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Raúl Martínez Ostos: Leyes, finanzas y diplomacia para el desarrollo, 1907-1993
Raúl Martínez Ostos: Leyes, finanzas y diplomacia para el desarrollo, 1907-1993
Raúl Martínez Ostos: Leyes, finanzas y diplomacia para el desarrollo, 1907-1993
Libro electrónico466 páginas6 horas

Raúl Martínez Ostos: Leyes, finanzas y diplomacia para el desarrollo, 1907-1993

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Alicia García Dimas y Eduardo Turrent Díaz rescatan a Raúl Martínez Ostos del olvido a través de una biografía única en su tipo que, al abordar una figura, estudia simultáneamente la historia económica reciente de México. Esta obra examina a través de sus conversaciones con los autores, los pasajes centrales y controversiales de la historia económica mexicana.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 mar 2014
ISBN9786071618474
Raúl Martínez Ostos: Leyes, finanzas y diplomacia para el desarrollo, 1907-1993

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Raúl Martínez Ostos - Aída García Dimas

191-192.

I. PERFIL: RAÚL MARTÍNEZ OSTOS

A. ORÍGENES Y GENEALOGÍA

Tantoyuca: un lugar en el norte del estado de Veracruz de cuyo nombre sí hay que acordarse. En tiempos recientes la designación ha sido poco conocida salvo para los habitantes de la Huasteca y zonas aledañas. La plaza entró en un estancamiento de mucho tiempo, pero durante el Porfiriato llegó a ser una población de mucha importancia y asiento de uno de los cantones más prósperos (unidades político-administrativas en el Porfiriato) del estado de Veracruz. Después de la Revolución, los cuatro municipios integrantes de la Huasteca veracruzana pasaron a ser Ozuluama, Tecontepec, Tuxpan y Tantoyuca.

Tantoyuca viene de las voces huastecas tan, que significa lugar, y tuyic, cera; o sea lugar donde hay cera. Los pobladores primitivos de la comarca fueron indios huastecos que recibieron influencias de toltecas y chichimecas. Más tarde, al pasar a formar parte de una confederación de pueblos con cabecera en Metlatepec, estuvieron bajo el dominio de los mexicas. Sin embargo, la conquista y la colonización españolas casi aniquilaron a la población indígena. Al iniciarse la Colonia, el cultivo del algodón, la apicultura y el establecimiento de un convento de religiosos agustinos reanimaron la actividad económica y el poblado se convirtió en cabecera de la alcaldía mayor de Pánuco. Durante los siglos XVII y XVIII se establecieron en sus zonas circundantes varios ingenios azucareros y negocios de alquiler de animales para tracción.

Durante la guerra de Independencia Tantoyuca fue un punto clave de defensa para los realistas. En 1831 se convirtió en el centro de la zona de operaciones del guerrillero Mariano Olarte. En enero de 1847 las autoridades y los vecinos firmaron un acta con el fin de cooperar con el sostenimiento de la Guardia Nacional por la guerra que se libraba contra los Estados Unidos. En ese año se suscitó una rebelión agraria originada en la sierra de Otontepec, que luego se extendió a Tautima, Ozuluama y Tantoyuca. En abril de 1850 se concedió a la población el título de villa y en la Constitución de 1857 se le reconoció como cabecera de cantón, designación que mantuvo hasta que en 1917 se estableció en los estados la división municipal. Por último, en 1901 se otorgó a Tantoyuca la categoría de ciudad.¹

Hacia las décadas de los años veinte y treinta del siglo XX aún conservaba Tantoyuca muchas reminiscencias de su pasada prosperidad decimonónica. Era una población agraciada de calles empedradas con tres plazas que concentraban sus edificaciones más importantes. La principal, con kiosco al centro, albergaba al palacio municipal, y del lado opuesto, colindando con la cárcel, tenía su farmacia uno de los notables del pueblo: el médico Federico Martínez.

