Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Del hombre como conejillo de indias: El derecho a experimentar en seres humanos
Del hombre como conejillo de indias: El derecho a experimentar en seres humanos
Del hombre como conejillo de indias: El derecho a experimentar en seres humanos
Libro electrónico575 páginas7 horas

Del hombre como conejillo de indias: El derecho a experimentar en seres humanos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Philippe Amiel presenta una investigación jurídica y sociológica sobre el derecho de los individuos a participar en experimentos biomédicos. La obra reconstruye la compleja genealogía del cuadro normativo vigente, la cual se asienta en las responsabilidades del médico e intenta proteger a los individuos sujetos de experimentación de posibles abusos, todo ello a raíz de lo determinado en los Juicios de Núremberg. Por otra parte, muestra la urgencia de un nuevo contrato social en materia de investigación biomédica, uno que articule la autonomía del individuo con la equidad en el acceso a la protección de sus derechos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 jun 2014
ISBN9786071620910
Del hombre como conejillo de indias: El derecho a experimentar en seres humanos

Relacionado con Del hombre como conejillo de indias

Libros electrónicos relacionados

Derecho para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Del hombre como conejillo de indias

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Del hombre como conejillo de indias - Philippe Amiel

    Referencias

    INTRODUCCIÓN

    En enero de 2007 el investigador Evangelos Michelakis y sus colegas de la Universidad de Alberta en Edmonton, Canadá, informaron que el dicloroacetato (DCA) podría tener un efecto anticancerígeno relevante.[1] Los resultados fueron probados en ratas portadoras de cánceres similares al de los hombres. En ese contexto se demostró su notable eficacia en el cáncer pulmonar de células no pequeñas. El DCA se ha experimentado en seres humanos que sufren algún tipo de enfermedad mitocondrial, aunque aún no cuenta con la autorización para entrar al mercado. Tras su experimentación en ratas, el equipo de Michelakis ha considerado trasladar los ensayos clínicos a seres humanos, un paso fundamental para avanzar en el camino —largo, incierto y costoso— hacia la validación de un medicamento para el consumo humano. Es largo porque es necesario que pasen por lo menos cinco años entre los primeros ensayos en seres humanos y la autorización para comenzar su uso en terapias. Es incierto porque se calcula que 95% de las moléculas probadas de esta manera no alcanzarán la fase de comercialización, ya sea porque los efectos no deseables predominen sobre los beneficios terapéuticos, o bien porque no se pueda aportar la prueba de un efecto terapéutico significativo. Finalmente, es costoso porque la inversión para desarrollar un medicamento desde sus primeros ensayos clínicos se estima en centenas de millones de dólares.[2] Sin duda este último es el mayor obstáculo con el que se enfrenta el equipo de Michelakis: el DCA es una molécula común, fácil de producir a un bajo costo, y su estructura, aunque conocida, no puede ser patentada; la industria farmacéutica no está interesada en invertir en investigaciones ni en el desarrollo de una molécula como ésta, sin importar cuál sea su valor potencial para el uso terapéutico. Por ello, el financiamiento de este tipo de ensayos representa un verdadero problema.

    La revista Nature, en su número del 29 de marzo del mismo año, dio a conocer un fenómeno inédito en esta materia: ansiosos por probar el DCA, pacientes que padecen cáncer se dieron cita en dos sitios de internet para conseguir el dicloroacetato por ellos mismos e intercambiar sus experiencias sobre los efectos benéficos o nocivos que observaron.[3]

    El precursor de estos sitios, Jim Tassano, biólogo de formación, es dueño de una pequeña empresa de desinsectación. Se enteró de la publicación de Michelakis mientras buscaba terapias alternativas para un amigo que estaba a punto de morir víctima del cáncer. Con la ayuda de un químico y tras conseguir los componentes en el mercado, encontró un método para sintetizar él mismo la dosis necesaria de dicloroacetato de sodio (sodium dichloroacetate), la cual puso al alcance de todos en el sitio buydca.com por la suma de 85 dólares cada frasco de 100 gramos (para tres meses de tratamiento, aproximadamente). El DCA producido por Jim Tassano se vende bajo la prescripción de uso veterinario, con la intención apenas velada de eludir el estricto reglamento de los Estados Unidos (como de Francia) referente a la venta de medicamentos para consumo humano. J. Tassano declaró a Nature que es innegable el hecho de que los pacientes adquieren el producto para su propio uso y afirmó que aproximadamente 200 personas alrededor del mundo lo han comprado en su página electrónica.

