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Un segundo de felicidad: Primera parte
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Un segundo de felicidad: Primera parte
Libro electrónico496 páginas7 horas

Un segundo de felicidad: Primera parte

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Información de este libro electrónico

Para Leonardo Moretti, los días de chaquetas de cuero, jeans y zapatillas son parte del pasado, tan lejanos como viejos sueños de juventud que yacen junto a un inefable amor en lo más hondo de su memoria.

Similar es el sentir de Andrea Miraval, cuyos anhelos, aunque simples, se hallan sumergidos en una oscuridad tan insondable como la que reina en sus ojos desde hace años.

Una eventualidad, una reunión no planeada e historias que se entretejieron en ayeres más felices unen a estos dos extraños, quienes no imaginan que la mala suerte de coincidir en el lugar y en la hora aparentemente equivocados, no es otra cosa que un accionar más del caprichoso tiempo. Aquel que alguna vez llamaron casualidad; aquel que los puso en el mismo camino años atrás y que los confrontó a la intransigencia de sus distintas familias, dándoles la ilusión de creer que aferrarse el uno al otro bastaría para ser felices. El mismo tiempo que nunca se detiene o descansa y que obraba en ellos otra vez, decidido a poner todo en su correcto lugar.

El inicio es solo la continuación de un pasado inconcluso.
IdiomaEspañol
EditorialXinXii
Fecha de lanzamiento12 ene 2021
ISBN9783969312766
Un segundo de felicidad: Primera parte

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    Un segundo de felicidad - Paola Alarsil

    autora

    Capítulo I

    Decepción

    Mayo de 2015, Lima-Perú.

    De pie en la fila del ascensor, Leonardo Moretti comenzó a creer que todo lo que avanzaría ese día sería el tiempo y el estrés que venía acumulando desde que su mejor amigo, colaborador y socio, Sergio Seller, llegara a su oficina días atrás para entregarle un file repleto de fotografías e itinerarios que detallaban con minuciosidad el affaire de su esposa.

    *****

    ―No habría querido hacer esto. Dios sabe que no, pero estoy cansado de ver cómo te apagas día con día, Leo ―le dijo Sergio aquella tarde―. Tienes que reaccionar, ¿me entiendes? Deja esta pasividad, ¡deja de resignarte! Divórciate de Giulia y retoma tu vida. No la necesitas para ser quien eres, nunca lo hiciste y, si acaso crees que le debes algo, esto te prueba que no… ―añadió, azotando la mano sobre las fotos y papeles.

    ―No es algo nuevo ―le dijo él, tomándolo desprevenido―. No lo sabía tan a detalle como tú, pero ¿crees que soy tonto? Estoy a prueba de mentiras desde hace años, Sergio. 

    ―¿Lo sabías y aun así...?

    ―Sí ―le respondió él―. Y antes que lo preguntes, no, no planeo hacer nada. No me importa si tiene una aventura o dos o diez. Tú mejor que nadie sabe que no estoy en este matrimonio por amor, sino por mi hija. En tanto ella esté bien, a mí me da igual si Giulia se lleva a la cama a la mitad del país.

    ―¿Y te parece normal? ¿Cuánto tiempo crees que falta para que esto sea de dominio público? ―dijo Sergio. Leo se encogió de hombros y miró la foto de su hija junto a su laptop―. Por Dios, no me vengas con que haces esto por el bien de Isabella.

    ―No tengo otra respuesta. Giulia y yo tenemos un pacto y, en él, Isabella es todo lo que importa ―dijo Leo, poniéndose de pie y pasando por su lado―. Disculpa, tengo una grabación que supervisar.

    ―¡Vaya! Cómo cambian las cosas con el tiempo ―ironizó Sergio―. Y pensar que solías recriminarles a tus padres por algo muy similar ―Leo se detuvo―. ¿No fue así? Tú lo dijiste. Trasformaron tu vida en una puesta en escena para luego cerrar el telón y anunciarte que todo había sido un simple pacto por tu bien.

    ―No, no es lo mismo ―intentó defender Leo. Sergio resopló.

    ―Tú sabrás. Hablaremos de esto cuando Isa tenga veintitrés, ¿te parece?, a ver si resistes tanto ―le respondió y, tras coger los documentos del escritorio, salió primero de la oficina.

    Ese día, con la excusa de adelantar trabajo, Leo no dejó la academia hasta muy entrada la noche, aunque, por más que intentó, no pudo adelantar ni media hoja de papeleo. Por más que le disgustara, las palabras de su amigo no perdían razón. Había convertido su vida y su matrimonio en un calco de lo que sus padres habían tenido. ¿Cómo o en qué momento permitió que pasara? No lo sabía, pero al no poder negarlo más, sintió la necesidad de romper con la resignación a la que se había sometido en aras de rescatarse de malas decisiones y reacciones a destiempo.

