Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Música (Notas y tiempos)
Música (Notas y tiempos)
Música (Notas y tiempos)
Libro electrónico201 páginas2 horas

Música (Notas y tiempos)

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Me debía un libro de cuentos. Sí, sé que había escrito "El Cubo Rubik (Historias desclasificadas)", pero aquel libro fue redactado por muchas versiones de mí mismo a lo largo de décadas.
Este libro de cuentos, donde prima lo sobrenatural, el terror y la ciencia ficción, es un reflejo de mí mismo como escritor a mis casi 39 años. Es un libro de cuentos escrito por mí, aquí y ahora.
Incluyendo microrrelatos o relatos extensos y de diversos géneros, relatos con humor, con violencia, con sorpresas, con puertas abiertas a la reflexión, este libro pretende ser entretenido y romper con la monotonía y los estándares de escritura. Espero que te guste.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2021
ISBN9780463449769
Música (Notas y tiempos)
Autor

Patricio dos Reis

Acerca del autorNací en el año 1981 en el partido de Lanús, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina.La novela "Glew (Paz de occidente)" es mi primer libro editado. Un año después fue publicada mi segunda novela, "No hay sobrevivientes (Dios debe morir)".He escrito varios cuentos desde los quince años, poemas y otros escritos. Muchos de ellos han sido reeditados y compilados en el libro "El Cubo Rubik (Historias desclasificadas)" de 2020. En breve publicaré un nuevo libro de cuentos, espero que más fieles a mi forma de escribir actual. También me encuentro actualmente co-escribiendo una novela y también co-escribiendo un libro sobre Física Moderna.Podés comunicarte conmigo, si tenés algo para contarme, una crítica, alguna observación o lo que fuere, escribiendo a mi casilla de email:patriciodosreis@hotmail.comAgradezco tu interés y esfuerzo en adquirir mis libros y, sobre todas las cosas, el tiempo dedicado a su lectura.

Lee más de Patricio Dos Reis

Relacionado con Música (Notas y tiempos)

Libros electrónicos relacionados

Thrillers para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Música (Notas y tiempos)

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Música (Notas y tiempos) - Patricio dos Reis

    El año pasado (2019) decidí hacer una recopilación y edición de viejos cuentos que tenía escritos desde hacía mucho tiempo —algunos, desde que estaba en la escuela secundaria—. Esa recopilación se terminó llamando El Cubo Rubik (Historias desclasificadas), que publiqué en el verano de 2020. No quiero hacer aquí un prólogo de mi anterior libro, ya bastante con el prólogo de este. Y del anterior. Sin embargo, quiero hablar brevemente sobre el origen, un poco accidental, de este libro de cuentos.

    Estoy escribiendo esto a fines de septiembre de 2020, apenas unos meses luego de haber publicado aquel libro que, virtualmente, me llevó más de veinte años. El él había incluido dos cuentos nuevos que, me pareció, tenían otra calidad literaria que los viejos cuentos —a pesar de la edición, que me había tomado mucho más de lo que me tomó este libro entero, lo que me confirma, si le sirve de dato a alguien, que es más fácil empezar un libro desde cero que recopilar uno con relatos o fragmentos viejos—. Me quedó en la cabeza, por entonces, la idea de hacer cuentos un poco más acordes al yo de hoy, o de la actualidad.

    La situación de cuarentena disparada por el ya mundialmente famoso y omnipresente COVID—19 me dio más tiempo para algunas cosas —y menos para otras—, y me motivó a dedicarle un poco del tiempo diario a la escritura de esos cuentos. Tenía dos o tres disparadores que me había anotado por algún lado hacía un tiempo y que pronto transformé en historias. A una velocidad abrumadora comenzaron a aparecerse frente a mí más y más ideas en momentos, situaciones o lugares a veces completamente inesperados. También, vale aclarar, producto de que volví a participar —como lo hiciera a mediados del año pasado—, de varios concursos literarios. Algunos cuentos aquí volcados están atados a los formatos de esos concursos, pero una selección de ellos me pareció, no obstante, adecuada para ser publicada en este libro.

    Es quizá gracioso que Música (Notas y tiempos), al que considero mucho mejor redactado que El Cubo Rubik (Historias desclasificadas), me llevó solo unos tres meses de trabajo. Y no tan intenso.

