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Refugiados climáticos: Un gran reto del siglo XXI
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Libro electrónico338 páginas8 horas

Refugiados climáticos: Un gran reto del siglo XXI

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Se calculan mil millones de desplazamientos por causas climáticas en los próximos años. Este es el primer libro que analiza y trata de resolver esta crisis.
Un atlas sobre los impactos y las migraciones de la crisis ecológica.Una propuesta sobre la urgencia de cambiar las políticas globales.
La Covid-19 nos ha mostrado lo vulnerables que somos cuando la naturaleza responde a los daños que le hacemos. Sin embargo, la amenaza que ha supuesto está en una escala muy inferior a la que representa el cambio climático. Lo que este trae consigo es la desertificación de grandes zonas, la pérdida de enormes extensiones de cultivos, la disminución del agua potable disponible, la subida del nivel del mar y unos huracanes cada vez más destructivos. Todo ello producirá importantes movimientos de población, tanto desplazamientos internos como migraciones. Este libro muestra la dimensión de los impactos climáticos y analiza en profundidad los desplazamientos y las migraciones climáticas que ya están produciéndose y las que pueden producirse en las próximas décadas. Un análisis que está hecho región por región, centrado en varias regiones de África, de Asia y de Latinoamérica. Además, el libro se adentra en el dilema sobre la consideración de refugiadas que han de tener las personas que huyen de los impactos climáticos, y formula propuestas, tanto para la lucha contra el cambio climático, como para la gestión de las migraciones.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 nov 2020
ISBN9788417925369
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    Refugiados climáticos - Miguel Pajares Alonso

    distintas.

    1.

    Lo hemos puesto en marcha y no lo estamos frenando

    Gases de efecto invernadero

    En la historia geológica de la Tierra ha habido muchos cambios climáticos, gran parte de los cuales han sido de dimensiones muy superiores (o enormemente superiores) al que ahora estamos viviendo. Hasta este, todos se habían producido por causas naturales, tales como los cambios en la órbita de la Tierra alrededor del Sol, los cambios de la actividad solar, las variaciones de la dinámica orbital Tierra-Luna o el impacto de meteoritos de grandes dimensiones. En el actual período Cuaternario (últimos 2,59 millones de años) en el que aparecieron los humanos (género Homo) sobre la Tierra, hemos pasado por diversas glaciaciones, o períodos glaciales, y otros tantos interglaciales. El último período glacial se inició hace unos 115 000 años y concluyó hace unos 12 000 años, de modo que el Homo sapiens se expandió por el mundo durante esa etapa.

    Ahora vivimos en un período interglacial al que denominamos Holoceno, en el que llevamos esos 12 000 años (más o menos) y en el que se desarrollaron las civilizaciones humanas. En este período también ha habido varios cambios climáticos, pero la mayor variación de su temperatura media global anual está produciéndose ahora, de modo que estamos viviendo el mayor cambio climático del Holoceno (Hansen y Sato, 2011: 19). Para la historia geológica de la Tierra, este será uno más (como dije, los ha habido de magnitudes muy superiores, y muchos), pero no así para los humanos que la poblamos. Este cambio climático nos pilla con una población que se acerca a los 8000 millones de personas para las que resultará fatídico, como creo que quedará probado en el próximo capítulo. Y lo insólito es que, a diferencia de todos los anteriores, este cambio climático lo hemos provocado los humanos.

    Para justificar lo que acabo de decir he de hablar de los gases de efecto invernadero. Se trata de un tema sobradamente conocido, pero en este libro prefiero dejarlo bien sentado porque es la base de lo que viene después. Los principales gases de efecto invernadero, es decir, los que atrapan calor, son (aparte del vapor de agua) el dióxido de carbono (CO2), el metano (CH4), el óxido nitroso (N2O) y el ozono (O3). Sobre la concentración de los tres primeros en la atmósfera, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) ha dicho que la que existe ahora no tiene precedentes en los últimos 3 millones de años.