    Decidido, buscó su móvil en el bolsillo de su chaqueta con intención de llamar a Sergio, disculparse por su tozudez y pedir su ayuda; no obstante, apenas lo tuvo en la mano, se percató no solo de que pasaba de la media noche, sino de que tenía una serie de llamadas perdidas y mensajes de texto tanto de Giulia como de Sergio, Louis ―su más eficiente cazatalentos― y hasta de su madre, Alicia Ferrer, quien se encontraba de vacaciones en Reino Unido. Pudo imaginar el revuelo que su desaparición había provocado; sin embargo, sin ánimo para dar explicaciones, tecleó un estoy bien como mensaje general para todos mientras se hacía de las llaves de su auto, y estuvo a punto de enviarlo cuando de repente una llamada entrante bloqueó la pantalla.

    «Hasta parece invocación», pensó al ver el rostro de su padre, Mauro Moretti, en el identificador. Sí, el destino, si quería, podía resultar muy irónico.

    ―Antes que digas nada, estoy bien ―dijo al aceptar la llamada―. No maté a nadie, no he tenido un accidente o algo por el estilo, ¿de acuerdo?, así que ahórrate el sermón, papá.

    ―¿Qué?, ¡¿has perdido el juicio?! ¿Tienes idea de lo preocupados que estamos todos? Acabo de hablar con tu madre, Leonardo. Ella ya te figura en alguna morgue. ¡Está histérica!, ¡y ni hablar de Giulia!, ¿en dónde rayos te metiste?

    ―¡Papá, en este momento solo…! ―exclamó Leonardo, pero luego se obligó a respirar hondo―, solo necesito que escuches ―añadió y agradeció el silencio que siguió a su pedido―. Se acabó ―dijo después―. Voy a divorciarme.

    ―Qué vas a ¡¿qué?!

    ―Divorciarme, papá. Debes estar familiarizado con el tema. ¿Cuántos llevas tú? ¿Tres? Estoy seguro de que me has escuchado perfectamente.

    Su padre guardó silencio unos segundos antes de soltar un corto suspiro.

    ―Creí que habías acordado intentarlo. Al menos hasta que Isa pudiera comprender y no dependiera tanto de ustedes. Giulia y tú son un equipo. Como tu madre y yo. No pueden…

    ―El detalle aquí es que tú y yo somos diferentes ―interrumpió Leonardo―. Desde el principio supe que este matrimonio era un error. No entiendo cómo pude esperar que fuera distinto con el tiempo y, perdona, pero si ustedes toleraron sus infidelidades y fingieron ante mí por años es vuestro problema, no significa que yo deba hacer lo mismo.

    ―¿De qué estás hablando?, ¿Giulia? ―replicó su padre, casi atragantándose―. ¿Giulia te ha…?

    ―¿Por qué te sorprende? ―respondió Leo―. Era una posibilidad desde que acepté este acuerdo. Ella siempre supo que no podía amarla. Supongo que se cansó de esperar.

    ―No puedo creer que lo tomes con tanta calma. En todo este tiempo, en serio, ¿jamás llegaste a enamorarte? ¿Ni siquiera un poco? Alguna vez, ustedes… ―dijo su padre. Leo no disimuló un bufidito irónico.

    ―Uno no puede enamorarse un poco de alguien, papá. Al menos, yo no ―respondió―. Sabes de sobra los términos de mi matrimonio. Casi fueron un calco del tuyo con mamá.

    ―Sigues obsesionado con eso ―dijo su padre, liberando un pequeño resoplido cansado―. Pasó hace tanto, hijo. Ya tienes treinta y dos años, ¿por qué insistes en mantenerlo en tu vida?

    ―Ahm, no lo sé…, oh, espera: ¡sucede que estoy repitiendo el mismo patrón! ¿Crees que lo he hecho a propósito o por masoquismo? ―ironizó Leo y exhaló con desánimo―. ¿Sabes? Creí que de todas las personas en el mundo serías tú quien entendería lo que estoy a punto de atravesar con Isabella. Pasaste lo mismo conmigo alguna vez. No lo sé, creí…, creí que tendríamos algo de afinidad, pero ya veo que me equivoqué.

    ―¡Leo, espera! ―exclamó Mauro. Leonardo detuvo el móvil junto a su oreja―. ¡Cristo, hijo! Tienes que calmarte, ¿me oyes? Sabes lo que puede pasar si te descontrolas y no puedes decaer otra vez. No después de todo lo que te costó salir del hoyo. Ahora tienes que ser fuerte y enfocarte en hacer lo que sea correcto para Isabella.

    ―De nuevo el viejo discurso. Ya sé por dónde vas y ¡olvídalo! ―refutó Leo, enfadado―. Puedes estar tranquilo, que no pienso decaer, pero no habrá más acuerdos. ¡Ni uno solo!

    ―¿Acaso no comprendes que lo mejor para una niña de su edad es estar con sus dos padres? ―replicó Mauro―. Cuando se tiene hijos, los padres dejan de ser hombre y mujer para convertirse en algo más por ellos, ¡se sacrifica todo por ellos! Si tú y Giulia se sientan a conversar de esto, podrían…

    ―¿Propones que obligue a mi hija a vivir lo que yo? ¿Qué viva una vida de mentira? ―espetó Leo―. No. Yo no voy a esperar a que crezca para decirle la verdad como si fuera un regalo. ¡No tengo la suficiente sangre fría de pensarlo, siquiera!

