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Alcohol de 99º
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Libro electrónico521 páginas7 horas

Alcohol de 99º

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A Arthur le tocaron las peores cartas de la baraja al llegar al mundo: una madre muerta por una sobredosis de heroína, una tía medio lunática, los años en el reformatorio, descubrirse gay en la España de los años 80, la cárcel... Pero es precisamente en prisión donde encuentra por primera vez la comprensión y el cariño que necesitaba, por parte de su compañero de celda: el Piro, un atracador de bancos. Sin embargo, la puesta en libertad de Piro lo deja indefenso frente al resto de presidiarios y las insaciables garras del terrorista Pilón. Violado y traumatizado, Arthur regresa a la sociedad, trata de reconstruir su vida, ocultando su orientación sexual ante sus amigos de toda la vida, pero desmelenándose en el ambiente barcelonés de finales de siglo. Aun así, la sombra del recuerdo persiste, igual que sus ansias de venganza. -
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento13 ago 2021
ISBN9788726863758

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    Alcohol de 99º - José Manuel López Marañón

    Alcohol de 99º

    Copyright © 2015, 2021 José Manuel López Marañón and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726863758

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Raúl Bartolomé, Asís Lazcano, Jon Arcaraz, Óscar Landeta y Pablo Lazkanoen agradecimiento por su apoyoy gran ayuda literaria.

    Para Julia Marañón, Almudena Natalías, Kika Sureda, Teresa Suárez, Anna Miralles y Albahaca Martín, a quienes debo estar en Trivium.

    1. Starting over

    Una desolación envenenada bullía por sus venas mientras los años, siempre inclementes, mellaban su carácter con las muescas de la pubertad. Y es que a diferencia de su amigo Asís, y a diferencia también del resto de la humanidad, pensaba sintiéndose un marciano, él no sabía quién era su padre. Ante una carencia afectiva de semejante tamaño cualquier educador afirmaría que, del conjunto de causas que convierten a un chico de trece años en un descarriado, aquella encabezaría la relación; que la sombra de esa ausencia planearía sobre una adolescencia —la suya— a la que no se adivinaba el final.

    Plantado en el umbral del túnel, esperanzado en atravesarlo (ojalá con ayuda de una de esas máquinas del tiempo que transportan a los héroes en los tebeos), Arturo suspiraba por ingresar en la edad adulta. No padecía el síndrome de Peter Pan. Al contrario de muchos chicos él quería crecer —y cuanto antes, además—. Su deseo, manía más bien, se alborotaba con los deslumbramientos que las películas de quinquis producían en espectadores bisoños como él.

    Al salir del cine, aquella juventud de la calle, antes cotidiana, resplandecía atronadora; tampoco desprovista de la rebeldía con que venía de empacharse, esos atributos, lejos de desmitificarla, prestigiaban el modelo a imitar.

    A la espera de que llegase el momento para estremecer a tanto mediocre que pagaría en su pellejo la pertinaz demora, el delincuente in pectore distraía sus zozobras enfrentándose a un señor con melena de vizconde, bigote perfilado y ojitos de trillán. Un pedrusco verde esmeralda balanceaba de una cadena por su cuello. Infatigable a la hora de inventar recriminaciones sin réplica, aún necesitaba ahuecar la voz para insultar con convicción a la aparición que él mismo provocaba.

    El imposible diálogo concluía cuando unos fulgores resquebrajaban la piedra desde su entraña. Se producía un estallido enceguecedor y, transfigurado por el abanico de centellas, el mudo e indefenso personaje quedaba desvanecido entre el humo.

    La mirada justiciera de Artur no parpadeaba hasta la consunción del último rescoldo.

    Aquellas desintegraciones paliaban sus sinsabores de medio huérfano, pero, apenas aliviado tras desalojar algo de lastre, él no cruzaba los brazos a la espera del nuevo ensalmo. Revolver cajones en busca de fotos, del escrito que despejara el misterio, o, cuanto menos, mostrase algún indicio para su desvelo, formaba parte de su único quehacer. Lo concluía desilusionado y entonces abordaba a la madre, cada vez con mayor destemplanza, para arrancar de sus labios las palabras que pudieran orientarlo.

    Estrella, una heroinómana todavía joven que vestía falda de lamé como si viviera en una fiesta perpetua, con la nariz torcida por el puñetazo que le dio un camello, era incapaz de aplacar las pretensiones de su hijo con algún nombre inventado y resultaba más ineficaz, si cabe, en los intentos por esbozar a bote pronto un retrato del autor de sus días. Llegada a estas encrucijadas esquivaba al niño, que no era raro recibiera alguna bofetada. Fruto de la impotencia, tales acciones punitivas subrayaban su real ignorancia.

    Seducida por el espíritu de libertad que Londres irradiaba al mundo había acudido a su llamado con la excusa doméstica de aprender allí el idioma del futuro. Una amiga que la precedió la esperaba. Además, a su vuelta, alguien, aseguraba, le había prometido un puesto de administrativa en una naviera.

    Las aceras de Carnaby Street latían al ritmo del beat del Mersey (grupos de rock procedentes de Liverpool que tenían en unos jovencísimos Beatles a su avanzadilla) y la bilbaína, contagiada por la efervescencia ambiental, adquirió en los bazares unas faldas cortísimas y los famosos suéteres pop art que se ajustaban como una segunda piel. Se hizo con unas botas ecuestres y varios pares de gafas de sol, redondas, enormes, que encontraba en puestos callejeros. Tal vestuario favorecía que detectara al vuelo la brisa que el Merseyside esparcía por la ciudad recién conquistada.