    EL CÁNCER: UN ENSAYO SALVAJE

    En la página thedcasite.com los usuarios intercambian sus experiencias a través de distintos foros. La revista Nature ha dado a conocer que los pacientes buscan crear una base de datos en ese sitio para recolectar los resultados del DCA de una forma más sistemática. Según el testimonio de una de las organizadoras, su propósito es el de compartir información sobre el tipo de cáncer que sufren, su historial médico, las dosis que toman, pero, agrega, no se trata de un ensayo clínico verdadero. Por ello, este proyecto debe interpretarse como un intento de verdadero ensayo clínico. Haciendo referencia a este acontecimiento divulgado en la revista norteamericana, Le Quotidien du Médecin publicó un artículo titulado: El cáncer: un ensayo salvaje.[4]

    En una entrevista para Nature, E. Michelakis lamenta esta iniciativa, pues considera que podría perjudicar los esfuerzos que él mismo dedica a realizar un verdadero ensayo clínico. El DCA puede provocar efectos neurológicos secundarios (daños al sistema nervioso periférico), y si éstos ocurrieran en un escenario de consumo sin prescripción médica la imagen del DCA podría resultar dañada ante la opinión pública. Además, la metodología empleada para la recopilación de datos es castigada. Sin un grupo de control [...] será imposible saber si cualquier tipo de mejora en el estado de los pacientes fue resultado del producto. Con base en argumentos similares (el riesgo para la salud y las inconsistencias de la metodología), distintos éticos y juristas entrevistados para la revista reprobaron este proceder. G. Annas aporta otro argumento: si los pacientes pueden conseguir libremente el DCA —u otras drogas no permitidas— para ponerlo a prueba, al margen de los estudios clínicos, dejarán de tener motivos para participar en los ensayos clínicos. De ese modo, sostiene G. Annas, si se prohíbe el consumo de medicamentos no autorizados se podrá ayudar a un mayor número de enfermos. P. Jacobsen, experto en ética y en derecho de la salud de la Universidad de Michigan, en Ann Arbor, pone en duda que algo bueno pueda salir de esta iniciativa de los pacientes, quienes tienen tantos deseos por obtener resultados, comenta, que es muy probable que éstos sean manipulados.

    Las críticas metodológicas dirigidas a este intento de ensayo realizado por los pacientes están total y perfectamente justificadas. Pero eso no es lo importante: suponiendo que los enfermos disponen de los dispositivos metodológicos que les permitan realizar un verdadero ensayo, su iniciativa no puede constituir, en tales condiciones, un verdadero ensayo clínico, el cual no es tan diferente, en términos cualitativos, de los ensayos realizados con regularidad hace no más de 20 años en el medio hospitalario en Francia. Nature refiere este acontecimiento bajo la consigna de un conflicto crónico entre los pacientes moribundos, que buscan conseguir de manera inmediata productos no autorizados, y los médicos que promueven los ensayos y hacen un llamado a la prudencia. En realidad, la pregunta fundamental que plantea esta iniciativa es la de saber desde qué perspectiva fueron pensadas y establecidas las normas que delimitaron la investigación biomédica a lo largo de todo el siglo XX y, en específico, a partir del llamado Juicio de los médicos de Núremberg (1946-1947). Esta perspectiva es, fundamentalmente, la del riesgo de atentar contra la dignidad y la salud de las personas que implica el ejercicio de la investigación.

    En principio, la experimentación se reconoce como necesaria para el progreso médico y como un acto moralmente benéfico. Pero el derecho a experimentar en seres humanos va de la mano de obligaciones y restricciones que recaen en los experimentadores. Estas medidas protegen a las personas de experimentadores que no respetan las prácticas que el consenso internacional se dispuso a formalizar tras el seísmo deontológico suscitado por la revelación de los experimentos nazis. La relación entre experimentador y sujeto, analizada por las normas éticas, deontológicas y jurídicas, es aquélla en la que el experimentador solicita la participación de sujetos de prueba potenciales. La libertad de las personas se garantiza mediante la obligación que tiene el experimentador de obtener, por los medios adecuados, su consentimiento, y por la posibilidad que tiene el sujeto de negarlo en cualquier momento. La seguridad de los sujetos de prueba se garantiza asimismo mediante una serie de restricciones y obligaciones de carácter técnico, es decir, que previamente se hayan realizado ensayos en animales, que un médico calificado sea quien dirija el estudio, entre otras medidas.

    La situación referida por Nature busca plantear una perspectiva diferente desde la cual la propia persona, enferma o no, haga valer un derecho al ensayo, del cual sería titular, así como lo es del derecho al respeto de su dignidad y su libertad. Desde esta perspectiva, uno de los participantes en los foros de thedcasite.com fija su postura: Considero que si tenemos el derecho a rechazar los tratamientos y, por tanto, morir, entonces deberíamos tener también el derecho a elegir nuestro tratamiento y tener la posibilidad de vivir; incluso si el DCA se ha mostrado ineficaz contra distintos tipos de cáncer humano, en algunos meses habremos logrado lo que seguramente tomaría años a las instituciones gubernamentales.

    Este mensaje hace un llamado a que se reconozca el derecho a correr el riesgo con conocimiento de causa; pero también, lo dice explícitamente, el derecho a contribuir en las investigaciones en beneficio de la colectividad, sin importar que el resultado por sí mismo sea benéfico o no. En suma, se trata de un derecho personal a la experimentación.

