Nostalgia del soberano
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En el presente libro se despliega una brillante reflexión acerca de las razones por las que nos hemos ido convenciendo de que no queda futuro alguno que aguardar y, como consecuencia de ello, hemos ido volviendo la mirada hacia pasados completamente idealizados. No hay duda de que ha conseguido prender entre amplios sectores de la ciudadanía lo que el autor denomina una "mitologización retrospectiva" en toda regla.
La incertidumbre en la que vivimos, especialmente tras la gran crisis del 2008, no ha sido solo fuente de perplejidad teórica, sino que está teniendo unos efectos prácticos bien visibles. Ha generado una notable desconfianza hacia gobiernos y elites en general, extendiéndose como una mancha de aceite el miedo hacia la deriva que puede tomar nuestra sociedad. Es así como los viejos principios del liberalismo político (división de poderes, limitación del gobierno popular, libertad de expresión, etc.), que antaño venían asociados a una estable prosperidad en todos los órdenes, han pasado a ser vistos como causantes de buena parte de nuestros males.
Manuel Arias Maldonado
Profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Ha sido becario Fulbright en la Universidad de Berkeley y Salvador de Madariaga en Múnich y Nueva York. Autor de La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI (2016), Antropoceno. La política en la era humana (2018) y (Fe)Male Gaze. El contrato sexual en el siglo XXI (2019). Es colaborador habitual, entre otras, de Revista de Libros, Letras Libres y Lettre International.
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Nostalgia del soberano - Manuel Arias Maldonado
Manuel Arias Maldonado
Nostalgia del soberano
Colección Pensamiento21
Director: Manuel Cruz
DISEÑO DE LA COLECCIÓN: ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO
DISEÑO DE CUBIERTA: ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO
© Manuel Arias Maldonado, 2020
© Los libros de la Catarata, 2020
Fuencarral, 70
28004 Madrid
Tel. 91 532 20 77
www.catarata.org
Nostalgia del soberano
isbne: 978-84-9097-983-9
ISBN: 978-84-9097-927-3
DEPÓSITO LEGAL: M-2.346-2020
thema: qdts/jpa/jpf
este libro ha sido editado para ser distribuido. La intención de los editores es que sea utilizado lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.
En filas, sin atreverse a volver los ojos, su apasionada exaltación le hacía sentir la proximidad del Soberano no por el ruido de los cascos de los caballos, sino porque, a medida que se acercaba, en derredor todo se le hacía más claro, más alegre, grande y solemne; era como si se acercara el sol derramando rayos de luz apacible y espléndida, en los cuales ya se sentía envuelto.
León Tolstói, Guerra y paz
Acaso la simplificación de estas imágenes fue motivo del imperio que sobre mí tomaron.
Marcel Proust, A la sombra
de las muchachas en flor
Am I not the King?
William Shakespeare, Richard II
He thought he was the King of America
But it was just a boulevard of broken dreams.
Elvis Costello
Introducción
Ante el altar del dios falible
A finales de junio de 2015, el flamante primer ministro griego Alexis Tsipras sorprendió a la opinión pública europea al convocar un referéndum sin precedentes: los ciudadanos griegos habrían de decidir en las urnas si aceptaban las condiciones impuestas la troika, formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, para la prestación de una ayuda financiera que evitase la bancarrota del país, todo ello en el marco de una crisis de deuda que amenazaba con llevarse el euro por delante. Tsipras había ganado las elecciones nacionales celebradas en enero de ese mismo año con un mensaje populista que acusaba a Alemania, a la Unión Europea y a las instituciones financieras de castigar sádicamente a una Grecia sin culpa; tras quedarse a dos escaños de la mayoría absoluta, el hábil político griego llegó a un acuerdo de gobierno con la ultraderecha nacionalista de los Griegos Independientes. Su impetuoso ministro de finanzas, Yanis Varoufakis, persiguió sin éxito un cambio en las posiciones de la troika mientras la presión de los mercados no dejaba de aumentar. En ese contexto de malestar ciudadano y tensión geopolítica, Tsipras llamó a los griegos a decidir acerca de un complejo programa de ayuda —el tercero de una larga serie— sin aclarar las consecuencias que tendría su hipotético rechazo. El resultado fue inequívoco: el 61 por ciento de los griegos votó en contra del acuerdo.
