Infierno
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Aunque compuesta entre 1946 y 1948, esta capital obra maestra tuvo que esperar más de setenta años antes de ser publicada por primera vez. Novela de opresiva intensidad, testimonio preclaro y fundamental de la barbarie —precursora en muchos sentidos de Masa y poder de Elias Canetti—, la recuperación de Infierno restituye por fin a su autora su destacado lugar en la historia de la literatura europea del siglo XX.
Mela Hartwing
MELA HARTWIG (Viena, 1893-Londres, 1967) abandonó su exitosa carrera como actriz para dedicarse a la escritura, donde logró hacerse un nombre como autora modernista y feminista. En 1938 emigró a Inglaterra, donde continuó trabajando en su obra y trabó amistad con Virginia Woolf y su círculo.
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Infierno - Mela Hartwing
Edición en formato digital: diciembre de 2020
Esta publicación ha recibido ayuda del Bundesministerium
für Kunst, Kultur, öffentlicher Dienst und Sport
Título original: Inferno
En cubierta: ilustración de © Kour Pour
© Mela Hartwig, 1948
First publised by Literaturverlag Droschl Graz-Wien 2018
Translation rights arranged by Nabu, International Literary & Film Agency and Sandra Bruna Agencia Literaria, S. L.
All rights reserved
© De la traducción, Virginia Maza
© Ediciones Siruela, S. A., 2021
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18436-71-0
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
Calles
LIBRO PRIMERO
LIBRO SEGUNDO
LIBRO TERCERO
Epílogo
Calles
Ursula callejeaba sin rumbo fijo. Su destino era la calle en sí. Una cualquiera. Había descubierto que cada una es un detalle de la variedad de formas que adopta la vida, el fragmento de una realidad que se oculta con disimulo de nuestra curiosidad tras muros impenetrables, aunque sin poner coto a la fantasía que trata de hilar una cortina echada o una sonrisa escurridiza con conjeturas, ocasiones y posibilidades, porque nunca se le revela y, en consecuencia, nunca la desmiente.
Las fachadas de las casas delataban los destinos que pasaban tras las paredes, lo mismo que por la expresión de una cara se puede conocer el estado de ánimo, que es el que define el encaje de los rasgos. Casas y destinos se unían igual que en un mosaico para conformar la calle, enlazando en la idea de pertenencia elementos que estaban perdidos por separado, conjurando el avance imparable del tiempo con la serena inmovilidad de los muros y conteniendo el espacio infinito entre cuatro paredes, como se enjaula a un animal salvaje para que no haga daño a nadie.
En las tranquilas bocacalles, casi todas las casas eran austeros edificios de tres plantas que se replegaban con discreción tras diminutos jardincillos o que renunciaban, con menos pretensiones todavía, a esa pizca de verde grisáceo y bordeaban la acera al desnudo. Se adivinaba que, tras sus modestas fachadas —incoloras como dibujos a pluma—, todos los días pasaban con la misma monotonía, y que cobijaban a personas que nunca le pidieron a la vida más felicidad que la estrictamente necesaria y nunca recibieron más que eso; personas de corazones tibios que nunca se vieron invadidos por las tentaciones con las que la pasión gusta asediarlos; que nunca sucumbieron a vanidades ni cayeron en las trampas que tiende el orgullo; que casi nunca se abandonaban a ningún deseo, si para ello tenían que abrir la cartera, y que estaban contentas con su suerte, porque no lo estaban consigo mismas. Desfilando por macetas de flores que salpicaban los alféizares y cortinas descoloridas de tela barata de flores o a rayas, la vista encontraba de vez en cuando una ventana por la que colarse. Al otro lado, la esperaban salitas abarrotadas de muebles guardados con celo, butacas y sofás enfundados. Allí, se deslizaba por retratos de familia con marcos labrados en imitación de plata; por figuritas de yeso, de porcelana de ocasión esmaltada o de bronce, que mezclaban la terrible realidad con lo que nunca podría existir; por un óleo que adornaba una pared; por una cornamenta de ciervo; por una pajarera con un destello amarillo que salta de un lado para otro dentro; y por un reloj, protegido a veces bajo una campana de cristal y redoblado en un espejo. Sin embargo, más allá de esa imagen apacible que se ofrecía a la mirada del que pasaba, Ursula era capaz de distinguir lo que los ojos no veían: la asfixiante contención que se había instalado en aquellas estancias y que, igual que el agua estancada es foco de todo tipo de gérmenes alimentados por la podredumbre, es ella también foco de la atroz renuncia en la que se ahoga toda fuerza, toda emoción, todo deseo y todo sueño con los que se hila el futuro. La renuncia que no es más que un hoy, un hoy espectral al que nunca sigue un mañana.