    El efecto invernadero de estos gases se debe a que reducen las radiaciones de calor terrestre que escapan hacia el espacio, ya que tienen la capacidad de absorber la radiación infrarroja terrestre, y esto es lo que eleva la temperatura.⁶ El incremento del CO2 es el principal responsable del calentamiento. Lo que ahora sabemos es que ese incremento tiene que ver con las actividades humanas producidas a partir de la industrialización, cuando comenzó a quemarse el carbón para dotar de energía a la industria manufacturera y el transporte. En 1712 Thomas Newcomen inventó la máquina de vapor, y en 1775 James Watt la perfeccionó para su utilización en la industria, de modo que entre finales del siglo xviii y principios del xix la máquina de vapor se impuso de manera generalizada para dotar de movimiento a la maquinaria de la industria manufacturera, que hasta ese momento dependía de las norias de agua; al transporte marítimo, que hasta ese momento dependía del viento, y al nuevo transporte terrestre (el ferrocarril). Las postrimerías del siglo xviii son, por tanto, el momento en el que se inició el consumo generalizado de combustibles fósiles por parte de la industria y el transporte. El primero fue el carbón, ya que era el que alimentaba a las máquinas de vapor, pero más tarde, con la invención del motor de combustión interna en la segunda mitad del siglo xix, se añadiría el petróleo, y también el gas (metano, principalmente) con diversos usos. Los tres producen CO2 en su combustión. También emitimos metano (CH4) y, aunque su cantidad en la atmósfera es muy inferior, su efecto invernadero es unas veinticinco veces superior al del CO2.⁷

    El CO2 que emitimos actualmente como resultado de las actividades humanas supone el 76 % del efecto invernadero; el CH4, el 16 %, y el N2O, el 6 %. Ese 76 % que corresponde al CO2 se reparte en un 65 % que procede del uso de combustibles fósiles y otras actividades industriales y un 11 % que procede de las actividades agrícolas, ganaderas y forestales (y otros usos de la tierra), de modo que el predominio de los combustibles fósiles en el efecto invernadero es claro (OMM, 2016: 8). Sin embargo, esos usos de la tierra son también importantes, pues al sumar sus emisiones de CO2 con las de CH4 y N2O, supone el 23 % del total de las actuales emisiones. Los suelos son sumideros de CO2, (por la fotosíntesis de las plantas), pero también son emisores (por la descomposición bacteriana de la materia orgánica y otros procesos), y el cambio que se ha hecho de su uso en los últimos siglos, y más en las últimas décadas, por la deforestación, la agricultura industrial y la ganadería industrial, ha aumentado su acción emisora (IPCC, 2019a: 7, 11). Volveré sobre los usos del suelo en el último capítulo.

    Veamos la cantidad de gases de efecto invernadero que hemos emitido como resultado de las actividades humanas. Utilizaremos el término CO2-e (CO2-equivalente), que incluye el CO2 y los demás gases de efecto invernadero (cuantificados por su potencial invernadero como si fueran CO2). Según dijo el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC, por sus siglas en inglés), lo que habíamos emitido desde el inicio de la industrialización hasta el 2010 eran unas 2000 Gt (gigatoneladas)⁸ de CO2-e. Pero de estas, más de 1000 Gt se emitieron desde 1970, es decir, tanto como en los dos siglos anteriores. Las emisiones habían ido creciendo año tras año hasta el 2010, y así han seguido después. Más adelante ahondaré en ello.

    Suben las temperaturas

    El crecimiento de las emisiones de gases de efecto invernadero se ha traducido en un incremento de las temperaturas, sobre todo desde 1970, y de manera muy especial desde el 2000. La Sociedad Americana de Meteorología dijo que entre el 2001 y el 2016 tuvimos quince de los dieciséis años más calurosos de la historia (AMS, 2017a: 11). Y así seguimos, ya que en septiembre del 2019, la OMM también dijo que los últimos cinco años (2015-2019) habían sido los más calurosos desde que se tienen registros (WMO, 2019a: 5).