    Por último, y para evitarle al lector un prólogo interminable, ¿por qué lo llamé Música (Notas y tiempos)? La explicación es simple: cuando ya había redactado varios de los relatos, advertí que muchos habían surgido de notas, anotaciones, tanto las que tenía desde aquel momento en que decidí que algún día escribiría un nuevo libro de cuentos como recientes y, a la vez, que no eran pocos los que estaban centrados en la obsesión del ser humano con el paso del tiempo. Notas y tiempos me sonó a música, aspecto, a la vez, central en un par de relatos de este libro. Y eso fue todo. O casi todo: la música es una porción esencial de mi experiencia de vivir, acaso la más importante, a pesar de que estoy aquí y ahora expresándome mediante la literatura. Creo que hay algo de música en estos relatos, algo de sonoridad, incluso por momentos algo de la búsqueda de espectacularidad y teatralidad que expresan el (mal) llamado rock o los conciertos musicales.

    No puedo terminar este prólogo sin mencionar que muchas de las referencias musicales de este libro se las debo a mis profesores de música, especialmente a mi profesora Analía, quien fuese mi instructora de guitarra, el único instrumento que pude empezar a aprender a tocar medianamente, y gracias a ella, su paciencia y, sobre todo, su invaluable calidad como guitarrista y como docente. Y también, es justo decirlo, a mis padres, de quienes aprendí mucho de música escuchando, sin poder evitarlo, lo que ellos escuchaban, pero también gracias a que fomentaron mi aprendizaje desde niño y dándome acceso a herramientas fundamentales para ello, desde equipos musicales, cassettes y luego compacts hasta, lógicamente, mi guitarra, con la que llegué a componer algunas humildes y limitadas piezas que, quizá, algún día serán parte de un libro como este.

    Supongo que lo llamaré Cuentos.

    Patricio Martín dos Reis, septiembre de 2020

    Pítari timará con ser Dios

    Si multiplicamos los tres números que componen el número de la bestia, seis por seis por seis, el resultado es doscientos dieciséis. Y dos más uno más seis es nueve. Esto quizá no sería argumento suficiente si no fuese porque al sumar los tres números el resultado es dieciocho, y al sumar el uno y el ocho el resultado es nueve otra vez. Por eso sé hoy, con total certidumbre, que el número de la bestia siempre fue el nueve y no el seis. No en vano el símbolo de uno se obtiene girando ciento ochenta grados el del otro, como la bestia se manifiesta girando en igual ángulo la cruz de Cristo. Su juego es cambiar de lugar las cosas, invertir el sentido, confundir y hacernos creer que tenemos respuestas cuando en realidad sucede lo contrario.

    Perdón, supongo que me fui por las ramas. Para entonces yo vivía en una casa vieja de la avenida Medrano al 900, en un primer piso subiendo las escaleras, apenas a pasos de la larga curva que dibuja la avenida Israel para separar a Almagro de Villa Crespo. Cuando me mudé me pareció perfecta: era una casa amplia, por un precio más o menos razonable de alquiler y estaba a metros de la sede Regional Buenos Aires de la Universidad Tecnológica Nacional. Yo aún pensaba continuar los estudios que había iniciado cuando me propuse ser ingeniero, allá por mis dieciocho años. Ahora, con más de treinta y un poco menos de pelo en la cabeza, pero igual de huraño que siempre, me había propuesto enfrentarme a mis molinos de viento: Álgebra y Geometría Analítica y Química Orgánica. Sin embargo, también tenía que usar esa cabeza para producir algo, porque el jefe de redacción de la revista de arte no iba a permitirme que pasara cualquier cosa y yo lo sabía bien, así que mi cerebro debía trabajar más que nunca. Dicen que hacer trabajar el cerebro a veces gasta más calorías que hacer ejercicio y no sé si aquello será verdad, pero por entonces yo no superaba los sesenta kilos que, no obstante mi metro setenta, era un indicativo de delgadez.

    La casa era una vieja vivienda convertida a un estilo industrial o loft sin ser precisamente un loft. Las paredes tenían un aspecto rudo e inacabado, de cemento alisado brillante y los pisos eran de granito pero estaban particularmente cuidados. Un biombo de madera barnizada, color caoba —aunque posiblemente de pino—, separaba la cocina—comedor de la cama y esto daba una sensación particular de amplitud. La luz natural nunca encandilaba y me resultaba ideal para estudiar, leer, escribir o componer. Porque si mi trabajo de escribir era mi hobbie, no era menos cierto que mi verdadero hobbie era la música.