    En el contexto actual —en los Estados Unidos, Francia y los países que reconocen las normas internacionales en esta materia— una persona enferma no puede participar de manera voluntaria en el trabajo de investigación sobre su enfermedad; sólo puede aceptar o no las condiciones que el experimentador le solicite. Las normas actuales se muestran incapaces de garantizar al enfermo la posibilidad de cooperar en las investigaciones en las que podría participar si así lo deseara. Los procedimientos de reclutamiento de pacientes para los ensayos son poco sistemáticos.[5] En los Estados Unidos la sobrerrepresentación de minorías pobres en ensayos terapéuticos sin interés previsible y la sobrerrepresentación de norteamericanos blancos en ensayos cuyo interés terapéutico es considerado mayor por los participantes es un fenómeno real[6] que la administración pretende reducir a la categoría de una política de [tener en cuenta] la diferencia, que genera sin duda más dificultades de las que resuelve.[7] A las personas elegibles para ensayos que están abiertos al reclutamiento, pero que no han sido solicitadas, se les priva de la posibilidad de ejercer su capacidad de elegir participar o no. Asimismo se les priva del acceso a los protocolos de investigación biomédica de acuerdo con modalidades equitativas basadas en criterios justos y permanentes. El problema está lejos de la teoría: en cancerología, por poner un ejemplo, una patología puede afectar a más de 300 000 personas cada año en Francia[8] y el acceso a las moléculas innovadoras se vuelve un verdadero reto debido al sesgo de los ensayos: un nuevo tipo de ensayos puede traer como efecto en los participantes —enfermos para quienes las alternativas terapéuticas clásicas son nulas— una estabilización o una reaparición del tumor en la mitad de los casos. Estos ensayos, considerados precoces, han sido presentados por el Instituto de Cancerología Gustave-Roussy como nuevos tratamientos [...] generalmente propuestos a los pacientes cuando los tratamientos convencionales no han sido eficaces o cuando representan una alternativa terapéutica justificada. La institución da una esperanza muy real porque de los enfermos [incluidos en estos ensayos] aproximadamente uno de cada dos observa una mejoría o un control de su enfermedad.[9] En este caso la confusión —o problemática, como se verá más adelante— entre los tratamientos y los ensayos biomédicos es mayúscula.

    EL DERECHO PERSONAL AL ENSAYO

    La expresión ensayo salvaje que emplea Le Quotidien du Médecin suena controvertida al ser aplicada a un ensayo concebido para los enfermos. En los años noventa esta expresión se empleaba para los ensayos y experimentaciones permitidos por la incipiente ley de 1988 sobre las investigaciones biomédicas,[10] pero que por ignorancia o negligencia no fueron declarados por los investigadores. En 1995 nos decía entonces la Asistencia Pública-Hospitales de París que el problema no era tanto el del respeto de las normas para obtener el consentimiento, sino el de la declaración de los ensayos académicos (es decir, promovidos por laboratorios o por servicios clínicos o de investigación pública), que pudieron haber sido numerosos, dado que se practicaban desde siempre, sin ningún formalismo particular. La expresión derecho al ensayo tiene un origen similar: se empleaba comúnmente para referirse a una antigua reivindicación de los experimentadores para que los autorizaran en principio y de una vez por todas a realizar en seres humanos aquellas experimentaciones que juzgaran necesarias para el progreso médico.[11] Estas variaciones semánticas no son anecdóticas: expresan una variación aún más profunda, que es la referencia social a los ensayos clínicos. Después de Núremberg era frecuente que se criminalizaran los ensayos como atentados potenciales contra la dignidad humana, pero ahora esos ensayos son exigidos por las propias personas a las que se pretende proteger de ese atentado. El pensamiento normativo se malinterpreta; el tejido de conceptos que lo conforma se desgarra dejando al descubierto una serie de evidencias —morales y políticas— que nadie escondió, sino que simplemente estaban dadas por hecho, de tal modo que no fueron discutidas. El derecho al ensayo —en el sentido del derecho de participar en los ensayos tal y como están definidos técnica y jurídicamente— es un buen parámetro de las normas de protección de las personas, puesto que está justo en el punto medio de las preocupaciones sociales, morales y políticas antagonistas: por una parte, de orden público (sanitarias); por otra, del respeto a la autonomía de las personas y la de los principios de justicia. La reflexión sobre el derecho al ensayo invita a replantear el marco normativo de la investigación médica.