    Los músicos, de tan numerosos, veíanse obligados a compartir los escenarios para poner en pie sus espectáculos. En una Nochebuena, dentro del Astoria Cinema, tres mil fans, entre los que estaba Estrella, habían enloquecido con las figuras de un cartel irrepetible.

    Gracias a sus privilegiadísimos contactos, sabiéndose una afortunada, empezó a ingerir las muestras inaugurales de LSD que llegaban desde los Estados Unidos. La droga —aún no ilegal en Gran Bretaña— se disolvía en las copas y causaba furor en unas fiestas que terminaban al alba. Los efectos malos de la sustancia parecían limitarse a una excesiva dilatación de las pupilas acompañada por cierto toque de ansiedad, que evidenciaba a sus consumidores.

    Estrella se hizo habitual de la discoteca Ad Lib Club. En su pista empezaron a verse los trajes mod y las minifaldas. La nueva jet set reinante en la metrópoli se reunía allí: figurines, astros del rock, peluqueros, fotógrafos, actores y comediógrafos bailaban unos ritmos que combinaban respingos trogloditas con sugerentes giros de cadera y arqueos de brazos cargados de sensualidad. El frug y el hitch-hike causaban furor. Espontáneamente los bailarines formaban quilométricas congas que bajaban las escaleras del local, llegando hasta la calle.

    Víctima de un desengaño amoroso Estrella estrenó una promiscuidad a la que coadyuvó a agrandar los desbarajustes que el ácido lisérgico crea (tras una ingesta prolongada) en la percepción del tiempo —desbarajustes que afectan a la identidad del consumidor, apta, de repente, para permanecer horas ausente—. Dirigida hacia los antros más oscuros por una brújula con los cuadrantes torcidos, no pocos espabilados conseguían arrimarse a ella para proponerle fugaces intercambios sexuales. El insensato pandemonio de las guitarras eléctricas conformaba un sonido crepitante, el cual, apoyado por los tambores que algunos aporreaban, aumentaba el desarreglo nervioso que, ya de un modo continuado, padecía la dirty spanish Star—como era conocida por el Soho.

    En 1963 aún no existía la píldora y la despechada mujer no era cuidadosa en sus relaciones. Pronto supo de su embarazo. Rehuida por los que prometían el oro y el moro en noches tan desenfrenadas como efímeras, y lo peor, sin superar el revés sentimental origen de tantos excesos, asustadísima, Estrella anticipó el regreso a Bilbao.

    El padre, dueño de un puesto en el mercado, al comprobar su lastimoso estado y enterarse de cómo iba a convertirse en abuelo de manera tan desentonada, la devolvió, sin contemplaciones, a la calle.

    Estragada por la heroína, hacía tiempo que la mente de Estrella era un caos. Señalaba en vez de hablar, y las veces que le resultaba imprescindible abrir la boca quienes la escuchaban sostenían que armaba sus frases con el abecedario de la demencia. Pasaba las mañanas en un piso de la calle Irala, echada sobre su cama en un sopor de plomo. Al atardecer salía a buscarse la vida dejando a sus espaldas una estela de infortunio.

    Criado en las aceras del barrio adonde había llegado con su madre, a Artur algo aliviaba la angustia ser el mejor, a golpes de petaco, en las máquinas de la hoy sala de juego Joker. En futbolines de barras oxidadas destacaba de guardameta y se lo rifaban. Cuando fundía la calderilla era el turno de las sentadas bajo el árbol que había descubierto en una pira, en lo alto del parque, junto a un caserón.

    La sombra proyectada por un robusto tilo se había convertido en su sanctasanctórum.

    Con las espaldas pegadas al tronco pautaba el decurso de las horas con la peripecia de una hormiga o con los vuelos de las bandadas de pájaros. Fantaseaba con la gloria y los triunfos, aunque sin ser capaz de concretar los méritos que lo elevaban sobre el resto de los mortales. Agotado de recibir homenajes, Artur se adormecía.

    Para disfrutar de una total desidia, pensaba, camino de casa, que en su vida sobraba el recurrente temor a ingresar en la Protección de Menores, cómo de plácida y serena sería, sin él, su existencia.

    Matriculado a última hora por su madre en la escuela Tomás Camacho se hizo famoso como estudiante díscolo. Él se burlaba de aquellos maestros desmochados, distraía a sus condiscípulos, y, en ocasiones, conseguía interrumpir la lección.

    Buscaba pelea con chicos mayores para sentirse vivo.

    Artur fue resignándose a la soledad.

    Pasada la novedad de sentirse el malo de un grupo de cagones, saltarse las clases más farragosas, y pronto todas acababan siéndolo, fue costumbre hasta que dejó de aparecer. Los profesores, tal era su justificación, «eran unos resentidos que acaban ahí para no morirse de hambre». Cualquier cosa que pasara en la calle resultaba más pedagógica que asistir a aquel circo revenido.

    Durante los meses fríos, descartado el árbol, Artur no salía de los billares. Convertido en sombra de un pederasta que canjeaba en el urinario tabaco por tocamientos, rarísimas eran las ocasiones en que conseguía sacarle unas monedas, escasas incluso para un reestreno.

