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La tranquila violencia de los sueños
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Libro electrónico715 páginas11 horas

La tranquila violencia de los sueños

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La tranquila violencia de los sueños se asienta en los barrios cosmopolitas de Ciudad del Cabo, como Observatory, Mowbray y Sea Point, donde prosperan las subculturas y se toleran los estilos de vida alternativos.
La trama gira en torno a Tshepo, un estudiante de Rodas al que encierran en una institución mental de Ciudad del Cabo tras un episodio de "psicosis inducida por cannabis". Se escapa, pero al poco lo vuelven a ingresar en el hospital para completar su rehabilitación, conseguir su libertad y poner fin a sus estudios. Ahora, trabaja de camarero y comparte piso con un expresidiario recién liberado. La relación con su compañero de piso se deteriora y Tshepo pierde su trabajo en Waterfront. Desesperado por no tener trabajo, encuentra uno en un salón de masajes masculino bajo el seudónimo de Ángel.
La novela explora la toma de conciencia de Tshepo-Ángel sobre su sexualidad, orientación sexual y lugar en el mundo.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento4 ene 2021
ISBN9788417263959
La tranquila violencia de los sueños
Autor

K Sello Duiker

K. Sello Duiker was born in 1974 and grew up in Soweto and, later, East London. After graduating from Rhodes with majors in Journalism and Art History, he moved to Cape Town, and it is here that he found his writing voice. His first novel, Thirteen Cents, was awarded the 2001 Commonwealth Writer’s Prize for Best First Book, Africa Region. Published the same year, The Quiet Violence of Dreams, was awarded the 2001 Herman Charles Bosman Prize for English Literature. Sello always said that his mother, an insatiable reader, inspired his decision to become a writer. Sello passed away on 19 January 2005. His work has been published in the US, Italy, France, Norway, Egypt, Holland, Germany and Nigeria.

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    La tranquila violencia de los sueños - K Sello Duiker

    La tranquila violencia

    de los sueños

    K. Sello Duiker

    Traducción de Belén Miño Gil

    Para Danielle Laval

    Tshepo

    Nadie tuvo la culpa. Menos yo, que siempre la tuve. Ahora por fin lo veo. Sin embargo, eso no hace que contar lo que pasó, lo que tuve que vivir, sea sencillo. Hay una parte de mí que nunca volverá a ser la misma. Tengo la sensación de haber perdido algo o de haberme metido en algo demasiado grande como para describirlo con palabras. En poco tiempo han pasado muchas cosas. No sé por dónde empezar a buscar las respuestas, por lo que, por el momento, vivo de las preguntas. Cada día me pregunto algo nuevo y cada día la respuesta parece más lejana. No es fácil vivir de preguntas y más cuando mi vida es de por sí una incertidumbre.

    La verdad es que lo único que deseaba era volar, abrir mis alas un poco y sentir cómo el cálido aire formaba florituras bajo mis brazos mientras me deslizaba. Quiero cerrar los ojos para siempre y dejar que él me envuelva en la clandestinidad. Quiero ser amado por una vez y no conocer al amor como a un amigo traicionero que siempre te está haciendo promesas. ¿Es mucho pedir?

    Mira, no tengo excusas. Estoy esforzándome al máximo para contar lo que pasó. Estaba solo. Corría, agarrándome casi sin fuerzas a la vida con uñas y dientes. La vida es despiadada, me dejó sin opciones. Se puso muy feo. Me ahogaba en mi propia vida, en mi existencia. Tuve mis momentos. Perdí el tiempo. Tan solo pasó. De verdad, no era capaz de controlarlo. Es como si hubiera matado a alguien y estuviera huyendo de mí mismo. Y desde entonces, sigo huyendo. He buscado en mi cabeza una palabra que describa este tipo de sentimiento horrible que llevo dentro. Esa sensación desagradable que aparece siempre que cierro los ojos. Es demasiado vil.

    Se lo he contado a una amiga por inercia, ya que las personas suelen contarles a sus seres queridos sus cosas. Cosas importantes. Y, aunque los amigos a veces son igual de ácidos que las manzanas, también los recordamos dulces y llenos de vida.

    Recuerdo la lluvia y ese sentimiento descorazonador que parecía no acabar nunca. Se lo conté. Que llovería con violencia, con tanta convicción que ahogaría los recuerdos y los lamentos que me perseguían. No dijo nada, tan solo me escuchó y echó la cabeza suavemente hacia atrás dentro de lo que creo que era un pensamiento profundo. La miré a los ojos. Eran oscuros y estaban llenos de secretos. Continué hablando.

    No duermo bien. Como muy poco y fumo demasiado. Deseo la muerte constantemente y en ocasiones, por la noche mientras duermo, me veo cayendo, muriéndome, pero siempre me despierto. Estoy deprimido. Y ese sentimiento... No puedo huir de él. No soy capaz de describirlo. Es demasiado feo. He visto demasiada fealdad y eso me ha hecho más daño.

    Estaba enloqueciendo por mi curiosidad. Había volado demasiado cerca del sol con fascinación y había caído con fuerza al suelo.

    –Mmm –dijo y se humedeció los labios.

    –¿Eso es todo lo que tienes que decir?

    –Sí, eso es todo, porque si es tal y como me lo cuentas no me creo nada, Tshepo. ¿Esperabas de verdad que me lo creyera? Venga ya.

    –A veces puedes ser una egoísta sin corazón –le dije un poco enfadado.

    –¿Encima? No estás ayudando.

    –Eres como mi puto terapeuta. No me das una pizca de simpatía cuando yo me estoy abriendo en canal ante ti.

    –Joder, otra vez igual. Eres un drama queen. Solo buscas excusas para justificar lo que hiciste. Pero no puedes seguir así.

    No se me ocurrió una respuesta en el momento, por lo que opté por mantenerme callado.

    El aire está en calma y trae el atrayente olor de un lago cercano. Hace calor y es sofocante. Me arde la cara un poco. A Mmabatho parece que no le afecta el calor. Me pica la cabeza y me rasco con fuerza. Puede que solo quiera un poco de atención.

    –¿Por qué no te la quitas? –dijo señalando la gorra que llevaba.

    Me la quité y me seguí rascando.

    –Tshepo, por favor –puso su mano encima de la mía.

    –No te rindas conmigo, sé que estás decepcionada –admití.

    Se sorprende un poco, pero sigue prestándome atención. Mmabatho es una de esas personas que no se deja llevar por las emociones. Es una locura, imagino que diría. Es muy raro que muestre sus sentimientos a menos que estos sean de indignación o desaprobación. Creo que se los reserva para sus clases de interpretación.

    –Bueno, pero no puedes hacer eso –continuó.

    –¿Rascarme la cabeza?

    –No, no me refiero a eso y lo sabes. ¿Por qué quieres que lo diga? Estoy intentando entenderte. Mira, no puedes fumarte cuatrocientos porros al día porque...

    –Porque, porque, lo sé, lo sé –la interrumpí. «No lo entiendes», pensé para mí mismo. El exceso es una diosa seductora. Te dejará conocer sus secretos solo si la sigues un poco. Mmabatho me miraba sin comprenderme, con esa mirada desalentadora que un profesor le pone a un estudiante que no tiene remedio.

    –No te entiendo. ¿Quieres tirar toda tu vida por la borda? ¿Crees que es una broma? El cannabis, de hecho, induce a psicosis. ¿No fue eso lo que te dijo el psiquiatra? Dime.

    –Vale, de acuerdo –dije irritado–, lo pillo.

    –Tshepo, lo estás haciendo más difícil de lo que es.

    –No me psicoanalices. Es fácil para ti decirlo. No estás en mi piel.