    Sabía que ahora tocar la guitarra iba a ser un imposible, por lo que solía echar mano a un par de CDs de música que tenía desde hacía años que, al menos, iban a hacerme recordar los tiempos en que había estudiado en Avellaneda. Uno era Festival de Guitarras Latinoamericanas de Gerald García, donde había un tema llamado María Luisa, de Antonio Lauro, que me gustaba particularmente. No recuerdo cuál era el otro disco, pero sí que además tenía un viejo cassette que venía con el primer libro de estudios de Irma Constanzo, con el que había dado mis primeros pasos en el aprendizaje de la guitarra. Aquel cassette incluía ejecuciones de piezas cortas que intentaban facilitar el estudio de las partituras del libro y había algunas que me gustaban bastante, así que, aunque me resultaba extraño escuchar melodías que había aprendido durante mis primeros años de acercamiento a la música, la verdad es que disfrutaba haciéndolo. Y comencé frecuentar esta práctica mientras escribía mis artículos, aunque nunca cuando estudiaba: jamás la música me ayudó a estudiar, todo lo contrario, la menor distracción podía hacer que el castillo de naipes se viniera abajo.

    Fue una tarde —particularmente soleada, recuerdo— que, mientras escribía un artículo sobre la Guerra de Vietnam y la música en los '70, decidí hacer un alto para despejar mi mente y desenfundé mi vieja guitarra. Estaba un poco desafinada, así que golpeé el diapasón contra mi muslo y lo acerqué a mi oído para escuchar de cerca el sonido de 440. Después de afinar la guitarra rápidamente, abrí mi viejo y ajado libro de estudios de Irma Constanzo y la primera pieza que se mostró ante mí fue Sarabanda, de Jorge Pítari. La toqué una vez y me sentí hipnotizado por ella, a pesar de que fui consciente en todo momento de que afuera se podían escuchar algunos ruidos de automóviles y el bullicio normal de las tardes en la ciudad de Buenos Aires. La volví a tocar y luego preparé un café y me senté de nuevo a la computadora para seguir escribiendo. Debajo de lo escrito hasta entonces apareció una frase de lo más extraña: PÍTARI TIMARA CON SER DIOS: EL ES LA BESTI*. Lógicamente, lo más extraño no era la frase en sí, sino la aparición de la misma en la pantalla en forma espontánea. Sentí un cierto temor que fue creciendo momento a momento hasta convertirse en horror. Traté de obviarlo, puesto que el texto debía ser entregado antes de las doce de la noche si quería cobrar y evitarme explicaciones. Redacté velozmente, tratando de olvidarme de aquello, diciéndole a mi cabeza que más tarde nos ocuparíamos de ello. Tal fue mi negación de la realidad, que el café que había preparado se había enfriado junto con la tarde hasta que cayó la noche. El artículo estaba listo.

    Me dirigí al baño a orinar y vi, escrita con marcador sobre el espejo del baño, la frase que había aparecido en el monitor minutos antes. La borré, desesperado, y me mojé el rostro. Apoyé los codos sobre el vanitory y me tomé la cabeza. Sin poder pensarlo siquiera, mi cuerpo me arrastró, como si hubiese perdido mi alma, hasta donde estaba el viejo radiograbador. Coloqué el cassette y busqué la breve pieza de Pítari. La escuché una y otra vez. Nueve veces en total. Era hipnótica, no tenía nada que ver con una sarabanda antigua, era más bien una pieza con un dejo oriental, o la música de una cajita musical que acababa en tensión, con unos armónicos que no lograban dar la calma final que ansiaba y que me hacían volver una y otra vez al principio. A la novena vez sentí un quiebre.