    Artur coincidía con Asís en los billares. Enmarañados en la mezcolanza de novilleros, menestrales de paso y adultos desocupados que echaban ahí mañana y tarde, ambos se tenían vistos por compartir menú en el comedor público. Tras un tiempo de tanteo, Asís, que esperaba en la puerta hasta que abrían, guardaba sitio a Artur en la larga mesa. Eran los únicos no adultos en aquella intemperie de vagabundos varados, de tipos con aspecto extranjero que parecían llegar de dar la vuelta al mapamundi de la desdicha, a la espera ahora del rancho de caridad.

    Los chicos terminaron por juntarse más para ahuyentar al fantasma de la adversidad que por solidaridad generacional.

    Era Asís un niño amedrentado, de cara angosta y barbilla estrecha; sus cejas sin división y el pelo grasiento, cortado a tazón, completaba un semblante vulgar. El chaval anhelaba la comida como su única alegría diaria. Artur había oído decir que su padre era policía y, también, un borracho pendenciero al que servían con pavor en las tascas. A pesar de tal catadura envidiaba la «suerte» del chaval, que llamaba papá a un ser de carne y hueso. No iba a desairarle: «Además», se decía, «estoy yo como para meterme con nadie».

    El así favorecido por la fortuna, por su parte, comparaba su vida con la de otros compañeros. Esos niños tenían padres que venían a buscarlos a la salida de la escuela, que los besaban y regalaban caramelos. El suyo parecía no tener otra preocupación que empapar la esponja. Ni en casa lo besaba; en cambio, y en esto era constante, lo humillaba. Para insultar a su hijo removía la boca como si masticara veneno:

    —¿Por qué no hiciste esto, peazo cabrón? ¿Por qué no hiciste aquello, peazo cabrón?

    Asís sumergía su cabeza bajo el grifo de la cocina. Las gotas sustituían a las lágrimas y su fresco rodar por los mofletes le infiltraba un consuelo. Con semejante panorama resultaba explicable su tendencia a no hablar. Tan ensimismado permanecía que, en ocasiones, Artur le pedía que se fuera por ahí con sus alegrías, que para eso prefería estar a su aire. Pronto aflojaba su rigor y se levantaba para agarrarlo del hombro.

    —No seas tonto, era un vacile —le decía—. Pero es que te pasas la comida sin decir nada.

    —Mi viejo pega a mamá —le dijo un día Asís.

    —Y tú, ¿qué haces?

    —Pues nada. ¿Qué voy a hacer? ¡Me puede!

    —Chívate a la policía y…

    —Es que mi viejo es poli.

    Dos años menor, Artur protegía a su amigo. Le llevaba a casa y muchas veces lo obligaba a dormir allí, resguardándole de aquellas furias paternas precedidas por brisas de odre que azotaban su piso.

    Alguna noche que Estrella distinguió un bulto en el sofá, ni se dio por enterada. Ella fue la primera mujer desnuda que entrevió Asís. Aparecía de madrugada, tan puesta que se quitaba de pie la ropa, con lentitud inconcebible. A pesar de ello, perdía el equilibrio y daba con su cuerpo en el suelo. Luego de hilvanar unas parrafadas reptaba sobre la moqueta, y, riendo sin ton ni son, se incorporaba y entraba al dormitorio con un estropicio tal que despertaba a su hijo. Este la ayudaba a meterse en la cama.

    —Tú esto no se lo cuentas a nadie, ¿verdad?

    Asís bajaba los ojos mientras untaba su rebanada.

    —No.

    —Es que si se sabe, el servicio social le quita lo de la maternidad y lo tengo claro.

    En sus días finales de embarazo Estrella fue recogida en la inclusa, donde dio a luz, entre convulsiones, un bebé que no lloró cuando le palmearon los molletes. Le pusieron sus apellidos, Basabe Bea. Acicateada —ella no fue excepción a una regla universal— por los impulsos maternales, la mujer hizo un esfuerzo para eliminar de su organismo hasta el más leve rastro de los desarreglos que las sustancias, juró no volver a ingerirlas, dejaban aún sobre su incierto caminar.

    A través de las influencias que su hermana Rosario (bien relacionada en su parroquia) consiguió remover, ingresó en un piso donde se acogía a madres solteras sin recursos. Gracias a un programa municipal de ayuda a colectivos en situación de debilidad social encontró trabajo como chica «multiusos» en un salón de belleza.

    A los cuatro años Artur fue autorizado a volver con su madre y ambos dejaron el piso de acogida. Sin embargo, el pequeño permanecía en él por las mañanas. Aprendía la cartilla y jugaba con otros niños hasta que ella volvía de trabajar.

    Ayudada por su hermana, Estrella completó los magros sueldos de esteticista con lo necesario para alquilar un apartamento de tabiques finos como el papel al que trataba de convertir en su hogar. Quería ser una buena madre: se mostraba alegre e infantil, dispuesta a cantar y jugar con su hijo. Artur disfrutó así de un periodo de vida dichosa del que hoy no guarda memoria.