    UNA INVESTIGACIÓN JURISOCIOLÓGICA

    Esta obra presenta el informe de una investigación sobre el derecho a participar en los ensayos —un derecho hipotético dadas las condiciones actuales— planteado como un análisis de las normas para proteger a las personas con salud. Es un estudio jurisociológico: tiene que ver tanto con el derecho como con la sociología. Intenta justamente ilustrar una nueva línea de investigación: la sociología de la normatividad basada en la indagación. Una indagación empírica basada en los casos; una genealógica fundada en las normas, y una jurídica apoyada en los documentos. Es una investigación respetuosa de las exigencias de la descripción científica, pero en su iniciativa integra el objetivo de crear soluciones a los problemas.[12] En concreto, soluciones jurídicas al problema emergente que representa la pertinencia de cuestionar la construcción de un edificio normativo internacional colocado sobre los escombros del nazismo.

    El derecho al ensayo, tal como se entenderá en lo sucesivo, es un derecho a participar en las experimentaciones biomédicas en tanto que éstas sean científica y deontológicamente justificables, y en tanto que la reglamentación pueda autorizarlas sin transgredir la demanda de seguridad de los sujetos. Cabe señalar que se trata aquí de una modalidad de participación que no ha sido prevista por las normas vigentes, pero que no cuestiona ni la definición de los ensayos ni su delineamiento por esas mismas reglas. Se considera estrictamente político, por así decirlo, el lugar que se le da a la persona durante la experimentación biomédica. De este modo, se separa la cuestión de la participación en los ensayos de otro tema de debate —con lo que se logra no confundir—, que es el del derecho de acceso ilimitado a las moléculas, un viejo reclamo hecho a los Estados Unidos (y al cual se relaciona con varios aspectos del caso señalado en el artículo de Nature).

    Esta investigación, que se centra en el debate del derecho a participar en los ensayos biomédicos, puede dividirse en dos partes principales. La primera intenta reconstruir la compleja genealogía del sistema contemporáneo de protección de las personas-sujetos durante las investigaciones médicas, mediante la cual se muestra hasta qué punto el juicio de médicos alemanes en Núremberg, un momento simbólico, si acaso lo es, no representa de ninguna forma el momento de irrupción de la ética biomédica: hay un antes de Núremberg repleto de casos que muestran que los conceptos sobre los que están fundados los sistemas contemporáneos de protección de las personas han sido elaborados de manera precisa desde mediados del siglo XIX y que éstos fueron totalmente concebidos (si no aplicados) a principios del siglo XX. Los Juicios de Núremberg no inventaron sus criterios; el tribunal se basó en principios establecidos, preexistentes a estos procesos —lo cual es propio de la justicia—. Si los Juicios de Núremberg no representan el momento de irrupción de la ética, sí representan, en cambio, el momento de una doble consagración.

    La consagración de un modelo determinado de protección —en este sentido, me referiré al modelo de Núremberg—, que se centra totalmente en los deberes del médico experimentador más que en cualquiera de los derechos (excepto el de negarse a participar) que se le conceden al sujeto de prueba. A partir de Núremberg lo que se busca es proteger a las víctimas potenciales de verdugos potenciales. Dentro de este modelo la idea de que los enfermos puedan reclamar un derecho a participar en los experimentos es literalmente impensable.

    La consagración, asimismo, de una sustitución que es sin duda fundamental: el derecho internacional reemplaza a la moral universal, cuyos principios de la moral médica apenas se daban a conocer. En lo sucesivo, un orden público y jurídico internacional supraestatal asume la vocación universal de los principios deontológicos en materia de experimentación en seres humanos. A partir de 1947 y del Código de Núremberg, que muchos desconocíamos como instrumento de jurisprudencia penal internacional,[13] la construcción de las reglas que delimitan la experimentación biomédica es, en esencia, internacional; asimismo, es ampliamente internormativa, pues toma de otros regímenes normas heterogéneas, jurídicas, deontológicas, éticas y también técnicas.

    La formación de un consenso internacional encargado de delinear el marco normativo de la experimentación en seres humanos se creó ante el temor de cosificar a las masas de personas y de cuerpos torturados por los experimentadores-verdugos juzgados hace más de 60 años en Núremberg.

    La segunda parte de esta investigación se centra en la paradoja sobre la autonomía de las personas protegidas y la equidad de acceso a las innovaciones médicas que recientemente el modelo de Núremberg terminó de sopesar. Para este análisis se plantea el caso de Francia, visto desde dos enfoques. Primero, desde la perspectiva de un marco normativo específico en el que se llevan a cabo los ensayos biomédicos: por medio de éste observamos converger la herencia de los preceptos del derecho internacional y los de la tradición propiamente francesa en materia de reglamentación sobre el cuerpo humano basándose en una asimilación —seguramente controvertida— del cuerpo y la persona.[14] Después, desde la perspectiva de la realidad de las prácticas, tal como la muestran los diferentes programas de investigación mediante encuestas en las que colaboraron sociólogos, antropólogos, filósofos (científicos y éticos) y especialistas en salud pública: en las que encontramos a experimentadores que no siempre tienen claro la realidad de los propósitos de la investigación médica; a enfermos-sujetos masivamente racionales y razonablemente altruistas; a actores —médicos-investigadores y enfermos-sujetos— que se coordinan de manera más o menos eficaz, pero corren el riesgo de conformarse con definiciones de los casos, heterogéneos, pero compatibles. De cualquier modo, la investigación sobre los casos muestra la inanidad de las disposiciones paternalistas que aún conserva la ley francesa en materia de investigación biomédica: ya es tiempo de que los enfermos sean tratados como actores capaces de participar plenamente, si así lo desean, en la protección de su autonomía y en la equidad del acceso a los ensayos; de que se les reconozcan los derechos que pueden ejercer cuando su protección sólo recae en el sentido del deber de los experimentadores. Ésta es la revolución que supo llevar a cabo la gran ley de 2002 sobre los derechos de los enfermos,[15] en comparación con la ley de 1988 que, a pesar de haber inspirado numerosas disposiciones sobre la investigación biomédica, hoy se encuentra rebasada.

