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NUMANTIA - El libro del Consul. 

Cuando Caius Hostilius Mancinus recibe una invitación inesperada para asistir a una reunión secreta que celebran los hombres más poderosos de Roma, piensa que por fin ha dejado de ser un político mediocre relegado a la nada por las sagas ilustres de Roma. Un año después, cuando es enviado como cónsul a Hispania para acabar con el último bastión de resistencia de la península, se da cuenta, ya demasiado tarde, de que había sido utilizado como una marioneta para llevar a cabo una estrategia encaminada únicamente a consolidar el poder político de Publio Cornelio Escipión el Africano, el conquistador de Cartago. Tras sufrir una vergonzosa humillación, Mancino da la espalda a Roma y busca refugio en el mismo lugar contra el que había estado luchando. Allí encuentra todo lo que hasta entonces le había sido negado: amigos verdaderos, reconocimiento y un gran amor. Pero entonces aparece de nuevo Roma…

"NUMANTIA - El libro del cónsul" es el segundo libro de la serie "Viaje en el tiempo celta’’ escrito por Ralph Hauptmann. El primero es "DRUNEMETON - El libro del druida" (actualmente sólo en alemán, impreso en diciembre de 2014; eBook en enero de 2015). Del mismo autor es el libro ilustrado y no de ficción titulado "Gobernantes de la Edad de Hierro. Los celtas - Tras la pista de una cultura misteriosa" (actualmente sólo en alemán, impreso en septiembre de 2012; eBook en mayo de 2013). Estamos ante una novela apasionante, escrita tras una precisa investigación de las fuentes historiográficas e ilustrada por su autor con dibujos y mapas. En ella se cuenta la historia poco conocida de cómo Roma logró conquistar el último y más obstinado bastión de resistencia de los celtíberos de la Península Ibérica.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento1 may 2021
ISBN9781071598917
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    Numantia - Ralph Hauptmann

    NUMANTIA

    El Libro del Cónsul

    RALPH HAUPTMANN

    Traducido del alemán por

    María José Martín Velasco

    Título de la edición original en alemán: NUMANTIA – Das Buch des Konsuls (2015)

    Traducido del alemán por María José Martín Velasco

    Copyright © 2021 Ralph Hauptmann

    All rights reserved.

    DEDICATORIA

    Puede ser un poco inusual, pero no quiero dedicar este libro a nadie, o al menos no a uno solo. En cambio, dedico NUMANTIA –  El libro del cónsul a una fuente de inspiración muy especial, a la ciudad de Lisboa y a sus amables habitantes, que nos recibieron con los brazos abiertos; Hemos disfrutado mucho allí envueltos en ese ambiente tan especial que transmiten los locales de Fados, esa ciudad llena de lugares asombrosos en los que uno se sienta durante horas dejando que fluyan los pensamientos. Esa ciudad a la vez antigua y moderna en la que cada rincón rezuma historia. 

    A Lisboa y a todos nuestros amigos de allí, GRACIAS.

    ––––––––

    ÍNDICE

    AGRADECIMIENTOS

    ––––––––

    Muchas gracias al personal de la Junta de Castilla y León y a los miembros de la Asociación de Amigos del Museo Numantino por su apoyo al proporcionarnos material y bibliografía, así como a los miembros de la comunidad de la web española www.celtiberia.net por las muchas discusiones inspiradoras sobre diversos aspectos de la historia y la cultura de Numantia. Un agradecimiento especial a Daniel Méndez, fundador del sitio web www.revives.es y miembro del Equipo Arqueológico de Numancia por proporcionarnos modelos 3D generados por computadora de edificios numantinos y a Jakub Badałek, un talentoso fotógrafo polaco (www.badalek.com), a quien la portada tiene que agradecer el dramatismo de su cielo.

    ROMA – UNA GRAN POTENCIA MUNDIAL TIENE MIEDO

    Para comprender la siguiente historia, y particularmente a sus protagonistas es importante saber que lo que impulsó en todo momento la actividad de Roma, de la gran Roma, fue principalmente el miedo. Y aunque esto pueda sonar a algo a fantasioso, es esencialmente este miedo lo que dio sentido e impulso a lo que llegó a ser el imperio romano.

    Estaba en la psique de todo romano percibir como una amenaza todo aquello que era ajeno a su entorno familiar. Esos pueblos extraños que traspasaban las fronteras de su ámbito vital, que estaban regidos por sistemas políticos totalmente diferentes, incluso con toda seguridad, mucho menos civilizados (al menos desde un punto de vista romano) podían convertirse en una pesadilla. Donde mejor se muestra esa percepción es sin duda en la cartografía, pues sin duda es allí donde encontramos mapas en los que se refleja en detalles más o menos precisos la descripción del terreno y se aprecia lo avanzada que estaba la agrimensura (¿Cómo podrían si no, haberse construido obras arquitectónicas de más de cien kilómetros como son por ejemplo los acueductos?). Y lo cierto es que, fuera del mundo romano, no hay una descripción del terreno rastreado de semejante precisión. Descubrimiento era siempre sinónimo de conquista. La elaboración de mapas sólo puede hacerse después de que el ejército ha pacificado la zona conquistada y quiere construir carreteras para que las legiones puedan organizar y gobernar los territorios. Había que viajar para que llegase el sustento a los destinatarios. Alrededor del año 297 d. C., el conocido retórico galo Eumeius concluye un discurso solemne con las siguientes palabras: «Ahora ya podemos al fin estar contentos, pues al mirar un mapa del mundo no vemos territorio enemigo.»

    Eso implica que en la sociedad romana aquello que daba prestigio, lo que protegía del peligro que se siente al estar inmerso en un territorio en el que vive una raza extraña, no es solo la seguridad que da el saber gobernar esos territorios, sino ante todo el procurar que esas zonas vayan mejorando y adquiriendo un modo de vida romano. Eso es lo que se entiende por auctoritas. Una auctoritas que había que conseguir compaginar con el poderío real que da la fuerza de una administración política bien llevada, y eso es lo que se entiende por potestas. Conseguir esto es bastante, pero no suficiente. En la historia de Roma encontramos suficientes casos de personajes que ostentaban cargos pero que no eran más que una marioneta de quien movía sus hilos y les otorgaba beneficios y esos eran los que poseían realmente gran auctoritas.

    La auctoritas provenía en principio de la estirpe. Los pertenecientes a familias de rancio abolengo, los patricios (de patres = padre) disfrutaban de una elevada reputación. Las principales familias eran los Aemilii,, los Cornelii, los Metellii y los Fabii. Para ellos la carrera política no tenía límites externos, a diferencia de lo que les ocurría a los plebeyos (de plebs, gente o pueblo), quienes, aún con más dificultad, también podían acceder a puestos elevados de gobierno de la república romana.