Los edificios de las afueras eran bloques de apartamentos destartalados, con las fachadas cubiertas de grietas y desconchados —las cicatrices y heridas de la miseria— y la mampostería llena de costras, como si tuviera la lepra. Por las rendijas de las puertas, escapaba un aliento fétido en el que se mezclaba el sudor de personas hacinadas, el olor a comida de innumerables cocinas, los efluvios malsanos que emanaban de las camas de los enfermos y el repugnante hedor del aguardiente barato. Eran bloques que no eran hogares, sino cobijos, guaridas donde malvivían la miseria, el hambre, el odio y una falta de esperanza apática y sorda, dispuesta para saltar; edificios malogrados que contemplaban a Ursula con reproche desde sus diminutas ventanas cegadas por el hollín de las chimeneas de las fábricas cercanas. Aquí, ninguna cortina impedía mirar a través de la ventana dentro de esas sencillas habitaciones y observar las paredes desnudas, los trastos y trapos, y los rostros que se apretaban en su aterradora angostura como espectros; rostros pesarosos en los que las privaciones habían grabado arrugas y surcos antes de tiempo; rostros duros, decididos a algo para lo que todavía no había llegado la hora; rostros amargos, sin esperanza y abotargados, a los que no animaba ya deseo ni ambición, y sabedores de que no tenían ningún hoy, sino solo un mañana en el que no creían todavía o en el que habían dejado de creer ya. Todos tenían las mejillas hundidas y, en la diversidad con la que reflejaban la miseria inhumanamente humana, formaban una imagen de la que la vista no lograba zafarse hasta que se topaba con los ojos hambrientos de un niño y se perdía en la vergüenza. Sin embargo, más allá de esas estampas de miseria, Ursula veía lo que los ojos no podían ver: el día en que los bloques abrirán sus puertas y saldrán de ellos las huestes de desposeídos, y las tumbas se abrirán y saldrán de ellas los muertos en el día del juicio final; el día en que los corazones arderán en llamas como antorchas, las manos consumidas se cerrarán en un puño y los pies marcharán, marcharán hacia el mañana.
Las calles residenciales estaban delimitadas por rejas hechas con una base de hormigón que serpenteaba entre pilares y barrotes de forja. No eran de esas rejas que encierran lo de dentro, sino de las que apartan lo de fuera: las barricadas tras las que se atrincheraba la riqueza. Tras ellas, los setos bien podados entretejían sus hojas en una cortina tupida y verde que también vedaba las miradas de los que pasaban. Solo de vez en cuando, una mirada furtiva conseguía meterse entre las ramas y el follaje, y atisbar el brillo de relucientes macizos de flores, una terraza con tumbonas y sillones de mimbre que invitaban a la ociosidad y al descanso, un balcón que desbordaba exuberancia verde por la barandilla y un trozo de pared que desaparecía entre enredaderas. Pero lo que el verano escondía, lo destapaba el invierno, que les quitaba las hojas a árboles y arbustos, y dejaba expuestas fachadas indiscretas que revelaban hasta el último secreto de sus dueños al que las contempla, con que solo supiera descifrar los mensajes escritos en sillares y columnas. Además de delatar el gusto del propietario y el saldo de su cuenta corriente, contaban mejor que cualquier palabra lo que deberían ocultar, lo que sucedía tras ellas en las refinadas habitaciones a las que no puede acceder mirada alguna, mantenida a raya por caminos de gravilla y pesados cortinajes. Sin embargo, Ursula veía lo que no podía ver: las vitrinas en las que convivían en armonía tesoros de siglos pasados; bandejas en las que la luz se encharcaba y brotaba luego convertida en claridad suave, apacible y uniforme para romper en una salpicadura de brillos multicolor, al quedar atrapada en la piedra preciosa de alguna joya; el Cézanne (¿o será un Seurat, Corinth, Kokoschka o Sisley?) para el que el arquitecto ha reservado una pared entera; y la biblioteca cubierta por estanterías hasta el techo. También oía lo que no podía oír: los pasos amortiguados por exquisitas alfombras, el suave tintineo de la porcelana, la