    El contexto actual reclama, en el fondo, un nuevo contrato social en materia de investigación biomédica basado en los derechos de los enfermos. A nivel nacional, una medida jurídicamente simple —incluir en el código de salud pública un artículo que reconociera el derecho de cualquier persona elegible a participar en los ensayos que están abiertos al reclutamiento de voluntarios— podría contribuir a esta causa.

    En De ratones y hombres John Steinbeck desarrolló el trágico tema de los sueños que jamás podrán realizarse: Pude haber sido alguien, dice un personaje. Bajo esta mirada, el papel de ratones y hombres es indistinto: The best laid schemes o’mice and men/Gang aft agley [Los mejores proyectos del ratón y el hombre a menudo se ven truncados], dicen dos versos de Robert Burns, de donde Steinbeck tomó el título para su obra.[16] Steinbeck no pensaba entonces en ratones de laboratorio y el relato termina mal. La historia de la experimentación en seres humanos también tiene una parte de horror y drama, pero tiene un sentido más favorable: la distinción entre los ratones de laboratorio y las personas-sujetos. Es decir, entre los hombres y los conejillos de Indias. Ésta es la historia, todavía incompleta, que contamos en estas páginas.

    PRIMERA PARTE

    LA FORMACIÓN DE UN CONSENSO INTERNACIONAL SOBRE LA EXPERIMENTACIÓN HUMANA

    La adopción de la ley francesa Huriet-Sérusclat el 20 de diciembre de 1988 sobre los ensayos biomédicos tiene sus raíces en el movimiento normativo internacional que acompañó el desarrollo de las ciencias biológicas y médicas y las prácticas de experimentación desde mediados del siglo XIX —con primicias que desaparecieron en el XVIII, sin tener mayor repercusión—.

    Este movimiento nació en principio a escala nacional en los principales países experimentadores, como los Estados Unidos y Alemania, aunque con enfoques jurídicos muy diferentes. En los primeros años del siglo XX una noción como la necesidad de contar con el consentimiento de los sujetos de prueba fue reconocida en la teoría, pero no en la práctica. Por ello, mientras que la experimentación en seres humanos está asociada frecuentemente con cuidados médicos, puesto que involucra a personas enfermas, el consenso social pone al cuidado de la deontología lo sustancial de la protección de los sujetos con los que se experimenta, basándose en el compromiso de hacer el mismo bien que el juramento hipocrático, hecho por todos los médicos alrededor del mundo, se compromete a garantizar. El juicio de los médicos de Núremberg en 1946-1947 marcó un giro fundamental no tanto en el contenido de los principios de licitud de la experimentación humana —el Código de Núremberg condensa principios que existían antes del juicio—, sino porque consolidó un cambio en el régimen de licitud: el desmoronamiento moral de la medicina alemana durante el nazismo puso al descubierto los límites del universalismo hipocrático; el derecho internacional —entendido largo sensu, es decir, considerando los instrumentos heterogéneos (jurídicos, deontológicos y éticos) con miras a una regulación internacional— apareció como nueva fuente de licitud. El terror provocado por el descubrimiento de los experimentos practicados en los campos de concentración determinó la lógica de un marco normativo donde el sujeto es visto como alguien vulnerable. Dentro de este marco, que heredamos y que está pensado principalmente para proteger a víctimas potenciales de verdugos potenciales, es concebible que una persona acepte participar, aunque exista sospecha de que su consentimiento posiblemente obedezca a la influencia de distintas causas: manipulación, obligación, pero también irresponsabilidad, ignorancia o fines de lucro, que justifiquen que se está protegiendo al sujeto no sólo de sí mismo, sino también del abuso del experimentador. Por el contrario, es inconcebible que un sujeto con sentido común solicite por sí mismo participar en los ensayos. El reclamo razonable del derecho al ensayo sigue al revés las normas.

