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Corazones en barbecho
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Libro electrónico159 páginas2 horas

Corazones en barbecho

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Corazones en barbecho, cuentos en primera persona.

El barbecho es una técnica agrícola que consistente en dejar sin sembrar un terreno de labor durante uno o dos años para que descanse y pueda de esta forma regenerarse.

Corazones en barbecho narra, en primera persona, historias de personajes que por distintos motivos (una ruptura, el fallecimiento de alguien cercano, un traslado laboral, dificultades para comunicarse con los demás, la llegada de la vejez, un trágico accidente con lesiones y otras formas de soledad) se encuentran en un momento parecido.

Almas que demandan, antes de continuar con sus vidas, hacer una pausa, tomarse un tiempo para reflexionar o pasar su luto, dar un paso atrás para coger carrerilla, abstraerse del mundo exterior y mirarse por dentro.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 feb 2018
ISBN9788417321864
Corazones en barbecho
Autor

Arturo Lorenzo Álvarez

Arturo Lorenzo Álvarez, Oviedo, (1968) es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza y actualmente reside en Sant Celoni (Barcelona). En 2011, «Obsidiana», que forma parte de su libro de cuentos cortos Minerales, fue seleccionado en el III Concurso de Relato Histórico, Hislibris, e incluido, junto al resto de ganadores, en el recopilatorio Cuentos de Otoño y otros relatos (Ediciones Evohé). Además, ha escrito dos novelas, Duendes Negros y Segunda Venida, todavía no publicadas.

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    Corazones en barbecho - Arturo Lorenzo Álvarez

    Corazones-en-barbechocubiertav12.pdf_1400.jpg

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Corazones en barbecho

    Primera edición: febrero 2018

    ISBN: 9788417234416

    ISBN eBook: 9788417321864

    © del texto:

    Arturo Lorenzo Álvarez

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Segunda primera oportunidad

    No hace mucho que llegué a esta ciudad. ¿Por qué vine? ¿Cómo llegué a parar aquí? A causa del trabajo, supongo. Aunque, si soy completamente sincera, debo decir que el motivo real de este cambio fue mi marido, bueno, mi exmarido. O, puestos a buscar la razón última, tal vez sería más honesto afirmar que todo se debió a mi actual estado civil de divorciada.

    Después de tres años con algunos ratos buenos, muchos días malos e incontables meses peores que el anterior, decidimos separarnos; civilizadamente, como se suele decir, y de mutuo acuerdo. Y así lo hicimos; sin una voz más alta que otra, evitando tomar rehenes entre los amigos o los familiares, sin buscar culpas sino soluciones, tratando de ser generosos el uno con el otro, aparcando el dolor. Lo conseguimos, he de admitirlo; nuestra separación fue modélica, es decir, un verdadero horror.

    Creo que lo peor de todo fue repartirnos las cosas. Y cuando hablo de cosas, no me refiero a esas tan importantes como la casa, el coche o los muebles. Estoy hablando de detalles, de objetos que no son imprescindibles, algunos incluso carentes de toda utilidad práctica o decorativa. Es más, en la mayoría de los casos, su principal o única función es estar y precisamente solo notamos su existencia cuando faltan. Las viejas cartas que llevas años sin leer, las antiguas fotos que ya no miras, los anticuados discos de vinilo que no escuchas porque hace siglos que te pasaste a los cedés, los olvidados cuadros que llevan tantos años colgados de las paredes que ya no reparas en ellos... pertenecerían a esa categoría.

    Pude con todo; con la soledad y el abandono, con los inevitables reproches educadamente lanzados por él, con la traumática venta del que había sido nuestro hogar, con las caras de circunstancias de los amigos, que trataban de no tomar partido y de mantener una sana neutralidad, con el disgusto de mi madre y la decepción de mi padre. Con todo.

    Pero un día sentí que no aguantaba más y decidí escapar. O tal vez sea más correcto decir que, cuando me llegó una oferta de trabajo para trabajar lejos, vi claro que aquella era mi salida, la única solución. Y de esta forma vine a parar aquí, donde estoy empezando a remontar el vuelo, a volver a ser una persona.