    Teniendo en cuenta que el mayor grado de auctoritas solo se alcanzaba con éxitos militares, la carrera política acaba irremediablemente cuando se alcanzaba el cargo de cónsul, el más elevado de la república y que, entre otras cosas, implicaba asumir la función de comandante jefe de las legiones romanas. Al cónsul se le asignaba la provincia que él eligiera o, a veces excepcionalmente, una que no hubiera elegido. El candidato veía puesta a prueba el grado de auctoritas que iba a tener que ejercer: si se le asignaba una provincia ya pacificada, sin problemas administrativos, es decir, un puesto tranquilo, podía interpretar que, en cierta medida, no se le valoraba demasiado como militar y que lo único que se pretendía era alejarlo lo más posible de Roma. Algo parecido a lo que hoy llamamos ‘el principio de Pedro’ según el cual cada uno se queda en el puesto en el que demuestra su incompetencia y se le relega a un puesto en el que ya no se espera nada de él (lo equivalente a nuestro actual ‘supervisor’ o ‘asesor’). Ese destino podría también interpretarse como una recompensa merecida, un descanso tranquilo por los duros servicios prestados anteriormente.

    Algo distinto significaba el que te enviasen deliberadamente a un área crítica, a la que se destina a un general capaz de desempeñar un gran servicio a la comunidad.

    Pero a veces se cambiaban las reglas...

    Desde finales del siglo III y sobre todo desde el comienzo del siglo II a. C., un tipo de miedo completamente diferente surgió en Roma: el miedo al ‘enemigo de dentro’: algunos hombres fuertes en los que se sustentaba el sistema político de la república (los que después serían los emperadores) cambiaron las tornas y se apropiaron del poder. Este nuevo orden de cosas hizo surgir un cambio en la dinámica del juego. Conscientes de que los buenos jefes del ejército gozaban de la lealtad incondicional de las legiones a su mando, el senado romano aprobó en el año 151 a. C. la ley del consulatu non itinerando, una ley que prohibía que alguien pudiera ser relegido cónsul sin que hubieran transcurrido diez años desde el cese del anterior mandato. Esto, añadido a la norma de que el consulado sólo durase un año, evitaba que los legionarios establecieran un vínculo demasiado estrecho con sus líderes.

    Roma enseguida fue consciente de que, sobre todo en las zonas de conflicto, por muchas razones ese deseo de disminuir el poder de un individuo debía ser sopesado. En primer lugar, porque, como hemos dicho, en los lugares críticos por regla general se emplazaba a los generales más expertos. En segundo lugar, porque en esos lugares es donde se concentraba la tropa más numerosa. En tercero, porque la fidelidad a los jefes se consolidaba de forma más rápida en las zonas de guerra que en las áreas en las que las legiones ejercían funciones meramente administrativas. Los sufrimientos y los éxitos en la batalla unen mucho.

    La lucha que mantuvo Roma contra la excesiva concentración de poder militar en un solo hombre queda patente de muchos modos. Por ejemplo, en torno al 205 a.C. la provincia de Hispania se dividía en Hispania citerior e Hispania ulterior, en el 197 d. C ocurre lo mismo en la provincia de Britania y queda dividida a efectos administrativos en Britannia superior y Britannia inferior. La finalidad es clara, se trataba de dividir el poder militar entre dos comandantes que incluso podrían ser rivales entre sí llegado el caso. Ilustra bien como era ese juego de poder y de intrigas el que se construyeran en la Britania entre los años 210 y 245 d. C. una serie de fortificaciones en el sureste y en el este, especialmente en los estuarios, lo que hoy es conocido como la costa sajona. Estas fortificaciones se usaron por más de ciento noventa años como baluarte de defensa contra las invasiones germánicas, pero en el momento de su construcción su misión era otra muy distinta.  Por una parte, serán los puntos desde los que partía la flota romana en Britania, sobre todo la que servía de protección del transporte de cereales para el sustento de las guarniciones romanas que había en la frontera contra los ataques de los piratas. Por otra, la misma flota controlaba la costa británica desde esas fortalezas, no tanto para protegerse del ataque bárbaro sino de otro eventual rival de la propia Roma que tuviera intención de hacer uso de las tropas situadas en Britania.

    Una clara manifestación de ese constante temor es en última instancia la famosa historia de amor tan controvertida entre César y Cleopatra. César se encontraba en el año 48 a. C. en el punto culmen de poderío. Egipto puede que fuera inferior a Roma en cuanto a recursos militares, pero disponía de otros increíblemente peligrosos si se entablaba un conflicto, y con ese miedo en la mente a poder tener ‘el enemigo en casa’, Cesar decide que se siente más seguro con una reina egipcia sometida en Roma que con un gobernador romano en una tierra con semejante potencial militar.

    Pero ese miedo constante a los enemigos internos y externos no impidió que Roma y sus representantes desarrollasen un alto nivel de confianza en sí mismos. Y esta autoconfianza a menudo se convirtió en pura arrogancia...

    Cuando los romanos ocuparon la península ibérica tras su victoria sobre la plaza de Cartago, la población local pasó a ser su ‘súbdito’, o al menos así lo veían los romanos, aunque los ‘súbditos’ lo veían de otra forma. Los cartagineses, como eran gente del mar, habían ocupado solo la costa y dejado en paz a la mayor parte de los habitantes que no conseguían entender por qué debían convertirse de repente en súbditos de una potencia extranjera con la que no tenían nada que ver.

    Eso hizo que se mostraran recalcitrantes y que ofrecieran resistencia persistente a los romanos por más de setenta años. Eso era algo que no entraba en los esquemas de los romanos, algo comprensible dado que no existían ciencias como la arqueología y la lingüística comparada. Pero el hecho es que la población que todos designaban como Hispani o Lusitani, eran parientes lejanos de un pueblo con el que los romanos doscientos años antes no solo había tenido una relación desagradable, sino que incluso había hecho casi desaparecer a la propia Roma en el año 387 a. C.

    Eran inmigrantes que se habían fusionado con la población indígena ibérica unos quinientos años antes y eran los entonces conocidos por los romanos bajo un nombre que en ese momento, doscientos años después, aún provocaba pesadillas en la memoria colectiva romana.

    Galli (Los galos)

    ––––––––

    Cursus honorum. Gráfico de la instituciones romanas

    PRóLOGo

    En algún momento yo fui un romano.

    No. Eso no es verdad. Yo fui algo más que eso. Allí donde yo estaba, yo era Roma.

    Pero hubo un momento en que Roma murió dentro de mí y me convertí en alguien traicionado, deshonrado, en un refugiado, en alguien a quien se tolera, en un amigo, en un amante.

    Pero Roma regresó.

    Hoy ni siquiera sé si aún soy humano.

    Tal vez debería haber muerto cuando estaba en mi mano.

    O tal vez estaba destinado a vivir para poder contar esta historia.

    Cuando haya terminado ya no tendrá sentido lo que pueda ocurrir mañana.

    ––––––––

    Caius Hostilius Mancinus, julio del año 621 después de la fundación de Roma.

    1 praeludium

    Julio, 607 después de la fundación de Roma

    Una galera de camino a Utica

    «¡Tierra a la vista! ¡Utica ante nuestros ojos!»

    Scipio percibió por el rabillo del ojo que alguien detrás de él se movía y giró la cabeza. Cuando se dio cuenta de quién le había empujado sigilosamente hacia un lado de la vieja nave romana, sus rasgos faciales perdieron su dureza. Una sonrisa, un gesto que les resultaba llamativo incluso a aquellos que lo habían conocido desde hacía mucho tiempo, se dibujó en la comisura de sus labios.

