Decía el inclasificable periodista Jesús Quintero –fallecido el pasado 3 de octubre de 2022– en un incendiario monólogo que «siempre hubo analfabetos, pero la incultura y la ignorancia se vivían como vergüenza; nunca hasta ahora hubo gente que se jactara de no tener estudios o no haber leído nunca un puto libro. Los analfabetos de hoy son los peores, porque en la mayoría de los casos han tenido acceso a la educación, saben leer y escribir, manejan la tecnología pero no ejercen; cada día son más y cada día el mercado los cuida más y piensa más en ellos. La televisión se hace a su medida, las parrillas compiten entre sí para ofrecer programas pensados para gente que no lee, que no entiende un editorial, que pasa de la cultura y solo quiere que la diviertan o que la distraigan, aunque sea con los crímenes más horrendos o con los más sucios trapos de portera. El mundo entero se está creando a la medida de esta nueva mayoría. Son socialmente la nueva clase dominante, aunque siempre serán la clase dominada, precisamente por su analfabetismo elegido y su incultura».
LA GRAN MENTIRA DEL TABACO
En efecto, vivimos una era de la información que no necesariamente va acompañada de conocimiento. En pleno siglo XXI hay más creyentes en la Tierra plana que durante la Edad Media, época donde no se dudaba de la esfericidad del planeta pese a lo que habitualmente suele creerse. Sin embargo, hoy día asistimos a la existencia de una industria de la ignorancia funcionando a pleno rendimiento y capaz de extraer pingües beneficios del acto de engañar, desinformar o hurtar datos a la opinión pública. Semejante práctica perversa e incrustada en el tejido productivo de las sociedades más avanzadas ha recibido el nombre académico de «agnotología».
Robert Proctor e Iain Boal, historiadores de la Universidad de Stanford, acuñaron el término en 1995 dentro de un influyente artículo donde definieron esa clase de ignorancia premeditada como un puro artificio estratégico. Consistiría en la manipulación del conocimiento a partir de establecer qué queremos que el otro sepa y qué queremos que ignore. Proctor identificó numerosas instituciones sociales protagonistas de dicha manipulación y expuso ejemplos históricos de cómo se había venido aplicando. Algunos casos eran muy remotos en el tiempo, otros mucho más recientes y de completa actualidad.
Sin ir más lejos, en 1979 la industria tabacalera organizó una llamativa sesión de trabajo. Reunió a un famoso publicista, R. J. Reynolds, que en el pasado había diseñado campañas para vender cigarrillos con gran éxito, incluso a menores de edad, y lo juntó a un reputado físico jubilado, Frederick Seitz, asesor