    Los comienzos siempre son difíciles, pero para mí no lo fueron demasiado. Estuve tan entretenida con ir amoldándome a todas las novedades (paisaje, clima, piso, trabajo…), que para cuando me quise dar cuenta, ya habían pasado los primeros meses y me había construido un mundo a mi medida; sola, aunque sin sentirme así. Y, mientras, las heridas habían empezado a cicatrizar y apenas me molestaban. Tan solo la presencia del mar, la cercanía de una playa, el contacto de la brisa marina añoro. Pero a cambio es mucho más lo que he ganado.

    Poco a poco me he hecho dueña de una rutina que, al contrario de la otra que antes sufría, me pertenece únicamente a mí y a la que por ese motivo no tengo nada que reprochar. Me despierto, me levanto, voy a trabajar, compro, limpio, como y duermo y, por primera vez en mucho tiempo, me siento viva al hacer todas estas cosas que con anterioridad hacía, pero que ahora se me presentan no como obligaciones o simples necesidades, sino como reivindicaciones de mi libertad, como pruebas inequívocas de que soy otra sin haber dejado de ser yo.

    También he empezado a recuperar antiguas aficiones que había abandonado a causa de él; o a las que había tenido que renunciar por la falta de tiempo que la convivencia, los compromisos y los problemas me provocaban; o que simplemente había dejado, sin darme siquiera cuenta, por simple pereza o comodidad. Entre ellas, la que se me hace más querida, la más antigua, es la lectura. Nunca he dejado de leer, es cierto, pero no puedo considerar parte de esta afición, de ese inefable placer íntimo, todos esos años que he pasado con un libro abierto en la cama, a última hora del día, con él al lado, cansada, malhumorada las más de las veces, incapaz de concentrarme y esperando a que me entrara el sueño. Así, ahora he vuelto a saber lo que es saborear un buen libro, con tranquilidad y dedicándole los mejores momentos.

    Desde que llegué a Alcalá me gusta hacerlo de día y al aire libre. Suelo bajar a media tarde hasta una especie de plaza, un pequeño parque más bien, que encontré un día por casualidad cerca de la Catedral Magistral. Se llega a él a través de la calle Empecinado o de la calle La Tercia y tiene unos cuantos árboles no demasiado grandes ni frondosos, varios campos de grava para juegos y zonas con vegetación, unos cuantos bancos, una pista asfaltada en el centro rodeada de columnas rectangulares de ladrillo y una larga fuente escalonada con pequeños surtidores en uno de sus laterales. Creo que lo llaman el Huerto de los Leones y, aunque suele ser frecuentado por madres que han sacado a sus niños a jugar, abuelos en busca de un sol lo suficientemente generoso como para calentar sus viejos huesos y algunos grupos de adolescentes que se han escapado del colegio, desde el primer momento supe que aquel era mi sitio.

    Desde ese día me acerco siempre que el tiempo lo permite y me siento a leer. Me gusta la tranquilidad que el lugar transmite a pesar del jaleo, me llena el arrullo del agua refrescando el ambiente y la presencia, sobre el muro de casas bajas que lo rodean, del campanario de la catedral. Aunque ahora la torre se muestra majestuosa y plena, recuerdo que al principio la estaban rehabilitando y que, cada vez que levantaba la vista de mi libro y reparaba en el esqueleto de andamios que circundaban su estructura de piedra, no podía dejar de sentirme identificada con ella. Pero las obras hace ya meses que finalizaron, al igual que las tareas de recuperación también han avanzado en mí.

    Y como es lógico, leyendo estaba cuando me fijé en él. Era una de mis primeras tardes de lectura, un día de primavera en la que, como es típico en esta tierra, el sol decide de improviso caer con fuerza y el verano parece que se ha adelantado e instalado prematura y definitivamente. Uno de esos días en los que es fácil ver a rubios y pelirrojos estudiantes extranjeros transitar, desconcertados y sofocados, con sus chaquetas o los jerséis bajo el brazo, llenos de estupor e incredulidad ante una contundencia climática que parece desproporcionada, incluso para España.