    «Eres tú, mi querido amigo Polybius»— dijo mientras apoyaba su mano sobre el hombro del hombre que ya había cumplido cincuenta y tres años —«¿Estás contento de que al fin tus pies cansados e inseguros puedan pisar tierra firme?»

    Y sin apenas mirar a la costa que se mostraba ante sus ojos, respondió el personaje aludido: «Seguro que menos que tú, mi querido Scipio.» Y tras un intervalo continuó: «Y lo cierto es que no estoy equivocado al pensar que no es sólo por pisar tierra firme por lo que ahora suspiras.»

    Publius Cornelius Scipio Aemilianus asintió imperceptiblemente. «Me conoce mejor que yo mismo», pensó, y se sintió amparado. «¡Polybius, mi amigo y mentor, si pudieras imaginar lo feliz que estoy de que puedas asistir al mayor de mis triunfos!»

    Respiró hondo y Polybius se acercó: «Te lo mereces. Después de tu victoria en Cartago, serás el digno heredero de tu abuelo, de su victoria en África.» Su rostro arrugado semejaba una estatua de piedra que contrastaba con sus ojos brillantes. Su melena blanquecina ondeaba al viento.

    «¿No te parece que en Roma resultó todo demasiado fácil?»

    Polybius se volvió hacia su alumno quince años más joven que él.

    «Scipio, ¿o mejor me dirijo a ti como ‘Cónsul’ y así te das cuenta de que te has convertido en un personaje por méritos propios?, ¿Por qué te empeñas en minimizar tus méritos? Nunca has tenido las cosas fáciles. Al contrario. Gracias a tu valía y tus capacidades las cosas han resultado fáciles para ellos. Aunque sabes que soy muy crítico con el sistema, lo que está claro es que Roma es una ‘meritocracia’ («¿Por qué siempre me habla como uno de sus amigos filósofos?», pensó Scipio divertido) y elige a sus líderes en función de sus méritos. ¿Acaso has presentado una candidatura para acceder al más alto cargo de Roma? No. Si mi memoria no me engaña, lo único que pretendías es ser edil y eso que era un cargo inferior al que te correspondía. ¿Piensas que el pueblo romano renunció no sólo a tenerte como edil, sino también como pretor y que te dio el cargo de cónsul porque le parecía que te iba a quedar bien la túnica blanca ese día?, ¿Crees que el senado romano cambia sus leyes y te autoriza a convertirte en cónsul en solo dos años porque te sienta bien ese corte de pelo?»

    «No te olvides de que el éxito en la pacificación de África fue extra sortem[1] y además dio la casualidad de que hizo un tiempo excelente y además mis hombres estaban de buen humor»— interrumpió Scipio —«pero ya vale, Polybius, lo he entendido». Volvió su rostro anguloso hacia el mar y notó cómo le acariciaba el viento cálido procedente del desierto. Pero Polybius no se calló.

    «¡Que no, Scipio! Está claro que no lo has entendido. Si así fuera no seguirías dudando continuamente de ti mismo. Tu carrera es excepcional. A los treinta y ocho años te has convertido en el cónsul más joven de la historia de Roma y ahora el senado te ha enviado a Cartago, aun teniendo que saltarse las normas de la república, porque te consideraba el único capaz de hacer frente a Asdrúbal. Y en realidad eso viene de familia. ¿Cuántos años tenía tu padre cuando fue nombrado general en Hispania?, ¿Veinticuatro? No te olvides, y tampoco te olvides –si puedo permitirme hablar de mi vagamente- que fuiste tú el que usando tu nombre y tu influencia con Cato quien consiguió traerme de vuelta de mi exilio en Grecia. Y estoy hablando de Cato, del gran Cato. No te habría escuchado si tus éxitos militares no te hubieran dado auctoritas suficiente, porque, perdona, pero no eras más que un quaestor en ese momento. Si no me das crédito a mí, dáselo al menos al pueblo de Roma.»

    «¿Así que se puede confiar en el pueblo de Roma?»

    Polybius suspiró: «¿Conseguiremos alguna vez que dejes de ser un escéptico?»

    Scipio se rio: «¿Es que no se puede dudar demasiado?»

    El viejo hizo un gesto con la mano y en silencio dirigió su mirada hacia la costa africana bañada por el sol.

    Scipio también se sumergió en sus propios pensamientos. Polybius ... Para él, la amistad con el viejo pensador había sido la mejor conquista de la guerra con Macedonia hacía ahora más de veintiún años. Después de que Roma conquistase Macedonia, Polybius, que era uno de los cabecillas de la liga fue deportado a Roma junto con los otros muchos rehenes. Aemilius Paulus, padre de Scipio, consciente de lo sabio que era, se aseguró de que a Polybius no se le enviase fuera de Roma y permitió que se quedara en su propia casa. Y como Aemilius Paulus había puesto mucho empeño en educar a sus hijos, no solo le ofreció a Scipio la posibilidad de disponer de los libros de la biblioteca de Perseo, sino que también le permitió conocer personalmente a Polybius. Scipio se acordaba de cómo él, un joven de menos de veinte años, cuando lo conoció se intimidó ante este hombre y tuvo miedo de que sus palabras resultaran torpes. Fue entonces el propio Polybius el que comenzó la conversación espontáneamente. Scipio se había movido desde el primer momento en un clima de confianza tal, que al final del día le pidió a Polybius que fuera su amigo.

    Y de eso hacía ya diecinueve años. Habían ido juntos de cacería y viajado al sur de la Galia. Nunca olvidaría Scipio lo que le había supuesto el apoyo de Polybius, de su serena presencia, en sus primeros cargos públicos en Hispania y en África.

    Scipio sacudió su cabeza con un gesto como si de ese modo volviera a la realidad. En dos horas estarían entrando en el puerto de Utica. Allí se haría cargo de las tropas del cónsul Lucius Calpurnius Piso que había sido retirado de su cargo, y las conduciría hacia Cartago, que está a sólo unos días de marcha más al sur. Hacía dos años Utica se había declarado a favor de Roma y desde entonces se había convertido en el puerto romano de avanzada más importante en la guerra contra el eterno oponente.  La ciudad de Carthago había sido asediada en la misma época, pero por la falta de competencia de los generales anteriores su sitio no había tenido mucha transcendencia, solo significó que las tropas romanas interrumpieron más o menos las rutas de suministro, sin que aquello tuviera demasiada importancia.

    Scipio iba con el propósito de poner fin a esa situación.

    Él sabía que las legiones que quedaban en Utica no estaban pasando por su mejor momento. ¿A quién le habría sorprendido sabiendo que su general era tan débil? Pero a Scipio le había concedido el Senado algunas tropas de refuerzo que servirían refuerzo por las bajas producidas y también el poder de reclutar voluntarios de entre los aliados de África. Con esta nueva partida de tropas podría derrotar a Carthago de una vez por todas.