Sucedió entonces algo sorprendente: no sucedió nada. O mejor dicho, nada de lo que pasó guardaba una relación lógica con el resultado del referéndum. Tras la dimisión del líder de la oposición, Antonis Samaras, que había defendido un voto favorable al acuerdo, Varoufakis también abandonó su cargo: su lugar fue ocupado por Euclides Tsakalotos, ministro de perfil más dialogante recibido con los brazos abiertos en Bruselas. A continuación, el Gobierno de Tsipras negoció un nuevo acuerdo con las autoridades europeas cuyas condiciones eran todavía más duras que las rechazadas por el demos griego: tras anunciarse el pacto el 13 de julio, las medidas de ajuste fueron aprobadas por el Parlamento heleno con el apoyo de la facción europeísta de la oposición. Dado que hasta cuarenta diputados de Syriza votaron en contra o se abstuvieron, Tsipras convocó elecciones en septiembre y su partido volvió a ganarlas, pese a un bajísimo índice de participación, con mayoría relativa. Los griegos se habían sentido ignorados al constatar que su sonoro rechazo al acuerdo con la UE no servía para nada, así que no se molestaron en volver a expresarlo con su voto. Tres años después del referéndum, Grecia abandonó el programa de ayuda, y su economía logró estabilizarse. Por su parte, el enfant terrible que fuera Alexis Tsipras terminó por ser elogiado en Bruselas como un valiente reformista que supo evitar que su país se precipitara al abismo de la bancarrota soberana, aunque eso no le sirvió para seguir siendo primer ministro, cargo del que fue desalojado por los votantes en el tórrido verano de 2019.
Apenas un año después del referéndum griego, el 23 de junio de 2016, los ciudadanos del Reino Unido acudían a las urnas para resolver —mediante una consulta popular— un asunto de extraordinario calado: la continuidad británica en la Unión Europea. Su primer ministro, el conservador David Cameron, había convocado la consulta ante la presión creciente del ala euroescéptica de su partido, intensificada a la vista del crecimiento en las encuestas del UKIP, partido dedicado en exclusiva a fomentar la salida británica del club comunitario. Tal vez envalentonado al haber ganado dos años antes una apuesta en apariencia similar, como fue la de conceder un referéndum de independencia a los escoceses, Cameron perseguía reforzar su liderazgo y zanjar durante un tiempo la cuestión europea. Sin embargo, las cosas no salieron como esperaba. La oposición no ayudó: un viejo euroescéptico como Jeremy Corbyn, líder de los laboristas, no iba a poner demasiado empeño en propiciar la victoria política de su rival; máxime cuando su fracaso podía abrir una vía rápida hacia el 10 de Downing Street. Por su parte, la campaña de los leavers destacó por la eficacia emocional de sus mensajes, muchos de ellos carentes de todo escrúpulo factual. Recuperar el control
se convirtió en un eslógan de éxito: con él se llamaba a los británicos a recobrar su poder decisorio para cerrar fronteras y firmar acuerdos comerciales con países de todo el mundo. Décadas de propaganda anticomunitaria contribuyeron sin duda a explicar el resultado que conmocionó a la opinión pública mundial en la madrugada del día 24: hasta el 51,9 por ciento de los votantes, casi 17 millones y medio de ciudadanos británicos, votó en favor de la salida; poco más de 16 millones, el 48,11 por ciento de los votos válidos emitidos, se inclinaba por lo contrario.
Sin embargo, nada se ha probado más difícil en la historia política reciente que la ejecución del brexit. No es de extrañar: a la fractura sociológica entre leavers y remainers, con sus expresiones territorial y generacional, hay que sumar la discrepancia entre los distintos territorios de la Unión, donde escoceses e irlandeses votaron abrumadoramente en favor de la permanencia, así como el explosivo asunto de las relaciones entre Irlanda del Norte y la república de Irlanda. Aunque parezca increíble bajo los parámetros de la deliberación pública, la cuestión de la frontera física entre las dos Irlandas no fue apenas discutida durante la campaña del referéndum y se reveló enseguida como un obstáculo insalvable dar forma a un acuerdo de salida satisfactorio para todos los implicados. No es así de extrañar que el sistema constitucional británico, empezando por su sistema de partidos, haya flirteado con el colapso: la relación con Europa ha pasado de los márgenes al mainstream, definiendo el conflicto político entre partidos y dentro de los partidos, mientras se tensaban de manera peligrosa las relaciones institucionales entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Solo ahora, más de tres años después de la votación y ante el vértigo de una salida sin acuerdo, empieza a esbozarse algo parecido a una solución al problema norirlandés.
