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El miedo del fin del mundo
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Libro electrónico362 páginas5 horas

El miedo del fin del mundo

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Los cuentos de este nuevo libro son raros y diversos, producto de una mente febril que intenta sobrevivir en un contexto social incomparable con cualquier otro del mundo. La diversidad abarca hechos reales, personales, fantasías de mundos imaginarios, miedos, emociones y crónicas de intriga, suspenso y misterios, casi policiales.
IdiomaEspañol
EditorialFripp editor
Fecha de lanzamiento5 mar 2021
ISBN9789874663351
El miedo del fin del mundo

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    El miedo del fin del mundo - Adriàn Makuc

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    El miedo del fin del mundo

    Los cuentos de este libro son un conjunto de historias raras, extrañas. Es probable que el único hilo conductor que las une sea la diferencia. Justamente, la diversidad de los temas que aparecen en cada uno de los cuentos es uno de los motivos de atracción.

    Estos relatos hablan de hechos de la vida personal del autor y de mundos fantásticos producto de su imaginación; de sucesos cercanos a la crónica policial: de miedos y emociones compartidas.

    Cada una de las historias es distinta a las otras, aunque todas contienen una carga, más grande o más pequeña, de emociones y del Miedo del fin del mundo. Porque cada día que pasa nos acercamos un poco más al final de la vida. Porque queremos vivir nuestras vidas y hacer todo lo que querramos. Y para eso, el mejor camino es tomar de la mano al miedo, ese compañero fiel que siempre está con nosotros.

    Sobre el autor

    ADRIAN MAKUC nació en 1948 y ahora es un ex economista jubilado, antes experto en negociaciones comerciales internacionales.

    En su nueva vida de los últimos años, se dedicó a escribir cuentos. Su primer libro de relatos, El sentido del equilibrio, apareció en 2015. Luego publicó una novela, Diva, en 2017.

    Los cuentos de este nuevo libro son raros y diversos, producto de una mente febril que intenta sobrevivir en un contexto social incomparable con cualquier otro del mundo. La diversidad abarca hechos reales, personales, fantasías de mundos imaginarios, miedos, emociones y crónicas de intriga, suspenso y misterios, casi policiales.

    © 2021 Fripp/Editor

    info@frippeditor.com.ar

    Edición: Roberto Volpe

    Foto de autor: Paula Borrello

    Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723

    Libro de edición argentina

    No se permite la reproducción parcial o total, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

    Agradecimientos

    Todo esto es una realidad gracias a mi familia y mis amigos, un tesoro que valoro sin límites. Entre todos ellos, quiero mencionar a tres: Paula B., que siempre está presente y es una gran fotógrafa; Luis N., por esa lógica de paciencia y por ayudarme a entender los relojes; y Cecilia M., porque la precisión, la consistencia y la magia de su sentido común son una combinación maravillosa y única.

    Contenidos

    SVETOZAR

    UN PEQUEÑO TEMBLOR

    EL RELOJERO

    CABEZAS ROTAS

    ALGO PASA

    ITUZAINGÓ

    AMBER GRIS

    CÓNDOR GRIS

    HALCÓN - SERPIENTE

    EL ROBO DE LA PIEDRA FUNDAMENTAL DEL MERCOSUR

    SVETOZAR

    1

    Es un día cualquiera del mes de mayo de 1971.

    El lugar es una casa hecha hacía ya un montón de años, siguiendo el viejo estilo de construcción de los años 40. Está ubicada en uno de los tantos barrios de la parte norte de la ciudad de Buenos Aires. Como se puede ver en el mapa que detalla las calles de ese barrio, se encuentra entre las estaciones Coghlan y Saavedra del Ferrocarril Mitre y está atravesado por las vías del mismo. El nombre del barrio que se extiende a ambos lados de las vías del tren es Saavedra. 

    El estilo de la casa recuerda aquellas que la jerga popular había bautizado como casas chorizo. Un patio largo, la pared medianera a la izquierda y sobre la derecha una serie de habitaciones cuyas puertas se abren hacia el patio. Al final del mismo están la cocina y un baño. A la derecha, después de las habitaciones, que daban sobre la calle de un pasaje con nombre de filósofo, había un gallinero de tamaño modesto, suficiente para criar algunas gallinas y tener huevos frescos todos los días. 