    ―Hijo… ―musitó su padre sin saber qué decirle, pues sabía que el comentario sobre la sangre fría iba directamente en su honor―. ¿Entonces qué es lo que planeas? ―preguntó―. No puedes solo plantear el divorcio y esperar a que todo se solucione, Leo. Así como el matrimonio, el divorcio tiene que ser algo pensado por dos, ¿siquiera lo has hablado con Giulia?

    ―No, lo mejor que se me ocurre hacer es dejar que un abogado se haga cargo ―respondió él―. Haré que le llegue la demanda lo antes posible y mientras tanto, no sé…, me iré a un hotel o algo.

    ―¿Un hotel? Por supuesto que no. No vas a hacerle eso a Isabella. ¡Te vas a tu casa! ―reclamó su padre y por un momento Leo no pudo evitar sentirse como un niño pequeño siendo regañado―. Escucha, tal vez no te pueda dar lecciones de moral, hijo, pero sí puedo decirte lo asustada que va a estar esa niña si no regresas. Dices que quieres protegerla, que no quieres que pase por lo que tú, ¡perfecto!; sin embargo, te recuerdo que ni tu madre ni yo permitimos que el miedo fuera parte de tu vida cuando eras un niño. ¿O lo hicimos?

    «No», admitió Leonardo y más tarde, cuando puso un pie dentro de su departamento y su hija se lanzó sobre él envuelta en llanto, supo que jamás se habría perdonado el no regresar. Siempre había sido así desde que vio por primera vez a esa pequeña de ojos verdes. Isabella era capaz de elevarlo con una sola de sus sonrisas o de hundirlo con la fuerza de una sola lágrima.

    ―Shhh, ya princesa, ya no llores ―susurró, acariciando sus largos cabellos marrones para confortarla―. Te lo prometo, mi amor, todo está bien.

    ―Perfecto. Y a mí al menos prométeme que vas a dignarte a contestar el teléfono la próxima vez que decidas hacerte humo ―espetó Giulia, detenida en la mitad del corredor, cruzada de brazos. Leo apenas la miró―. Isa y yo te llamamos unas cuarenta veces, por lo menos, y también tus padres. Estoy esperando una explicación.

    ―Tenía el móvil en silencio —contestó él y, sin dejar que viera el brusco cambio en sus gestos, puso a Isabella sobre el suelo y se agachó a su altura―. Ya deberías estar dormida, damita. Mañana tienes cole ―le dijo. Isabella sonrió apenada―. ¿Quieres que yo te haga dormir?

    ―¿Y me cuentas un cuento?

    ―Pero uno cortito ―le respondió él, tomándole de la mano y pasando junto a Giulia―. Tienes que descansar bien o mañana estarás cansada para recibir al abuelo Mauro.

    ―¡¿Mau-Mau viene de visita?! ―Fue lo último que se escuchó de Isabella antes de entrar a su habitación de la mano de su padre.

    Una hora más tarde, Leo salió con la idea de ir por su pijama y pasar la noche en su estudio, pues allí tenía una pequeña cama oculta tras un librero; sin embargo, sus intenciones se vieron truncadas al encontrar a Giulia cruzada de brazos y parada estratégicamente en la entrada del dormitorio.

    ―¿Te importa? Tengo trabajo que hacer.

    ―¿Qué es lo que te ocurre? ―replicó ella―. Nos tienes toda la noche con el alma en un hilo, llegas, casi ni me diriges la palabra y ahora que al fin estás en casa ¿resulta que vas a trabajar? Merezco una explicación, Leonardo. Esta mañana estabas bien y ahora…, ahora pareces enojado por algo ―repuso ella―. ¿Y qué es eso de la visita repentina de Mauro? Cuando hablé con él no me dijo nada y…

    ―¿Estás reclamando por la visita de mi padre? ―ironizó él―. No sabía que ahora debía consultarte sus viajes.

    Giulia parpadeó, confusa.

    ―No lo dije por eso ―titubeó―. Sabes que siempre me he llevado bien con papá Mauro. ¿Por qué…? ¿Por qué me hablas así?

    Él soltó un gruñido cuando ella alzó sus grandes ojos verdes, dolidos, hacia los suyos, luego entró al dormitorio por su pijama y salió tan rápido como pudo.

    ―Como te dije, tengo cosas que hacer. Dormiré en el estudio ―le dijo, pasando por su lado mientras que Giulia boqueaba, perpleja.

    ―No puedes no dormir aquí. Leo... ―insistió ella, siguiéndolo por el corredor, exclamando molesta cuando él le cerró la puerta―. Leo, abre ―golpeó una vez―. Leonardo, me niego a hablarle a un pedazo de madera, ¡Abre!

    ―Buenas noches, Giulia ―contestó él del otro lado y poco después la oyó aporrear una vez más la puerta para luego alejarse a zancadas, furiosa.

    La situación no mejoró ni siquiera con la llegada de Mauro, quien, como Leo supuso, intentó disuadirlo del divorcio hasta que vio el material que Sergio había conseguido reunir. A eso se sumó el mensaje que ojeó sin querer en el móvil de Giulia, en el cual era citada al día siguiente por un hombre llamado Christian, el mismo nombre de quien, según la investigación de Sergio, era su amante: un asistente financiero de un conocido banco de la ciudad.