    Resultaba increíble, pero llevaban ya dos años peleando contra lo que no era más que una potencia venida a menos. Scipio se había pasado las noches estudiando cuidadosamente el desarrollo del conflicto tal como se describía en los pergaminos. El primer punto de fricción con Carthago se produjo hacia ahora ciento veinte años y fue lo que determinó que Roma pasase de ser una simple aldea rural a una gran potencia naval: el ager romanus, el núcleo del que surgió Roma, se anexionó primero dos provincias extranjeras: una formada por la unión de Sardinia y Corsica, y otra lo que sería Sicilia. Durante la segunda guerra, veintitrés años después del final de la primera, un general llamado Aníbal, atravesando las montañas nevadas con un ejército formado por hombres y elefantes de guerra, había desafiado a Roma. Fracasó, y con ello Roma se anexionó una nueva provincia, la Hispania del oeste. Pero la familia de Scipio había tenido que pagar cara la adquisición de esta nueva provincia. Por una parte, su padre adoptivo había muerto allí mismo, en el campo de batalla, luchando contra los cartagineses y además su hermano había sido quemado vivo en una torre. Y ahora se estaba gestando allí otro asunto serio. Poco antes de su partida había recibido Scipio la noticia de que el lusitano Viriato, que había sobrevivido a la masacre de Galba se estaba adentrando en la Hispania ulterior y era muy probable que ya se hubiera deshecho del legado Caius Vetillius y hubiera matado al general.

    Pero ahora ya estaba Scipio camino de Carthago, que en este momento era el principal enclave de la propia provincia y el lugar que servía de protección a Roma del Mare Internum.

    Esta tercera guerra iba a cambiar la situación.

    Él Publius Cornelius Scipio, el Aemilianus, sería el motor del cambio.

    Un fuerte griterío hizo volver a Scipio de sus ensueños. Y un instante después descubrió la causa de aquel alboroto: un bote pequeño se acercaba hacia su barco.

    Scipio se volvió, hizo una seña a su quaestor y este se acercó con celeridad.

    «¿Tenemos problemas?» preguntó Scipio.

    «Pues aún no lo sé, Cónsul»— respondió el tesorero —«En cualquier caso parece que son romanos.»

    Como si con ello lo confirmase, Scipio asintió. «Si es así, es que hay peligro.» Su interlocutor le dirigió una mirada inquisitiva a la que Scipio no prestó atención, pues tuvo de repente la corazonada de que algo iba mal.

    El bote se acercó hasta el borde de la embarcación y los tripulantes tendieron una escalera de cuerda y ayudaron a subir a bordo al tribuno y a su acompañante. La cara del emisario no presagiaba nada bueno.

    Scipio esperó en silencio a que el tribuno se parara respetuosamente frente a él.

    «Saludos, Cónsul»— comenzó el hombre con un cierto temblor —«Espero que haya tenido un viaje agradable ...»

    «Ahórrate los cumplidos»— dijo Scipio en un tono cortante. Lo último que necesitaba era un subordinado que se arrastrara babeando como un caracol —«no creo que te hayas acercado remando hasta aquí para saludarme con cortesía, así que dime que malas nuevas me traes.»

    «Bueno...yo... en fin...»— el tribuno, que claramente traía un discurso aprendido de memoria, hizo un esfuerzo enorme por intentar hacerlo suyo de la manera más natural. Poco a poco fue cogiendo fuerzas —«se trata de Lucius Calpurnius Piso ...»

    «Se le retiró el mando antes de lo que esperaba y ahora está resentido», Scipio le interrumpió impaciente. «¿Y?»

    «Está en Carthago.»

    «¿Está dónde?» interrumpió Scipio con impaciencia mirando al tribuno como si tuviera ante sí a un demente.

    «Digo que está en Carthago», repitió en el mismo tono.

    «¡¿En Carthago!?»

    «Si»—y como Scipio seguía mirándolo sin dar crédito a lo que oía, continuó: «Si. Y eso es precisamente el problema.»

    Scipio cerró los ojos. Sus pensamientos corrían deprisa: «¿Habría este gusano tenido el valor de apropiarse del triunfo reservado para él?» Pero ahora no era el momento de dar muestras de sus intenciones. «¿Y me harías el favor de decirme qué tipo de problema es el hecho de que Lucius Calpurnius Piso haya llegado a Carthago?» Había puesto énfasis en la palabra ‘problema’ abriendo sus ojos y elevando el tono de su voz. Se dio cuenta y procuró mostrarse más tranquilo porque no le intensaba que el tribuno intuyese sus intenciones...

    «Pues lo cierto es que...que no ha tomado Carthago, él...»

    «¿Pero vas a terminar de una vez? habla que parece que te aplasta cada palabra que dices»

    ¿Hasta ahí era lo esperado?.«¿Pero vas a terminar de una vez? ¡habla, hombre! ¡Que parece que te aplasta cada palabra que dices!»

    El tribuno cogió aire. «Lucius Calpurnius Piso y su propretor, un tal Lucius Hostilius Mancinus, han entrado en la ciudad trepando por el acantilado que da acceso a Cartago[2] y accediendo por un muro casi derrumbado. Traían consigo unos mil legionarios. Los cartagineses se dieron cuenta de lo que estaba pasando y los tienen retenidos en las afueras apartados de las tropas y probablemente sin suministro.»

    Scipio se quedó tranquilo con esta información. De los presentes, seguro que sólo Polybius entendía lo que le estaba pasando por la cabeza y por qué esbozaba una sonrisa en sus labios. Nadie le quitaría el éxito en Carthago a Publius Cornelius Scipio.

    «¿Le ha llegado ya a Calpurnius Piso su relevo como cónsul?» preguntó Scipio con voz tranquila.

    El tribuno asintió.

    «¿Y aun así se arriesgó a poner en peligro las vidas de ciudadanos romanos?»

    Otra vez asintió.

    «¿Y qué se le había perdido en Carthago al, supongo también, depuesto propretor, el tal Hostilius Mancinus?»

    El mensajero se encogió de hombros.

    El cónsul inclinó la cabeza y no dijo nada. Nadie se atrevió a decir nada. Lo único que se oía era el ruido de las velas al ser golpeadas por el aire, el crujir del mástil y el de las olas golpeando la nave.

    Cuando el silencio resultó insufrible, Scipio levantó la cabeza y dijo:

    «Hacia Carthago. Ciudadanos romanos necesitan nuestra ayuda»— y después de una pausa breve apostilló un poco más tranquilo —«y además nos necesitan dos asnos, no lo olvidemos».

    Dos días después. Campamento romano cerca de Utica

    Scipio estaba sentado solo en la penumbra de su tienda restregándose los ojos doloridos con los puños. Mientras tanto daba vueltas en su cabeza a lo que había vivido ese primer día moviendo su cuello de vez en cuando. A pesar del calor tenía ráfagas de escalofríos.