Va de suyo que los referéndums griego y británico no son lo único que ha ocurrido en estos convulsos años. También están la victoria de Donald Trump, magnate inmobiliario y estrella televisiva que accedió a la presidencia de su país bajo la divisa Make America great again
; la consolidación de hombres fuertes en el gobierno de países tan diversos como Italia, Hungría, Filipinas o Brasil, y la aparición de la ultraderecha nacionalista en los parlamentos nacionales de España o Alemania. Nuestro país, de hecho, ofrece una elocuente sucesión de acontecimientos que sirve de resumen apresurado para la política de las sociedades poscrisis: si el severo castigo económico infligido por la crisis financiera impulsa inicialmente un populismo de izquierda empeñado en la redefinición de un nuevo pueblo
que se rebela contra sus elites, su estela será pronto aprovechada por un nacionalismo catalán. Este encuentra en ese malestar social la ocasión propicia para lanzar un desafío separatista de carácter unilateral, que a su vez impulsa la aparición de una ultraderecha nacionalista que se alimenta del discurso de la alt-right (la derecha populista) mientras demanda la desfederalización
del sistema autonómico español. Es cierto que, con la excepción de la xenofobia que los nacionalismos catalán y vasco alientan frente a todo lo español, no parece que el discurso antiinmigración, que tanta fuerza ha adquirido en todo el mundo desarrollado en los últimos años, consiga hacerse fuerte entre los españoles. Pero basta echar un vistazo al éxito de Salvini en Italia durante su paso por el Gobierno o al modo en que los socialdemócratas escandinavos adoptan de facto una línea dura contra la inmigración ilegal para percatarse de que la exclusión del otro es una de las notas características de nuestra época.
Hasta aquí, pues, los hechos; o los hechos que nos interesan. Pero ¿cómo interpretarlos?
Es justamente célebre la caracterización que Thomas Hobbes, padre del contractualismo político, hiciera del Estado que surge del convenio entre los hombres que desean abandonar la inseguridad del estado de naturaleza: el Leviatán que ostenta un poder soberano absoluto, advierte el filósofo inglés, no es sino un dios mortal
¹. O sea, artificio o ficción, la persona legal a la que los individuos transfieren sus derechos para garantizar la paz común. Frente a la legitimación divina del poder, su origen puramente humano se pone así de manifiesto: nada hay de sobrenatural tras la máscara del soberano. Sin embargo, Hobbes habla literalmente de un poder capaz de mantener a los seres humanos in awe, impresionados, subyugados, intimidados. De manera que el Leviatán de Hobbes es un como si, una creencia colectiva que disciplina a los súbditos para evitar el mal mayor de la discordia civil mientras se procuran los nada menores bienes de la prosperidad y la seguridad. Dioses mortales: creemos en ellos y sin embargo son falibles.
Pues bien: la tesis que se viene a defender en este libro es que las turbulencias políticas causadas por la crisis económica, que a su vez activan con fuerza temores latentes asociados con los distintos aspectos de la globalización, deben interpretarse como expresión de una nostalgia de la soberanía. O sea, como el anhelo por una potencia política capaz de imponer orden en un presente amenazante e incierto. Amplias capas de la población resultan así sensibles a la idea de que es ciertamente posible, y desde luego necesario, recuperar el control
; lo que en la tradición política occidental equivale a la restauración de la fuerza soberana del Estado nación.
Dicho de otra manera: si hay un rasgo común a las respuestas formuladas ante la Gran Recesión es el anhelo de una potencia política capaz de poner orden allí donde reina el desorden económico, cultural o moral. La apuesta por una vigorosa recuperación de la soberanía estatal puede encontrarse tanto en la izquierda como en la derecha populistas, pues ambas defienden —en oposición a un liberalismo llamado a la prudencia de acuerdo con sus postulados clásicos— la necesidad de dar forma a una voluntad política
capaz de poner freno a una globalización disolvente que erosiona tanto la seguridad material como el sentimiento comunitario. Este impulso, sin embargo, es aún más fuerte en una derecha que recurre más fácilmente a la nación como fuente de legitimidad política y, en no pocas ocasiones, defiende la necesidad de mantener la homogeneidad etnocultural como criterio de identificación de esa misma nación. Aunque, no es, en absoluto, exclusivo de ella.