    «Ella puede hacer lo que le plazca», aseguró a su padre cuando él le sugirió encarar a Giulia con las pruebas en la mano; sin embargo, aunque al inicio ni siquiera consideró la idea, cambió de opinión esa misma mañana.

    Era temprano. Él, su padre e Isabella estaban desayunando cuando el taconear de Giulia se aproximó por el pasillo.

    ―Mami ya está despierta ―dijo Isabella, intentando bajar de su silla.

    ―No, no, el colegio, ¿recuerdas? ―la detuvo Leo, señalando el plato con cereal a medio comer―. Termina. Ahora regreso.

    ―Leo ―le llamó su padre. Él se detuvo a verle―. Con calma.

    ―Seguro ―contestó él, saliendo del comedor.

    Halló a Giulia ya vestida y chequeando su maquillaje en un espejo de la sala. La noche anterior había anunciado que tenía un reencuentro de exalumnos del colegio, aunque, claro, él sabía muy bien que haría una parada de emergencia primero, lo que explicaba que estuviera lista desde tan temprano.

    ―¿Vas a desayunar? Isabella aún no termina ―le preguntó. Ella le miró de reojo, quedándose con el lápiz labial en la mano.

    ―No, apenas y me alcanza el tiempo. Llegaría tarde a mi reunión ―respondió, comenzando a retocar sus labios.

    ―Tenía entendido que esas reuniones empezaban tarde ―repuso él―. Podrías, al menos, desayunar con tu hija.

    ―Con el tráfico nunca se sabe, querido ―dijo Giulia, pasando por alto la indirecta mientras guardaba su labial y se acomodaba un par de rebeldes cabellos rubios en su moño―. Qué raro que vuelvas a hablarme. Pensaba que no lo harías en un buen tiempo. Ni siquiera me has dicho por qué estás enojado.

    ―Te equivocas, no estoy enojado. Solo me he dado cuenta de ciertas cosas. Digamos mejor que estoy… asombrado ―respondió Leo, entornando la mirada cuando ella optó por ignorarlo, absorta con su reflejo.

    Giulia siempre había sido muy bonita. Su cabello rubio, incluso en su juventud, siempre le había dado un aire elegante y natural. Era bonita, sí, nunca lo había puesto en duda; sin embargo, en ese momento a Leonardo le pareció una belleza fría. Perfecta y deslumbrante, pero tan cálida como un témpano de hielo.

    En eso, una vocecita maravillada llenó el pasillo. Segundos después, Isabella corría hacia su madre, emocionada.

    ―¡Mami, estás lindisisisísima!, ¿verdad que sí, papá? ¡Es la más, más, más bonita de todas las…!

    ―Isabella, te he dicho que no hace falta gritar ni alargar las palabras para decir las cosas ―le interrumpió de pronto Giulia, quitando las manitas de la niña de su pulcra falda blanca―. Grasa, hija, apuesto a que aún no te lavas las manos.

    Leonardo la observó con incredulidad, enfadándose en el acto.

    ―Ven aquí, princesa ―la llamó, extendiendo la mano hacia Isabella, quien se acercó cabizbaja―. ¿Terminaste tu desayuno? ―Ella solo negó―. Bueno, entonces ve. No dejes a tu abuelo solo, ¿está bien? Ahora te alcanzo.

    Isabella le miró conflictuada y luego miró a su madre sin que ella se dignara a notarla. Leo se las arregló para dedicarle un pequeño guiño, tomándole de la mano para llevarla de regreso al comedor, donde le pidió a su padre que se asegurara de que la niña terminara el cereal. Luego regresó al corredor.

    ―¿Y ahora por qué la cara larga? ―le preguntó Giulia mientras sacaba un pequeño frasco de perfume de su bolso de mano y se echaba un poco en sus muñecas―. Francamente, Leo, estás muy raro desde tu última escapada ―ironizó―. A veces te miro y pienso que quieres acusarme de algo. Solo que no lo dices.

    ―Podrías ser un poco más cariñosa con Isabella. Ha querido agradarte hace un momento ―le reprochó él.

    ―Ah, ya vas a empezar con lo mismo ―murmuró Giulia―. Disculpa si intento educar a nuestra hija. La próxima vez le daré un micrófono, así seré más cariñosa.

    ―Apenas va a cumplir siete años, Giulia ―siguió Leo, acercándose para que solo ella pudiera escucharle―. Necesita de tu afecto, no de tus reglas. Además, no dijo nada malo.

    ―Lo sé, pero fue la forma en que lo dijo ―protestó ella―. Hay maneras. Modales, Leo. Isabella tiene que aprender a medirse.

    ―Vaya, eso debe ser nuevo en materia de crianza para una niña tan pequeña ―ironizó él y la vio entornar los ojos.

    ―Mira, no quiero discutir ―repuso Giulia―. Tú tiendes a consentir todo cuanto la niña quiere o lo que hace. Así que, si vas a ser el permisivo, entonces te guste o no la de las reglas voy a ser yo, así que te pido que las respetes, tan simple como eso. No me desautorices. A fin de cuentas, eres el único que se queja, ¿o es que Isabella ha dicho algo?

    «Como si hiciera falta», se dijo Leo, preguntándose qué tan ensimismada podía estar Giulia para no fijarse por dos segundos en los gestos tristes de su niña cada vez que era regañada sin motivo aparente. A veces, no podía evitar pensar que, de no ser por el color de sus ojos, Giulia e Isabella serían tan diferentes como el día y la noche.