    Al tiempo que se sentía orgullosa en el modesto paraíso doméstico al que había despertado, la joven madre recuperó la belleza nunca desgastada y dio bríos a su coquetería. Visitaba las tiendas con los escaparates más lanzados y adquiría ropa chillona que realzaba su escuálida silueta. A la revoltosa Estrella, maquillado su alargado rostro, pintadas con profesionalidad boca y uñas, y de igual forma peinada, le pasaba a buscar alguna amiga cuando el niño dormía. Alternaban en pubs y boîtes hasta la madrugada. Sin soltar el cigarro ella cenaba combinados de Ron Negrita, y, sentada o de pie, causaba estragos con su sola aparición. Volvía al amanecer, hecha un trapo, y se encamaba sin cerrar las cortinas. Oyendo la radio, despreocupada de avisar al salón de belleza, Artur la encontraba inmóvil, la mirada perdida entre el humo.

    El chaval empezaba a mostrarse desaliñado, sin indicios de limpieza y regularidad. La nula información que recibía acerca de su padre (ese que jamás estaba para ejercer la autoridad), el ominoso silencio al respecto, inauguró, en esta época de regresión de Estrella, la «conjura» desatada por el mundo entero para echar tierra sobre una ausencia que Artur aún suspiraba porque fuera transitoria y que solo su madre sabía definitiva.

    Recuperada para la droga (a comienzos de los setenta España era barrida por la heroína), ajena a lo que no fuese conseguir el polvo marrón que ni se aproximaba, por lo increíble, a nada que se hubiera metido, la madre esquivaba a los puros manotazos a su metomentodo retoño. Vencida por algo que podía denominarse un arrebato se ocupaba de él, pero esos arranques no duraban y el niño arrastraba una existencia semisalvaje.

    Cumplidos los siete años, apenas pudo matricular a tiempo al ex párvulo en la escuela. Convencida de dejar así cumplidos sus deberes maternos se desentendió para vivir su adicción sin cortapisas, convirtiendo a su hijo no solo en un paradigma de desastre educativo. Las dejaciones y sus silencios culpables pautaban aquel estado de confusión, un estado que, con las apariciones posteriores del melenudo que se desintegraba, aproximaban a Arturo, peligrosamente, a los territorios del desvarío.

    A Estrella la arrojaron, más muerta que viva, en el portal. Sujeta al pasamano de la escalera consiguió subir hasta su planta y tocar el timbre antes de caer redomada. Al descubrir un tono azulado que momificaba las mejillas de la mujer Asís gritó. Intentó arrastrarla; no pudo. Acuclillado, le pareció que no respiraba. Por su frente temblaba una película de agua y el vestido descubría unas piernas sembradas de cardenales por los tropiezos. Aporreó la puerta contigua hasta que abrió una señora en bata de raso violeta que se hizo cargo y telefoneó.

    La policía llegó en un zeta, precedidos por una ambulancia. Al apagar esta sus sirenas un silencio de expectación envolvió la calle.

    Artur, con la barra de pan en la mano, cruzó la acera cuando los agentes entraban en su portal. Temió lo peor y reculó para confundirse entre los curiosos. Poco tardó en distinguir el rostro de calavera de su madre quien, amarrada a una camilla, era bajada por unos enfermeros. Emprendió la huida, convencido de que de aquello nada bueno podía esperarse.

    Los policías tomaban declaración al testigo en el rellano. Comprobaban, sin querer ir más allá, que no mentía.

    —Soy amigo del hijo y suelo quedarme a dormir. A ella la he visto poco — les decía Asís—. Duerme durante el día. Soy amigo del hijo —repetía—, lo conozco del comedor.

    Comió al lado de un negro y luego buscó a Artur entre los muchachos pálidos de los futbolines. Hasta preguntó al que le daba cigarros por entrar juntos en el retrete. No tenían más conocidos y Asís, perdido, no sabía a quién dirigirse. Pasó horas en la cuesta, entraba y salía de las tabernas. Temía coincidir con su padre. Fatigado, esperó en el poyo del portal de Artur; lo abandonaba, cauteloso, para entrar al bar a pedir vasos de agua.

    Exploró, por hacer algo, el parque de Escurce. En sus correrías los amigos lo evitaban. Sus bancos, rodeados de críos que se persiguen, continúan abarrotados con señoras que cacarean enfermedades y protestan por lo cara que está la vida.

    —A mi marido, al operarlo del estómago, lo hicieron comer morro cocido para hacer pared. —Le oyeron a una gorda y se rieron durante semanas.

    Deprimidos por este tipo de panoramas, una mañana de calor, Artur, misterioso, había propuesto subir la loma y llegar hasta una casa.

    —Me gusta aprovechar la sombra de un árbol muy gordo que está allí— señaló—. Desde él puede divisarse la autopista.

    La Casa-Torre de Urizar, única torre medieval de Bilbao, tiene habilitado en uno de sus bajos un gallinero en el que gallinas, alguna oca gruñona y varios perros comparten aposento. Los dos de entonces eran unos desgarbados cachorros que contemplaban a los chavales con desinterés. Al mediodía llegaba en moto el dueño, con la escopeta y una bolsa de comida. Volcaba los huesos para los canes y repartía granos de maíz entre bandejas. Daba una vuelta de reconocimiento. Tenía un olfato privilegiado para detectar roedores y una puntería infalible: en cuanto veía la presa disparaba, ¡pum pum!, parecía no necesitar apuntar. Amortajaba el despojo en papel de periódico. Con tiros o sin ellos, cerrada la portilla, reparaba en Artur y Asís.

    —¿Ya por aquí?