    La subida de la temperatura media anual a nivel mundial es lo que llamamos «calentamiento global». Uno, dos, tres o cuatro grados centígrados de calentamiento global comportan escenarios tan diferentes que el consenso internacional se ha centrado en evitar que superemos un calentamiento de 2 °C respecto a la era preindustrial, e incluso uno de 1,5 °C. A las personas no habituadas a los análisis climáticos les puede parecer que tres o cuatro grados de calentamiento no son gran cosa; al fin y al cabo, entre los días más fríos del invierno y los más cálidos del verano puede haber, por ejemplo en España, 40 °C de diferencia, y entre el día más cálido de un verano y el del verano siguiente o anterior también puede haber una diferencia de varios grados; sin embargo, esas diferencias ocasionales, estacionales y latitudinales apenas cambian la temperatura media anual del conjunto del planeta, que en los últimos 11 000 años ha oscilado entre los 14 y los 15 °C (aunque por regiones las variaciones hayan sido mayores). El calentamiento global de un grado centígrado alcanzado en el 2015 es un hecho insólito desde el nacimiento de la agricultura y las civilizaciones humanas. Ese grado ya alcanzado está afectando a la frecuencia, la magnitud y la duración de las olas de calor, a la severidad y la duración de las sequías, a la intensidad de las lluvias torrenciales, al deshielo y la subida del nivel del mar, a la fuerza de los huracanes… En el próximo capítulo veremos que los impactos del calentamiento global son ya muy graves en algunas zonas del planeta, que el escenario de un calentamiento de 2 °C es devastador, y el de un calentamiento de 4 °C, pavoroso.

    Pero ¿está probado que la emisión antropógena de gases de efecto invernadero sea la única causante del actual calentamiento global? Los científicos nos dicen que así es. Veamos por qué.

    El CO2 de la atmósfera no comenzó a medirse con precisión hasta 1958,⁹ pero analizando las capas profundas del hielo de la Antártida y Groenlandia (cosa que se hace extrayendo largos cilindros verticales de hielo y analizando cada tramo) puede saberse tanto la temperatura como la proporción de CO2 que había en la atmósfera en el momento en el que se formó cada capa. En cada núcleo de hielo pueden verse dos cosas: una es la proporción del isótopo 18 del oxígeno (¹⁸O) en las moléculas del agua, lo que nos permite saber la temperatura reinante en el momento en el que se formó ese hielo.¹⁰ La otra es la proporción de CO2 en las burbujas de aire que quedaron atrapadas en él. Así pueden correlacionarse los dos parámetros: el nivel de CO2 y la temperatura.

    El climatólogo de la Universidad de Columbia James Hansen (uno de los impulsores del estudio del cambio climático en la NASA) analizó la correspondencia que se ha dado entre los niveles de CO2 y las temperaturas en los últimos 800 000 años, y comprobó que se producía una perfecta correlación entre ambos parámetros: cuando los niveles de CO2 estaban altos, también lo estaba (y en la misma proporción) la temperatura (Hansen y Sato, 2011: 2, 9).¹¹ Hansen explica que la subida de las temperaturas había precedido siempre a la del CO2, y que ello se debe a que el punto de partida de cada episodio de calentamiento había sido el incremento de la radiación solar: esta calentaba los mares y los suelos congelados (permafrost), y de ambos se liberaba CO2. Después, ese CO2 liberado a la atmósfera contribuía a que continuara incrementándose la temperatura.

    Con lo dicho ya sabemos la pregunta que nos toca hacer: ¿podría ser que el actual incremento de la temperatura se debiera también a una intensificación de la radiación solar, y que esta haya contribuido al incremento del CO2 atmosférico por haberse liberado de los océanos y del permafrost, de lo que se desprendería que el actual calentamiento global tuviera también causas naturales?

    Es importante responder a esa pregunta, entre otras cosas, porque los negacionistas del cambio climático se apoyan mucho en la tesis de que «es el Sol, y no los gases de efecto invernadero, lo que está cambiando el clima» (en Norteamérica hay incluso vallas publicitarias en las carreteras que afirman tajantemente ese supuesto, firmadas por una entidad llamada «Amigos de la Ciencia»).¹² Y, además, si realmente hubiera causas naturales (añadidas a nuestras emisiones de gases de efecto invernadero) que estuvieran favoreciendo el calentamiento global, no seríamos totalmente responsables de él, y tampoco estaría del todo en nuestras manos la posibilidad de frenarlo con medidas contra las emisiones.

    La radiación solar que entra en la Tierra depende tanto de los cambios en la órbita terrestre y la inclinación del eje como de los cambios del Sol (ciclos solares); ambas cosas pueden favorecer el inicio de una etapa de mayor radiación y, en consecuencia, de calentamiento. ¿Está pasando ahora algo de eso? Lo que nos dicen los científicos es que esos cambios orbitales y de radiación solar no se han dado durante el actual calentamiento global, ni, de hecho, durante toda la era industrial, es decir, que ahora no se dan unas condiciones de incremento de radiación solar como para que se produzca una etapa de calentamiento. El ya mencionado informe del 2017 realizado por tres organismos de la Administración de Estados Unidos (la NOAA, la NASA y la NSF) afirma que «no existe una explicación alternativa convincente para el actual calentamiento global que no sea la acción humana, ya que los cambios interanuales de la radiación solar solo han podido influir de forma marginal en el último siglo y no hay evidencia de otros ciclos naturales que hayan podido influir sobre el cambio climático» (NOAA, 2017a: 14).