    –Es verdad. No me dejaría llegar a esto en lo que te has convertido. Solo te lo digo porque...

    –Porque porque. Sé lo que he dicho. Pero creía que era invencible. Creía que podría hacer cualquier cosa, pero de lo que no me di cuenta era de que tenía que quererlo para hacerlo. ¿Sabes a lo que me refiero? Tengo que quererlo lo suficiente como para no fumarme uno antes de bajarme los pantalones. Pero lo hago, por ahora lo hago.

    –Eso es una debilidad. O batla ho re kereng¹? Sabes cómo llaman a lo tuyo –dijo con una mirada desafiante en el rostro.

    La miré.

    –La enfermedad de las vacas locas. ¿Así es como quieres que te conozcan? O sea, por el amor de dios, espabila. Esa mierda te está matando.

    –Pero tú también fumas.

    –Ese no es el tema, no cambies de tema –se estaba irritando.

    Nos sentamos juntos en silencio. El sol nos daba de pleno. Las palabras nos habían hecho extraños por un momento. Estaba enfadado con el mundo, con la vida y con el fastidioso orden de las cosas. Había muchísimo que no entendía y cada vez era más opaco. Se había hablado mucho de mi condición, de mi enfermedad, fuera lo que fuese. No sabía cómo llamar a lo que me estaba pasando porque es así. Estaba harto de las interminables explicaciones, las mentiras y las maniobras, la injusticia y la humillación que conllevaba. La indiferencia de las enfermeras y los psiquiatras que solo se comunicaban mediante prescripciones. Prescripciones fuertes que dejaban inertes tus sentidos y parecían drenar la vida que te quedaba a la fuerza. Estaba harto de sentirme siempre indignado. Es agotador estar siempre enfadado con la vida, siempre con preguntas. ¿Por qué yo? ¿Por qué eso? Y este medicamento, ¿qué hace? ¿Alejará los malos pensamientos de mí? ¿Seré capaz de dormir? ¿Volveré a tener vida? Era demasiado. Tenía las manos siempre frías y mi estómago era un nudo enorme. Al pasar un tiempo, el enfado se apoderaba de tu vida y se convertía en pequeños bocados de cinismo al hablar.

    Mis quejas eran insignificantes tonterías dentro del gran esquema de las cosas, significase lo que significase. Estaba cansado de la terapia. Estaba harto de intentar llegar a las raíces del problema. Todas ellas llevaban a otras raíces y estas a otras más. La creación es un affaire que salió mal después de todo. No termina. Y eso era precisamente lo que yo necesitaba, un final. Y si no, al menos una respuesta o alguna conclusión. ¿Qué significa que «el cannabis induce a la psicosis»? Hay mucho más que eso, pero eso es algo que los profesionales médicos nunca podrán comprender. Busco que entiendan todos los matices de lo que me está pasando, no la respuesta fácil de que el cannabis produce psicosis. Y, además, ¿por qué no se callan si realmente no saben qué me está pasando? ¿Por qué culpar al cannabis?

    Es realmente agotador estar así todo el tiempo. Estoy cansado, hambriento. Acabado a los 23. Lo pienso e intento forzarme a hacer algo conmigo mismo. Pero no puedo. El tiempo va en mi contra. Siento cómo los segundos se pierden en mis venas al respirar. Los minutos superan en número al vello de mi cuerpo. Las horas desaparecen conforme mis uñas crecen. Siempre y por siempre. Es aterrador. El tiempo es aterrador. Es como un dominó interminable que cae en el olvido.

    Y el siempre en sí mismo es desalentador. No hay vuelta atrás, no hay una puerta trasera por la que escabullirse. No puedo deshacer los errores que cometí. Todo cuenta y es un pequeño recuerdo. Siempre. Es la única respuesta que nos da la vida. Y esperamos adaptarnos a esas cuidadas ecuaciones con la muerte y con la esperanza de que haya vida después de esta. Es una tarea demasiado grande. Es una locura.

    Me está dando ansiedad de nuevo e intento calmarme arrancando pintura del banco. Mmabatho se protege los ojos del sol y tiene la mirada perdida en la distancia. No hay mucho que ver, algunos edificios y lo que parecen ser árboles. Su pelo, rapado e indomable, reluce al sol. Y su complexión caoba parecía brillar. En mis sueños, Mmabatho es la mujer que huye con el sol y tiene una aventura con él. Es una forma un tanto extraña de pensar en alguien, pero, a veces, la imagino como una hija del sol porque sé cuánto le gusta sentir que los rayos del sol caigan sobre ella.

    Me gusta más cuando está callada. Hay algo regio en la manera en la que se calla las cosas. Tiene esa habilidad para reunir fuerza y evocar coraje como si calculara cuánto queda para que estalle la tormenta. Se sienta con las piernas cruzadas, lleva un pareo brillante, con un estampado de flores silvestres que le llega hasta los gruesos tobillos, y en sus pies, unas pesadas Doctor Martens. Tiene una gran presencia, algo que es difícil de ignorar. No había nada de delicado en ella, a excepción de sus largas pestañas. Sin embargo sí algo atractivo en sus rasgos amazónicos. La primera vez que la vi, recuerdo que pensé que podría dar a luz a un equipo de rugby al completo y que aun así seguiría teniendo fuerza y gracia. Había algo indomable en ella, que me recordaba a las mujeres rurales que trabajaban duro en el campo, una sensación de fuerza femenina. Nadie podría adivinar de dónde procedía solo por cómo vestía. Su ropa daba muchas pistas confusas. Es la única persona que conozco que es capaz de vestir vaqueros y un pañuelo xosa² con estilo. Cuando nos conocimos, lo primero que me dijo fue que mis ojos eran muy grandes y que eso decía mucho de mí. Yo, por mi parte, me quedé atrapado mirándole el rapado y no me cayó bien. Los capenses se lo toman todo muy en serio, pensé al conocerla. Me molestaba mucho. Parecía que tenía opiniones para todo y había algo en ella que no me trasmitía confianza, un aire sofisticado que la hacía siempre el centro de atención. Durante un tiempo, coincidimos en distintas fiestas y bares, y siempre acababa sentado con ella en algún sofá en la esquina del local hablando sobre cosas que en realidad nos daban igual. Se trataba de conocernos, midiendo el carácter del otro. Si tener experiencia significa haber viajado mucho y dejar atrás un rastro de amantes abandonados, entonces ella era mucho más experta que yo. Se abrió tanto a mí que hasta me confesó que había estado con una mujer. Pensó que me sorprendería, pero no, me daba igual. Por algo había crecido en Johannesburgo. Con el tiempo, bajó mis defensas con su encanto, pero no con un encanto similar al sirope empalagoso que lo único que busca es adular y, complacer. Descubrí que me gustaba mirarla. Me gustaba como la gente le respondía. Puede que tuviera algo que ver el hecho de que fuera estudiante de interpretación.

    Nos quedamos sentados así por un tiempo, perdidos en nuestros pensamientos. Ella es una artista, pensé. Una gran y silenciosa artista. Es una maestra del silencio. La observé mientras el sol acariciaba su suave piel.

    –Deberíamos entrar –dije finalmente. Ella afirmó con la sombra de la angustia en su rostro–. No hay nada por lo que preocuparse. Voy a salir de esto.

    –Tú –dijo con el tono preocupado de una madre, y me señaló con el dedo. No dije nada. Nos pusimos de pie y entramos.

