa. Miller se asomó y seguramente vio, como yo cuando lo secundé, que se trataba de un sujeto en un traje entero de plástico amarillo flexible, con su rostro tras una gran máscara de vidrio o de acrílico que lo protegía de alguna sustancia volátil. Por un momento bajó su rifle. Miller se levantó con las manos en alto, entiendo que convencido de que la identidad racial que lo unía con aquel sujeto podría convertirse en una exención para su sentencia de muerte.

    —Hermano... —dijo— hermano por fav...

    Un disparo lo interrumpió y fue suficiente para acabar con él. El tirador, preciso, había atravesado su cráneo. Entonces escuché las palabras que retumbaron en mi mente y me causaron el mayor horror que jamás había experimentado.

    —¡Aquí! ¡Están infectados! —gritó—, ¡Están infectados!

    ¿Infectados?, me pregunté, sintiendo confusión y miedo, para luego esconderme tras la mesa a esperar el final inevitable.

    El sujeto rodeó aquella mesa lentamente y se acercó a mí. Me puse de espaldas y tomé mi cabeza con los brazos. Y fue que sentí el primer disparo, que me causó algo de dolor y un extraño e insoportable cosquilleo. Y luego otro disparo, y otro, que se sintieron como dos martillazos en la parte baja de la espalda. Caí de costado

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