A una o dos cuadras de distancia, pendiente arriba de la plaza principal, la segunda de las plazas del poblado estaba bordeada con una corona de álamos frondosos. En esa ubicación había un aljibe muy grande en el que se recolectaba el agua de lluvia —siempre intensa y frecuente en la zona— para el consumo del pueblo y de sus alrededores. Allí a Tantoyuca llegó a establecerse casi por curiosidad o por aventura, aproximadamente hacia el año de 1900, el doctor Federico Martínez, padre de Raúl Martínez Ostos.

Como ocurre con frecuencia en los asuntos humanos, hubo mucho de azar y de casualidad en el hecho de que el doctor Federico se avecindase en el poblado de Tantoyuca. Algo debió atraerlo al lugar, pues era oriundo del estado de Nuevo León. Todo se inicia cuando nace Federico; hijo de Nicolás Martínez Zepeda, oriundo de Marín, un poblado que se encuentra a 40 o 50 kilómetros de Monterrey. La orgullosa madre fue doña Marina Sinforosa, también neoleonesa y prima lejana de su marido.

Don Nicolás Martínez Zepeda no fue profesionista ni hombre de cultura. Sin embargo, inculcó en sus descendientes los valores del trabajo y de la preparación. En vida cultivó con gran esmero y dedicación un rancho, y la existencia debió serle grata y placentera: vivió hasta los 96 años sobreviviendo a su cónyuge por varias décadas.

Así, con el apoyo del padre, después de concluir su educación básica en la Sultana del Norte, Federico Martínez decidió partir a la capital del país a estudiar medicina. Fue hacia el año de 1899 cuando recibió el título correspondiente en la única universidad que había entonces, la que renovó e impulsó don Justo Sierra.

Aquel profesionista debió haber tenido un talante aventurero, un espíritu explorador. Sólo así se explica lo que ocurrió a continuación. Un amigo lo invitó a que viajara a Tampico porque las empresas petroleras estaban contratando personal y le estaban dando a ese puerto un gran auge. Entonces, partió para ese destino con tan sólo una carta de recomendación para el doctor González, que manejaba la droguería del mismo nombre que aún existe (o existió hasta años recientes). Ahí ocurrió lo insólito:

¿Conque usted es el joven doctor recomendado? Si quiere lo ayudo, lo tomo aquí conmigo… pero no le recomiendo que se arraigue en Tampico… Ya hay muchos médicos aquí, que vienen de los Estados Unidos traídos por las compañías petroleras; va a enfrentar demasiada competencia… Estará difícil su desarrollo a futuro… Le ofrezco otra oportunidad: hay un pueblo en la Huasteca veracruzana donde vive un solo doctor y ya está grande… ya va de salida… Está casado con una hermana de mi madre y él lo puede impulsar… le puede ir dejando su lugar… se trata del doctor Melo, estupenda persona, buen practicante, hombre de su casa, muy respetado en la comunidad y en sus alrededores.²

Sin dudarlo mucho, hacia Tantoyuca dirigió con entusiasmo sus pasos aquel joven galeno. El doctor Melo resultó exactamente como lo describieron en Tampico: bonachón y empeñoso. Por su parte, su colega del lugar, ya veterano, se encontraba cansado de varias décadas de actividad y lo invitó a establecerse en el lugar: Quédese aquí; le va a ir bien, será el doctor del pueblo y de sus alrededores y no tan sólo de una compañía gringa o inglesa.³

El doctor Melo no sólo recibió al recién llegado y lo convenció de quedarse; ya establecido, hizo las veces de su iniciador y de su presentador ante la sociedad de Tantoyuca. Y el doctor Martínez debió haber adquirido notoriedad al poco tiempo. Una prueba palpable es que en la importante ceremonia que tuvo verificativo en 1901 —a tan sólo un año de su arribo— para conmemorar que Tantoyuca fuese declarada ciudad por el conocido gobernador porfirista del estado Teodoro Dehesa, el doctor Martínez fue, junto con la hija de su protector, Virginia Melo y Ostos, uno de los oradores oficiales.⁴ Asimismo, fue probablemente a través del contacto con el doctor Melo que el médico recién llegado logró entrar en los salones de una de las familias más ilustres de la comarca: los Ostos.