    Mmbatho

    En parte me sentía responsable por lo de Tshepo. La verdad es que yo fui la que le introduje en el mundo de la dagga³. La mayoría de los estudiantes de Ciudad del Cabo lo hacen; al menos en los círculos en los que yo me movía. De acuerdo, era un poco superficial haber cedido a la presión social. Puedo vivir con ello. Pero la realidad es que nunca se acaba, tan solo se vuelve más sutil conforme uno envejece. He visto a ejecutivos publicitarios de cuarenta y tantos «vivir la vida» a base de coca y zol⁴ en las fiestas. Siempre tienen la misma expresión estándar cuando le ofrecen a alguien la primera raya. Una mirada engañosa de auto-posesión y sofisticación como la del polvo blanco, enmascarada por la decadencia y la desesperación que ocultan bajo la ropa elegante y los ojos vidriosos. Supongo que es la misma mirada que le di a Tshepo cuando le pasé su primer porro en la fiesta de Anthony. La única diferencia era que no buscaba engañarlo, ni estaba escondiendo ningún cadáver. Lo consideré algo inofensivo, un relajante, algo así como el café o el chocolate. He estado fumando zol durante tres años y a veces se me olvida que se considera una droga. Sin embargo, esa concepción tiene más que ver con la cantidad de personas que fuman en Ciudad del Cabo y a lo abiertos que son en cuanto al tema. En Observatory, donde vivo, hablar de porros es como pedir un Kleenex o un cigarro. La gente no tiene problema. E incluso, si lo consideraran una droga, ¿qué pasa? De todos modos, somos criaturas químicas. Necesitamos vitaminas, minerales, calcio, hierro y otros nutrientes. Para conseguir un poco de química entretenida que compense nuestras funciones corporales tomamos algo un poco menos ortodoxo y arriesgado. Si no es bebida, es comida, cigarrillos, pastillas para adelgazar o sexo para liberar hormonas. La distinción entre droga dura y blanda es irrelevante. Es como sentirse un poco culpable o muy culpable. La conclusión es que todos son culpables de ser un poco indulgentes consigo mismos. Es solo una cuestión de percepción.

    No bebo alcohol ni tomo drogas duras. Me fumo un zol de vez en cuando porque me divierte. Me hace sentir fuera de lo mundano. Y nunca me ha entorpecido. Nunca dejaría que eso pasara. Estoy muy orgullosa de no haber llegado a la situación de Tshepo. Conozco mis límites. Y me molesta un poco que él no supiera manejarlo. Me demuestra el carácter tan pobre que tiene. El problema del zol es que te abre por completo y si te rompes durante el proceso, creo que es más por tu forma de ser que por la droga en sí. Por lo que no me creo que la psicosis de Tshepo fuera inducida por el cannabis, pero por él haré oídos sordos.

    De todos modos, no es como si le hubiera obligado. Estaba ansioso por probarlo. Dio un par de caladas y dijo algo de que era una buena hierba. Era obvio que nunca la había probado. No le volví a ofrecer porque sabía que podía ser una sensación muy intensa a la que no estaba acostumbrado. Y tenía razón.

    Me senté con él a la vez que sentía cómo me encogía y que Tshepo tenía todo el rato una sonrisa tonta creciéndole en el rostro. Hablamos un poco más, esta vez con la guardia baja. Estaba ansioso por mostrarme sus sentimientos e ideas y menos preocupado por decir lo correcto y ser genial. Percibía cierta inquietud en él cada vez que hablábamos sobre sexo, pero no era nada que no pudiera entender. Me habló con fervor sobre su futuro y siguió haciendo referencia a distintas religiones y a cómo veían la existencia. Había leído mucho sobre el tema, pero le escuché impresionada por la multitud de detalles que daba. El zol suele hacer eso. Desata la mente como si abrieras una cremallera, exponiendo toda la complejidad de tus pensamientos. Lo que considerarías común, el zol lo convierte en una epifanía. La conversación se vuelve esclarecedora. Pude verlo sonreír por su propia ingenuidad mientras continuaba hablándome sobre el Libro de los muertos de los egipcios un rato más. Siguió hablando por lo que me parecieron fueron horas, pero su entusiasmo me mantuvo despierta. Escuché e hice lo que se me daba mejor: observar. Analicé cada gesto que hizo, la menor inflexión en su voz, la forma en la que enlazaba las ideas, cómo estaba vestido. La gente me solía decir que era fría, crítica, una depredadora social. Si eso significaba elegir cuidadosamente con quién me junto, entonces, soy culpable.

    Es sábado por la mañana. La policía se encontró a Tshepo deambulando por la carretera principal de Woodstock. Está casi desnudo de no ser por un cubreasiento de piel de oveja envuelto alrededor de su cintura. Habla rápido, delirando, mientras David y yo nos acercamos a él. Es difícil mantenerle calmado. Le doy mi jersey y le ruego que suba al vehículo con nosotros, pero se niega. La policía se alegra de que lo llevemos a casa. El sargento Andrews nos explica cómo lo encontró paseando desnudo frente a una carnicería junto al río Salt.

    Es un día de viento. La brisa corre haciéndole estremecer y, momentáneamente, le devuelve la cordura. Tras un rato, le convenzo para que se monte en el coche con nosotros. Con la mirada enloquecida, se sienta en el asiento trasero junto a mí.

    –He visto a Mam’lambo –continúa diciendo y susurrándose a sí mismo. Condujimos hacia Observatory. En la puerta, una de sus compañeras nos deja entrar.

    –Tshepo, ¿dónde has estado estos últimos tres días? –le pregunta Alice.

    –Caminando –responde, y pasa delante de ella.

    –¿Caminando por dónde? –pregunta.

    –Mira, tengo un poco de frío –dice con impaciencia.

    –Te lo mereces –dice Alice.

    David y yo la miramos con dureza.

    –De verdad, deambular desnudo así, ¿en qué estabas pensando? Sé que tienes más sentido común que eso –continúa.

    –Vete a la mierda, Alice –dice Tshepo y se va a su habitación.

    –Genial, Tshepo –dice cuando se va–. ¿Qué demonios se cree que hace?

    David y yo la ignoramos y caminamos hacia la cocina donde los demás están desayunando.

    –Obviamente no está bien –comienza a decir Alex, el propietario–, creo que debería ver a alguien.

    –¿Te refieres a un psiquiatra? Porque creo que ha perdido la cabeza, ya sabes –dice Alice y hace un gesto con la cabeza. Ahora entiendo por qué a Tshepo le cae mal. Es irritantemente directa.

    Los cuatro compañeros de piso se miran y se ponen de acuerdo.

    –¿No deberíais preguntarle qué es lo que él quiere hacer? –pregunto. No hubo respuesta. Me mira con una irritación petulante como si dijeran que yo no vivo allí, por lo que cómo me atrevo a plantear eso.

    –¿Podrías llevarle tú al hospital? –le pregunta Alex a David lavándose las manos de cuidar de Tshepo. David asiente.

    No me gusta la idea, pero me siento fuera de lugar. Además, no soy su madre, me recuerdo. Pasado un rato voy a su habitación.

    –Tshepo, ¿puedo entrar? –digo al tocar la puerta. No me responde, pero la radio está encendida. Lo encuentro acurrucado en la esquina del colchón, está envuelto en un edredón–. Ay, no estás vestido –le digo un poco molesta.

    –No tengo nada limpio que ponerme –dice con una voz pequeña y patética.

    –¿Tus compañeros son siempre así? –digo. Él no dice nada y se le ve confundido. La música va creciendo hasta convertirse en golpes de congas⁵ que golpean las cuerdas.

    –¿Café del mar? –le pregunto.

    –Es lo único que puedo escuchar.

    En mi interior pienso que es muy poco apropiado.

    –Un poco fuerte, ¿no?