    Lo que se había encontrado al llegar al campamento excedía sus peores temores. Por prudencia no permitió que se le hiciera una ceremonia de bienvenida que pudiera advertir de su llegada y lo que hizo fue pasearse por todo el campamento vestido de tribuno para que nadie lo reconociera y así pudo darse cuenta de que, sin lugar a dudas, lo que menos importaba en ese momento a las legiones romanas era la perdida de efectivos. Más importante que haber perdido hombres en ese momento era haber perdido la disciplina y la autoestima. Cuando Scipio se percató de cómo estaba la situación, no le dio importancia al hecho de que su jefe no estuviera con ellos y hubiera sido detenido por haber hecho una maniobra claramente estúpida. Le inquietó más el estado en que encontró unas las legiones que parecían abandonadas, no tanto temporalmente por la ausencia de su jefe sino por la carencia continuada de un buen liderazgo y por haber estado bajo el mando de incompetentes. El campamento parecía más bien un mercado de los que Scipio había visto en los barrios más pobres de Roma (por no decir que parecía el Subura, el barrio chino). No se podía saber si una tienda era el habitáculo de un legionario, de un comerciante de los muchos que había, de un adivino, de un sacerdote o de una puta.  Los legionarios con los que se tropezaba estaban casi todos borrachos, algo previsible cuando se empieza a saciar la sed de un día de calor infernal como el que hacía, con un vino peleón que te vende un tendero por una miseria y en grandes cantidades. Muchos iban vestidos con desaliño y llevaban armas descuidadas, por lo que Scipio dedujo que no dedicaban mucho tiempo a la preparación física. Además, iban cargados de amuletos, como si pensasen que iban a protegerlos o a darles seguridad en un supuesto combate al que no se iban a enfrentar. No vio a nadie ocupado en su preparación física mientras que observó las largas colas delante de las carpas de los adivinos y las prostitutas.

    Con legiones así no iba a ser posible vencer a Asdrúbal.

    Más bien el cartaginés se caería muerto de risa al ver semejante cuadrilla. 

    Oyó a alguien entrar en la tienda y miró. Un tribuno había corrido la sábana de entrada un poco y trataba de reclamar la atención de Scipio tosiendo.

    «¿Qué pasa?»— gruñó Scipio —«¿No di orden de que no me molestaran?, ¿No me van a dejar tranquilo ni siquiera en un momento de desasosiego?»

    El tribuno hizo ademán de hablar, pero antes de que lograra articular palabra lo empujaron retirándolo hacia un lado y un hombre fornido de treinta y cinco años, vestido de legado, entró en la tienda. La cara de Scipio cambió el semblante.

    «¡Caius Laelius, amigo mío, ¡qué gusto verte! Si te digo la verdad, es lo único bueno que me ha pasado desde que he llegado.»

    «Publius Cornelius Scipio Aemilianus, Cónsul Publius Cornelius Scipio Aemilianus, ¡No te imaginas hasta qué punto estoy contento de verte a mi lado!» Dijo, mientras se adelantaba corriendo hacia él a darle un abrazo.

    «Pues sí. Si que puedo imaginarme cuánto anhela el corazón de todo verdadero ciudadano romano el que alguien con mano dura vuelva a convertir esta pocilga en una legión romana»— respondió Scipio —¿Puedo contar con tu apoyo?»

    Lelio levantó los brazos: «Estoy a tu disposición.»

    «Bien. Pues lo primero de todo es conseguir formar un equipo con todo ese conjunto de desmotivados que tenemos ahí fuera. Un equipo que se una a mi tropa para tener entre todos el valor de poder liberar a los legionarios atrapados y a sus líderes inútiles de las manos de los cartagineses» y cuando Scipio se disponía a salir de la tienda, Laelius lo detuvo diciendo: «Pero si eso ya lo has hecho, Cónsul.»

    Scipio se paró: «¿Qué dices?» Estaba tan perplejo que hasta su cara elegante e inteligente parecía la de un necio. Pero enseguida recuperó el control.

    «A ver, Caius Laelius»— dijo con cautela —«ya sé que el clima de esta tierra resulta muy duro para nuestros hombres, pero no quiero que me hagas creer que se me olvidan las órdenes que acabo de dar.»

    «¿Y qué quieres decir con eso?» preguntó Scipio aún bastante irritado.

    «Bueno...»— a Laelius le divertía la sensación de desconcierto que apreciaba en su siempre seguro compañero de guerra —«quiere decir que los cartagineses sí han reaccionado. Pensaron que te dirigirías en directo a su ciudad para liberar a tus colegas y, asustados, liberaron inmediatamente a los prisioneros, así que tanto tu predecesor Lucius Calpurnius Piso, como su propretor Lucius Hostilius Mancinus y lo que queda de la maltrecha tropa están de camino hacia aquí y llegarán como muy tarde esta noche.»

    Ya con esta información Scipio volvió a ser lo que siempre había sido, un general romano.

    «Pues no perdamos el tiempo y en lo que llegan, vamos a formar un ejército con el que pueda atacar a Asdrúbal cuanto antes.»

    Laelio hizo un gesto de asentimiento: «Y como te conozco, sé que ya has pensado en cada detalle de cómo hacerlo.»

    Scipio sonrió.

    ––––––––

    El espectáculo con que se encontraron era deprimente. Los soldados llevaban puesto algo que no era ropa, eran trapos sucios a juego con su pelo sucio, lleno de tierra y sus labios agrietados y ensangrentados. Sus ojos dejaban traslucir el hambre y la sed que estaban pasando.

    Y además el olor era apestoso.

    Apestaban a suciedad, sudor y mierda.

    Y en presencia de Scipio apestaban también a miedo.

    Y eso último le gustó.

    Se cuadraron ante él con miedo y eso le gustó. Él había traído consigo el miedo desde el principio. Había dado la orden estricta de que Calpurnius Piso y Hostilius Mancinus no tuvieran la mínima posibilidad ni de lavarse ni de recomponerse sin su permiso. Los hombres que los habían traído hasta él, se habían quedado de pie fuera de la tienda, como si estuviesen haciendo guardia. Piso y Mancinus deberían sentirse como si fueran prisioneros.

    Esos tipos quisieron robarle el triunfo que él merecía.

    Habían humillado a Roma

    Y por eso él ahora él los humillaba a ellos.

    Se situaron de pie frente a él que permanecía sentado en su mesa, con la cabeza inclinada escribiendo un pergamino y sin prestarles atención. Permanecía en silencio porque sabía que el silencio era una tortura más dura que los latigazos de una vara.

    Con un movimiento rápido, Scipio de repente arrojó la pluma sobre la mesa y se levantó bruscamente. El ex cónsul y su propretor se estremecieron.

    —«Pero ¿qué es lo que habéis hecho?»— preguntó Scipio con una voz tan baja que resonaba como un trueno.

    —«Yo...nosotros.... Habíamos pensado que había una forma de hacernos con Carthago», tartamudeó Hostilius Mancinus. Su cara regordeta y roja estaba empapada en sudor. El miedo, transformado en sudor, manaba por cada uno de sus poros.

    Ignorando a Mancinus por completo, Scipio le gritó de repente a Calpurnius Piso: «¡¿Qué has hecho con las legiones romanas?, ¿Has mirado a tus hombres una sola vez en los últimos meses de tu mandato?, ¿Te has dado cuenta de que ya no son legionarios romanos, sino individuos supersticiosos, depravados, borrachos, sucios paletos que han olvidado todo lo que les enseñaron en Roma durante su formación?, ¿Cómo has conseguido eso en tan poco tiempo?, ¿He estado ausente sólo unos meses?!»