    —Estamos bien a la bartola —contestaba uno.

    —¿No vas a disparar? —preguntaba el otro.

    —No hace falta, está limpio.

    Se atontaban con los primeros porros. La cabalgata de coches y autobuses de la autopista a Zaragoza, su movimiento, les producía vaivenes. Exaltados, bajo el tilo y protegidos de los curiosos, discutían —muy en serio— la mejor manera de robar la panadería del barrio. La noche les llegaba con esos excitantes preparativos.

    Anochecía y Asís miró en la cabañita de adobe quese encuentra frente a la casa. Estaba sin candar. Encontró un escritorio descantillado, aperos con cardenillo, el hueco despejado de la motocicleta. Quiso violentar la puerta de la Casa-Torre pero fue incapaz. Asomado a un ventanuco no podía imaginar a Artur en esas negruras, pero lo llamó hasta enronquecer.

    En los billares preguntó por Luis, un mecánico al que ellos miraban tirar carambolas y con el que se saludaban. A su amigo se lo había tragado la tierra. Asís pasó a su cuarto sin dar las buenas noches. Sintió a su padre, quien, por un milagro, recorría el pasillo con docilidad de mascota.

    A la mañana se topó en la cocina con las espaldas de la madre. Hervía agua para limpiar con friegas un manchón que el oficial tenía en el empeine, producido, según su versión, al no hacer pie en un bordillo. Allí los dejó para volver a casa de Artur. Abrigaba la esperanza de que él mismo abriera. Nadie lo hizo. Golpeó la puerta de la vecina.

    —¿Todavía no te has enterao, chaval?

    —¿De qué?

    —Entró fiambre al hospital. Sobredosis. —La doble papada de la mujer temblaba con aspereza—. Dile a tu compinche que salga de donde estea y vaya a Jefatura, que lo esperan.

    —Descuide. —Asís bajaba ya la escalera.

    Artur corría por la acera que da a la Estación del Norte. Se volvía para comprobar si lo seguían. Atravesó el vestíbulo rebosante de trabajadores y subió a los andenes. Soportó las horas matinales en un banco de piedra. Veía entrar y salir trenes. Cerrados los ojos se apeaba de los que partían en destinos que suponía exóticos, aunque leyera Llodio o Burgos en los cartelitos de sus vagones.

    Despegaba el culo para gorronear cigarros y rumiar su desventura fumando.

    La sensación de ausencia absorbía sus energías y abortaba cualquier pensamiento que no tuviera relación con ella. No solo no gozaba de las ventajas que ofrece una madre «normal»; además sentía con nitidez hallarse dentro de una conjura empeñada en grabar a fuego en su cerebro que su progenitor nuncaexistió, nuncaexistió, nunca… No intuía la verdad —¡y la tenía en su propia casa!—: cómo era Estrella la única urdidora de la tal «conjura».

    Recordarla encamillada lo llevó a analizar su presente con mayor crudeza. El diagnóstico no tenía vuelta atrás: la adversidad se había cebado con él. Pero se sentía valiente y se negaba a ofrecer su cuello sin plantar batalla. Él era un chico duro… Porque, a ver, se preguntó: «¿Tengo motivos para seguir vivo?», «claro que los tengo», se respondió de inmediato. Debido a este imprevisto, el plan para abandonar el barrio y conocer mundo solo había adelantado la fecha.

    Artur apretó los puños y se levantó.

    Eludir la amenaza que podría malograr su vida aventurera, la siniestra protección de menores, seguía siendo el único obstáculo a salvar. Intuyó que abandonando su casa el cerco tutelar se estrecharía. Buscar el anonimato en la gran urbe resultaba una estimulante escapatoria; no tener a su lado a Asís era lo único irreparable.

    Vestía unos tejanos raídos. Su forzado gesto arisco no tapaba un perfil de arcángel en cuyas alargadas facciones desafinaba la napia aquilina. La cazadora a cuadros que le compró Estrella en el Rastro empezaba a estrechársele. En uno de sus bolsillos pacía el cambio que le devolvió la panadera. Artur bebió agua en la cantina, pidió un cigarro a los que desayunaban en la barra y abandonó el andén al tiempo que lo colapsaba una remesa expelida por un tren azul.

    En la calle lo distrajeron los mármoles con agua en pendiente del Banco Vizcaya. Llegó a la plaza Elíptica. Tumbado en un banco, no tardó en amodorrarse.

    Abrió los ojos a una tarde de mayo con cielo alto y brisa veraniega, y lo embargó la alegría. Era idiota por preocuparse, su madre estaría desmayada; alguna porquería le cayó mal o tendría una de esas cosas de mujeres. Con ella de vuelta automáticamente dejaba de ser considerado fugitivo por el Tribunal y se convertía en alguien libre para hacer lo que más le gustaba: pasar el día con Asís. Su mayor deseo era mostrarle la ciudad que empezaba a descubrir, ese mar de casas perdido en el horizonte y en su misma estructura, y que, acostumbrado a la pertinaz lluvia, cobraba aquel atardecer una luminosidad de cuadro.

    «Este verano será especial», se dijo Artur, convencido. Se acabaron las sentadas bajo el árbol pronosticando las marcas de los coches que atravesaban la autovía… A escasos metros de su barrio empezaba un universo sin límites, confirmaba recorriendo la Gran Vía, en un estado de tal deslumbramiento que se encontró a mitad de un semáforo en rojo y tuvo que espabilar. Entró a una cafetería, sudoroso. Mientras el camarero le servía agua vislumbró a través de las cristaleras un extraño monolito. A su reverso, una arboleda prolongaba su espesura hasta el final de lo que parecía un parque.