    Me mira sin comprender, como si estuviera analizando mi respuesta. Estudio su cara en busca de cualquier indicio de bienestar y no encuentro nada. Había perdido el suave encanto de algodón de sus grandes ojos. Se rasca violentamente la cabeza, distraído. Los restos de locura se deslizan a sus gestos. Con la mente en blanco, se rasca los huevos.

    –Tshepo, ¿no te lo parece? –insisto.

    No me responde y empieza a llorar.

    Me acerco a su disquetera y cambio el cd. En un buen día, Café del mar puede ser relajante, pero no hoy. Pongo Kenny G y hurgo en su armario. Sorprendentemente, su habitación está ordenada. La mía suele ser un caos. Aquí todo está meticulosamente colocado. Observo que tiene un pequeño altar cerca de la ventana. Ha colocado unas cuantas hojas secas de acacias, hierbas y varios objetos en una pequeña mesa. En el centro hay una caja de madera con una delicada rama puesta en la parte de arriba. Da la impresión de ser la caja de Pandora. Mirarlo me da escalofríos en la espina dorsal.

    –¿Y esto qué es? –pregunto tratando de reprimir sus lágrimas.

    –Nada.

    –¿Es un santuario?

    –No, es un altar –me corrige.

    –Un altar... ¿Has hecho algún sacrificio, algún bebé muerto que deba saber? –digo bromeando para destensar el ambiente. Por un momento parece que está a punto de sonreír, pero las lágrimas vuelven a sabotear su estado de ánimo. Su tristeza es opresiva y me desanima hasta a mí. Me las arreglo para encontrar un chándal escondido detrás de unas toallas y unos pantalones cortos que harán las funciones de ropa interior. Para los calcetines miro el cesto de la ropa sucia. Hay cosas peores que usar calcetines sucios.

    Comienza a vestirse frente a mí. No miro a otro lado. Me enfrento a su desnudez. Él, por su parte, me mira y sonríe, más porque se siente cómodo con su propio cuerpo que para expresar que su estado de ánimo haya cambiado. Los hombres pueden ser muy obsesivos con sus penes, pero me alegro de que él no lo sea. Una sensación cálida se me instala en la boca del estómago. Le devuelvo la sonrisa. No soy su madre, me recuerdo de nuevo, y empiezo a preguntarme qué hago aquí. No me gusta jugar a las enfermeras con nadie, especialmente con mis amigos. Sin embargo, sé que conmigo estará en mejores manos que con sus compañeros de piso, los insensibles. Además, como persona negra, siempre siento la obligación de ayudar a otra persona negra que lo necesite, especialmente en compañía de blancos. Crecer en un internado de prestigio en Suiza siendo la única persona de color de mi clase me hacía alegrarme todavía más de ver caras negras que podían saltarse los obstáculos de acceso a la escuela con el paso de los años. Noté cuán ansioso estaba un determinado sector de la población por ponernos los unos contra los otros por el simple hecho de confirmar las peores sospechas que tiene la gente de los negros. Nunca les di ese placer porque siempre me llevaba bien con los otros pocos estudiantes negros. A veces les faltaba encanto o ingenio, o no me recibían con mucha alegría, pero aprendí a disimular la falsa impresión de que las personas negras buscan continuamente luchar y sabotearse entre sí.

    –Me estás atando los cordones –dice. Me sorprendo en el momento y sigo.

    –Solo te estoy ayudando –respondo un poco avergonzada.

    –Lo sé –dice en un momento de lucidez.

    –Perfecto, todo listo –lo miro.

    –Sé que tenemos que irnos ahora –dice–. Quieren que vaya a Valkenberg, ¿verdad?

    –Es lo mejor, lo sabes.

    –Lo sé, porque porque... –dice y no sé a lo que se refiere.

    Después de un examen psiquiátrico de rutina en Groote Schur nos envían a Valkenberg. Tshepo está callado y de malhumor, pero parece resignado. Me siento culpable, pero sé que necesita atención médica. Además, él sabe lo que está pasando, por lo que me tranquilizo. David y yo lo llevamos al pabellón 15. Es una sala de vigilancia monitorizada. Las enfermeras parecen distantes y agresivas.

    –Tshepo, tenemos que irnos –le digo cuando firma.

    –Nos vemos luego –dice un poco confundido. No puedo evitar preocuparme por él.

    –Tal vez podríamos quedarnos un poco más –le digo a David porque no soy capaz de dejarle allí solo. A él no le importa. Un enfermero enorme le da a Tshepo unas cuantas pastillas. La otra enfermera se molesta cuando Tshepo le pide más agua.

    –¿Qué le estáis dando? –pregunta David.

    –¿Eres médico? – pregunta la enfermera que le dio las pastillas a Tshepo con desdén.

    –No.

    –Entonces déjame hacer mi trabajo.

    –Solo estoy preocupado, ¿qué le estáis dando?

    –Haloperidol de 10 mg y Orfenadrina de 5 mg, ¿contento?

    –¿Y qué se supone que hacen?

    –No tengo tiempo para esto.

    –David, vamos –interrumpo.

    –Sí, creo que es lo mejor –dice la enfermera.

    –Tshepo, nos vamos ya –le digo, y me aprieta la mano. Tiene una mirada perpleja en el rostro.

    –Nos vemos–agrega David. No miramos atrás cuando salimos por la puerta. La tristeza de la situación nos persigue.

    –No sé qué hacer –le digo a David.

    –¿Sobre qué? ¿Qué quieres decir?

    –Quiero decir que Tshepo no tiene familia en Ciudad del Cabo.

    –Vale, ¿entonces?

    –Por lo que no estoy segura si puedo ocupar el puesto de niñera.

    –No necesita una niñera. Valkenberg se ocupará de eso, él solo necesita un amigo –dice con una mirada acusadora.

    –No me mires así. No le he prometido exactamente que vaya a volver a verlo –respondo.

    –Esta conversación es estúpida –dice.

    –Estás hasta el cuello de mierda –le respondo. Miro por la ventana meditando, en silencio.

    –¿Por qué eres tan bestia? En serio, ¿por qué? –pregunta, serio como de costumbre.

    –Se requiere práctica –digo para chincharle–. ¿Y por qué está bien para un hombre ser un cabrón, pero no para una mujer?

    –¿De qué hablas? Sabes, a veces puedes ser una perra –continúa.

    –No eres el primero que lo dice, gilipollas –digo y recuerdo lo exasperante, pero también atractivo, que es eso en David. Obviando que está muy bueno, es dolorosamente honesto. David es el tipo de persona que siempre dice la verdad, incluso si eso significa quedar mal. No confío en la gente honesta. De hecho, demasiada honestidad casi puede convertirse en un arma. Es desgarrador escuchar demasiada verdad. Recuerdo lo indefensa que me sentí la primera vez que hablamos. Recuerdo haber pensado que era demasiado intensa. Dijo que no creía mucho en la conversación ligera y hablaba con una seriedad de las cosas que te hacía sentir atacada. Por supuesto, no era así, solo era él mismo, contundente. Me dijo que la mayoría de los hombres me encontraban amenazante. Estuve de acuerdo con él, pero le pregunté por qué pensaba eso. Me dijo que principalmente por mi físico. Estás como para platearse en serio el tener hijos, dijo. Le abofeteé, iba borracha, pero le dio igual. No fue nuevo el oír que no era una pequeña doncella. Sé que soy grande. Me encanta vestir ropa que deje ver mi gran pecho y mis sugerentes caderas. Camino con un paso seguro que las mujeres critican en los baños. Siempre llevo el pelo corto, desafiante. El tiempo invertido por algunas mujeres en mantener el pelo largo supone demasiado esfuerzo.