    En la parte de adelante de la casa, entre la puerta de calle y el comienzo del patio, había un pequeño jardín lleno de plantas y un árbol, todo en una superficie de no más de ocho por ocho metros. En el medio de ese espacio lleno de verde, un camino de baldosas llevaba a la puerta de ingreso. Esta también era una puerta como enrejada, igual a la que daba a la vereda. Pasando esa segunda puerta, se entraba al patio decorado con tres enormes maceteros colocados contra la pared medianera y frente a las habitaciones, con espacios de algunos metros entre cada uno de ellos. 

    Esa era la casa de Svetozar, un inmigrante originario de una región central de Serbia, el país de los Balcanes situado en el corazón de Europa y cerca de las fronteras con Hungría y Rumania. El viejo había llegado a la Argentina en el año 1922, escapando de la miseria de los años posteriores a la Primera Guerra Mundial; ese mal terrible que había asolado a casi todos los países europeos. 

    En el barrio lo conocían como Don Silvestre, porque su verdadero nombre era muy difícil de pronunciar para sus vecinos, acostumbrados a utilizar, con mayor o menor precariedad, el idioma español.  

    2

    Svetozar vivía solo. Después de la muerte de su mujer de toda la vida, había dejado pasar unos años y se había juntado con una señora argentina, contra la opinión de sus dos hijos, una mujer y un hombre: María, que era la mayor, y Juan, que era unos años menor que su hermana. Como buen testarudo, el viejo se peleó con sus dos hijos y dejó de hablarles. Así empezó a vivir juntado con esa nueva mujer. Lo hizo en la misma casa en la que seguía habitando, después de un tiempo tan largo que ya había perdido la cuenta, en el barrio de Saavedra.  

    Pero la relación con esta mujer no duró mucho tiempo. Habrá sido poco más de un año y medio, no mucho más. Ella se fue porque no aguantaba el mal humor del viejo que, para ese momento, estaba llegando a los 70 años.  

    Svetozar se había jubilado como obrero textil, condición que alcanzó como un derecho adquirido al final de un número interminable de años. Aún se acordaba de cuando consiguió ser aceptado como operario en una empresa que hoy se calificaría de líder en su sector de la producción industrial. Era la época anterior a la Segunda Guerra Mundial. Una empresa importante en una industria que creció al amparo del cierre de las importaciones causado por el estallido del conflicto bélico y las nuevas políticas de los gobiernos argentinos de la década de 1940; especialmente durante la presidencia del General Perón. Ahora, mejor dicho desde la jubilación, vivía con el escaso ingreso que le había tocado en suerte al obtener ese beneficio. Desde la reconciliación con su hija María, posterior a la partida de la mujer con la que convivió un tiempo, también tenía alguna ayuda que le pasaba ella, además de darle comida todos los días cuando la visitaba. La hija mayor de Svetozar se había casado, tenía dos hijos y vivía a unas siete cuadras de su casa. El detalle era que el marido de María no quería saber nada con Svetozar. Se habían peleado por una cuestión relacionada con la parte de la herencia que le había tocado a María y a su hermano Juan tras la muerte de la madre.  

    La rutina diaria de Svetozar empezaba con el aseo matinal, lavarse un poco, darse un baño día por medio y luego afeitarse. Le gustaba arreglarse el bigote frente al espejo antes de vestirse y preparar el desayuno. Un café con leche, un poco de pan común de panadería, a veces tostado, con algo de manteca y mermelada. Leía el diario del día anterior, traído de la casa de la hija a quien solía visitar todas las mañanas. De lunes a viernes, porque los sábados y domingos ni se le ocurría ir. No quería encontrarse con su yerno, con quien no se llevaba bien. O no se llevaba, directamente.  