    Esta primera parte presenta la formación de un consenso normativo internacional sobre la experimentación en seres humanos, dentro de un marco en el que la idea del derecho a participar en los ensayos se vislumbra como algo inconcebible. Asimismo, explora los códigos y principios normativos que existían, hasta la segunda Guerra Mundial, en los países de Occidente que llevaban a la práctica las experimentaciones —los Estados Unidos, Alemania y Francia, principalmente—,[1] así como el compendio de éstos que conforman el Código de Núremberg. Esta primera parte, además, propone un análisis del modelo de Núremberg, de su institucionalización internacional y del papel —limitado a la aceptación y el rechazo— que hasta ahora ha conservado la constitución normativa, sobre esta base, en cuanto al tema de la experimentación.

    La formación de este consenso internacional sobre las normas éticas y jurídicas de la experimentación humana va de la mano de otro movimiento, el del consenso sobre los métodos. Un movimiento internacional que de manera paulatina ha ido definiendo, mediante reglas metodológicas cada vez más precisas y sofisticadas, el propósito de la experimentación biomédica tal como se entiende desde el punto de vista científico.

    I. BREVE HISTORIA DE LOS MÉTODOS

    A. FAGOT-LARGEAULT nos dice que "si tomamos como referencia los trabajos precursores de Louis,[1] la historia de la experimentación humana en medicina es la historia de un aprendizaje: el de la ‘manera adecuada’ de experimentar en seres humanos, primero en el plano metodológico, luego en el ético".[2] El desarrollo de las normas ético-jurídicas sigue el desarrollo de las prácticas de experimentación que a su vez determinan, mientras que las normas metodológicas unifican estas prácticas a nivel técnico. Este movimiento es internacional, así como lo era la investigación científica desde el siglo XIX, con métodos parecidos a los que hoy conocemos, como revistas y congresos internacionales.[3]

    En la obra de F. Chast, Histoire contemporaine des médicaments,[4] el autor expone que si bien a principios del siglo XX la investigación podía tener todavía una nacionalidad, ahora no tiene más fronteras que las de los mercados industriales farmacéuticos. La historia de la aspirina es un caso típico que muestra cómo desde que un médico suizo descubrió las propiedades antipiréticas del ácido salicílico, en 1875, hasta el registro de la patente de su fórmula industrial, en 1899 —con la marca comercial de Aspirina por la compañía alemana Bayer—, químicos, farmacéuticos y médicos ingleses, franceses, italianos y alemanes, conocidos entre ellos, contribuyeron mediante sus ensayos al perfeccionamiento del medicamento del siglo. Asimismo, evidencia que durante la primera Guerra Mundial el gobierno británico, al carecer de este medicamento alemán, ofreció la cantidad de 20 000 libras esterlinas a quien lograra desarrollar un método de producción industrial de la aspirina. Por último, revela que la patente de la fórmula de la aspirina y el nombre Aspirina, al parecer, fueron incluidos en los resarcimientos impuestos a Alemania en 1919.[5]

    El desarrollo de instrumentos técnicos, en particular el del microscopio, fue otro factor que contribuyó en la estructuración de la comunidad científica. Hacia 1840, según Host, la resolución de los microscopios era de aproximadamente un micrómetro, medida de ampliación que permitía hacer una primera exploración del campo de la citología.

    Desde entonces los instrumentos se caracterizaron por cualidades técnicas definidas de manera objetiva (amplificación, campo, poder separador, importancia de las aberraciones), su correcto empleo exigía el mismo aprendizaje de todos los que los utilizaran. De tal modo que el objeto técnico dictaba su lógica [...] Se disponía de un mismo soporte instrumental para producir los acontecimientos científicos. La comunicación objetiva remplazaba así el testimonio personal.[6]

    Desde antes de la segunda Guerra Mundial el desarrollo de métodos —especialmente estadísticos— para homogeneizar las prácticas de investigación biomédica desempeña el papel de un agente de estructuración análogo al que representa el de la instrumentación técnica para los biólogos.

    En este contexto, la formación de un consenso normativo internacional sobre la experimentación humana gira en torno a un doble movimiento: por un lado, al de la formación de un consenso científico internacional sobre los principios metodológicos, que anticipe, por otro lado, la formación de un consenso internacional sobre los principios éticos y jurídicos. Este segundo nivel de consenso estableció un modelo paradójico para la protección jurídica de las personas, dado que estaba basado en el control de su autonomía.

    Los riesgosos intentos y el desarrollo del conocimiento médico a través de ensayos y cálculos forman parte de la historia de la medicina desde sus orígenes. En 1930, Charles Nicolle tituló uno de los capítulos de su obra L’Expérimentation en médecine, L’ expérimentation, pratique journalière[7] [La experimentación, práctica cotidiana] y escribió lo siguiente: Cada vez que un médico emplea un medicamento nuevo para tratar una enfermedad, o cada vez que un cirujano innova las técnicas quirúrgicas, tanto el uno como el otro realizan actos de experimentación.