    –No me gusta discutir, ¿sabes? –le digo después de enfurruñarme.

    –Bueno, a mí tampoco. Simplemente no entiendo que hayas dicho eso –dice concentrándose en el camino.

    –¿Volveremos a estar bien de nuevo? –digo. Puse mi mano en su regazo. Me miró como para recordarme que ahora sale con otra persona. La quité con una punzada de humillación recorriéndome el corazón.

    –Estuvimos juntos tres años. No puedes pretender que las cosas vuelvan a la normalidad de la noche a la mañana –dice, pero no le escucho. Me siento humillada.

    –Sabes, hay algo que siempre te he querido preguntar, incluso cuando salíamos.

    –¿Y qué es? –me mira, su cabello rubio enmarca su rostro. Aquí es donde su pequeña novia se lo apartaría de la cara. Una vez la vi haciéndolo. Fue nauseabundo verlo.

    –¿De dónde viene esa fascinación tuya por las mujeres negras? –le pregunto con la intención de herirle.

    –¿Por qué asumes que estoy fascinado con las mujeres negras? ¿Porque salí contigo y porque mi novia actual es negra? –dice un poco nervioso.

    –¿Novia? Tiene nombre –le dije de broma.

    –De acuerdo, Mmabatho, ¿de qué va esto? Estás siendo una perra sin razón.

    –Es la segunda vez que me llamas perra.

    No respondió. Nos dirigimos a casa en silencio.

    Estaba siendo un poco perra. Tenía muchas cosas en mente. Quería hablar sobre nosotros. Quería saber cómo estaba. Ya no estaba con él, era un poco retorcido. David tiene una forma de hacer que todo lo que digo o hago vuelva como un bumerán hacia mí. Siempre termino sintiéndome mal. ¿Por qué le resulta tan sencillo seguir adelante? ¿Dónde está la agonía, el dolor? Siempre he pensado que es un insulto que alguien te supere demasiado rápido. Lloré varios días después de romper con él. Y sé que es poco realista esperar lo mismo de él, pero lo hice. Quiero ser extrañada. Quiero que piense en mí como una gran oportunidad que dejó escapar. Ya no importa quién se haya alejado primero. No soy una cría. Pero me importa que a él le de igual nuestra ruptura. Sigo pensando en lo que dice Ntabiseng: Las mujeres quieren el drama y todas esas cosas que las haga sentirse el centro del universo. Y si es así, es realmente perverso. Aunque de alguna manera, creo que quiero tener todo el drama posible para sentirme bien conmigo misma. Para que pueda haber un elemento de equidad al respecto. Quiero decir, ¿por qué debería ser la única que sufre?

    Tshepo

    Me vuelvo a sentir como un niño regañado bajo la mirada del médico. Escucho dócilmente mientras traman estrategias en contra de mi mente. No hago un drama cuando me medican, a pesar de que sé que va a atacar mi sistema. Después de la medicación me encuentro oscilando entre lo que es el sueño y la calma. Todo parece ir más despacio. Sin reloj me siento perdido, como si las horas desaparecieran. El aburrimiento nos afecta a todos. No hay nada que hacer en lo que dura la terapia ocupacional, o como la llamamos nosotros: TO, a excepción de leer algunas revistas viejas, jugar a juegos de mesa o dormir. E incluso esto último se convierte en una especie de droga. Al cabo de unos días, desarrollé un tic nervioso. Mi ojo izquierdo parpadea involuntariamente. Cuando se lo conté a las enfermeras trazaron estrategias nuevas para mí que estaban basadas en aumentar mi dosis, algo así como para ajustar los efectos adversos de la Orfenadrina. Cojo las pastillas sin saber qué son y me las trago. Algunos días lo único que quiero hacer es dormir y olvidarme de la vida que una vez tuve, y como cierran las habitaciones tras desayunar, siempre acabo meditando en la silla o en el suelo. A veces me dan una pastilla blanca, una especie de droga muy fuerte antipsicótica que todos toman a regañadientes. Después de tomármela siempre me siento somnoliento y esa sensación me dura, al menos, tres días. El letargo que le sigue es insoportable, pero cuando cierro los ojos no sueño.

    Es fácil olvidar que se supone que debo de estar enfermo. La mayoría de los otros pacientes, todos mayores que yo, caminan como zombis, como si sus mentes estuvieran doblegadas del todo. Entablar conversación con ellos era difícil, casi imposible. Algunos me gruñen o se chocan conmigo si tienen algo que decirme. Están aletargados y apestan. Más que vivir parece que sobreviven, como si se hubieran cansado de intentarlo. Y su postura refuerza esta idea, están fatal: encorvados hacia delante, con la espalda arqueada en un intento de hacerle señales al planeta de que quieren morir. Llevan allá donde van la depresión y la soledad. Me siento preso dentro de su falta de hospitalidad y su pésima compañía. No tengo amigos aquí y en realidad me da igual. Me paso casi todo el rato pensando en mi vida, envolviéndome en un círculo interminable de introspección. No hay nada más que se pueda hacer. Reproduzco una y otra vez lo que pasó para acabar aquí y sigo dándole vueltas a cómo sucedió y a cuánto salió mal. La verdad es que todavía no sé qué pasó. Las cosas se descontrolaron y acabé en una institución mental. Es difícil de creer. Estoy muy enfadado conmigo mismo.

    No se tarda mucho en conocer todas las reglas de aquí; dónde puedes sentarte, cuándo ir al baño, en qué enfermera confiar. Siempre nos asignan a una persona a la que poder contarle lo que nos está pasando, una especie de comité de bienvenida, a excepción de que esto no es un campamento y no hay nada jovial en ello. Se desaconseja tácitamente la risa inapropiada. ¿Qué significa eso? El humor es una cosa tan personal. ¿Significa eso que no puedes reírte, bromear o carcajear? ¿Qué pasa si rompo en carcajadas recordando una anécdota? ¿Sería esa una risa inapropiada? Observo cómo las enfermeras nos miran, grabando las cosas que hacemos. ¿Intentan ver quién se ríe? He tenido miedo de sonreír, ya no confío en mis emociones. No sé lo que siento la mitad del tiempo, debido a que las drogas lo hacen por nosotros. ¿Se supone que tenemos que pasarnos toda la tarde sentados en sillas incómodos y mordiéndonos la boca por dentro? ¿Qué se supone que debemos hacer si no podemos reírnos de lo inapropiado que es estar encerrados como criminales?

    Uno de los otros pacientes no para de mirarme. Se llama Zebron, sí, parece difícil de creer que alguien se llame así, pero es cierto. Me pone de los nervios cada vez que me mira con esos ojos oscuros de torturador. Tiene la costumbre de mirarme y cuando miro hacia atrás, me hace muecas agresivas. Por lo general, me dedica una mirada sádica como si siempre estuviera pensando en cosas desagradables para torturarnos. Como yo, casi no habla con nadie, sin embargo, lo más extraño de él es que realmente no tiene rostro. Tiene un rostro indescriptible que me recuerdan a los que utiliza la policía. Un retrato robot que nunca se parece a nadie con quien uno se podría encontrar en la vida real. Aparte de una frente baja con ojos profundos, la cara de Zebron es muy poco destacable. Su rostro es el del criminal perfecto. Y cuando lo miras tienes que pensar mucho para saber qué edad tiene. Para ser un hombre pequeño, tiene una presencia oscura en él que hace que evite estar cerca de él tanto como me es posible.

    –¡Por favor, me duelen las piernas, ayuda! –grita Salman de repente y se tira al suelo. Vemos cómo se retuerce en el suelo con las piernas enredadas en un espasmo peculiar–. ¡Por favor, enfermeras, alguien, mis piernas!