    ―Realmente estás imposible, Leonardo ―le repuso ella tras coger su bolso―. Mejor me voy, no tengo ganas de pelear contigo estando mi hija y tu padre en la casa, mucho menos cuando te pones en el plan de no decir una sola palabra.

    «Porque no queda nada que decir», respondió él en silencio mientras la veía salir.

    Le tomó segundos imaginar lo que sería de su hija si es que tras el divorcio él tuviera que dejar el departamento. Ni siquiera su presencia hacía que Giulia se privara de regañarla o castigarla por alguna tontería, ¿qué podía esperar que hiciera si la dejaba por entero a su cuidado?

    Fue entonces que, mientras veía fijamente la puerta principal del departamento tuvo una idea. Si había algo que doblegaba por completo a Giulia era cuidar su nombre ante su círculo social. Las fotografías que Sergio le había proporcionado eran suficiente prueba para obtener el divorcio en un juzgado, sin embargo, si añadía a ello el atraparla in fraganti y exponerla, quizá ni siquiera tendría que llevar todo ese asunto a litigio. Era una apuesta del todo o nada; pero, saliera bien o no, era tiempo de poner todo en orden, de dejar de construir su vida sobre una estructura de cerillos y, lo más importante: de impedir que Isabella repitiera su historia.

    *****

    «Al menos esta vez hay algo que salvar», se dijo, armándose de toda la paciencia posible al ver que la fila del ascensor estaba lejos de avanzar.

    «Cuánto calor», pensó después y mientras desanudaba el nudo de su corbata, se detuvo al ver de refilón su propia imagen reflejada en uno de los cubículos. Los días de chaquetas de cuero, jeans, zapatillas y cabello largo lucían tan lejanos que a veces llegaba a pensar que su yo de entonces y el de ahora eran dos personas distintas: uno, el amargo recuerdo de tiempos más felices, mientras que el otro apenas llegaba a ser una especie de reflejo enfundado en trajes formales y zapatos de vestir.

    De pronto, el vibrar de su móvil en el bolsillo de su saco lo distrajo. Había recibido un mensaje de Sergio.

    «Tú papá me dijo todo. ¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Yo te apoyo, bro’, pero piensa bien las cosas. Llámame…», leyó, pero entonces las quejas de quienes aguardaban en la fila con él hicieron que prestara atención. «¿Es en serio?», se dijo al ver que no lejos de ahí, un buen número de personas de la tercera edad habían aprovechado el turno preferencial para abordar primero. Si seguía así, terminaría el feriado largo antes de que llegara al bendito ascensor.

    «Ni de chiste», se dijo y sin meditarlo más se abrió paso hasta las olvidadas escaleras del lugar, ocupando quince minutos en llegar hasta el piso trece, donde sería la cita según el mensaje que había leído en el móvil de Giulia.

    Una vez ahí, sorteó las miradas curiosas de los trabajadores del lugar y comenzó a recorrer cada cubículo tratando de encontrarla hasta que, minutos más tarde la vio salir de una de las oficinas junto a un muchacho. Las sonrisas que se dirigían entre sí eran más que evidentes, no obstante, cuando pensaba avanzar e interceptarlos, un halo de raciocinio lo detuvo. El plan era atraparla…, pero siendo razonable, ¿qué era lo que iba a reclamar, que estaba caminando al lado de un trabajador del banco en un corredor?

    Tan rápido como lo consideró, se escondió en uno de los cubículos. Desde ahí los vio escabullirse escaleras arriba y, mientras los seguía y encontraba a su paso una serie de oficinas vacías, sin un alma alrededor, no necesitó de mucho ingenio para adivinar que no buscaban un lugar para hacer una transacción bancaria.

    Seguía de cerca las risitas de ambos cuando un repentino vibrar le dio el susto de su vida.

    ―Te llamo más tarde ―masculló enfadado al móvil, tras contestar la llamada de Sergio.

    ―No, no, ¿cuál más tarde? Dime, ¿cómo vas? ¿Los encontraste?

    ―Estoy en eso ―dijo Leo, asomando la cabeza en el piso 18, hallándolo desierto, excepto por dos puertas cerradas―. No vas a adivinar en dónde estoy…

    Un agudo gemido y un gruñido juntos hicieron que guardara silencio y apegara el oído contra una de las puertas, saltando hacia atrás después, como si hubiera apoyado el rostro contra una plancha prendida.

    ―¿Estás bien? ―preguntó Sergio.

    ―Que enciendo fuegos artificiales, no te imaginas ―ironizó Leo e hizo una mueca de desagrado cuando los gemidos se oyeron con más fuerza―. Lo están haciendo. ¡Y en el banco, por Dios santo!

    Bro’, mejor sal de ahí. Ya tienes las fotos que les hice tomar. Más prueba que esas, ¿cuáles? ―le aconsejó Sergio.

    ―Voy a entrar.

    ―¡¿Qué?! ¡Leo, no!, ¿qué vas a hacer?, ¿gritar ¡ampay¹! cuando los veas? No sabes cómo puedes reaccionar, no tientes a la suerte.