A la celebridad política y económica de esa familia habría que agregar las virtudes artísticas y literarias de sus integrantes. Así, las veladas de los Ostos llegaron a ser famosas en la zona. Las viandas eran generosas y los anfitriones cálidos, desprendidos y amenos. Cada una de las bellas hijas tocaba al menos un instrumento musical: piano, mandolina, guitarra, arpa, acordeón. Así, en esas reuniones se cantaba, declamaba y se leía poesía propia o de los grandes autores mexicanos y extranjeros de la época.

Al doctor Melo le debió entonces su sucesor, el doctor Federico Martínez, no sólo haber encontrado lugar de residencia, sino también mujer. Fue quizás en esas tertulias culturales donde conoció y se enamoró de Josefa Ostos Herrera. A la usanza de la época, cultivaron un noviazgo que se extendió por varios años y que culminó en matrimonio en 1906. Al año siguiente, el 22 de septiembre de 1907, nacía en Tantoyuca, Veracruz, el primogénito de la nueva familia: Raúl Martínez Ostos.

Todos los pueblos de México tienen ciertas figuras tradicionales que convocan el respeto general, y Tantoyuca no era la excepción: el cura, el maestro, el doctor y el boticario. En el caso que nos ocupa, estos dos últimos roles llegaron a confluir en la persona del médico Martínez, pero su desarrollo no terminaría ahí. Empujado por las circunstancias y arrastrado también por sus inclinaciones personales, con los años resultó irresistible el atractivo que ejercía en él la principal actividad económica de la comarca: la ganadería.

El abuelo del recién llegado, ya se ha dicho, era un hombre prominente en la localidad. Abogado con un despacho próspero, llegó también a fungir por algún tiempo como jefe político del cantón de Tantoyuca. Quizá fue de su suegro, Francisco Mauro Ostos, de quien adquirió el doctor Martínez su inclinación hacia los ranchos y su gusto por la ganadería. Pronto la hija del abogado Francisco Mauro Ostos y su esposo empezaron a comerciar con la leche y el queso que se producían en su estancia del Tematate, ubicada cerca de Temporal y con una extensión de casi 7000 hectáreas. Así, por ese tiempo don Federico Martínez agregó al ejercicio de la medicina y al usufructo de la botica local, la adquisición y administración de dos explotaciones ganaderas: los ranchos El Pozo y Santa Cristina, ambos de cría de reses.

En suma, aquel matrimonio prosperó con el beneplácito de la comunidad y con una operación en tres frentes de beneficio: la medicina, la farmacia y la operación de los ranchos. Doña Josefa resultó buena esposa y gozando de espléndida salud logró procrear en los años que siguieron más descendientes: después de Raúl nacieron Alicia, en 1909; el pequeño Gastón, de destino trágico, en 1911, y Graciela, en 1913. Los habitantes de Tantoyuca, chocarreros al fin, como buenos veracruzanos, solían bromear con el orgulloso padre sobre su segundo hijo varón: ¿Cómo es posible que siendo tú oriundo de Monterrey le hayas puesto a tu hijo el nombre de Gastón? ¡Como que no cuadra!

La vida había sido generosa con él; su familia había prosperado. A mayor abundamiento, los años pasados en la comarca habían sido de felicidad. Además, no conocían otra cosa y tampoco habían tan siquiera imaginado un cambio de régimen. De ahí que no deba sorprender que el doctor Martínez fuera simpatizante porfirista. Desde una perspectiva muy local, siempre pensó que el caudillo indispensable —al que nunca conoció en lo personal, por supuesto— y su gobierno —del cual había tenido tan sólo referencias remotas— habían sido benéficos para México. Por ello, el estallido de la Revolución en 1910 lo tomó de sorpresa, fuera de balance. Y ese gran movimiento social resultó para la familia un hecho muy traumático.