    Zebron se enfurruña en un rincón solo. Entre los otros pacientes, él es el típico que se hace respetar, ese tipo de respeto reservado para los líderes de las pandillas de prisión. Me hace preguntarme quién era antes de que venir aquí. Todos tienen una historia en Valkenberg. Desde médicos, abogados, contables o artistas hasta políticos olvidados; todos viven de forma anónima en Valkenberg, pero rara vez se oye el pasado de alguien. Por lo general, es una fuente de chismes o intrigas para el personal de enfermería entrometido, sobre todo para las enfermeras. Zebron se levanta y se sienta cerca de mí. Evito mirarle y noto que su sombra se ha posado en mis muslos. Me presiona para que le dé un cigarrillo. No tengo y se lo digo por enésima vez. Sabe que no fumo, pero siempre me molesta.

    –No me gustas –me dice un día cuando le digo que no tengo cigarrillos.

    –No eres el primero –le digo con calma.

    –¿Crees que eres especial? Tan solo eres un enfermo más –dice.

    Me recuerdo que estoy en un hospital psiquiátrico.

    Pero no se detiene ahí. Como si de una rutina se tratara, me acosa por cigarrillos y nunca tengo uno para él. Por lo general, hace esto cuando el personal no está mirando, y si no es así, hacen la vista gorda. En un hospital psiquiátrico nunca puedes ser lo suficientemente paranoico con el personal que conspira en tu contra. Es una especie de ley no escrita que existe entre ellos y los pacientes. En cierto modo, establece la escena que se espera, desconfiamos de ellos y ellos nos torturan. Algunos pacientes están convencidos de que el personal los manipula con habilidad. Yo, por mi parte, tengo mis propias teorías sobre las personas que trabajan en los psiquiátricos. Trabajar aquí parece decir tanto sobre su salud mental como de la de los pacientes. Algunas personas que trabajan en hospitales psiquiátricos son las más siniestras y megalómanas que he conocido, pero, de alguna manera, logran ocultar sus debilidades a la perfección.

    –Danos el entjie⁶ –Zebron me acosa de nuevo. Su aliento huele muy mal.

    Me encojo de hombros de nuevo. Él sigue preguntándome a cada rato, pero miro hacia otro lado. Me mira de nuevo creando un surco entre sus cejas. Se me pasa por la cabeza el hecho de que esté planeando algo malvado, pero me convenzo a mí mismo de ignorarlo para mantener la calma. No vine aquí para enloquecer a la primera de cambio.

    –¡Por favor, alguien, me duelen las piernas, enfermeras! –los gritos de Salman se hacen cada vez más fuertes–. ¡Mis piernas, ayuda!

    Su llanto comienza a molestar a algunos de los otros pacientes. Unathi tira de su barba canosa y comienza a balancearse incesantemente. Sentado a mi lado, Zebron cruza las piernas con fuerza, aplastándose las pelotas. Bruce comienza a gritar con Salman.

    –De acuerdo, cállate o te meto en el kulukutz –dice Sipho, el enfermero de día.

    Le baja los pantalones a Salman, le frota un algodón y lo apuñala con una jeringa larga. Mirarlo hace que mi estómago se retuerza. Asombrosamente, Salman parece aliviado y no grita con violencia. Miro a Sipho retirar la aguja y muerdo el interior de mi boca hasta que sabe a sangre. No me gustan ni las agujas ni las cuchillas.

    Zebron se va de mi lado. Agarro una vieja revista de la mesa e intento leerla, pero no puedo concentrarme. La leí de una manera religiosa, olvidando con cada línea la oración anterior. Era suficiente para deprimirme. Mi cabeza se siente pesada y mis sentidos están embotados, pero lo sigo intentando. Zebron regresa y, con una alegría enloquecida, deja caer una cuchilla de afeitar oxidada en la revista.

    Zebron

    Tres enfermeras tienen que inmovilizarlo. Le dan un sedante que lo subyuga en un par de minutos. Luego lo arrastran a la reclusión. No siento remordimientos por lo que le hice a Tshepo. Simplemente estoy asegurándome de que todos estamos con la misma desventaja. Algunos hipocondríacos vienen a este pabellón y mi experiencia con ellos ha sido siempre desagradable. Su afán de mostrarles a todos cuán enfermos están me saca de quicio. Es una forma de buscar atención irritante, incluso parece que quieren lamerse el culo a ellos mismo. Tshepo caminó como si estuviera en trance y no le dijo casi nada a nadie cuando llegó. Lo observé de cerca. Los nuevos pacientes siempre pasan por mi escrutinio. Sipho comprendió desde el principio mis tácticas de selección, aunque todos parecen aprobarlo.

    –Así que, ¿tienes un entjie para mí? –lo acosé en el desayuno.

    Sigue mirando su plato y sorbe sus gachas. Lleno mi cuchara y le tiro el contenido. La avena le cae por la cara. Tarda en responderme, pero cuando lo hace, es en forma de risa inapropiada.

    –Vale, tranquilo –le dice Shipo desde el otro lado de la mesa.

    –Más pastillas blancas para ti –me rio de él y los demás que están escuchando también lo hacen.

    –Relajaos. Zebron, ya es suficiente –me advierte Shipo.

    Cuando recojo el cuenco de Tshepo, me manda a la mierda y me apuñala el abdomen con la cuchara. No le respondo. Sipho lo agarra del pescuezo y lo encierra en el kulukutz de nuevo. Se quedó allí durante cinco noches. El segundo día lo escuchamos gritar de una manera desgarradora. Tardaron un tiempo en sedarlo.

    La reclusión puede hacerle eso a las personas. Te ahogas. Una vez que los gritos empiezan, sé que el espíritu se desvanece. Las drogas llenan los gritos de una ansiedad silenciosa. Te sientes vulnerable constantemente como si estuvieras a punto de romper a llorar, solo que estás demasiado drogado como para hacerlo. Las noches son siempre largas y frías, sin importar que haga calor, ya que no hay ventanas por las que mirar. Apesta mucho, debido a que el último tío que estuvo allí estaba tan mal que no meaba en su cuenco y su mierda resbala por las paredes en señal de protesta. No hay nada espiritual o curativo en el kulukutz. La puerta es pesada y la atornillan como si fueras una bestia peligrosa que nadie debería ver. Durante el día, el fluorescente de la luz parpadea y opaca tu visión. Sientes que el color se va de tu cara. Las paredes son impenetrables. La habitación te oprime con frustración. Sientes una fatalidad interminable al respecto. Las mantas y el colchón siempre apestan a orina y están llenas de pulgas. Estás completamente solo.

    Tenía que derrumbarse, no hay otra forma de que avanzara en la recuperación. Antes de que te arreglen, tienes que romperte. Yo lo sé porque he estado entrando y saliendo de distintos hospitales durante años. No debería haber dejado que mi hermano me convenciera de internarme por primera vez hace casi diez años. Me siento más roto ahora que cuando entré. Y la Stelazine me hace estar de mal humor. Me hace mirar el lado equivocado de las personas, el lado en el que se ocultan. Noto inconsistencias como las mentiras piadosas que la gente dice y olvida después. Siempre recuerdo las cosas que dice la gente sin que se den cuenta.