    Las visitas eran muy simples. Svetozar compraba pan fresco para llevar a la casa de su hija. Le quedaba de paso una panadería ubicada sobre el trayecto que recorría diariamente. Su hija le servía algo para tomar, café y, a veces, un vaso de vino o de coñac. Svetozar disfrutaba mucho bebiendo un buen licor. En otras ocasiones y otros lugares tomaba mucho más, cuando se trataba de vino común. Es difícil saber si esto último le resultaba realmente placentero o, si por el contrario, obedecía a otras motivaciones.  

    La hija le daba la comida que había guardado, restos del día anterior, y alguna cosa más para que se llevara a su casa. Así podía gastar menos y estirar un poco más el dinero de la jubilación.  

    Para pasar los fines de semana, trataba de organizar alguna salida los sábados, buscando la compañía de amigos, paisanos de su mismo origen que habitaban en otros barrios de la ciudad. Los domingos siempre iba al oficio religioso en alguna de las varias iglesias ortodoxas que se pueden encontrar en Buenos Aires. Generalmente concurría a la que quedaba más cerca de su casa, en la calle Núñez al 3400, que era más modesta y de dimensiones no muy importantes. Otras veces, cuando programaba alguna actividad posterior, como ir a visitar alguno de sus amigos que vivían en el barrio de la Boca, aprovechaba para pasar primero por la iglesia ortodoxa ubicada sobre la calle Brasil, que bordea el costado norte del Parque Lezama.  

    3

    Estaba empezando a sentir frío en esos días de otoño porteño. El viejo Don Silvestre no era un conocedor de las composiciones de Piazzolla sobre las estaciones de Buenos Aires. Los sonidos de esa música probablemente hubieran servido para expresar lo que sentía en esos momentos respecto del clima de la ciudad donde vivía. A principios del mes de mayo los días ya se acortaban cada vez más y no era extraño que soplara algún viento molesto que aumentaba la sensación fría del ambiente.  

    Se despertó como saliendo de una situación extraña; desubicado en su propia casa. Un pequeño mareo le daba vueltas por la cabeza. Nunca le había gustado salir corriendo, levantarse apurado de la cama. Pero, además, ese día el cuerpo le pesaba más que de costumbre. Apoyó sobre la cama el brazo derecho y observó, sorprendido, que el izquierdo estaba como dormido y que no acompañaba su movimiento. No solo el brazo, también la pierna izquierda y todo ese lado del cuerpo parecían haber seguido de largo sin despertar.   

    Con una duda que crecía en su mente, comenzó a imaginar las posibilidades que se le presentaban por delante. Vivía solo, no tenía teléfono para hablar con la gente de la casa vecina y tendría que salir a la puerta o ponerse a gritar como desaforado. No. Nada de eso. Después de una reflexión que se extendió en el tiempo, decidió que lo más conveniente era hacer todo lo posible por vestirse y dirigirse a la casa de su hija María.   

    El primer gran esfuerzo fue salir de la cama y ponerse de pie. Apoyado sobre la pared, se sostuvo a duras penas en posición vertical sobre su pierna derecha. Desde el espejo del ropero, podía observar la imagen de su persona como si estuviera partida por la mitad. Se tocó el rostro y el lado izquierdo de su cara estaba en la misma condición que todo el resto de esa mitad de su cuerpo. ¿Y ahora qué?  

    4

    Pasaron minutos que le parecieron horas. No se daba mucha cuenta del paso del tiempo. Cada movimiento le costaba una enormidad. Como ponerse la ropa, esa que le demandó un esfuerzo supremo sacar del ropero. Con el pantalón estuvo luchando denodadamente por horas. La camisa y el saco fueron un poco mejor. Los zapatos, atarse los cordones. Casi no pudo. Al final, decidió salir como estaba.  

    La caminata de las seis cuadras y media que lo separaban de la casa de su hija María podrían haber sido sesenta y cinco kilómetros, como la distancia de la peregrinación a Luján, esa que nunca iba a hacer. Tenía que caminar por la vereda de la calle Iberá en dirección al oeste, hacia la avenida Cabildo; llegar a la calle Conde y doblar a la izquierda media cuadra.  