Tan pronto se difundió la revuelta en el norte del estado de Veracruz, los sublevados identificaron al médico del pueblo, junto con varios otros habitantes, como defensor del porfirismo. Se suscitaron varias escaramuzas a tiros y el doctor Martínez llegó a temer por su vida y por la seguridad de su familia. Un hecho concreto exacerbó aún más el miedo en su conciencia. En medio de algunas de las balaceras, su hijo mayor, Raúl, que a la sazón contaba con seis o siete años de edad, salía a la calle a recoger como recuerdos los casquillos de los tiros que caían a la acera todavía calientes por su detonación.⁶ En una ocasión, después de un combate, el jefe ordenó catear las casas por sospecha de que algunos villistas se hubiesen escondido en el pueblo. Cuál no sería su sorpresa cuando al entrar a una de ellas infinidad de casquillos rodaron por el suelo empujados por la puerta. Los había colectado el niño de la familia…

Si bien los tiroteos debieron parecerle al niño Raúl un juego inocente, los incidentes de violencia revolucionaria dejaron en los integrantes de su familia una impresión traumática. Cuenta Alicia Martínez Ostos que en medio del remolino arribó al pueblo un joven revolucionario proveniente de los Estados Unidos e hijo de una familia muy cercana a la suya, quien venía a pelear al lado de la gente de Villa. Sin embargo, un contingente de las fuerzas federales entró por sorpresa al pueblo. Los muchachos se asomaron al balcón para observar cómo los soldados hacían fuego con sus pistolas al tiempo que en el galope los caballos sacaban chispas del empedrado. El joven villista —generosamente atendido la víspera— intentó huir en sentido contrario, pero fue alcanzado por las balas. A cargo del doctor Martínez quedó la penosa tarea de identificar el cadáver y enviar la triste nueva del deceso a sus familiares.

En otra ocasión, montando a caballo por los alrededores del pueblo, Raúl Martínez Ostos y otros primos se toparon con un grupo de revolucionarios que los sometieron a intenso interrogatorio: ¿cuántos soldados había en la plaza?, ¿quién era su jefe?, ¿cuánto tiempo llevaban acantonados ahí?, ¿eran violentos?, etc. Y al terminar la entrevista los jovencitos fueron advertidos: Y ahora córranle pelones antes de que nos arrepintamos, y no digan que nos han visto.⁷ De esas y otras experiencias peligrosas provino la decisión de Federico Martínez de salir a las volandas de la zona y refugiarse en los Estados Unidos. Se materializó así el doloroso éxodo de la familia Martínez Ostos de Tantoyuca. Años después, vendría el desarraigo.

La Revolución no tuvo nada de esporádica ni de marginal en la zona de la Huasteca. La comarca fue fundamentalmente villista porque de su seno, de un pueblo llamado Temapache, Veracruz, surgió el caudillo que convocó al levantamiento a tantos jóvenes: el general Manuel Peláez. Tiempo después surgió el triste contubernio entre éste y las empresas petroleras extranjeras. Así, mientras éstas apoyaban a los pelaicistas, Peláez las protegía contra la incursión de otros bandos revolucionarios. Por eso fue villista la huasteca; porque a Peláez lo respaldaron los petroleros, y éste decidió secundar al Centauro del Norte.

Del poblado de Tantoyuca, casi todos los hombres se lanzaron a la bola revolucionaria: los que no tenían nada, para ver qué encontraban, y los que tenían, para tratar de defender sus propiedades y pertenencias. Varios tíos por el lado de la familia Ostos se involucraron en el movimiento para salvar sus haciendas. En general, el intento fue infructuoso. Fue un tiempo en que casi no hubo caballada ni ganado que se salvara del saqueo. Lo mismo ocurrió con las mujeres hermosas: los jefes revolucionarios las mandaban sacar de sus casas por la fuerza. Y así se las llevaban…

Mariano Borbolla, pariente de los Martínez Ostos, a quien le confiscaron su hacienda, Tlacolula, con 4000 cabezas de ganado, decidió sumarse a las huestes de Peláez. Participó en varias escaramuzas revolucionarias y por San Luis Potosí resultó herido de un balazo. Murió ahí mismo al poco tiempo, víctima de gangrena.