    El monolito resultó ser una fuente de caños apantallados, forjados en alas de murciélago, con grifos de botón que hay que palmear para que brote un chorro indómito. Unos golfos llenaban globos que se arrojaban. Tentado anduvo Artur de pedir uno. No se atrevió, y los miró batallar hasta que acabaron empapados.

    Por el quiosco de los triciclos llegaba un hombre con el cabello alborotado. Unido a él por un arnés de cuero en forma de aspa cargaba con el barquillero, que conservaba la ruleta en la tapadera. El vendedor plantó en el suelo su mercancía y un gentío de toda edad y condición se abalanzó sobre él.

    El día que convirtió al parque en su hogar, Artur paladeó el sabor de una infancia hurtada. Merendó los barquillos y dio un paseo que acabó en la pérgola. Atardecía y aún contaba sus columnas de ladrillo, saltando a la pata coja entre los crucigramas que trazaban los baldosines desprendidos. Receptivo a esa decrepitud (lustrada por el césped que circundaba las galerías con ímpetu de pleamar), no quiso apurar el tesoro y, forzándose, se alejó en línea recta.

    En el estanque del monumento a los caídos por la patria sobresalían algas de agua dulce hinchadas como las ropas de un ahogado. Entre unos arbustos descubrió unas cajas vacías. Las cogió y regresó a la pérgola. Con el cartonaje desplegó un techo bajo el que se cobijó. Poco tardó en dormirse.

    El nuevo día no iba a ser suficiente para apurar los placeres que el parque le ofrecía desde su hora más tempranera. Empezó a echar en falta unas galletas, un pedazo siquiera del pan que tiró antes de emprender la huida. En otro viaje al barquillero había despilfarrado hasta la moneda más chica.

    Mientras tragaba unas castañas que espigó, Artur adivinó que la pobreza se convertiría en su más encarnizada enemiga, pero aparcó el derrotismo al decirse que mejor morir empachado de frutos crudos que sorber la sopa boba en la protección de menores. Si el hambre apretaba ya robaría una pera o un paquete de galletas. Nadie lo condenaría por unos hurtos que lo salvaban de la inanición.

    El desayuno removió sus tripas y buscó alivio tras un parapeto vegetal. Reconocer que estaba ahí, en el parque, solo, que él era él y no su madre, ni por supuesto su padre, ni menos sus compañeros de clase, ni Asís incluso, suponía un descubrimiento incómodo que inauguraba su adolescencia: una época dura en la que descubres que eres tú y nadie más, pero en la que no sabes quién demonios eres ni en qué consistes exactamente.

    Sopesaba la posibilidad de ir a Irala, comer deprisa, agarrar a Asís, y regresar con él —como si tal cosa— a su edén privado. Su hambre era canina y el comedor una tentación, pero descartó el plan por arriesgado y optó por un pordioseo de ocasión.

    A esas horas el parque es frecuentado por jubilados que leen el periódico mientras reciben el vivificante sol y por nodrizas con uniforme de organdí, que atienden cochecitos de bebé bamboleándolos con el zapato. El afán de conmover los estreñidos corazones de la senectud movía los primeros pasos del mendicante. A medida que se acercaba, sentía una vergüenza apenas mitigada por la necesidad:

    —Oiga, ¿me da algo?

    —No tengo, vete.

    —Oiga, ¿me da algo?

    —Lo que tienes tú es mucha jeta; en la escuela tenías que estar. ¡Largo!

    —¡Oiga! ¿Me da algo? Tengo hambre.

    —¿Y qué me das tú? Mira, si después de que mee me la sacudes, te doy dos duros.

    —Abuelo, voy a chivarme al guripa.

    El éxito logrado con los abueletes lo hizo volverse hacia alguna aya. Artur se sentía derrotado de antemano ante el lacayuno encaste de estas féminas.

    —Oye, ¿me das para un cafelito?

    —No. Fuera de aquí, niño.

    Un joven tomó asiento. De una cartera de mano había sacado un libro. Antes de abrirlo encendió un cigarro. Tuvo en cuenta que no estaba solo y ofreció.

    —¿Quieres?

    Fumaban mudos: atento Artur al piar de los chimbos en la enramada de una arboleda, tabaleando sobre los listones de madera un ritmo facilón su compañero de banco.

    —¿Y tú? —dijo, de repente—. ¿Estás de pira?

    —Se puede decir. Una gran pira, me parece.

    —Yo debería estar en clase, pero el placer de la lectura no tiene comparación. Y no lo cambio, por supuesto, porque un plasta me apabulle a latinajos.

    —Verás —le dijo Artur—. No he desayunado; ¿tú podrías prestarme?

    —Haber empezado por ahí. —El joven llevó su mano a la chaqueta y sacó un billete.

    —Jalo algo y vuelvo. Voy a pillarte tabaco, casi no tienes. No vayas a marcharte, eh.

    —Aquí te espero. —El joven agarró su libro.