    Este enfoque predominó en la literatura médica hasta fines del siglo XX. Al concluir los años cincuenta, Henry Beecher escribió: La experimentación científica en seres humanos es tan antigua como la historia escrita. [8] Partiendo de este principio, bien podríamos remitir la historia de la experimentación en medicina a la trepanación del Neolítico;[9] y seguramente encontraríamos entonces los primeros indicios de reglamentación sobre esta práctica en el Código de Hammurabi.[10] Pero es mezclar, justamente, lo que la ciencia, la ética y el derecho han ido separando poco a poco: por un lado, la innovación clínica y, por el otro, la investigación basada en un plan de experimentación.

    En este sentido, se puede decir que la historia de la experimentación en seres humanos nació a partir de un método experimental y que la experimentación humana tomó una dimensión contemporánea real sólo a fines de 1940, cuando descubrió la estadística, que dio origen a este nuevo paradigma que desde los años ochenta representa la evidence based medicine (EBM), es decir, la medicina basada en la evidencia.

    DE LA VIRUELA AL ESCORBUTO: NACIMIENTO DEL MÉTODO EXPERIMENTAL EN LA INVESTIGACIÓN BIOMÉDICA

    A partir de Claude Bernard (1813-1878) se hace una distinción entre la medicina empírica y la medicina experimental. En esta contraposición, la medicina empírica se refiere a las prácticas médicas que no se basan en las pruebas (en el sentido de la prueba experimental), sino en la observación y en la experimentación fortuita, en los descubrimientos por accidente, es decir, no previstos en la teoría.[11] La expresión medicina empírica también se refiere a la medicina basada en dogmas y en la autoridad de los maestros (Porque Hipócrates lo dijo, hay que hacerlo, declaró un personaje de El médico a palos, de Molière). La intuición clínica se alimenta de la práctica y de las reglas dogmáticas: la memorización de aforismos de Hipócrates formó parte de la enseñanza médica hasta el siglo XVIII.[12]

    Dentro de esta forma de proceder no existe una estrategia de investigación organizada en el sentido moderno: cuando fracasa algún tratamiento se prueba con algo diferente para tratar los casos que se presentan, y si éste funciona se continúa así con otros casos. Hay intentos de nuevas terapias, sondeos y ajustes, pero no hay un plan experimental.

    En la medicina experimental, el conocimiento médico deriva de la observación racional de fenómenos espontáneos o provocados. Se cuestionan metódicamente los dogmas e ideas preconcebidos, y los hechos controlan el conocimiento (no las doctrinas o los dictámenes de los expertos). Se ponen en marcha planes experimentales para validar nuevos conocimientos.

    Claude Bernard —que fue un fisiólogo y no un clínico— publicó en 1865 su Introducción al estudio de la medicina experimental, una obra que influyó de manera decisiva en los conceptos de la investigación médica.

    Si bien el año de 1865 es un punto de referencia apropiado para marcar un paso hacia la medicina moderna, existen indicios de auténticos actos experimentales en materia de investigación médica desde mucho antes: a principios del siglo XVIII los experimentos de Maitland sobre la inoculación de la viruela (1721) y los de Lind sobre el escorbuto (1747). Asimismo, la estadística médica comenzó a desarrollarse antes de 1865, con Pierre-Charles-Alexandre Louis y, sobre todo, con Jules Gavarret.

    El experimento de Lind (1747)

    Es común que se sitúe el primer ensayo controlado (es decir, comparativo, que incluía a un grupo de personas que no recibía el tratamiento probado) a mediados del siglo XVIII, en 1747, a partir del experimento de James Lind sobre la efectividad de los tratamientos del escorbuto, una enfermedad que mató a muchos más hombres que cualquier combate en alta mar.[13] Lind fue un médico inglés (1716-1794) que sirvió a la Marina Real. El 20 de mayo de 1747, a bordo del buque Salisbury, eligió a 12 marineros infectados, a quienes separó en seis grupos de dos. Lind comprobó la efectividad de un tratamiento que consistía en agregar cítricos en los alimentos al compararlo con la no efectividad de otros alimentos que les suministraban a los demás enfermos (cidra, vinagre, vitriolo, agua de mar y fórmula magistral).[14]

    El resultado benéfico que más rápido se observó fue por el consumo de naranjas y limones; uno de los enfermos que los había consumido llevaba sano casi seis días trabajando. Las erupciones en su cuerpo no habían desaparecido del todo y sus encías aún no habían sanado, pero, sin ningún otro remedio complementario más que el de hacer gárgaras con vitriolo, se encontraba en relativa buena salud antes de que el 16 de junio abordáramos el Plymouth. El otro infectado también había mejorado bastante y se le encontraba suficientemente apto, tanto que se le designó como guardia-enfermo al cuidado de los demás marinos infectados.

    El tratado de Lind (1753) fue rápidamente traducido; en 1756[15] se publicó en francés. Lind, sin embargo, no hizo las pruebas por casualidad: los efectos preventivos y curativos del jugo del limón en el escorbuto ya habían sido descritos en 1617[16] por otro cirujano de la marina, John Woodall —es decir, 130 años antes—. El tratado de Lind no tuvo una repercusión tan rápida porque tomó casi 50 años para que en el avituallamiento de los barcos incluyera gradualmente cítricos y legumbres frescos.