A diferencia de sus encarnaciones clásicas, el impulso soberano contemporáneo suele recurrir a la voluntad popular democrática y no a la idea del soberano individual, legitimado por ascendencia divina, sin perjuicio, dicho sea, de que el hombre fuerte de la tradición caudillista pueda aparecer, en el marco de un pluralismo exacerbado, como solución plebiscitaria para un estado —percibido— de excepción. Ante el retorno de la historia, solo una soberanía tajante parece en condiciones de ejercer la defensa de la comunidad nacional; de ahí el éxito de esta persistente ilusión y del nacionalpopulismo que, en nuestros días, la proyecta sobre un público dominado por un sentimiento de inseguridad. La nostalgia del soberano puede así relacionarse con el mito de la edad de oro, tan evocado por populistas y nacionalistas; se trata de una nostalgia restauradora
que nos hace querer regresar a una época dichosa². Esta mitologización retrospectiva adopta formas diversas: si unos añoran una comunidad étnicamente homogénea y moralmente ordenada, otros echan de menos los años gloriosos del bienestarismo y la solidaridad de clase. Y por más que suela asociarse a la melancolía, la nostalgia también puede relacionarse con la insatisfacción o la falta de orientación³.
Nos movemos en un terreno en el que difícilmente puede hablarse de demostraciones empíricas, aunque puede intentarse: un trabajo reciente concluía, tras realizar encuestas en 28 países de cinco continentes, que el aumento de la desigualdad incrementa la preferencia por un líder fuerte capaz de restaurar el orden incluso a costa de los valores democráticos⁴. Pero ninguna encuesta de campo puede arrojar luz sobre procesos de largo recorrido histórico y hondas raíces antropológicas. Por lo demás, no es propósito de este trabajo terciar en el debate acerca de las causas de la oleada nacional-populista, que como es sabido, plantea un dilema quizá insoluble entre las motivaciones culturales y los factores socioeconómicos. Es significativo, a este respecto, que el terrorista islámico que se erige como una de las figuras definitorias de nuestro tiempo haya sido descrito simultáneamente como un perdedor radical
y como alguien que experimenta un proceso de transformación interior solo inteligible con arreglo al modelo de la conversión religiosa⁵. Cuando aquí se habla de nostalgia del soberano, se atiende a la expresión que adopta el malestar ciudadano. Dice Marc Augé que el miedo está hoy cambiando de aspecto: Se vuelve vago, difuso; cada nueva atrocidad viene a agravarlo
⁶. Así que ya se trate de la frustración derivada de la situación económica, de la ansiedad que provoca el cambio cultural o del miedo que despiertan fenómenos como el terrorismo o la aceleración tecnológica, el resultado es parecido: un anhelo de potencia política que la figura del soberano encarna de manera insuperable.
Recordemos que por soberanía ha solido entenderse el poder para actuar con autoridad exclusiva en el interior de un espacio físico delimitado jurídicamente. Y que si durante al menos tres siglos esa noción fue naturalizada en la práctica por el absolutismo europeo, el concepto empieza a verse socavado durante el siglo XIX por fenómenos como la cooperación internacional o el establecimiento de Estados constitucionales: de ahí los intentos por reformular la soberanía dividiéndola, separándola o reduciéndola, términos todos ellos ajenos al sentido original del término⁷. Desde entonces, como ha señalado Joan Cocks, lo que había parecido un rasgo permanente de la vida política se convirtió en un signo de interrogación limitado y contingente: los competidores subnacionales y supranacionales con los que se viene enfrentando la autoridad estatal han minado su capacidad para actuar soberanamente⁸. O, si se quiere, para hacerlo de manera eficaz. Paralelamente, en el plano de las ideas, el concepto de soberanía se vuelve problemático cuando deja de enraizarse en el misterio religioso o carismático, pasando a depender de justificaciones accesibles a la razón y sometidas al consentimiento de los gobernados⁹. Una cosa es que la figura del soberano sea identificada con el monarca y otra que lo sea con el pueblo en su conjunto. Pero la historia deja huellas: la voluntad popular que con tanta fuerza ha sido reivindicada en estos