    Y, por lo que se refiere a las últimas décadas, las de mayor calentamiento, los cambios en la radiación solar han sido de disminución. La radiación solar funciona de forma cíclica con un período de oscilación de unos once años, es decir, cada once años hay un pico de radiación. El máximo que se dio en torno a 1980 fue parecido al de 1990, pero el que se dio en el 2001 fue ligeramente inferior, y el siguiente se retrasó hasta el 2015 y fue notablemente menor. Los ciclos solares a partir del 2003 han resultado ser significativamente más débiles que los anteriores (Hansen et al., 2016: 9), lo que deja claro que la actual fase de calentamiento global no puede explicarse invocando a la radiación solar. También el IPCC afirma que la radiación solar observada entre 1978 y el 2011 indica «que el último mínimo solar fue inferior a los dos anteriores» (IPCC, 2013a: 14). En definitiva, las variaciones de radiación solar en las últimas décadas habrían favorecido el enfriamiento y no el calentamiento.

    Con lo dicho hasta aquí parece que queda suficientemente razonada la afirmación de que el actual cambio climático es antropógeno. Es responsabilidad de los humanos por completo. No insistiré más en ello, pero no hemos de perderlo de vista en un libro en el que vamos a hablar de las migraciones climáticas y nos va a interesar si hay responsabilidad política en las causas que las provocan. Sobre tal responsabilidad van precisamente los próximos apartados.

    El mundo toma conciencia del cambio climático. Los acuerdos para combatirlo

    Las evidencias científicas de que está produciéndose un aumento global de la temperatura media de la Tierra, y que ello se debe a los gases de efecto invernadero que estamos emitiendo desde el inicio de la industrialización, no son de las últimas décadas. Como explica Andreu Escrivà, algunos científicos habían relacionado el nivel de CO2 y la temperatura en el siglo xix, y en 1930 se hablaba ya de calentamiento antropógeno del planeta (Escrivà, 2018: 30-36); pero fue en los años sesenta y setenta cuando esas evidencias tomaron fuerza. Lo hicieron en buena medida de la mano de climatólogos como Syukuro Manabe, de la Agencia Estadounidense de la Atmósfera y el Océano (NOAA), o James Hansen, de la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA), aunque otros muchos climatólogos se sumaban al convencimiento de que el cambio climático era un hecho real y que su naturaleza era antropógena, como lo hacían las grandes agencias meteorológicas.

    En 1979 tuvo lugar la primera conferencia mundial sobre el clima de Naciones Unidas, y casi diez años después, en 1988, se celebró en Toronto la Conferencia Mundial sobre la Atmósfera Cambiante, en la que ya se recomendó recortar un 20 % las emisiones entre ese año y el 2005. También en 1988 se creó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). Sin embargo, el primer tratado internacional (jurídicamente vinculante) no llegaría hasta 1992, cuando se celebró la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro y se aprobó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Esta convención vino después de que el IPCC presentara en 1990 su Primer informe de evaluación, en el que se reflejaban las investigaciones de cuatrocientos científicos y se afirmaba que el calentamiento atmosférico de la Tierra era real y que los Gobiernos debían tomar medidas concretas para frenarlo.

    Así que 1992 pudo haber sido el año en el que los Gobiernos de todo el mundo, y en particular los de los países más industrializados y contaminantes, tomaran las medidas necesarias para detener el cambio climático. Si lo hubieran hecho, este libro (como tantos otros) no se habría escrito, porque hoy no tendríamos un futuro tan amenazador como el que tenemos, pero lamentablemente no lo hicieron.