    Con el cambio Artur compró en la máquina dos paquetes de rubio. Abrió el suyo, y el cigarro, con el regusto a café rondando su paladar, le supo a gloria. Rodeó la fuente de los caños y vio que el puesto de barquillos estaba ocupado ahora por un señor de sonrisa petrificada que custodiaba una caja blanca sostenida por un trípode.

    —¿Qué quieres, majo? —le dijo.

    Ayudado de una paleta el hombre completó con patatas fritas un cucurucho y guardó sus monedas en la faltriquera. Artur se acordó de su benefactor y pidió otro. Ocupadas las manos anduvo a buen paso. El joven había desaparecido. «Pues él se lo pierde», se dijo, y masticó una patata.

    Oyó ruido de portazos. Alguien, con andar decidido, se le echaba encima.

    —A ver. Documentación.

    —No tengo.

    —¿Cómo te llamas?

    —Arturo.

    —Arturo qué.

    —Basabe Bea.

    —¿Domicilio?

    —Calle Irala.

    —¿Número?

    —El 25. —Artur respondía como si escupiera—. Oiga, yo no he hecho nada.

    —Félix, que comprueben estos datos. —El policía había encendido un radioteléfono—. Arturo Basabe Bea, calle Irala 25. ¿Cuántos años tienes?

    —Trece.

    —Y confírmales que no tiene edad penal.

    Artur vio salir del coche al que, supuso, respondía por Félix. Iba hacia ellos cariacontecido. Le pareció que adentro (su cabeza incrustada en el hueco de los asientos delanteros) se quedaba el joven que le había dado dinero.

    —Tenemos que ir a Jefatura. Te buscan desde ayer. Un asunto feo —le dijo Félix.

    —Yo no he hecho nada.

    —Lo sabemos.

    Al entrar en Jefatura dos funcionarios lo guiaron por unas dependencias encharcadas y lo metieron en un despacho cuya lobreguez era acentuada por el exceso de luz.

    Volvió Félix con un policía uniformado que solicitó su DNI.

    —No tiene —le dijo Félix—. ¿No ves que es un crío?

    El policía les dio la espalda y sacó un formato. Apoyó la ficha contra la pared y anotó algo. Completado el modelo de comparecencia señaló al arrestado una repisa. Allí tomaron sus huellas dactilares: «Venga, a tocar el pianito», oyó decir Artur. Otro agente fotografió su cara, de frente y perfil. Lo pasaron a una habitación estrecha. El piso era un muladar de cajetillas estrujadas, peladuras y jirones de papel.

    Artur, que veía chiribitas por culpa del flash, esperaba a Félix en una banqueta.

    —Imagino que sabrás por qué te hemos traído.

    —No.

    —Se trata de tu madre —dijo Félix. Hizo una pausa sentida y añadió—: Ha muerto.

    —¿De qué?

    —Nada se pudo hacer cuando la bajaron.

    —Puto caballo.

    —Sobredosis, sí.

    —Vale. ¿Puedo irme?

    —No. ¿Dónde localizamos a tu padre?

    —Eso quisiera saber yo… ¿qué clase de polis son ustedes? Mire, búsquenlo, que por algún lao debe andar; y me avisan, eh, me avisan, que me debe un montón de pagas

    —¿No sabes quién es? —Félix fingía extrañeza.

    —Ni siquiera llevo su nombre: Basabe Bea son los apellidos de mi madre.

    —En cualquier caso, en el parque no puedes seguir. La gente es mala. Pronto empezarías a robar para sobrevivir…, ¿te queda algún familiar?

    —Tía Roso. Pero no cuenta, esa con sus misas bastante tiene —dijo. Despechado, Artur explicó—: La bruja siempre ha pasao de nosotros cantidad, y más desde que mamá se enganchó.

    —¿Vas al colegio?

    —A la escuela Tomás Camacho. Saco buenas notas.

    —No es eso lo que nos cuenta don Ernesto —lo lamentaba, Félix—. Que varios trimestres sin aparecer, que este curso lo tienes perdido… ¿Sigo? Llevas un retraso de dos años, deberías estar acabando la EGB y…

    —¡Qué especial debo ser, aquí todo quisqui se chiva de mi vida! —dijo Artur—. Pero pida algo para mí y va a ver lo especial que soy.

    —Puede parecerte que estás abandonado. No es así. Escucha. Un señor quiere preguntarte sobre tu madre. De paso, va a interesarse por tu situación. Contestale y despreocúpate, que no tienes delito. Casi seguro te mandará de vacaciones a la Protección de Menores.

    —¡Yo no quiero ir a la prote! ¡Allí pegan!

    —La prote, la prote. —Félix devaluaba la palabra, repitiéndola—. Parece que te enviamos al infierno. Aquello es un colegio igual que otro con la ventaja de que en él tendrás un hogar; estarás con otros chicos, harás amigos. Y lo mejor: sales libre, sin antecedentes penales: ¡limpio! ¿Entiendes qué es eso? —Apoyó las manos en los hombros de Artur y miró hacia sus ojos—. En tu situación actual, en vez de dedicar tu tiempo a los estudios y a jugar, ¿qué sacas con deambular igual que un indigente? Di, ¿qué sacas? ¡Nada! El Tribunal Tutelar no puede permitir eso.

    —¡No quiero ir! ¡No quiero!

    Escapó, y entre Félix y un agente lo zafaron. Lo arrastraron hasta llegar a una escalera y, peldaños abajo, a los calabozos.