    Y como Piso se había retirado un poco antes del ataque de furia, Scipio señaló con su brazo extendido hacia Mancinus y añadió en un tono de voz igual de fuerte: «¿Y tú, comandante en jefe de las legiones romanas destinadas en Carthago, sigues a este genio de la estrategia militar?, ¡Lo que no puedo entender es cómo alguien pudo poner al frente de la flota a este prodigio de incompetencia y arriesgar de este modo las vidas de mil hombres llevándolos a una acometida militar que clama por su estupidez!»

    «¡El plan era bastante bueno!» dijo Mancinus cruzando los brazos sobre el pecho.

    Scipio seguía mirando fijamente a Calpurnius Piso. Su mirada se congeló de repente. Esto era lo que le faltaba. Se volvió lentamente hacia Lucius Hostilius Mancinus ¿tenía este hombre tan poco aprecio a su vida como para atreverse a llevar la contraria a Scipio?

    Mancilius Hostilius se dio cuenta enseguida de su metedura de pata. Dejó caer sus brazos lentamente e igualmente su sonrisa, que se transformó en una mueca.

    «¿Un buen plan?, ¿Un buen plan el que te acorrala tras los muros de la ciudad sin posibilidad de suministros ni de retirada?, ¿A eso es a lo que llamas un buen plan?, ¿Qué es para ti un mal plan?, ¿Es acaso que todos los legionarios juntos salten desde el acantilado?»

    La mueca de los labios acabó siendo un temblor de la mandíbula inferior. Sus ojos revelaban terror y no se veía con fuerzas para luchar después de los tres días últimos y de todo lo que había ocurrido.

    «El plan era bueno»— dijo en un tono más calmado —«pero nos cogieron por sorpresa.»

    Los ojos grises de Scipio se entornaron: «No existe el factor sorpresa para un general romano.»

    «Pero...»

    «¡La expresión ‘por sorpresa’ le está prohibida a un general romano!» Scipio subió sin miedo el tono de voz ¿Quién demonios se creían estos hombres que se estaban enfrentando a él en este momento?

    Le contestó dando un resoplido. Hostilius Mancinus estaba agotado y a punto de sucumbir. Las lágrimas le corrían por sus mejillas polvorientas dejando unas marcas blancas y sucias. Un hilo viscoso de mocos le colgaba de la nariz.

    ¡Daban pena! Scipio se dio la vuelta con disgusto.

    Volvió a su mesa y se detuvo allí de espaldas a los dos infelices desafortunados. Cerró los ojos y oyó el ruido de la nariz de Mancinus. De pronto se le hizo insufrible la presencia de aquellos dos hombres que habían deshonrado a Roma, que se habían atrevido a disputarle su supremacía sobre Carthago.

    Se dio la vuelta de un impulso.

    «Llevadlos a sus aposentos»— ordenó a los guardias. Se negaba a dirigirse a ellos directamente. —«Que se aseen, coman, beban y descansen esta noche. Mañana por la mañana que se vayan a Roma con veinte legionarios. Que se vayan en el mismo barco en el que yo he venido.»

    Los guardias se adelantaron y se notó que los dos hombres se sintieron aliviados de que hubiese acabado la situación humillante a la que Scipio les había sometido.

    —«¡Lucius Calpurnius Piso!»

    Los guardias se detuvieron. Piso levantó la cabeza con gesto cansado. ¿Qué más podía añadir este hombre a la vergüenza que le acababa de hacer sufrir?

    —«Escribiré hoy mismo una carta al Senado que tu leerás allí ya como ex cónsul que serás. Si tú no lo haces y yo me entero, que sepas que ni tu ni tu familia encontrareis la paz en ningún lugar. Y ahora quítate de mi vista y llévate contigo a su penoso propretor antes de que se mee de miedo en su túnica, si es que no lo ha hecho ya. ¡No quiero volver a tropezar con los nombres de Calpurnius Piso y Hostilius Marcinus!»

    Scipio se sentó y cogió la pluma para dejar claro que por su parte había terminado la conversación.

    Alzó de nuevo los ojos cuando notó que ya no había ruidos de pisadas. Luego se levantó. Le dolía la espalda al levantarse y lo hizo lentamente. Se paró un momento y a continuación se dirigió a la salida de la tienda. El guarda se dirigió hacia él cuando notó el movimiento de la cortina de entrada. «¿Cónsul?»

    «¡Haz venir al legado Caius Laelius!»

    El guardia hizo un gesto de asentimiento y desapareció. Scipio respiró de nuevo el aire de la noche lleno de humo y luego regresó a la tienda. Poco después le informaron de que había llegado su antiguo compañero de guerra.

    «¿Qué dices, Scipio?»— dijo Lelio al entrar —«Ya has cortado la cabeza arrugada y la has enviado de vuelta a Roma, ¿qué vas a hacer ahora con el cuerpo podrido?»

    Una sonrisa astuta apareció en el rostro de Scipio.

    –«¿Sabes lo que hice cuando regresé a Roma después de mi última misión en África?» preguntó.

    Lalius se encogió de hombros.

    «En realidad quise presentarme como edil a las elecciones y es una pena que haya acabado siendo sólo Cónsul»

    Laelius le miró con cara de no entender nada. «¿Por qué alguien que ha llegado a ser cónsul quiere ser edil?»

    Scipio puso el brazo en el hombro de su amigo y empezaron a pasear por la tienda: «Realmente tienes razón, pero, ¿sabes?, la vida de un edil no está mal.»

    «Me temo que no entiendo...»

    «Te lo explico. ¿A qué se dedica un edil?»

    «¿A supervisar los mercados?»— Laelius levantó las cejas pensando perplejo «¿Le interesaba a Scipio dar algún ejemplo a los innumerables comerciantes?»

    Scipio hizo un gesto con la cabeza «No.»

    Laelius se quedó un rato pensando y con una sonrisa en la cara. «Ya lo sé. Lo que querías era cobrar las multas a los que se dedicaban ilegalmente al juego y hacerte rico. Eso es lo que hacías entonces, apostar cuatro veces más en la mesa ¿a que sí?»

    «¡Que no, hombre!, Dispara otra vez.»

    «Pues no sé ...organizar juegos quizá.» Por su voz se veía que Laelio se estaba enfadando.

    Scipio asintió con la cabeza. «Vale. Ya me has cogido. Lo que quería era promover aquí los juegos. Organizar unos juegos.»

    «¿Aquí?»

    «Aquí.»

    «¿Crees que estos legionarios y estos oficiales merecen tanto lujo?»

    «¡Por supuesto!, ¿Quién sino ellos?»

    «¿Y cómo vas a hacerlos? No tienes gladiadores, ni animales salvajes ...»

    «Tengo todo lo que necesito.»

    Como Laelio aún miraba con perplejidad, le dijo: «Confía en mí.»

    ––––––––

    El panorama que se encontraron en el campamento era desolador. Scipio hizo que las legiones se alinearan en la Vía Principalis. El tiempo que llevaba este acto por sí solo en circunstancias normales le habría llevado a la locura. Pero esta vez fue fácil para él contener la ira. Pues sabía que esos hombres lo esperaban.