    El experimento de Lind, que anunciaba la concepción moderna de la experimentación humana, es decir, que seguía un método experimental, tiene sus precedentes. En 1721 Maitland se dispuso a comparar, con prisioneros de la cárcel de Newgate, dos métodos de variolización: el chino y el oriental (turco, en concreto).

    El debate sobre la inoculación en el siglo XVIII

    La variolización es un método de protección contra la viruela mediante la inmunización, que implica un contagio provocado por medio de pus (método oriental) o de escamas (método chino) de aquellos infectados de formas poco virulentas de la enfermedad. Se inocula la viruela que padecen enfermos no tan graves en personas robustas, que al contraer una forma benigna de la enfermedad[17] a una edad en la que no ponen en riesgo su vida, estarán protegidas del virus en el futuro. Lady Montagu, al regresar de Constantinopla, donde se practicaba la variolización, hizo inocular a su hijo en 1717. Después de varios decesos en la familia real a causa de las viruelas, se consideró inocular a los hijos de la princesa de Gales; sin embargo, antes de hacerlo se ordenó realizar un experimento con prisioneros condenados a muerte para asegurarse de la inocuidad y efectividad de la variolización. Para conducir este ensayo se designó a Charles Maitland, y a un equipo de 25 médicos, cirujanos, boticarios, todos miembros de la Real Sociedad de Londres (sociedad científica real) y del Real Colegio de Médicos, para supervisarlo. Jorge I, comanditario, prometió el indulto a los condenados que participaran y sobrevivieran.[18] La Enciclopedia contiene una relación detallada del experimento de Maitland.[19]

    Se realizó otro test de efectividad que consistía en que una de las mujeres-sujeto inoculadas durmiera durante seis semanas con un niño infectado.[20] Para confirmar los resultados, en 1722 se [...] realizó por consiguiente un segundo [ensayo] con cinco niños de la parroquia de St. James, con el financiamiento de Lady Montagu; los resultados del ensayo fueron nuevamente exitosos, está escrito en un artículo de la Enciclopedia, en el que se concluyó lo siguiente: "Se inoculó osadamente a dos princesas; de otras 182 personas a lo largo de ese año, sólo murieron dos. De 897 que fueron inoculadas hasta 1728, sólo murieron 17, aunque por las bills mortuorias que hubo en ese mismo espacio y tiempo parecía que las viruelas naturales habían causado una doceava parte del total de muertos".

    La variolización (o inoculación), efectivamente, presenta algunos riesgos, ya que no hay nada que garantice realmente el carácter benigno de la enfermedad inoculada, y los accidentes son numerosos. A lo largo de todo el siglo XVIII el debate sobre los riesgos de la variolización estuvo presente. En el ámbito filosófico y moral se discutía el grado de riesgo que implicaba. Voltaire, al igual que los demás enciclopedistas, fue un ferviente partidario de esta práctica:

    De cada cien personas en el mundo, sesenta al menos tiene la viruela; de esas sesenta, veinte mueren en sus años más favorables y veinte conservan para siempre enfadosas secuelas; así pues la quinta parte de los hombres son muertos o afeados ciertamente por esta enfermedad. [...] Quizá dentro de diez años se adoptará este método inglés, si los curas y los médicos lo permiten.[21]

    Mientras que Kant, por el contrario, condenaba la variolización tanto como el suicidio:

    El que decide vacunarse pone en riesgo su vida al dejarse caer en la incertidumbre, aunque lo haga en busca de preservar su vida y se ponga él mismo, ante la ley del deber, en una situación más delicada que la de un navegante que, por lo menos, no causa la tormenta a la que se expone; mientras que nuestro hombre se lanza a sí mismo contra la enfermedad que lo pone en peligro de muerte. Por tanto, ¿debe acaso permitirse la inoculación de la viruela?[22]

    La inoculación es a la vez el principio de un importante desarrollo de la geometría del azar: la posibilidad de prolongar la vida, dependiendo de si se recurre a la inoculación o no, sirve para valorar el riesgo de morir a causa de la propia inoculación; el riesgo y sus métodos de cálculo fueron discutidos (La Condamine, Daniel Bernoulli, d’Alembert, Condorcet...)[23] en ocasiones con vehemencia. Vemos cómo se consolida el razonamiento de la salud pública en términos modernos:[24]

    No es [...] ni la duración en sí del promedio de vida, ni el más mínimo riesgo [de morir], lo que debe determinar la autorización de inocular; es simplemente la relación entre el riesgo, por una parte; y por la otra, la prolongación del promedio de vida; o más bien los beneficios que aporta esta prolongación de acuerdo con la edad en que todavía se puede disfrutar

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1