    ―¿Qué crees que voy a hacer? Todo lo que quiero es que me dé a mi hija y mi libertad, no montar una escena de celos. Además, créeme, el hecho de que haya una puerta de por medio no hace mucha diferencia.

    ―Hazme caso, si no te quieres ir, entonces espera. Tienen que salir en algún momento ―dijo Sergio.

    ―¿Y me quedo escuchando la orquesta sexual? ―ironizó Leo, entrando a la estancia contigua que resultó ser un baño donde, sin dudar, abrió el grifo tratando de concentrarse en el sonido del agua.

    ―El silencio no es buena señal, ¡dime algo! ―protestó Sergio.

    ―Aquí huele a rayos ―contestó Leo, cubriéndose la nariz con la mano.

    ―Pues, ¿ahora dónde estás?

    ―Me metí a un baño.

    ―Bueno, ¿y esperabas que oliera a spa holístico? ―ironizó Sergio, chasqueando la lengua después―. ¡Oh, demonios!

    ―¿Qué pasa? ―preguntó Leo. Solo escuchó interferencia―. Sergio, ¿qué…?

    La llamada se cortó y todo intento de retomarla dio al buzón de voz directamente.

    «Batería baja. Siempre olvida cargarla», concluyó para sí, resoplando a un lado cuando los gemidos aumentaron su volumen. «Dios, esto es ridículo, ¿por qué tengo que esperar como gato a la presa? Sergio tiene razón, deben salir tarde o temprano, entonces…», fue diciéndose mientras avanzaba hacia la puerta, pero pausó al girar la perilla y no poder abrirla. «Esto tiene que ser una broma…».

    Se había quedado encerrado en el pestilente lugar.

    ―¡¿Qué karma estoy pagando?! ―masculló, estrellando el puño contra el lavabo.

    Cerró los ojos. Hasta ese momento había querido darle a Giulia algo de crédito. No era la idea de que pudiera tener una relación o incluso enamorarse, era su desfachatez lo que lo enfadaba. La mujer cuyos gemidos atravesaban los muros no era la que él había creído conocer, incluso desde la infancia. No su amiga, no la madre inexperta que le había enternecido en Estados Unidos, ni tampoco la mujer con la que había compartido su vida los últimos años.

    ―No sé por qué debemos ocultarnos ―oyó de pronto y espabiló. Luego, la risa cantarina de Giulia lo atrajo hacia la puerta de nuevo―. Haces del riesgo algo excitante, pero quisiera no tener que verte solo a escondidas. Dulce, ¿por qué no te deshaces de una vez del soso de tu marido?

    ―Christian, no lo menciones, ¿de acuerdo?

    ―Sé que no te gusta, Giuls, pero admite que hasta yo sería mejor marido que él. De hecho, no me molestaría para nada.

    Giulia rio.

    ―¿Qué? ¡Lo sería! La mayor parte del tiempo, al menos.

    ―Eres tan ingenuo ―respondió ella―. No eres materia de matrimonios, encanto. Nos divertimos más así, ¿o no? Además, se te olvida que tengo una hija.

    ―¿Y? También sería un buen papá sustituto. ¡Me encargan a mis sobrinos los fines de semana! ―se quejó el hombre. Leo apenas podía creer esa charla tan absurda―. Ya, no me mires así. Solo decía. Además, piénsalo, ¿qué pasaría si te descubre? No creo que vaya a sentirse muy contento.

    ―¿Leonardo? Ja… ¡Por favor! ―se mofó Giulia―. Créeme, si yo le importara un poco, me preocuparía, pero no es así.

    ―A mí eso no me cuadra. Es decir, mírate, eres lo que todo hombre podría pedir, sin embargo, él solo te desperdicia ―dijo Christian―. O, ¿Crees que pueda estar haciendo lo mismo que tú?

    Giulia guardó rotundo silencio antes de soltar una sonora carcajada.

    ―¡¿Qué?! Es un hombre después de todo, ¿no?... Muñeca, déjame decirte que aunque a ustedes les guste pensar que no también tenemos necesidades.

    ―Se nota que no lo conoces ―dijo Giulia―. En fin, dejemos el tema, ¿quieres? Lo último que necesito es pensar en Leonardo, en serio.

    ―Bien, bien. Lo que digas ―respondió Christian―. Entonces, ¿nos vemos mañana?

    ―Quisiera, pero no puedo ―respondió Giulia con obvia molestia―. Mi suegro llegó de visita, así que lo más seguro es que pasemos el fin de semana en familia ―Soltó un suspiro cansado―. Isabella tendrá la perfecta excusa para andar brincando alrededor. Supongo que necesitaré un par de aspirinas de más en el bolso.

    ―Eres tan mala. ―Rio Christian, y Leo pudo escuchar a Giulia emitiendo un sonido muy parecido a un ronroneo―. Deberías dejarlos. Si no te hacen feliz, déjalos y ven conmigo.

    ―Tentador ―respondió ella; pero suspiró luego―. No, no, ya hemos hablado de eso. Sin importar lo que pase, no voy a divorciarme y Leonardo tampoco lo hará. Estoy segura de que sabe bien que al perderme a mí perdería a la niña.