    No me gustan las personas. Supongo que nunca me gustaron. Me di por vencido con ellos. Es fácil, te convences un día de que la gente está llena de mierda y desde ese momento los espantas como a moscas. No me gusta la manera en la que buscan ser simpáticos o bondadosos. Algunos de nosotros simplemente nacemos con una veta de maldad, incluso un resentimiento en contra de los vivos. No es nada personal. Por cada baño público limpio tiene que haber alguien dispuesto a echarlo a perder, a ensuciarlo. Es la forma en la que las personas se desarrollan. No todos somos hijos de Dios. Aquí Dios no existe. Soy el olvidado que yace podrido en un barril de manzanas fermentadas. Dios nunca escuchó mis llantos. Nunca vi la luz ni encontré algo sagrado dentro de mí. No todos somos místicos con la capacidad de extraer belleza de nuestro dolor. Algunos de nosotros nacemos con demasiada corrupción a la que sobrevivir.

    Cuando hablo, hablo de heridas, de dolor y de enfado. Son reales para mí. No conozco el remordimiento ni busco en mi interior la belleza. No hay nada que valga la pena mirar. Hay demasiada decadencia. No puedo trabajar con eso, pero puedo vivir con ello. Y tener un padre que me pegaba como hobby tampoco ayudaba.

    Soy consciente de lo retorcido que puedo llegar a ser. Por ejemplo, a veces, me doy cuenta de que fantaseo con apalear a las enfermeras, sobre todo a las idiotas que están siempre cotilleando sobre alguien. Me pregunto qué usaría, ¿una pala o un palo de golf? ¿Cuánto gritaría? Son algunas de las cosas que ocupan mi mente a veces y lo acepto. Es como soy. La gente siempre se imagina a los pacientes mentales en una lucha titánica en contra de sus propios demonios. Pero para mí no es así. Hay una lucha constante, sí, pero más enfocada a ceder y aprender a vivir con ellos. Es la razón por la que sigo entrando y saliendo de las instituciones.

    A veces me niego a hablar por días a posta. Como acto de protesta, de que todavía tengo el control de mí mismo. Creo que los médicos lo ven como un signo de deterioro y una razón de peso para aumentarme la dosis. Qué gilipollas, si tan solo supieran lo arrogantes y pomposos que se ven desde mi perspectiva. Se sientan es sus sillas blancas inmaculadas y seleccionan aspectos de mi vida para después reconstruirlos en lo que ellos consideran una terapia. Y si no respondo a ella correctamente, no se paran a pensar y cuestionarse si sus métodos son efectivos. Por el contrario, me castigan haciendo que me quede más tiempo o incrementando mi dosis. Siempre es mi culpa, pero nunca la suya.

    En la última ronda, insulté a mi psicólogo cuando me preguntó cómo me sentía al dejar Valkenberg. Me metieron dos días en el kulukutz. Le insulté porque sabía que planeaban mantenerme más tiempo. Siempre soy tan duro con ellos porque están convencidos de que estoy enfermo y solo ellos pueden ayudarme. A veces, no siempre, el control de la depresión se vuelve tan fuerte que sientes que debes decirle algo a los gilipollas, porque el dolor es demasiado insoportable. Le dije a mi psicólogo que maté a alguien. No creo que me crea, ya que dice que tengo esquizofrenia.

    –La mujer. Cuéntame más sobre la mujer a la que mataste –me dice con un tono clínico. Se lo cuento, pero no me escucha en realidad, lo único que le interesa es si mis pensamientos están desconectados, si mis sentimientos han cambiado. Se le ve de lejos, no soy tonto. Para él soy otro conejillo de indias. Toma notas con furia.

    –Éramos unos cuantos. La violamos –dije con la intención de encontrar una respuesta suya, pero me decepciona.

    –¿Cómo te hace sentir eso? –me pregunta. ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Es que no pueden dejar su papel y decir algo distinto? En la vida real nadie tiene ese tipo de conversaciones.

    Otras veces me alejo de la sala con, si cabe, mayor odio hacia el ser humano. Es fácil imaginarse cómo asesinar a alguien una vez que has estado en un hospital psiquiátrico. El caso es que te ponen a prueba, te pican y te hacer un millón de preguntas. Y al final, todo se resume a que eres la misma persona que eras antes de llegar enfermo y a que mañana seguirás siendo la misma, aunque te digan que te vayas a casa. La gente no cambia realmente, las circunstancias lo hacen. Incluso cuando dicen que eres un psicótico, todavía sigues siendo tú, pero de una manera mucho más intensa. Cuando comienzas a ver las cosas así, te vuelves más abierto a aceptar las cosas desagradables de tu vida. Tu mente desarrolla pensamientos que te asustan o emocionan porque son muy malos. Tengo movidas que contar. Pero no se las contaré a un psicólogo temeroso de Dios que piense que es mi salvador.

    Tshepo se niega a hablar con nadie cuando lo dejan salir. En la cama, una de las noches me atacó. Me levanto con él de pie frente a mí, lanzándome puñetazos. Me cubro la cara y me quedo quieto mientras él descarga toda su ira sobre mí. Me pega hasta que rompe a llorar.

    –Cállate ya, Sipho está de guardia –le digo–, y créeme, buscará la mínima oportunidad para encerrarte de nuevo.

    –Que te jodan –murmura a la vez que sus golpes se vuelven cada vez más patéticos.

    Unathi se irrita y enciende la luz. Viene derecho a Tshepo y le golpea en la cara. Este se cae y se golpea el ojo con la esquina de la cama opuesta.

    –¡Voertsek⁷, hombre de thula! Queremos dormir –dice Unathi, otros le secundan y maldicen a Tshepo. Les advierto que se callen–. Irás directo al kulukutz si Sipho te encuentra merodeando.

    Unathi apaga la luz y se vuelve a la cama. Tshepo se levanta y también se va a la cama.

    No sé nada más de él el resto de la noche.

    Tshepo

    Sangro en la oscuridad. A esto he llegado. Cada noche, desde hace tres días, me despierto cuando todos están durmiendo y ataco a Zebron. Luego Unathi viene y me gana. Después, nos vamos todos a dormir antes de que la enfermera de guardia nos escuche. Es como si pasara de nuevo, me siento absorbido por los sucesos, estoy perdiendo el control. Se supone que tengo que estar mejor, que superaré esto, me digo a mí mismo, pero no ayuda. Cuando veo a Zebron es como si en mi cabeza se escucharan motosierras y recuerdo lo violento que es. ¿No podían ver las señales que le enviaban mis ojos? ¡Para, me estás empujando! ¡Me estoy volviendo loco! Apenas puedo retener lo que queda de mi cordura. ¿Por qué me envías al otro lado del acantilado? ¿No era capaz de ver la desesperación en mi mirada? El kulukutz te mata y yo siento como mi cordura se va poco a poco.

    Mi psicólogo me preguntó por qué actué así. Son preguntas como estas las que me confunden y me hacen sentir todavía más desesperado si cabe. En el exterior se consideraría normal reaccionar de la manera en la que lo hice después de haber sido provocado, al menos por las personas que yo conozco. Pero aquí cada gesto se magnifica ante la mirada de los psicólogos. Me siento sin esperanzas, como si no tuviera control sobre nada. Están haciendo que parezca que tengo un problema con Zebron y que él es inocente. No se mencionó nada sobre la cuchilla con la que me provocaba. Me estoy ahogando de nuevo. Me recuerdo de nuevo a mí mismo que fue él quien me provocó, porque parece que al personal le da igual. Hay un profundo corte bajo mi ojo izquierdo. No creo que se cure pronto. Todavía tengo demasiada ira como para funcionar. Además, no puedo dormir. La medicación me mantiene activo y tengo sarna. Me dan una pomada que me echo cuando me acuerdo.