cristalería y la vajilla que acompañan los banquetes, el frufrú de los vestidos de seda, la música y la risa despreocupada, porque no conoce la miseria. Y vislumbró que todo se puede comprar con dinero, todo sin excepción y no solo manos que se ocupen y muevan con afán; oídos que escuchen con reverencia cualquier voz que mezcle su sonido con el repiqueteo de las monedas; ojos deslumbrados por el brillo del oro, ciegos a errores y defectos, capaces de ver solo las virtudes a las que deben tributar admiración; espaldas que se doblen sumisas; lenguas que adulen, y labios que sonrían solícitos; cerebros serviciales que piensen por el que les paga; y hasta corazones que brinden sueños y pasiones al que les paga. Ursula vislumbró incluso lo que callaban las fachadas, que la riqueza se cobra peaje, porque nada viene regalado y lo que el dinero compra se acaba pagando más caro: con el aburrimiento que aplaca el capricho hasta que este se vuelve insípido, y con el deseo satisfecho en tedio hasta que se ahoga y hasta que la fantasía, sin nada que desear, olvida lo que son los sueños y se atrofia. Pero para Ursula más terrible aún era el precio que había que pagar por el amor cuando nada, nada en absoluto, le dice al comprador si aquella mirada de ternura es para él o para su billetera; cuando cada palabra, cada sonrisa y cada sentimiento que recibe se transforman en mercancía entregada y un abismo insalvable de desconfianza lo separa de todas las personas a las que ama.
También estaban las amplias calles comerciales que salían del Gürtel, del metropolitano y de las anticuadas instalaciones alrededor de los distritos centrales. Avanzaban en forma de estrella hacia el corazón de la ciudad y desembocaban cubiertas por árboles ancestrales en los suaves meandros del paseo que lo bordea. De día, las flanqueaban deslumbrantes escaparates y, de noche, las ventanas iluminadas de cafés y restaurantes; a ellas daban las puertas de los teatros y los vestíbulos de los cines y por ellas corrían ríos inagotables de vehículos y pasos apresurados. Para Ursula, aquellas calles eran más, mucho más, que detalles de la vida: eran su reflejo y un símil de su plenitud y de la desconcertante variedad de formas que podía adoptar.
Le parecían algo así como una película en la que todo ocurre delante del espectador a una velocidad pasmosa. De vez en cuando, hay una cámara lenta y un policía da el alto en un cruce, mientras los faros de un automóvil arrancan de la oscuridad una cara y la retienen un momento en el primer plano de su luz. Lo mismo que en una película, las imágenes de la calle se deslizan ante nosotros como salidas de un sueño y con apenas definición. Es más, lo que hace que la realidad que se desenvuelve en la pantalla y la realidad que sucede en la calle se transmuten en mundo de apariencias es lo mismo: la representación carece de totalidad. Así, la película solo tiene dos dimensiones (la tercera dimensión es sustituida por la perspectiva, que simula profundidad donde no la hay). Le falta el espacio que, aunque no se ve, envuelve movimientos y contornos y los hace plásticos sin dejarse capturar él mismo. De igual forma, en la imagen de la calle falta una dimensión que podría ser la cuarta: no tiene profundidad temporal. Las imágenes en constante cambio y movimiento que pasan ante el espectador de la calle son incontables instantes aislados que se suceden de manera imprevisible, sin confluir nunca en una secuencia de tiempo (tan siquiera en una hora), puesto que no los envuelve el ayer, apenas los roza el hoy y no sienten siquiera el más leve asomo de un mañana, que son los que dan perspectiva y profundidad temporal. De todos modos, lo que les falta de profundidad lo ganan en amplitud. No hay imagen capaz de abarcar lo que se acomoda en un único instante que es vivido de manera simultánea por un sinnúmero de personas, un instante en el que suceden simultáneamente un sinnúmero de cosas, que captura en reflejos infinitos la pluralidad y la plenitud de la vida, y que sirve de escenario a todas sus facetas y las ilumina con magia antes de apagarse.