    Sabía que lo odiaban y le temían.

    Y eran exactamente el odio y el miedo que sentían ante él lo que les transformaría en un ejército invencible. 

    Scipio, con el uniforme completo de general, con la coraza pulida y el abrigo púrpura y se situó en la cima de un montón de arena que había mandado formar para que le sirviese de tribuna. Estuvo de pie un momento antes de hablar y dejó que sus ojos vagaran. Trató de sacar algo positivo del día, intentando al menos encontrar agradable el cálido viento del desierto.

    Pero una sacudida interior le hizo reaccionar.

    «¡Romanos!»

    Sólo se oía, aparte de su voz, el viento que soplaba sobre la arena cálida.

    «Habéis tenido que aguantar aquí un largo periodo de privaciones. Habéis resistido el sol africano y habéis soportado pacientemente estar bajo las órdenes de unos pésimos jefes. Del primer mal yo no puedo liberaros, pero sí del segundo.»

    Se oyó un murmullo entre las filas.

    No sonaba como algo reconfortante.

    «Me gustaría calmar vuestras penalidades. Me gustaría que durante los próximos tres días que vais a pasar lejos de Roma, dado que el enemigo está a dos días de distancia y que nos espera una dura lucha.»

    Los hombres que tenía delante se empezaron a revolver: ¿lucha?, ¿enemigo?, ¿de qué privaciones estaba hablando Scipio? En los últimos meses ni habían soportado los entrenamientos, ni manejado armas, ni construido fortificaciones. Lo que habían hecho era disfrutar de mujeres (o de niños, según el gusto y la inclinación de cada uno) en abundancia. No. Se había formado Scipio una idea muy equivocada de lo que allí había ocurrido.

    Scipio continuó: «Como quizá ya sabéis, volví a Roma hace ahora un año para aspirar al cargo de edil y ahora, por deseo del pueblo, estoy aquí como vuestro cónsul. Y os voy a pedir un favor: ¡Permitidme que sea vuestro edil durante los próximos tres días!»

    Silencio.

    Los legionarios le miraban como si estuviesen contemplando a un demente.

    Y Scipio estaba disfrutando enormemente con la escena. Con una sonrisa amplia y benévola, levantó los brazos como si estuviera en una ceremonia sagrada y añadió: «Interpreto vuestro silencio como una aprobación y, como vuestro edil que soy, proclamo el inicio de lo que más habéis echado de menos: ¡Anuncio la inauguración de los juegos!»

    «¡Viva el cónsul!» gritó una voz aislada. Un silbido respondió a la persona que había gritado, quien inmediatamente se calló. Casi todos se habían imaginado ya unos juegos que no tendrán ningún parecido con aquellos que les prometía Scipio, con los que se celebraban en la arena de Roma. 

    Scipio sonrió para sus adentros. Sabía que los legionarios no podían ser capaces de imaginarse en ese momento lo que les estaba esperando....

    ––––––––

    El juego se llamaba harpastum. A Scipio le había enseñado a jugar Polybius, que lo había aprendido en Grecia, donde el juego se llamaba Phaininda. Se jugaba en un campo muy sencillo que consistía únicamente en un trozo de terreno demarcado y dividido en dos mitades por medio de unas líneas trazadas en la arena. Las reglas eran muy simples. Había que formar dos equipos de doce jugadores cada uno y solo hacía falta una pelota del tamaño de la cabeza de un hombre. Un equipo recibía la pelota y el otro tenía que tratar de quitársela y llevarla a su propio campo y allí dar un bote con ella. Hecho esto, el equipo que la había perdido tenía que recuperarla, lógicamente, con bastante dificultad, pues sólo podían atacar al jugador que había logrado coger la pelota, con lo que la misión del equipo propio consistía únicamente en proteger al jugador. El jugador que tenía la pelota tenía a su vez que evitar que la pelota cayera al suelo porque eso suponía que el equipo contrario ganaba un punto. Otra regla importante era que el balón siempre tenía que estar en movimiento. En resumen, el harpastum reunía en un juego todas las técnicas de entrenamiento físico de una tropa de infantería ligera: velocidad, habilidad, asertividad, espíritu de lucha y resistencia. Y, además, al contrario de lo que ocurría con los otros juegos que los ediles tenían que organizar en Roma para ganar méritos en su carrera política, tenía una ventaja categórica y era que no costaba nada.[3]

    Scipio hizo alinear a las tropas en torno al área antes de la hora del almuerzo. Los legionarios compadecieron a los veinticuatro camaradas que habían sido elegidos como jugadores. Sin embargo, su lástima se convirtió en puro horror cuando Scipio dio las órdenes adicionales:

    «Los espectadores son también parte del juego. En las gradas, los legionarios que no están jugando, tienen que dividirse en dos grupos. Unos, los que están en la tribuna, se sitúan alrededor del campo con los escudos en alto formando dos filas delante que está de rodillas y otras más que están detrás en las gradas. Vosotros sois la tribuna. La otra mitad toma asiento en las gradas. Cada día hay tres juegos y los legionarios se van alternando: en una primera sesión juegan, en otra son tribuna y en la tercera están sentados en las gradas.»

    Con esto se percataron de que los que no jugaban no tenían por qué sentir lástima de los que sí que jugaban.

    El sol ardía sin piedad y caía de pleno sobre la cabeza de los hombres cuando el juego de Scipio comenzó. Lanzaron una moneda al aire para elegir a suertes quien era el primer equipo en tener el balón en su poder. Luego, el jugador al que le había caído la suerte, vacilando, lanzó el balón y se quedó indeciso. Los jugadores del otro equipo tampoco estaban muy seguros de qué debían hacer hasta que dos de ellos se fueron acercando hacia el que tenía el balón.

    «Antes de que se me olvide»— la voz de Scipio retumbó en la plaza. –«El juego no se para hasta que uno de los dos equipos haya alcanzado veintiún puntos. Y cuando hablo de pelear, estoy hablando en serio. ¡Quitaros de la cabeza ideas extrañas!, ¡Yo decido qué es un punto y qué no!» Se recostó satisfecho y dejó que sus ojos vagaran. Se recostó satisfecho y dejó que sus ojos vagaran. Su tribuna personal consistía en cuatro centuriones con grandes escudos. Había dado orden a estos desdichados de que se pusieran la armadura pesada de desfile, ¡Qué mejor ocasión iban a tener para llevar sobre sus hombros a un cónsul romano!

    Los hombres en el campo reanudaron el juego. En un intento por ser más combativos, dieron unos pasos rápidos hacia el portador de la pelota.

    Ningún otro jugador en el equipo que llevaba la pelota intentó cubrirse para protegerla, ni tampoco a su compañero, por lo que los dos atacantes pudieron alcanzar al portador de la pelota sin que nadie se lo impidiese. El pobre se quedó de pie y miro alrededor sin saber qué hacer, hizo un gesto a uno de los del equipo y le lanzó el balón. Pero al otro le cogió tan desprevenido que no hizo ningún movimiento para coger la pelota, por lo que esta rebotó y cayó al suelo. Punto para el equipo atacante.

    Todos los ojos se volvieron hacia Scipio con caras expectantes.