Aparte de los peligros que lo amenazaban en lo personal, en la situación de saqueo que se vivió, las condiciones se volvieron muy precarias para que un doctor pudiese prestar sus servicios con eficacia. En los escritos de Alicia Martínez Ostos podemos leer que durante los años del conflicto los diversos bandos revolucionarios (en su capacidad para el vandalismo, no se diferenciaron mayormente) habían saqueado todos los comercios del pueblo, se apropiaron de los caballos, robaron el ganado de las fincas y confiscaron las medicinas de la botica del doctor Martínez.⁹ Ni siquiera recibo le habían dejado. De manera que en ese periodo las perspectivas fueron sombrías desde cualquier ángulo del que se les mirara.

Cuando se acercó a Tantoyuca el jefe carrancista Agustín Melgoza, muchas familias salieron huyendo de la ciudad por temor a las represalias. Claramente había mandado anunciar Melgoza que no perdonaría a quienes habían apoyado a los villistas. Finalmente, no lo hizo. Más tarde, fue capturado otro revolucionario oriundo del terruño, Alfonso Barra, que estaba sentenciado a muerte. Un grupo de damas de la ciudad se acercó al general Querol para pedir misericordia y su indulto. Ese general a cargo de la plaza las recibió con toda cortesía, las escuchó y se disculpó… El condenado fue fusilado al día siguiente.¹⁰ Se entiende, entonces, por qué el doctor Martínez decidió abandonar el terruño y refugiarse en los Estados Unidos.

La huida, como ya se ha insinuado, fue azarosa, peligrosa y también trágica. De qué manera logró la familia en escapada llegar a Tuxpan, es algo que no se sabe. Posteriormente, en navegación precaria por la Laguna del Chairel, al oeste de Tampico, les sorprendió un temporal furioso en medio del cual se empezó a quebrantar la salud del pequeño Gastón. Ni la protección de la madre ni los cuidados del padre doctor pudieron salvarlo. Murió pocos días después cerca de Monterrey, en Salinas Hidalgo, Nuevo León.

De Monterrey la familia prosiguió, tal vez a salto de mata, en camino hacia los Estados Unidos; el destino era San Antonio, Texas. Únicamente quienes han sufrido esa traumática experiencia conocen el dolor que produce el exilio. Lo experimentaron el doctor Federico Martínez y su familia —la esposa y sus pequeños hijos— hacia el año de 1914. No se trataba tan sólo de que se quedaran en el desamparo su casa, bienes, negocios, libros y pertenencias, sino la sensación de intenso desarraigo. El impacto puede ser aun mayor si se padecen estrecheces y problemas económicos, pero ninguna abundancia es capaz de llenar a plenitud el vacío del alma. Éste se produce por la nostalgia del hogar lejano y por el recuerdo de los seres queridos dejados atrás —amigos, parientes, paisanos—. Causa de un pesar especial para el doctor Martínez fue pensar en el vandalismo y los destrozos a que estaría expuesto su rancho ganadero, a merced de los vaivenes de la Revolución.

Con todo, la exiliada familia Martínez Ostos no la pasó tan mal en San Antonio, del otro lado de la frontera. Para empezar, quien era su cabeza decidió con gran empuje presentar los exámenes estatales para poder ejercer la medicina en el estado de Texas; los aprobó y se convirtió en un practicante bastante conocido y respetado en la ciudad. Su hijo Raúl se matriculó en la escuela primaria y adquirió al poco tiempo los fundamentos del inglés. Quizá ésta haya sido una base para que años después se expresara en ese idioma con fluidez en el desempeño de encomiendas importantes como funcionario del gobierno mexicano.