    Después de cerrar la puerta enrejada de su casa, se quedó parado en la vereda, desorientado. La cabeza le estaba jugando un partido con trampa. Por momentos se nublaba todo y solamente su terrible voluntad se imponía y le ayudaba a abrir los ojos. Empezó a moverse en un lento paso a paso. Iba arrastrando la pierna izquierda, sintiéndola como un peso muerto, igual que casi toda la mitad izquierda del cuerpo. Fuerte como era, una sensación de debilidad lo invadió por completo. La mayor dificultad fue cruzar la avenida que por entonces se llamaba del Tejar. No había semáforos todavía y fue pura cuestión de suerte que los autos le perdonaran la vida al atravesarla, de una vereda a la otra.  

    Cuando finalmente logró dar la vuelta por Conde, los últimos metros hasta la puerta de la casa de su hija se le hicieron eternos. Le faltaba el aire cuando extendió la mano para tocar el timbre de la casa.  

    María observó a su padre por la ventana antes de abrir la puerta de la casa que daba a un pequeño jardín en la parte delantera. Tres o cuatro metros de pasto entre la casa y el pequeño paredón con un ligustro que la separaba de la vereda. Una puerta de metal pintado de verde, de un poco más de un metro de altura, estaba aproximadamente en el centro. Sobre la izquierda del frente del terreno había otra puerta más ancha, que era la entrada para el auto y por la que se llegaba al garaje pegado a la estructura de la casa, un chalet estilo clásico, con techo de tejas rojas incluido. 

    María creyó advertir algo extraño en la figura del padre. La postura, el rictus en el rostro, una expresión de sufrimiento contenido. Recién cuando abrió la puerta y estuvo a su lado se dio cuenta.  

    No sé qué pasó. Me empecé a sentir mal cuando me desperté, balbuceó Svetozar, Usaba un español que siempre hablaba con dificultad. Ahora resultaba peor, con el rostro semidormido.  

    Vení. Entrá. Tenes que sentarte. ¿Cómo hiciste para venir caminando desde tu casa?, preguntó María, cada vez más preocupada. 

    Hacía poco tiempo que la compañía telefónica había instalado el teléfono en la casa, y le resultó útil. Primero se ocupó de instalar a su padre en un sillón del living de la casa. Después buscó el número de un servicio de ambulancias que tenía en su agenda telefónica. Cuando pudo comunicarse pidió, ya un poco desbordada, que se apuraran, que era una emergencia. 

    5

    Svetozar tenía derecho al servicio médico de la obra social de la Asociación Obrera Textil, habiéndose jubilado luego de interminables años de trabajo como operario en uno de los establecimientos de una empresa muy conocida hasta la década de 1960.  

    La ambulancia lo trasladó a un sanatorio ubicado en la avenida Córdoba al 4100, cerca de la esquina con Gascón, donde Córdoba se orienta hacia la derecha y aparece otra avenida nueva a la izquierda. Después de un paso rápido por la guardia de emergencia, el médico que lo recibió y revisó decidió hacerle estudios para comprobar la gravedad de las lesiones por el ataque de hemiplejia que había sufrido. María, que intentaba no desesperarse, escuchó el diagnóstico médico y preguntó qué se podía esperar. 

    No sabemos, señora. Tenemos que hacer los estudios que ya ordené y después evaluar la situación, contestó el médico de guardia. 

    ¿Es usted quien se va a encargar de atender a mi padre?, siguió preguntando María. 

    No le puedo decir ahora, señora. Tenemos que ver bien los resultados de los estudios y ahí tomaremos la decisión. Depende de lo que se pueda hacer después, del tratamiento, la medicación, la evolución de su padre. Por el momento, no podemos hacer nada más que estabilizarlo y tenerlo con suero. Necesita reposo, concluyó el médico. 

    María estaba enojada consigo misma. Su hermano menor se había peleado con el padre y Svetozar no quería verlo ni hablar con él. Ahora, frente a este episodio, hubiera sido bueno contar con la ayuda de Juan, pero se resistía a llamarlo porque temía la respuesta. 

    Svetozar fue puesto en una habitación compartida con otro enfermo, un señor que había sido operado de un problema gástrico y estaba en recuperación postoperatoria. La habitación estaba separada en dos por un biombo bastante elemental. En la parte de adelante, más cercana a la puerta, la cama de Svetozar y en la posterior el otro paciente. 