    Tras la entrada en vigor de la Convención Marco en 1994, los países que la firmaron se han reunido anualmente, en lo que se denomina Conferencia de las Partes (COP). El tercer encuentro, COP3, se celebró en Kioto en 1997 y en él se adoptó el Protocolo de Kioto (concluido en el 2001 en La Haya y en vigor desde el 2005), que estableció nuevos mecanismos institucionales, incentivó el desarrollo de medidas de reducción de emisiones y creó el mercado internacional del carbono. Pero Estados Unidos no lo ratificó, Canadá se retiró después y China, que pronto se convertiría en el mayor emisor, no participaba, como tampoco India y Brasil. Además, Rusia y Japón no intervinieron en Doha (la prolongación de Kioto hecha en el 2012), de modo que no tardó en quedar claro que se requería un nuevo acuerdo global y así llegó el de París del 2015.

    La Conferencia de las Partes celebrada en París en el 2015 (COP21) alumbró el «gran acuerdo» que llevaba años buscándose. Allí se estableció que a finales del siglo xxi no debería llegarse a los 2 °C de calentamiento global respecto a los niveles preindustriales (lo que ya se había dicho en la COP15 de Copenhague del 2009) y que se tomarían medidas para no superar 1,5 °C. Ya se disponía del Quinto informe de evaluación del IPCC, en el que los científicos advertían de que un calentamiento de 2 °C comportaba riesgos muy elevados, y los gobiernos tomaron nota de ello para acordar que harían lo posible para no superar 1,5 °C.

    El Acuerdo de París fue un gran logro internacional y su redactado contiene un valioso compendio de buenas intenciones, pero ¿hasta qué punto sirve para obligar a llevar a cabo las medidas acordadas? Leyendo su texto encontramos artículos como el 4.2, que dice: «Cada Parte deberá preparar, comunicar y mantener las sucesivas contribuciones determinadas a nivel nacional que tenga previsto efectuar. Las Partes procurarán adoptar medidas de mitigación internas con el fin de alcanzar los objetivos de esas contribuciones»; o el 4.19, que indica: «Todas las Partes deberían esforzarse por formular y comunicar estrategias a largo plazo para un desarrollo con bajas emisiones». Este es el tono de todo el articulado, hecho a base de expresiones como: «las Partes deberán», «procurarán», «intentarán», «se esforzarán», «lo que cada Parte tenga previsto»… El libre albedrío de las partes (los Estados) tiene un peso enorme en todo el texto del acuerdo, así que no es difícil señalar cuál fue la principal carencia del Acuerdo de París, pero volveré sobre esto después de repasar lo que está ocurriendo con las emisiones de carbono.

    ¿De cuánto CO2 estamos hablando?

    En Copenhague (2009) se dijo que no deberíamos superar un calentamiento de 2 °C respecto a la era preindustrial; en París (2015) se dijo que, a ser posible, no deberíamos exceder 1,5 °C; pero ya sabemos que eso depende del CO2 que echemos a la atmósfera. Así que la pregunta es: ¿cuánto podemos echar? o, más bien, ¿cuánto tenemos que no echar? Antes dije que hasta el 2010 habíamos emitido ya unas 2000 Gt de CO2-e, de las que unas 1000 fueron emitidas entre 1750 y 1970 y las otras 1000 entre 1970 y 2010. Así, ¿cuánto más podemos emitir?

    Los científicos ya nos lo han dicho. El IPCC afirmó en el 2013 que para no superar el calentamiento de 2 °C sería necesario limitar a unas 2900 Gt las emisiones acumuladas de CO2-e desde 1870 hasta el 2100 (IPCC, 2014a: 10). O sea que, redondeando, la ecuación es mil, mil y mil. Mil que emitimos antes de 1970, mil que emitimos entre 1970 y el 2010, y mil que podíamos emitir del 2010 al 2100.

    A ver… ¿En los noventa años que van del 2010 al 2100 hemos de emitir más o menos el mismo CO2-e que el que se emitió en los cuarenta años anteriores, mientras el crecimiento económico y demográfico continúa? ¿Lo habían entendido bien los gobiernos que suscribieron el Acuerdo de París? Y atención: las 1000 Gt emitidas entre 1970 y 2010 no se emitieron al mismo ritmo: la media es de 25 Gt por año, pero en el 2010 se estaban emitiendo ya cerca de 50 Gt por año (IPCC, 2014a: 5). A este ritmo, bastaban veinte años para superar el margen que nos dieron los científicos, es decir, en el 2030 estaríamos ya fuera de juego. El IPCC lo confirmó en el 2018, señalando que para no superar el calentamiento de 1,5 °C el margen de emisiones para lo que quedaba de siglo ya no era de 1000 Gt sino de 580 Gt (IPCC, 2018b: 16). ¿Qué se dijo al respecto en el Acuerdo de París? Lo que se dijo, exactamente, fue que el punto máximo de emisiones debería alcanzarse «lo antes posible» (artículo 4 del Acuerdo). ¡Inquietante indefinición!