    Las rutinas son estrictas. Nos despertamos a las siete en punto. Normalmente ya estoy despierto a esa hora y estoy hambriento, soy incapaz de esperar al desayuno. Después nos lavamos. Lo llaman tiempo de higiene personal. Aquí tienen nombre para todo, incluso para lo más banal. Nos llevan al baño donde hacemos cola como si fuéramos ganado. Todos debemos desnudarnos mientras los enfermeros supervisan la entrada y salida de las duchas. Usan batas blancas y gritan órdenes sobre el salpicar agua, se ven como domesticadores de animales en lugar de enfermeros. Hay furia e impaciencia en sus voces, especialmente en la de Sipho. Tres de nosotros entramos a la vez. Pronto la habitación se vuelve húmeda y huele a sudor. Tarda poco en oler a pelotas y pedos, a hombres cansados de protestar cuando entramos y salimos y que se rascan con frustración.

    –Sepo, date prisa –grita Sipho. Apenas llevo cinco minutos en esa ducha mugrienta.

    –Es Tshepo, Tshepo –le corrijo.

    –Me importa una mierda. Phuma, tío –dice y me saca. No quedan toallas, así que tiemblo en una esquina y espero a que alguno de los demás me ofrezca su toalla usada.

    –Toma –dice Zebron y me ofrece su toalla húmeda. Lo miro con desprecio–. Solo cógela, tío.

    Es muy temprano para cuestionar sus motivos. Me digo a mí mismo que es solo una toalla y la cojo.

    Tras secarnos, vamos a los armarios donde nos vestimos con ropa limpia. Unathi todavía se está duchando, pero Sipho no se enfada con él.

    –Tiene un problema con los tiempos –dice Zebron cuando me atrapa mirándolo–. Y le paga al personal por unos cuantos favores. Por eso siempre lo ves comiendo galletas.

    No digo nada, conteniendo mi desprecio en voz baja.

    –No tienes motivos para odiarme –dice con una cara sin emoción. Acaricia mi brazo con su mano–. ¿Sabes? Valkenberg puede ser un sitio muy solitario –me susurra con voz burlona y dura, típica de una persona acostumbrada a beber y fumar en exceso. Me alejo para evitar otra confrontación.

    –Zebron coge la caja –dice Sipho dándole una caja llena de cuchillas de afeitar, cuchillas romas y cepillos de dientes con cerdas pasadas.

    Odio las cuchillas. Evito mirarlas y cojo el primer cepillo de dientes que veo. Zebron me sonríe. Tenemos que volver a hacer cola mientras Sipho nos echa pasta de dientes en los cepillos. Cuando es mi turno, apenas me mira y me pone menos de un guisante de pasta de dientes. Me obligo a mí mismo a no saltar por la pasta de dientes y hago mi mejor intento de cepillarme los dientes con lo poco que tengo. Me froto los dientes hasta que me sangran las encías.

    –¿Habéis terminado? Es la hora de comer, vamos, vamos –dice Sipho y da palmas con las manos como si hablara con niños pequeños. Sigo cepillándome los dientes–. Venga, vamos –dice de nuevo. Los otros devuelven sus cuchillas y cepillos. Soy el último en devolver mi cepillo, y no me molesto en enjuagarlo. Sipho me mira y gruñe como diciendo: «no me pongas a prueba». A continuación, reparte los peines.

    Cuando hemos terminado, el suelo está empapado. A Byron y a otro chico les toca limpiar el baño. Colocan las toallas húmedas en el suelo para secarlo y enjuagan los lavabos. Guardan las pastillas de jabón Lifebouy⁸ en el armario. Todo esto se hace mientras estamos al lado opuesto de la habitación.

    Cuando Sipho está satisfecho con el estado del baño vamos al comedor. Todos olemos a Lifebouy. Pienso en lo irónico que es. Repito Lifebouy una y otra vez hasta que se convierte en un tonto juego de palabras que ya no tiene sentido. Caminamos dejando atrás el kulukutz. Mi corazón se estremece un poco. Echo un vistazo a una de las puertas y el olor a orina me asalta la nariz.

    –¿Qué buscas ahí dentro? –me grita, a lo que yo no le digo nada.

    Esperábamos con ansias el desayuno en el comedor. Mis ojos estaban fijos al otro lado de la habitación. Al otro lado hay una pizarra con avisos misceláneos. En una esquina se lee «ponte bien pronto» garabateado. No parece estar dirigido a nadie en particular. Al lado hay una tabla con consejos para tener una buena salud mental: honestidad, confianza, respetarse a uno mismo y sinceridad. Estas son algunas de las cualidades más importantes para la salud mental. Debajo de ese diagrama hay otro a la inversa. Lo que más me impresiona del diagrama es que la desconfianza es la cualidad central que se ramifica en otras cualidades. Pero dadas las circunstancias, resulta perfectamente razonable desconfiar de las personas en el pabellón 15. El otro día, alguien delató a Byron por fumarse un porro en los baños. Le metieron cuatro días en el kulukutz. Incluso pequeños incidentes menores habían sido reportados. No hay sentimiento de solidaridad. Todos parecen cubrirse las espaldas. No puedo entender cómo alguien puede delatar a otra persona cuando no tiene nada que ganar a excepción de la satisfacción, algo infantil, de ver a alguien siendo castigado. Uno no gana así favores, por lo que, ¿por qué hacerlo? Además, parece que el personal no tiene nada que perder animándonos a espiarnos entre nosotros.

    Estoy hambriento cuando finalmente llega el desayuno: gachas de avena y dos rebanadas de pan con un poco de mantequilla y mermelada. Afortunadamente, las gachas siempre las hacen ricas para mi gusto. Es un consuelo en comparación con el té tan suave que sirven. Siempre me como el cuenco de Matthew porque a él no le gustan las gachas de avena.

    Terminado el desayuno, podemos caminar por el patio vallado hasta la hora del té de las diez. A esto le sigue una TO en el salón y, después, el almuerzo a las doce. La cena es a las cinco. Tras la comida nos medican de inmediato. Las puertas de los dormitorios se abren entre las siete y las ocho menos cuarto, dependiendo de cuántos miembros del personal estén trabajando. Se siguen de cerca las rutinas. No hay nada que hacer más que pasar el tiempo esperando la próxima comida. Mantengo mi mente distraída de las horas vacías.

    Hace calor fuera. Me siento en un escalón en concreto porque la hierba todavía está húmeda por el rocío. Los otros se alinean para su ración de tabaco. También se reparten los tentempiés individuales. Zebron camina hacia mí y me echa el humo.

    –Me estás tapando el sol –le digo cortésmente.

    –Discúlpame –dice y se mueve a un lado, pero se queda junto a mí. A pesar de que no dice nada, su presencia me irrita.

    –No le des tantas vueltas –dice pasado un rato.

    Me lo habían dicho toda la vida, pero que esa frase viniera de Zebron hace que me hirviera la sangre.

    –Estás lleno de mierda. No voy a fastidiarla de nuevo por tu culpa –le digo.

    –Relájate –se burla de mí–. Mira, tú no eres el único. Lo hago con todos los recién llegados.

    Le miro mal y él aprieta la mandíbula como si flexionara los músculos.

    –No me jodas y no te joderé a ti. Es todo lo que te estoy diciendo –dice.

    No digo nada, no me ha impresionado.

    –Amigos –sonríe y revela unos dientes marcados por nicotina oscura justo al lado de las encías, traicionado por el abandono. Escondo mi disgusto por el nivel de decadencia de sus dientes. Es el tipo de persona que descuida deliberadamente sus dientes solo para tener ese efecto en las personas cuando sonríe.

    –Así que crees que pienso demasiado –le digo para cambiar de tema y guardarme de cualquier intento de amistad innecesaria y vinculante.

    –Sí, creo que usas demasiado tu cerebrito –me dice con flema en la voz.

    –¿Qué más se

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