    6

    Svetozar sentía que había perdido la fuerza. Exhausto por la penosa recorrida de las seis cuadras y media que lo separaban de la casa de su hija, se quedó sentado en el sillón del living y se adormeció.  

    Cuando llegó la ambulancia, los enfermeros lo cargaron en la camilla en un estado de semiconciencia. Recién despertó cuando lo tomaron de los brazos y las piernas y lo colocaron en una camilla con ruedas para ingresar al sanatorio.  

    Cuando vio y pudo reconocer a su hija María, empezó a protestar. ¿Por qué me trajeron acá? ¿Qué pasa?, preguntaba con insistencia. 

    Es necesario que te hagan unos estudios para saber qué te pasó y después decidir qué se puede hacer, respondió María, tratando de aparentar la calma que no tenía. 

    Instalado en la habitación, Svetozar se notaba cada vez más intranquilo. No quería estar en ese lugar. Odiaba los hospitales, clínicas, sanatorios y cualquier cosa similar. Nunca había tenido mucho afecto por los médicos y solamente recurría a alguno cuando era estrictamente necesario o lo obligaban a hacerlo. Eso pasaba en la fábrica, con los exámenes médicos periódicos obligatorios. Desde que se jubiló no había ido al médico más que para obtener alguna que otra receta para una medicación que le habían indicado alguna vez, antes de dejar de trabajar. Algo para mantener la presión bajo control. 

    Discutió con su hija María cuando se dio cuenta que ella lo iba a dejar en ese lugar; en el hospital, clínica, sanatorio, como se llamara.  

    Es mejor que te cuiden acá. Las enfermeras te van a dar lo que necesites. Quedáte tranquilo. Cuanto más nervioso te pongas, va a ser peor, trataba de razonar María.  

    Svetozar estaba mal porque no sentía nada del lado izquierdo de su cuerpo. Se sentía enojado, defraudado porque los médicos no podían hacer nada para ayudarlo. Eso que decían de los estudios le sonaba muy mal. Como si estuvieran pateando la pelota afuera en un partido de fútbol. En ese momento, el viejo se identificaba con la pelota. 

    7

    Cuatro días después de haber sido internado, el médico que atendía a Svetozar le comunicó a su hija María que el viejo no podía estar más en el sanatorio. Le habían hecho todos los estudios posibles y el diagnóstico era que había tenido una hemiplejia, un nombre para el accidente cerebrovascular que le afectaba la mitad izquierda del cuerpo, de la cabeza al pie. Dijo que era posible que se lograra alguna recuperación, pero que el sanatorio no podía hacerse cargo de un tratamiento de esa naturaleza. Y que la obra social que cubría a Svetozar no era suficiente para llevar a cabo la atención correspondiente a un paciente de estas características. 

    María tuvo que recurrir a su marido y a las múltiples relaciones que había acumulado a largo de años de trabajo, algunas de las cuales incluían a profesionales de la medicina. Sin embargo, fue el padre de una familia amiga del hijo mayor de María, Andrés, quien le aportó la solución: una cama en un hospital privado, sostenido en parte con presupuesto del Ministerio de Salud de la Nación. El costo de la internación no era un regalo, pero María decidió que estaban en condiciones de afrontarlo. Era mucho mejor que Svetozar estuviera internado en un hospital y no en su casa. Ella no podía tenerlo ni cuidarlo de ninguna manera. Su hermano Juan no se había ofrecido tampoco. 

    8

    El viejo parecía resignado. Desde que lo trasladaron del primer sanatorio, ese que no quiso atenderlo más y se lo sacó de encima, tuvo la sensación de que nunca se iba a recuperar. Instalado en el hospital privado donde habían conseguido una cama para él, seguía mal. De repente, sentía que le volvía la fuerza y entonces intentaba levantarse, salir de la cama, pararse, caminar. En esos momentos, imaginaba que tomaba la ropa, se vestía y se iba caminando hasta su casa.  

