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Debemos confiar en la ciencia

SI HAY UN TEMA RECURRENTE en los libros y artículos que he escrito durante los últimos 40 años, es la fascinación por aquello que los científicos han aprendido sobre el cuerpo humano. Una larga carrera dedicada a explicar la investigación biomédica me ha llevado a un respeto profundo por el proceso científico. A pesar de sus ocasionales errores y autocorrecciones, creo que, en última instancia, nos conduce a una comprensión más clara del mundo y la manera de prosperar en él.

Así que, cuando al principio los científicos se apresuraron a tratar de entender un coronavirus nunca antes visto, yo estaba preparada para seguir sus consejos respecto a cómo mantenerme a salvo, basada en la hipótesis de que el virus se transmitía principalmente por las gotas de tos y estornudos, y que se quedaba en las superficies. Limpié con diligencia a mi alrededor, me abstuve de tocarme la cara y me lavé las manos con tal énfasis que el pequeño diamante en mi anillo de bodas brilló como nunca.

Y luego, casi dos semanas y media después de que mi ciudad, Nueva York, cerrara sus restaurantes, obras de Broadway y el sistema de escuelas públicas más grande del país, los científicos dieron un mensaje diferente: que todos deberían usar el cubrebocas. Este fue un cambio de dirección sorprendente. El consejo inicial, dado con confianza, había sido no usar mascarilla a menos que uno fuera trabajador de atención médica de primera línea. La revisión se basó en gran medida en una nueva hipótesis: que el coronavirus se propagaba, sobre todo, por el aire.

¿A cuál hacerle caso? ¿Transmisión superficial o aerosoles? ¿Deberíamos tener más miedo de los botones del ascensor contaminados o de la gente que respirara cerca de nosotros? ¿Los científicos lo sabían?

Debo admitir que el ajuste de consejo sobre las máscaras me asustó. No por el nuevo exhorto en sí –estaba más que feliz de usar mascarilla si los expertos decían que debía hacerlo–, sino por el ominoso metamensaje que se percibía: los científicos descubrían esto sobre la marcha. Los pronunciamientos más serios de los expertos más inteligentes en el mundo de repente sonaban como poco más que conjeturas bien intencionadas.

A medida que este año devastador llega hecho trizas a su final, vale la pena tomarse un momento para preguntarse cuál será el efecto a largo plazo de ver cómo los científicos esquivan los golpes en su camino hacia una mejor comprensión.

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