    A pesar del tumulto Artur oyó la contundencia de las llaves en las cerraduras y sintió un puñetazo en las sienes que sonó como un redoble.

    Alguien refunfuñaba en las profundidades.

    Se hizo a la oscuridad y creyó vislumbrar un bulto en el camastro de abajo. Trepó al suyo. Notó que tragaba saliva salada y se dio cuenta de que lloraba. Intentó dormir; apretó sus párpados hasta hacerse daño, se concentraba con rabiosa intensidad… Imposible. El hombre del collar con la piedra verde no quiso presentarse esa noche.

    Unos empujones lo despertaron.

    —¿Tú te llamas Arturo no sé qué?

    —Sí.

    Pos espabila que nos han avisao.

    Al salir, un oficial esposó a los arrestados. Confirmó su identidad y les notificó que comparecerían ante el juez.

    Tras escuchar sus embustes como quien oye llover, el magistrado decidió enviar a Basabe Bea, por expedita vía, al «colegio» para que permaneciera en él hasta cumplir los dieciséis.

    Dos policías lo trasladaron a Ortuella.

    El director de la Protección de Menores en Vizcaya —el padre Larraz— con su extracto académico encima del escritorio, dictaminó lo adelantado que iba el curso como para que el nuevo rindiera alguna materia en junio. No obstante, le animó, albergaba esperanzas para que en los próximos años completara su formación básica.

    —Con el graduado en el bolsillo —dijo, más relajado—, aún tendrás unos meses para aprender los rudimentos de un oficio en el taller del Centro.

    Te diré además —continuó—, ya que tanto te preocupa eso, que solo yo estoy autorizado para imponer castigos. Y ello, desde luego, por delegación escrita del juez de menores.

    —¿Y qué haré hasta setiembre? —le dijo Artur.

    —Vendrás aquí, a clases de recuperación. A las tardes echarás una mano en la biblioteca.

    —Y las clases esas, ¿me las dará usted?

    —Sí —dijo el cura—. ¿Pasa algo?

    —No.

    —A los que llegáis os lo digo, y más a ti, que vienes sin quebrantamiento. —El padre Larraz cargó los hombros hacia delante —. Aquí encontrarás delincuentes que no deberían estar bajo nuestra tutela. A veces pienso, Dios me perdone, que ni el fondo marino sería segura prisión para esta tropa que solo espera cumplir la edad penal para salir y volver a delinquir. Reinciden, sí, los acaban pillando, y dan con sus huesos en Basauri… y una vez que la cárcel deja en ellos su tatuaje indeleble…

    Pero el consejo que quería darte —siguió— es el siguiente: Tú, a lo tuyo. Aprovecha la estancia en Ortuella para aprender algo que te resulte útil en la vida. Sepárate de la cascarilla, no te juntes con…

    —¿Y es cierto que hay celdas de castigo? —le interrumpió Artur.

    El cura arrastró su silla.

    —En ocasiones no queda otro remedio que usarlas. Son casos extremos «recomendados» desde el Tribunal, pero la mayoría termina su estancia aquí sin saber cómo son. Tú no querrás conocerlas, ¿a qué no?

    Para su desdicha Asís sabía —y de sobra— quién era su padre.

    A FranciscoHervás Pelaz acababan de echarlo de la Policía Nacional, a los cuarenta y cinco años y con categoría de oficial (prestaba servicio en el Grupo de Identificación), por montar un escándalo en un club de alterne. Su salida de la Brigada a consecuencia de una enfermedad profesional, no por indeterminada menos socorrida, el llamado síndrome del Norte, lo libró de la apertura de un expediente.

    Hervás, que no fue un buen padre para Asís, ni se había estrenado con la pequeña Paquita. El obligado retiro en nada modificó su dejación: sin traba alguna, tenía por delante ahora todo el tiempo del mundo para beberse la pensión de invalidez. Ajeno a cuánto necesitaba su mujer ese dinero, indispensable en un hogar que recibía el único ingreso de la asignación estatal, él prefería quemarlo en las tabernas.

    Para no perder tiempo comía un menú de veinte duros, entre trabajadores de buzo con los que intentaba hablar de fútbol mientras apuraba, entre plato y plato, la botella de un vino de alta graduación, espeso, del color del destino. Hasta la cena alternaba pacharanes con cubalibres. La riada alcohólica dibujaba en sus ojos un frenesí que presagiaba un furor homicida.

    Alto y fornido, Hervás intimidaba.

    Todavía se dejaba querer en algún lenocinio, donde el resquemor que producían sus llegadas se asumía por el recelo a represalias. A casa llegaba con el hígado encogido y los riñones encurtidos, a la hora de los laudes, y, estuviera despierta o no, la mujer recibía sus cinturonazos, que desollaban cuanto de paso pillara: acostumbrada, empotrada contra la pared —en posición fetal— pretendía recibirlos en la espalda.

    En las disputas previas Asís todavía se interponía, pero era lanzado de uno a otro como una pelota de ping pong.

    Aburrido de castigar el lomo ya coriáceo de su mujer, el ex policía empezaba a querer pendencia con el niño. Este, por muchas provocaciones que mediaran, ni movía los labios; al ver al hombre fuera de sí, un pavor paralizante lo envolvía.

    Una mañana que diluviaba el monstruo resbaló. El hematoma producido al golpearse fue el principio del fin en este drama doméstico.

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