    ―Bueno, podrían compartir la custodia ―sugirió Christian.

    ―No ―dijo Giulia, tajante―. Somos Isabella y yo, o ninguna, esas son mis reglas.

    ―Uhm, es que… él es su papá. Si algo llegara a suceder, podría peleártela. No es muy común que los papás ganen lo de las custodias, pero le pasó a mi tía. El papá de mi primo se quedó con él.

    ―Leonardo sabe que pelear conmigo para quedarse con Isabella sería inútil. De lo contrario, hace mucho lo habría intentado ―dijo Giulia―. Pero no. Él está demasiado cómodo con nuestro modo de vivir; aunque, solo si acaso, la niña siempre será mi boleto seguro.

    ―Eres de temer, preciosa ―dijo el hombre―. Mmm, cambiando de tema, ve organizando otro reencuentro con tus amigas. Uno que implique un viaje. El año pasado lo pasamos muy bien.

    ―Lo pensaré ―dijo ella―. Hablando de mis amigas, ya deben estar esperándome. Debo irme, recuerda que sin fotos no hay evidencia.

    ―¿No dijiste que querías ir al baño? ―dijo el hombre. Leonardo se alistó para darles la sorpresa de su vida; y aunque la perilla sí comenzó a girar se detuvo de pronto dejando la puerta entreabierta.

    ―¡Ew!, ¡huele terrible!, creo que algo se murió allá adentro ―se quejó Giulia―. Olvídalo. Ya iré después. Vete tú primero, Christian, no nos conviene que nos vean bajando juntos. Sigue sin gustarme la miradita que me dio esa secretaria gorda de tu piso ―añadió resoplando, molesta.

    ―Descuida, la señora Toña es totalmente discreta. Si supieras todo lo que le tapa al jefe. En fin, gracias por lo de hoy, preciosa ―dijo Christian. Leonardo creyó escuchar el sonido de más besos y después, pasos pesados seguidos por el presuroso taconeo de su esposa, alejándose. Solo entonces salió.

    «¿Cómo pude equivocarme tanto?», pensó al acercarse al borde de las escaleras, y apretó los puños, impotente. Seguirla no serviría de nada, Giulia creía tenerlo atado de manos, y lo peor era que comenzaba a temer que fuera cierto. Sabía bien cuál era su as bajo la manga respecto a Isabella, solo que jamás creyó que caería tan bajo para usarla.

    ―No puedo hacer esto solo ―concluyó, buscando rápido su móvil para llamar a su padre.

    ―Leonardo, ¿qué pasó? ―Escuchó tras dos timbrazos y abrió la boca para responder; pero no emitió sonido alguno―. Hijo, ¿me escuchas? Estoy en la entrada del banco, ya van a cerrar, ¿todavía estás ahí?

    Intentó hablar. Contarle lo que había visto, lo que había escuchado, decirle que necesitaba ayuda; no obstante, negó con la cabeza para sí mismo y mojó sus labios con la lengua.

    ―No…, ya no estoy en el banco ―mintió.

    ―¿Cómo? No te vi salir ―preguntó su padre―. Hijo, ¿qué está pasando?

    ―Nada que no supiéramos ya ―respondió Leo y logró escuchar un murmullo preocupado―. Tranquilo, no ha sucedido nada. Ella ni siquiera supo que yo estaba aquí ―añadió―. Papá, necesito que hagas algo por mí. Isabella termina temprano en el colegio hoy, saldrá a la 1:30. Ve por ella, por favor.

    ―¿Por qué no vamos los dos?, estoy en el auto. Dime dónde estás, iré por ti. Regresé a Lima específicamente para esto, para ayudarte en…

    ―Cuidando de mi hija es como puedes ayudarme ahora mismo, papá. Llévala al mall, al cine, no lo sé…, solo distráela lo mejor que puedas ―le interrumpió Leo―. Yo…, yo necesito estar solo. Necesito pensar lo que voy a hacer.

    ―Sabes lo que sucedió la última vez que quisiste estar solo. Por amor de Dios, Leo…, muchacho, déjame estar contigo, déjame ayudarte ―le pidió Mauro. Él apretó los labios entre sí. Sabía tan bien como su padre que caer en el hoyo era una posibilidad constante.

    ―Estaré bien. Te veo después, papá ―le dijo y, sin esperar respuesta, colgó.

    No iba a mentirse ni a hacerse el valiente. Quería una copa…, y luego otra, y otra. Solo con imaginarlo pudo saborear el calor del licor resbalando por su garganta, pero cuando sus manos comenzaron a temblar las entrelazó, obligándose a respirar hondo. Si admitía la depresión en su vida era más que seguro que acabaría en el primer bar que encontrara en su camino, buscando la forma de escapar de sí mismo una vez más… y esta vez no tenía ese derecho. Si había sido un imbécil creyendo las máscaras de Giulia o no, ya no importaba. ¡Ni siquiera él mismo llegaba a importarle lo suficiente como para luchar! Solo Isabella. Era en ella en quien debía concentrar todas sus energías y, si era necesario, crear nuevas con tal de conservarla a su lado. Eso era lo que tenía que hacer y, definitivamente, mantenerse lo más lejos posible del licor.