    Como si estuviesen esperando el momento indicado, unas hojas amarillentas cayeron del libro al suelo luego de aquella sensación. Las leí y al principio no las reconocí, como suele suceder, pero al instante la revelación llegó: eran viejas anotaciones impresas en matriz de puntos en las que se podía leer argumentos que había guardado en mis épocas de férreo ateísmo, argumentos que había usado para debatir con cristianos en los foros y en las primeras redes sociales que aparecieron allá por los inicios del siglo XXI. En una de las hojas se rebatían a la perfección cada una de las vías de Santo Tomás de Aquino. En otra, se echaba mano a la ridiculización de la famosa Serie de Grandi. San Agustín, Polkinghone y hasta Isaac Newton habían sido objeto de mi redacción impiadosa. Recordé cada palabra y la lógica de cada uno de los argumentos me resultó perfecta, no pudiendo evitar el pecar de vanidad.

    Entonces me dirigí al baño, con un marcador negro, y escribí la frase en el vidrio. Pasé unos minutos reordenando las letras y entendí todo. Ni Pítari ni su sarabanda habían hecho otra cosa que servirme de excusa para esconder a la bestia. También entendí por qué un asterisco reemplazaba a la a que faltaba. Borré la frase con alcohol y todas las anotaciones debajo de ella y, por un segundo —quizá menos—, los ojos de la bestia se presentaron sobre el vidrio y vieron a los míos fijamente.

    Tomé las anotaciones, arranqué la página con la sarabanda del libro y coloqué el cassette encima de todos los papeles, prendiéndoles fuego sobre un plato.

    Desde entonces, no puedo evitar escuchar una y otra y otra vez la pieza de Jorge Pítari, a pesar de que jamás he vuelto a reproducirla ni se me ha ocurrido, siquiera, tocarla con la guitarra.

    Leer no muerde, solo mata

    —¡Qué hora para aparecerse, señor Rey! —exclamó el oficial Reinoso, un poco jocosamente y para disimular su irritación— Creo recordar que no es lo que habíamos acordado.

    —Escúcheme oficial, esta citación no tiene sentido alguno —reclamó Martín Rey.

    —Disculpe... Martín —retrucó Reinoso—, no es decisión nuestra. En todo caso, solamente nos contesta unas preguntas y después se va a su casa.

    El policía miró a su compañero, que estaba frente al teclado de una computadora presto a redactar la declaración de Martín N. Rey, autor de varias novelas y cuentos que se caracterizaban por su obsesión con el horror y lo sobrenatural.

    —¿Puedo fumar? —preguntó el escritor.

    Reinoso miró a los ojos al policía al teclado, buscando alguna objeción. Sin decir palabra, se entendieron. Reinoso asintió con la cabeza y luego dijo que sí. Martín Rey encendió el cigarrillo cubriendo instintivamente la punta del encendedor con su mano, a pesar de que allí dentro —del mismo modo que afuera, en aquella apacible noche de verano— no había viento. Inspiró profundamente y pareció relajarse. El oficial al teclado sintió cierta comezón en la garganta y tosió dos veces. Rey preguntó si lo apagaba, pero el policía negó con la mano, dando a entender que no había problema alguno.

    —Dígame, señor Rey —inició así el interrogatorio el oficial Reinoso—, ¿conoce a estas cuatro personas?

    Rey miró las cuatro fotos, prolijamente colocadas en un arreglo de dos por dos sobre el antiguo y macizo escritorio. Volvió a pitar el cigarrillo y contestó, exhalando algo de humo al hablar.

    —Sí, claro —respondió.

    Reinoso asintió con la cabeza.

    —¿Nos podría indicar quiénes son?

    —Sí —respondió Rey y se inclinó ligeramente para adelante, señalando cada foto con el dedo índice de la mano izquierda—. Este es el profesor Agorregui... Máximo Agorregui, si no me acuerdo mal —miró a los oficiales, levantando la mirada sin mover la cabeza—. Esta es Clarisa, mi ex novia. El tercero parece ser Claudio Martínez, un viejo compañero de la carrera de Filosofía y Letras.

    —Efectivamente, es él —interrumpió Reinoso.

    —Y el cuarto es mi... padre —dijo Rey.

    —O debería decir eran —retrucó el oficial.

    —En efecto. Todos han fallecido.

    —Recientemente —intervino el oficial Reinoso.

    —Sí, correcto —contestó Martín Rey—, lo que no tiene sentido es que me involucren a mí con la muerte de ellos cuatro. Es cierto que los conocía, pero en todos los casos quedó claro que murieron por causas naturales o por enfermedades.

    —Bueno, es lo que han dicho los forenses,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1