    Él se levantó y empezó a balancearse junto a su tribuna con tono amenazante.

    «¿No lo he dejado suficientemente claro?, ¡Hay que luchar por cada punto!, ¡Cuánto antes lo entendáis, mejor para vosotros!, ¡Dejad de mirar para vuestro ombligo! Cuanto más dure el juego, más tiempo tendrán vuestros camaradas y sus líderes»— e hizo un gesto con la cabeza hacia abajo —«como tribuno y espectador ¡mirad a vuestros compañeros!»— Scipio soltó un bufido con el brazo extendido —«¿Es eso lo que queréis?»— le dolía la garganta por la sequedad del ambiente y por el calor. Estaba sudando de cada pelo una gota. Era mayor que la mayoría de ellos y se dio cuenta.

    Solo él se dio cuenta.

    Las palabras de Scipio surgieron un efecto inmediato. El juego se puso poco a poco en marcha y después de algún tiempo, se convirtió realmente en una competición. Los meses de molicie que habían dejado huella en los legionarios fueron desapareciendo poco a poco de los que ahora eran jugadores y Scipio notó con mucha satisfacción que se recuperaba el espíritu de lucha de los legionarios.

    Cuando el público comenzó a animar a los jugadores en el segundo juego del día, Scipio supo que había ganado su primera batalla y no quiso dejar que los legionarios no se dieran cuenta. Realmente no tenían ellos la culpa de su lamentable situación. Así que dejó bien claro que los juegos continuarían durante los próximos dos días y no hubo ni un murmullo de desacuerdo.

    Al cuarto día, por la mañana, Scipio dejó que las legiones se unieran nuevamente. Sus órdenes fueron breves e inconfundibles. El campamento de las legiones debía ser demolido y trasladado a la llanura frente a la ciudad de Carthago. Solo el campamento de las legiones, eso sí. Lo que se había acumulado a la sombra de las legiones en los últimos meses: las putas, los sacerdotes, los charlatanes y los comerciantes se quedarían. O se mantendrían alejados y nunca estarían en el mismo lugar que el ejército romano. Para confirmar esto, Scipio anunció en el campamento de toda esta gente que a medida que avanzara el día, cualquiera que se acercase al ejército romano más de mil pasos, sería tratado como enemigo y que nadie se iba a preocupar de informarse de si ese tal era un comerciante cartaginés o un romano.

    Por supuesto había previsto Scipio que iba a desatar una tormenta de indignación con la proclamación de esta medida y para que quedase suficientemente clara, hizo que una cohorte se mudara al campamento de la comitiva y le confiscase la mitad del suministro para llevárselo a los legionarios, luego quemó las tiendas de víveres y ocupó el puerto. Esto obligó a los de esa comitiva a quedarse en Utica, donde se aseguraban el suministro de alimento proveniente de los barcos que venían de Sicilia. Ordenó también a la cohorte del puerto que racionara la comida a los que no pertenecían a la legión, de forma que el alimento fuera suficiente para mantenerse pero que no les sobrase nada y de este modo les fuera imposible recolectar alimentos para llevárselos al ejército, y aún menos para venderlos.

    El ejército se puso en marcha rápidamente y no hubo incidentes. Nadie se quejó cuando Scipio ordeno que la marcha fuera forzada.

    Esa misma tarde las legiones romanas llegaron a la llanura delante de Carthago bajo el mando del cónsul Publius Cornelius Scipio.

    A la mañana siguiente envió una delegación de diez hombres a Asdrúbal, liderados por un tribuno, exigiéndole que entregase Carthago y las armas antes de la noche.

    Los hombres regresaron a primera hora de la tarde. La respuesta de Asdrúbal era más que clara. Los cartagineses habían atacado a los mensajeros que iban a caballo, les cortaron las manos, les sacaron los ojos y les cortaron la lengua.

    Scipio quedó impertérrito. No esperaba otra reacción de Asdrúbal, al que consideraban la espina en la carne de Roma. Si no hubiera sido así, él no podría conseguir su triunfo como conquistador de Carthago.

    Cuando el sol salió por el mar al día siguiente, Scipio lanzó al ejército romano a la formación de batalla. Para demostrar que tenía intención de librar la guerra sin lugar a duda y con lo que hiciera falta, acompaño a dos de los sacerdotes hasta la puerta principal de la ciudad y llamó a la diosa cartaginesa Tanit para decirle que en Roma se le construiría un templo adecuado a su dignidad.

    Luego esperó.

    No tuvo que esperar mucho.

    Cuando el sol alcanzó su zenit, los cartagineses ya estaban preparados para hacer la primera salida de su ciudad, la última de su antiguo imperio.

    Una de las muchas que les esperaban en los próximos meses...

    Principios del verano del 608 después de la fundación de Roma.

    Un pequeño pueblo cerca de Roma

    «¡Soy Publius Cornelius Scipio, ríndete, Hasdrubal de Carthago, enemigo de Roma!» Marcus agitó su espada de madera enfrente de la cara de Antonius.

    «¿Por qué tienes que hacer tú siempre de Scipio?»— se quejó —«¡Yo soy el mayor de nosotros dos!»

    «Tenemos que irnos, que ya es tarde», dijo Lucius, que era el tercero de los amigos.

    «No tiene ninguna gracia que sea siempre Marcus el que haga de Scipio»— insistió Antonius. —«Todos saben que Hasdrubal es el que va a perder y ¡yo no quiero ser siempre el que pierde!»

    «El próximo día cambiamos el papel»— se añadió Lucius, que estaba harto de que todos los días acabasen discutiendo lo mismo. —«Pero ahora daros prisa que nos van a reñir en casa otra vez.»

    «Puede que ahora nos riñan, pero ya verás cuando volvamos a casa dentro de ocho o diez años, entonces no nos van a pegar en el culo, sino que nos llevarán en andas en un desfile»— Marcus lanzó la espada de madera al aire. —«Seremos los nuevos héroes de Roma.»

    «¿Y contra quién vamos a pelear, si Scipio ya ha derrotado a Hasdrubal?» Antonius parecía estar casi desesperado.

    Marcus rio. «No creo que Roma deje de tener enemigos. Va a ser cada día más poderosa y los poderosos siempre tienen enemigos por la envidia.»

    Lucius guardó silencio. ¡Cómo le hubiera gustado soñar con gloriosas batallas y grandes victorias de las legiones de Roma!, le ocurría lo que a todos los niños que tienen diez años y han crecido en un ambiente en el que se hablaba del gran triunfo de Scipio tras la conquista de Carthago.

    Pero él tenía muy claro que su caso no era igual que el de sus amigos. Ellos iban a seguir sus deseos y dentro de siete años serían legionarios. El, sin embargo, cuando volvía a su casa después de jugar, se desilusionaba: su familia era demasiado pobre y su padre nunca podría reunir los cuatro mil ases necesarios para que él fuera aceptado en las legiones. ¿Qué sería entonces de él?, ¿sería granjero como su padre?, ¿tal vez pescador?, ¿tejedor, quizá? Esa no era la vida que podía ilusionar a un niño de diez años.

    Se despertó de su ensoñamiento por un empujón en el costado que le hizo

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