    La enfermera que lo cuidaba lo despertaba del sueño. Svetozar se movía en la cama cuando su mente era invadida por esas imágenes, agitaba los brazos, movía las piernas. Había ido recuperando una pequeña parte del movimiento del lado izquierdo de su cuerpo. La enfermera tenía que utilizar toda su energía para sostener al viejo en la cama y evitar que se cayera. Estaba segura que, si lo dejaba intentarlo, ese cuerpo caería redondo apenas pusiera los pies sobre el piso de baldosas de la sala del hospital. 

    Estar vivo de esa forma no le gustaba para nada. Tenía la sensación de estar viendo una película sin fin, donde todo giraba a su alrededor en trescientos sesenta grados. Las personas que lo cuidaban en el hospital, las visitas de su hija, sus nietos. El que no había venido nunca, por lo menos Svetozar no recordaba haberlo visto, era su hijo Juan. Se habían peleado mal hacía unos cuantos años y el viejo le dijo que no quería verlo nunca más. Ahora, en medio de la nebulosa que daba vueltas por su mente, la imagen de Juan se aparecía esporádicamente. Lamentablemente, la mayor parte de esas visiones eran parte de su imaginación. Más de una vez confundió a su nieto mayor, Andrés, con su hijo Juan. 

    La enfermera le dijo un día a María que había tomado la decisión de atar a Svetozar a la cama. Le daba mucha pena, pero no podía correr el riesgo de que se cayera y se lastimara mal. Era imprescindible, porque Svetozar estallaba sin previo aviso en unos espasmos de movilidad. Agitaba los brazos, incluso el izquierdo; movía las piernas, intentaba salir de la cama. La enfermera podía controlarlo, pero prefería evitar esas escenas. Además, las situaciones empeoraban, ella terminaba sin fuerza y con golpes en todo su cuerpo.  

    María no tuvo más remedio que aceptar la decisión de la enfermera. Sabía que Svetozar se pondría como loco, pero no era posible actuar de otra forma. María no podía quedarse a cuidar a su padre en el hospital todo el día, y menos toda la noche.  

    9

    "Todos parecen estar esperando que me muera. Ninguno se da cuenta que si me dejaran levantarme podría irme caminando despacito, volver a mi casa y estar tranquilo sin molestar a nadie más.  

    "Trato de hablarles, de explicarles cómo me siento y lo único que hacen es mirarme con caras extrañas, como si no entendieran lo que estoy diciendo. La enfermera Josefa, el médico que no tiene nombre, mi hija María e incluso mi nieto Andrés, todos ponen caras de incomprensión ante cada sonido que emito. Parece que estuvieran soportando lo que pasa en lugar de tratar de entender lo que digo. 

    "Al que nunca veo es a mi hijo Juan. Es cierto que me peleé con él, lo insulté mal y le dije que no quería verlo nunca más. Pero podría haber venido a verme, ¿no? Mi nieto Andrés se asusta cuando me lo confundo con Juan; el pobre no sabe qué hacer y se queda callado, esperando que se me pase el ataque de recuerdos. 

    "La enfermera Josefa me habló un día para explicarme por qué tenía que atarme a la cama con unas tiras alrededor del pecho, la cintura y las piernas; además de ponerme unas cintas en las muñecas para mantenerme los brazos al costado del cuerpo. Lo único que yo quería hacer era levantarme. Según Josefa, me agitaba tanto y empezaba a mover mis brazos y mis piernas que ella tenía que pedir ayuda a otros enfermeros varones para evitar que me cayera de la cama. Josefa me pidió perdón por esto que tenía que hacer. Dijo que necesitaba mucho dormir un poco por las noches.  

    "No tengo idea del tiempo que pasa, veo que sale el sol, hay luz de día y debe ser la mañana. Me dan de comer algo, para desayunar; y después siguen más comidas, que deben ser el almuerzo, la merienda y la cena. Más tarde, prenden las luces y por la ventana no se ve nada, está oscuro, así que debe ser de noche.  