No obstante, Ursula no dejó de advertir que, bien mirada, la comparación cojeaba. Lo que da a la imagen que ofrece la calle al espectador un encanto tan singular y cautivador es justo lo que la diferencia de una película. Esta última fija la sucesión de acontecimientos en un curso lógico, sin reflejar plenitud alguna, sino tamizando, seleccionando y transformando elementos particulares en la materia sin lagunas ni vacíos con la que se componen los reportajes y relatos. En cambio, la calle revela la coexistencia de lo que acontece, su simultaneidad, dejando que reinen el azar y lo casual, y derramando ante nuestros ojos los acontecimientos en toda su diversidad, concatenando elementos que solo comparten el instante en el que están atrapados, que carecen de contexto y que permiten al observador dar rienda suelta a la fantasía y atar sueños y ánimos a los puntos sueltos de la hilaza con la que se entrelazan.
Ursula desconocía si era más propensa a abandonarse a los sueños que otras personas —qué sabremos de los demás—, pero sabía que nada la atrapaba tan hondo en ellos como la calle. Ese carnaval de la vida cotidiana condensaba su realidad de manera tan onírica y estaba tan desprendido de toda conexión temporal que solo se podía vivir desde la ensoñación. Le encantaba perderse en él; de hecho, no se le ocurría qué otra cosa podría ofrecerle la vida a una joven de dieciocho años que acababa de terminar el bachillerato y quería (debía) convertirse en pintora porque todo lo que la conmovía se transformaba para ella en motivo, prendía en colores y se condensaba en forma; una joven que solo se rompía cuando dudaba si su mano, al coger diligente el pincel, podría dibujar lo que el corazón había contemplado con ardor, pero quizá (como temía a veces) con demasiada ligereza.
La calle no brinda a todo el mundo los mismos obsequios que a Ursula. No desvela ningún secreto a quien no le dedica toda su atención, a quien la atraviesa apresurado, pensando en otra cosa, absorto en una conversación o con la mirada vencida por la indiferencia. Para desplegar todas sus artes, espera al que está dispuesto a recibir sus dones y no tiene miedo de confundir sueño y realidad, y lo embauca. Pero solo se abre como un gigantesco libro ilustrado a quien anhela el prodigio y dirige los ojos hacia lo invisible.
Los de Ursula podían ver lo que no todo el mundo ve. En ellos, colores y rasgos, sombras y luces, movimiento y emoción, incluso frases sueltas oídas al pasar y sentimientos intuidos se mezclaban unos con otros como en una paleta. Luego, aquella imagen se proyectaba, transformada y amplificada, en un lienzo imaginario para hacer surgir una realidad más profunda, significativa y valiosa.
Su mirada seguía las transformaciones que crea la calle con el paso del día y de las estaciones, hasta que se sumergía en abismos profundos en los que brillaba iluminada por su reflejo y ya no veía, sino que se hacía visionaria. Seguía el sobrio trajín de primera hora de la mañana, cuando ríos de gente mortecina y espectral vista a la luz del alba desembocaban en oficinas y tiendas de las que salían agotados y abatidos al llegar la noche; el esplendor febril con el que se adornaba cuando se apagaban los escaparates, se encendían las farolas y las alegres luces de los cabarés y en cada esquina ardían letreros luminosos que derramaban su brillo sobre unos rostros iluminados por el