    Yo había empezado El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Una obra especialmente entrañable para mí y a la que a lo largo de mi vida he vuelto cada cierto tiempo, como si de un viejo amigo se tratara, buscando consejo cada vez que quiero cerrar una etapa o iniciar otra; procesos que, en mi caso, no tienen por qué coincidir o ser uno causa del otro. Es sin duda mi novela preferida, una especie de guía sentimental, de catálogo de afectos que me procura lo que necesito: consuelo, consejo o simple compañía.

    A pesar de que hay capítulos que ya me sé de memoria y que mis ojos podrían resbalar por sus líneas, adelantando escenas y diálogos, cada nueva lectura requiere más tiempo y no es porque me recree o intente saborearlo especialmente. El motivo es que cada vez me es más difícil terminarlo, porque una vez paso su última hoja y acabo sus postreros párrafos, aunque lo haya disfrutado más que nunca, aunque una vez más haya encontrado en él matices nuevos y argumentos escondidos, se adueña de mí una sensación de desencanto, de nostalgia antigua y, por qué no decirlo, hasta de desilusión.

    Era fácil que él llamara enseguida mi atención, pues no pegaba nada en aquel sitio; con su traje y su corbata, su maletín gastado y sus gestos de profesional competente. Me lo tropecé de manera casual cuando estaba con la mirada perdida tratando de descansar la vista y, aunque apenas pude observarlo medio minuto antes de que se levantara y se fuera, me pareció triste. Aquella primera tarde fue la única que le vi sentado, pero, aunque nunca más se volvió a parar, en días sucesivos lo vi atravesar, siempre a la misma hora, el parque. Pronto mi cuerpo se acostumbró a él y, por muy enfrascada que estuviera en la lectura, siempre levantaba la cabeza en el momento en el que aparecía por la entrada de la calle La Tercia, con su aspecto de persona ocupada y su porte distinguido. Y con aire ausente, como de estar ya en otro sitio; en el lugar, supongo, al que se dirigía.

    Transcurrida la primera semana, me di cuenta de que únicamente aparecía en días laborables, por lo que deduje que aquel trayecto lo utilizaba para dirigirse hacia su trabajo. Por su indumentaria, imaginé que se dedicaba a alguna una profesión liberal; seguramente, era abogado. Y, antes de darme cuenta, comencé a añadir datos y más datos sobre su existencia. De tal forma que cada día intentaba descubrir nuevas cosas de él. De su tristeza inferí que era viudo. Pero no reciente, porque su sobria y aburrida pulcritud y el orden sistemático que seguían los trajes, camisas y corbatas que vestía, indudablemente masculinas, no parecían adquirida recientemente, sino fruto de unas pautas de años. Los rizos silvestres que adornaban su nuca y alguna combinación de colores en su ropa, normalmente la de los miércoles, me confirmaron la idea de que no había una esposa en su vida.

    Pronto me di cuenta de que la absoluta indiferencia con la que pasaba por delante de mí era en realidad timidez y que había reparado en mi presencia también desde el primer momento. Era imposible, incluso para el más despistado de los hombres, que no hubiéramos establecido en todo aquel tiempo, aunque solo fuera por accidente, un breve contacto visual de no mediar los esfuerzos conscientes de él porque esta circunstancia no se produjera. Una vez alcanzada esta conclusión, fue inevitable que empezara a fantasear. Lo convertí en objeto de un amor galante e inofensivo con el que me entretenía cada día. Presentía sus deseos por lograr un acercamiento, creía ver sus esfuerzos por vencer el miedo, alcancé incluso a ver sus torpes avances y con eso me consolaba.

    Pero precisamente hoy, el día en que he terminado mi libro (justo cuando Florentino Ariza le dice a su amada la frase que lleva preparada en su corazón desde «hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días», esa sentencia simple pero eterna en las historias de amor: «Toda la vida»), me he dado cuenta de que, a pesar de que es martes y laborable, él no ha aparecido y he sabido que nunca más lo volveré a ver.

    Y ha sido en este momento, cuando a la habitual pesadumbre que me provoca terminar este libro, se ha unido una sensación de abandono motivada por su ausencia, cuando después de años, al fin, he llorado. Y, además, he entendido mis sentimientos y lo he comprendido todo.

    Cada vez que leo El amor en los tiempos del cólera no busco recrearme otra vez con una historia de amor que considero total, no quiero disfrutar de la prosa mágica de García Márquez de nuevo, ni

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