    Aferrándose a esa decisión, tomó de nuevo su móvil y marcó el número de Sergio, sin embargo, al escuchar el mensaje del buzón de voz desistió y marcó el número de su segundo colaborador: Louis Lombard.

    ―¡Sabía que guecapacitaguías! ―contestó él de inmediato, haciendo gala de su marcado acento francés―. Algo me decía que no cancelaga la cita. ¿Se han solucionado tus pendientes?

    «¿Cita?», se repitió Leo, entonces recordó que esa mañana, al decidir que seguiría a Giulia, había cancelado todas las reuniones programadas tanto en la academia como en la agencia, incluyendo una en particular hecha por el propio Louis con quien, según él, iba a ser el talento que catapultaría la agencia hacia escenarios internacionales.

    ―Louis, no… ―musitó entonces, un tanto apenado, comenzando a bajar las escaleras―. Escucha, lo siento, no te he llamado por eso. Necesito un favor. Necesito que contactes a Sergio y que consigan un abogado de familia para mí. Uno, dos, un bufete completo, no me interesa, pero necesito que sean los mejores ―le pidió―. ¿Crees que puedes hacerme ese favor?

    ―Desde luego, amigo, pego

    ―Excelente, entonces ―le interrumpió Leo, ya en el piso 17―. Hagan una cita para esta tarde y, por favor, no comenten esto con nadie. Díselo a Sergio, también. Nadie más debe saber de esos abogados, mucho menos mi… ahm, mucho menos Giulia, ¿está bien? ―añadió, acercándose al piso 16.

    ―Sí, pog supuesto, hagué lo que me pides, pego, antes de que me cuelgues... No quiego seg insistente. Sé que cancelaste la cita que tenías con mi cantante esta tagde, peggo, de vegas, ¿no puedes reconsiderag? Ella está en la ciudad solo pog

    ―No, eso está fuera de discusión ―rehusó Leo, más duro de lo que había querido sonar―. Perdona, Louis. Mira, te prometo que te compensaré los gastos y quizá podamos entrevistar a la señorita otro día, ahora no tengo cabeza para nada.

    ―De acuegdo, de acuegdo, tranquilo ―le dijo Louis―. Ayudagué en lo que pueda. No entiendo mucho, peggo ayudagué. Llamagué a Mandy, ¿está bien si le ofrezco pagagle una cena? Seguía muy bueno mantenegla integuesada.

    ―Seguro, sí. Haz lo que creas conveniente. Te lo agradezco y… perdona las molestias ―dijo Leo, llegando al fin al piso 15 donde, extrañamente, no había ya nadie en los cubículos.

    ―No tienes pog qué, paga eso están los amigos, Leo. Te avisagué si tengo novedades, ¿está bien? Au revoir. ―Se despidió Louis y él exhaló con cansancio antes de entrar al ascensor y marcar el piso al que se dirigía.

    Apoyado contra una de las paredes, no fue consciente del tiempo que pasó hasta que un tintineo agradable fue el preámbulo de un pequeñísimo sacudón. Un segundo después, la puerta volvió a abrirse. P-13, leyó en el tablero antes de reparar en la mujer que se hallaba de pie en la entrada, aferrada a un enorme bolso.

    ―¿Va a subir o no? ―le dijo. Su tono de voz, nulo en cortesía, hizo que ella elevara la cabeza en el acto y, como si una fuerza extraña le golpeara duramente en el pecho, contuvo el aliento.

    «Esa cara», pensó deteniendo la mirada brevemente en la forma de su boca y en sus mejillas sonrojadas. «No es posible», se dijo y el corazón comenzó a latirle con violencia, pero entonces el intenso déjà vu se perdió con el simple ruido del bastón de aquella mujer desplegándose dentro del ascensor.

    ―Lo lamento ―dijo ella al chocar su bastón con su pie. Leo se estremeció al oírla, pero se obligó a reponerse y, cuando ella se detuvo a su lado, únicamente carraspeó y presionó el botón para continuar el descenso.

    «Recomponte, Leo», se dijo, tratando de convencerse de que la causa de su déjà vu y aquella mujer no podían ser la misma persona. ¡Ella era invidente, por Dios! Relacionarla con su pasado era un completo disparate.

    ¿Qué podía saber él de cuán equivocado estaba?

    Capítulo II

    Andrea

    La brisa marina ondeaba suave. El día era espléndido, con un sol caluroso como correspondía al que brillaba sobre los desiertos aledaños a los mares peruanos. No conocía ese en especial, solo lo recordaba de viejas revistas y libros de geografía; sin embargo, se mostraba vívido ante ella, tan majestuoso como imaginaba que sería, dándole la certeza de que podría pasar ahí toda una vida.

    «¿Esto es como lo soñaste, Andy?», escuchó cerca a su oído y sonrió al sentir la calidez de dos manos posándose con suavidad sobre sus hombros; sin embargo, cuando quiso alzar la cabeza para mirarle, la luz del sol, resplandeciente y directa, le impidió ver más allá de unos cuantos cabellos marrones y una sonrisa gentil y amistosa. Cerró los ojos por inercia, pero al abrirlos de nuevo, de pronto, la mañana, el mar y él habían desaparecido, dejando una insondable oscuridad en su lugar.

    «Son… las… nueve… en… punto»,

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