Mil máscaras: La deriva del nacionalpopulismo italiano
Por Paolo Mossetti
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Mil máscaras - Paolo Mossetti
2016].
I. PROTAGONISTAS
Antecedentes
El populismo no goza de gran reputación en la prensa progresista en Italia. La acusación dominante lo considera culpable de ser una guarida de extremistas políticos e ignorantes, o bien el terreno en el que corre el riesgo de florecer un nuevo autoritarismo. Los intentos de descifrarlo sin prejuicios excesivos pueden contarse con los dedos de una mano.
Desde su fundación, el M5S es el objetivo más predecible. En 2012, el parlamentario de centro-derecha Guido Crosetto explica cómo las invectivas del deus ex machina del partido, Beppe Grillo, le recuerdan «la violencia verbal de un tal Joseph Goebbels […] una forma de comunicación que me recuerda mucho el estilo de escritura del nacionalsocialismo»[1]. En 2013, el antiguo primer ministro Silvio Berlusconi (con casi 10.000 millones de euros de patrimonio y propietario de tres redes de televisión) retrató al fundador del M5S y excomediante Beppe Grillo como «un peligro real para la democracia»[2]. En un periódico de su propiedad, unos años más tarde se lee lo siguiente: «El grillismo, con su espíritu subversivo y su populismo, se ha convertido en el brazo armado del justicialismo, una amenaza mortal para la civilización liberal»[3]. Para el diputado liberal demócrata Piercamillo Falasca no hay diferencia entre el M5S y el grupo neonazi griego Amanecer Dorado[4]. El fundador del periódico socialdemócrata La Repubblica, Eugenio Scalfari, escribe que en los «aspectos más repugnantes» de Grillo se ve la dictadura[5]. Aunque se habla cada vez más de populismo, tanto de derechas como de izquierdas, en muchos ámbitos académicos, del extranjero incluso, en Italia, esta palabra usada todos estos años es decididamente sospechosa, y tiene ecos de fuerte vulgaridad.
Las elecciones de 2018 y el terremoto que les sigue hacen que palabras como «rossobrunismo» («rojipardismo»)[6] o «soberanismo» se vuelvan populares y reactiven definitivamente antiguos temores. Michela Murgia, escritora que se encuentra entre los enemigos acérrimos de Matteo Salvini, promovió en marzo de ese año una prueba para medir la «tasa de fascismo» en cada uno de nosotros: el usuario tenía que marcar entre 65 oraciones bastante aleatorias (desde «el sufragio universal está sobrevalorado» a «hay que entender que la gente está cansada») aquellas que le parecían de mayor sentido común, con el resultado de que al final todo el mundo resulta ser por lo menos un poco fascista[7]. En marzo de 2019, L’Espresso fue aún más lejos en los titulares con estas palabras: «¿Pero qué soberanismo? Empecemos a llamarlo nazismo»[8].
Estos argumentos reflejan la forma en que muchos, en el mundo liberal y la galaxia de la izquierda, juzgan esta ola que está sacudiendo la política dominante de las democracias occidentales, así como la prisa con la que se eligen las posibles respuestas. Esta superficialidad representa un problema grave en el clima polarizado actual, y sería apropiado reconstruir una genealogía más precisa del fenómeno.
Para la mayoría de los historiadores, el populismo propiamente dicho nace en Rusia en la segunda mitad del siglo xix con intelectuales como Aleksandr Herzen, quien intenta hacer proselitismo entre campesinos y analfabetos proponiendo una visión alternativa al fatalismo evolutivo de la ciencia social burguesa. Herzen se propone revalorizar las comunidades campesinas como antídoto contra las ciencias sociales burguesas, y al mismo tiempo recopilar y poner al día el legado más elevado de la civilización occidental: el derecho a la diversidad y la autonomía personal. «La historia es injusta», escribe, porque «a los que llegan tarde, no les dará los huesos ya roídos, sino la primacía de la experiencia»[9]. Pero este ideal revolucionario demostrará tener una estructura frágil, y con el nuevo siglo en la escena de la Rusia industrializada estallan contradicciones de clase mucho más concretas, con la aparición de un hombre llamado Lenin, que asume un ideal revolucionario mucho más dogmático. Del populismo original solo va a quedar el fantasma, en la anarquía rural de algunos territorios «reacios» a la integración con el poder central.
El populismo del que estamos hablando hoy tal vez pueda entenderse mejor observando la avalancha de quiebras bancarias, colapsos y bancarrotas en Europa occidental y en Estados Unidos en el paso del siglo xix al xx; en otras palabras, observando con atención precisamente la primera y más importante crisis de la cultura liberal burguesa en Occidente, así como el movimiento de oposición que surge contra ella. Una revuelta escandalosa, porque no es expresada únicamente por intelectuales que militan en las filas tradicionales del movimiento socialista, inspirados por los principios del materialismo histórico, sino también por pensadores que creen en algo que va más allá del liberalismo y el socialismo: una especie de democracia integral basada en los intereses nacionales y la justicia social como fundamento de la comunidad.
Dos acontecimientos históricos, la Primera Guerra Mundial y la caída de Wall Street en 1928, concretan más aún esta intuición y expanden esta crítica a nivel mundial, dando un golpe definitivo a los ideales de progreso sin fin. En Italia, esta crisis es encarnada por Benito Mussolini, un experiodista y veterano de guerra, con una prosa formidable, que de joven había promovido algunas causas de los sindicatos socialistas.
El populismo contemporáneo comparte, sin duda, algunas características con el fascismo italiano, en particular los tintes de palingenesia y la demonización maniquea de sus enemigos. Pero la ideología fascista enfoca su modelo de renacimiento patriótico en una «tercera vía radical» entre socialismo y capitalismo, de tipo «nacional-holístico», y en la ambición de crear un «hombre nuevo», que sea modelado a través de la educación promovida por el Estado[10]. Estos elementos no han desaparecido por completo de la comunidad intelectual populista, pero son decididamente minoritarios con respecto a la idea de redescubrir y encontrar al pueblo «como es», así como mezclar algunos aspectos del capitalismo (sin cuestionar su estructura general) para encontrar una «narrativa común» y defender los intereses de la nación. En resumen, hay similitudes, pero también diferencias importantes.
Según otros comentaristas, el M5S original recuerda, más que al fascismo institucionalizado y guerrero (el que conoce el gran público en general), a su primera y más primitiva encarnación: el «sansepulcrismo», es decir, un movimiento formado por veteranos de la Primera Guerra Mundial y enjambres de intelectuales imprudentes, distanciados de los partidos respetables. Según otros, lo que hay de fascista en el populismo puede encontrarse en la corta y miserable experiencia de la República Social de Saló, en el verano de 1943, cuando algunos miembros irreductibles del régimen, derrotado ahora por los Aliados, intentan mezclar la exaltación de la muerte con un anticapitalismo rencoroso, fruto del odio a una clase empresarial temerosa que abandonó al Duce en tiempos de necesidad. Este intento, aniquilado después de pocos meses, se reencarnará después de la guerra en el Movimento Sociale Italiano (Movimiento Social Italiano [MSI]), un partido que tendrá como símbolo una llama tricolor –símbolo del ideal fascista– y como objetivo mantener unidas las aspiraciones de un «nuevo orden social» y de un «nuevo orden económico». Esta difícil tarea fue resumida por el famoso lema destinado a marcar la línea MSI con respecto al Ventennio fascista: «non rinnegare, non restaurare» («no reniegues, no