    A veces me siento muy mal. Pero es porque siento tristeza, mucha tristeza por tener que estar acá, tirado en la cama todo el día. Me siento peor cuando pienso que voy a seguir así hasta que me muera. De repente, me parece que sería mejor que pase eso de una buena vez. Sería una forma de que se termine toda esta situación que les molesta tanto a todos ellos

    10

    En la casa de María el hijo mayor, Andrés, duerme en una habitación separada. Era un espacio originalmente destinado a ser escritorio, pero cuando los dos hermanos crecieron y se hicieron adolescentes ya no quisieron seguir en la misma pieza donde dormían desde pequeños. Andrés pensó que podía haber lugar suficiente para colocar una cama a lo ancho del escritorio, que medía aproximadamente dos metros. El padre aceptó la idea y compraron una cama (o la mandaron hacer por un carpintero, no se sabe bien cómo fue). El asunto fue que desde el comienzo de los años de facultad Andrés estaba instalado en ese lugar.  

    El teléfono de la casa tenía dos extensiones, con dos aparatos. Uno de ellos estaba en la cocina. El otro en el escritorio-habitación de Andrés, al lado de la cama sofá que utilizaba.  

    El sonido del teléfono despertó a Andrés, que atendió medio dormido. Era un día de invierno y todavía no había amanecido. Una voz de mujer del otro lado de la línea telefónica le preguntó si hablaba con la casa de la familia de Svetozar. Andrés se quedó en silencio, procesando la pregunta, sorprendido. Todavía dudando, respondió que sí. Entonces, la mujer en el teléfono dijo que hablaba del hospital donde estaba internado Svetozar y que quería informar a su hija María que su padre había fallecido hacía dos horas, mientras dormía. Que el corazón había dejado de funcionar; así dijo. Le dio el pésame y pidió que alguien de la familia fuera al hospital. Después, simplemente, cortó la comunicación.  

    UN PEQUEÑO TEMBLOR

    Introducción: el contexto

    La empresa SFYX es una multinacional de capitales

    dispersos por el mundo, cuyos verdaderos propietarios son difíciles de conocer. Es probable que una minuciosa y profunda investigación pueda arrojar alguna luz sobre esta oscuridad informativa. La pregunta que cabe hacer es: ¿hay alguien que tenga ganas, tiempo y dinero para investigarlo? Si surgiera un eventual interesado en hacerlo efectivamente, las conclusiones a las que arribaría serían que un pequeño grupo de grandes inversores juega un papel determinante en la toma de decisiones sobre las cuestiones centrales que hacen a la existencia de la empresa. Es muy pequeña la probabilidad de que el público pueda descubrir quiénes son los verdaderos propietarios. 

    La empresa se dedica a la producción y venta de una serie de bienes cuya manufacturación es el resultado de aplicar la tecnología más avanzada en el campo de las telecomunicaciones y la informática. Sus productos compiten con otros similares, correspondientes a las empresas líderes mundiales en el campo de los teléfonos celulares de todo tipo. Están desde los que ofrecen las prestaciones más simples hasta los que tienen toda la inteligencia incorporada; como los que son capaces de hablar con sus dueños para preguntarles si necesitan algún servicio adicional o tienen algún deseo insatisfecho o incluso si han alcanzado la felicidad. 

    La estructura de producción de bienes de SFYX está distribuida a lo largo y a lo ancho del planeta, vinculando un gran número de instalaciones separadas en una diversidad de localizaciones. En cada una de ellas, se lleva a cabo apenas una parte del proceso de elaboración de lo que será el producto final, que se concluye en un centro de armado y ensamble. El corazón tecnológico de los productos está protegido por patentes registradas en los principales países del mundo y se incorpora al proceso de creación del bien final en la instalación productiva más secreta de toda la cadena-red. Todo el resto es, en cierta forma, accesorio o secundario y sirve más bien para la presentación exterior del producto. Es decir, su adaptación a las preferencias cambiantes y los gustos, modas o tendencias de los mercados consumidores. La estrategia de publicidad y la de comercialización y venta del producto final son tan fundamentales como la necesidad de estar en condiciones de mantener la ventaja tecnológica del producto propio frente a los avances de las empresas competidoras. La comercialización y venta del producto final está bajo la responsabilidad de una estructura de distribución y servicios a los consumidores que constituye la contracara de la cadena de producción del bien, que está distribuida y ramificada por todo

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