    ¿Qué ha pasado con las emisiones en los últimos años? Desde que el IPCC dijo en su Quinto informe de evaluación que ya estábamos acercándonos a las 50 Gt anuales, las emisiones han sido mayores cada año. El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente nos da los datos: en el 2016 emitimos 51,9 Gt de CO2-e (UNEP, 2017: xv),¹³ en el 2017 fueron 53,5 Gt (UNEP, 2018: xv), en el 2018 fueron 55,3 Gt (UNEP, 2019: xiv). En el 2019 también aumentaron, aunque menos: un 0,6 %, según un informe preliminar preparado para la COP25 de Madrid referido solo al CO2 (Friedlingstein et al., 2019: 1812). Así que hasta la pandemia del coronavirus sufrida en el 2020 las emisiones seguían creciendo. La caída de emisiones en este año será la mayor jamás registrada, pero ha sido debida a la drástica disminución de la actividad económica inducida por la pandemia y no nos asegura ningún cambio de tendencia.

    Sintetizando: el límite que nos dio el IPCC fue una emisión de 1000 Gt de CO2-e entre el 2010 y el 2100, pero en los primeros diez años (entre el 2010 y el 2020) se han emitido más de 500 Gt (a razón de más de 50 Gt anuales), de modo que como mucho nos quedarían otras 500 Gt para emitir en los próximos ochenta años (del 2020 al 2100). Pero, a la vista del ritmo de los últimos años, será difícil que en el 2030 no hayamos emitido ya todo el volumen de gases de efecto invernadero que el IPCC nos dio como límite para todo el siglo xxi.

    ¿Qué dijo el IPCC en el 2013 sobre la situación que se dará, en cuanto a calentamiento global, si superamos, en poco o en mucho, esas 1000 Gt de emisiones de CO2-e que nos aconsejó no superar entre el 2010 y el 2100? Lo que el Grupo Intergubernamental de Expertos hizo fue dibujar cuatro escenarios. Al primero lo llamó de mitigación, o escenario positivo, y es aquel en el que no habremos superado dicha emisión. Solo este escenario nos permite confiar en que nos quedaremos por debajo de los 2 °C de calentamiento global. Después dibujó dos escenarios intermedios en los que la temperatura podría subir a 3 °C y, por último, señaló el peor escenario, en el que la temperatura subiría 4 °C o más (IPCC, 2013a: 23). Veamos en qué escenario estamos.

    No lo estamos parando

    Hasta ahora he hablado de gigatoneladas de CO2-e, pero la forma habitual de indicar la cantidad de gases de efecto invernadero que hay en cada momento en la atmósfera es por su proporción en el volumen de esta, y se utiliza la expresión partes por millón (ppm). En la era preindustrial, la proporción de CO2 en la atmósfera era de 280 ppm; y puede que en los últimos 2,6 millones de años nunca se pasara de 300 ppm (Hansen y Sato, 2011: 4). Pues bien, cuando Keeling comenzó a hacer mediciones precisas en 1958, encontró una proporción de 315 ppm. Ese año ya habíamos superado una concentración de CO2 que no se había producido desde que apareció el género Homo en la Tierra. Dos décadas después, en 1979, cuando se realizó la primera conferencia sobre el clima de Naciones Unidas, eran ya 336 ppm. Los científicos no tardarían en advertir de los peligros que implicaba superar las 350 ppm, sin embargo, estas se alcanzaron en 1988, justo cuando se celebraba en Toronto la Conferencia Mundial sobre la Atmósfera Cambiante, en la que se recomendó recortar un 20 % las emisiones antes del 2005. Si los gobiernos hubieran cumplido ese objetivo, la concentración de CO2 en la atmósfera no hubiera seguido creciendo, pero no lo cumplieron, y lejos de ralentizarse lo que ocurrió fue que creció más deprisa. En 1992, cuando tuvo lugar la

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