La fase armada de la Revolución concluyó después de algunos años de violencias intensas y de mucha matazón. Fue quizás hacia los años de 1917 o 1918 cuando el doctor Martínez decidió en el lejano San Antonio volver a Tantoyuca a reiniciar la vida que habían dejado interrumpida. El regreso fue aún más deseado para su esposa, doña Josefa, no sólo avecindada en la localidad sino oriunda de ella y donde vivía la mayoría de sus parientes y amigos.

Ya de regreso, una de las prioridades en los afanes del doctor Martínez fue recuperar su rancho ganadero y ponerlo nuevamente en funcionamiento. Lo logró con gran esfuerzo y dedicación e invirtiendo en dicha propiedad rural todos los excedentes que pudiera generar tanto de su práctica médica como del usufructo de la botica.

Se inició así en la población de Tantoyuca una nueva etapa en la vida de la familia Martínez. El retorno fue particularmente propicio para la maternidad y la llegada de nuevos hijos. Fue la época en la que doña Josefa dio a luz al resto de la descendencia familiar: María Cristina, quien años más tarde contraería nupcias con el arquitecto Jorge Martín Cadena; René, también arquitecto y casado con Gloria Cumming; Ernesto, contador público, casado con Gabriela Sada, y Laura Elena, aguerrida economista de ideas avanzadas que casó con su colega, aún más radical, Armando Servín. De todos ellos sobreviven por fortuna Ernesto y René.

¿Cómo debe haber transcurrido la infancia de Raúl, el hijo mayor de aquella familia, en Tantoyuca? Sus hermanos que le sobreviven apenas lo recuerdan en esa época y se entiende: les llevaba en edad ocho y 10 años, respectivamente. Una eternidad cuando se cursa la primaria o se está por concluir el ciclo secundario. Teniendo en consideración al adulto que fue posteriormente, suponen que se trató de un buen alumno a la vez que de un joven inteligente, ordenado y poco conflictivo. Su hermano René rememora que:

cuando éramos niños, los fines de semana o en vacaciones mi padre nos llevaba al rancho y ahí montábamos a caballo, hacíamos excursiones y nos metíamos al río a nadar […] Sin embargo, la relación de Raúl con nosotros, aunque cordial, era un tanto remota por las diferencias de edad. Yo estaba con él, pero la convivencia era muy superficial […] casi no había plática íntima.¹¹

Asimismo, ese periodo vital tampoco debió ser muy prolongado. Mediaron realmente pocos años —tres a lo más— entre el momento en que la familia regresó de San Antonio, Texas, y el primogénito Raúl partió con destino a Monterrey después de concluir la primaria. Es decir, Tantoyuca como una estación de paso en el tránsito entre el exilio estadunidense y la partida hacia Nuevo León, también con rumbo al noroeste.

En sus años de expansión, Tantoyuca llegó a tener un muy buen sistema educativo. Fue durante la época del Porfiriato, siendo líder político de la zona Efrén Reyna, de quien ya se ha hablado, cuando prosperó mucho la escuela Leona Vicario para niñas. Era un tiempo en que todavía ni se discurría la posibilidad de que hubiese escuelas mixtas. La escuela para varones era la Bernardo Couto, donde estudiaron los hijos de la familia Martínez Ostos: René, Ernesto y desde luego el primogénito Raúl. No hay duda que de haber continuado el impulso progresista que tuvo Tantoyuca a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y hasta estallar la Revolución, sus centros docentes habrían ampliado su cobertura para cubrir los ciclos posteriores a la educación primaria. Sin embargo, ese venturoso momento, de haber llegado, no alcanzó a los Martínez Ostos. Los hijos varones terminaron la primaria en la escuela Bernardo Couto y de ahí emprendieron el periplo con rumbo a Monterrey para continuar sus estudios en la capital de Nuevo León. El primero en emprender la partida fue por supuesto Raúl, pero le siguieron tiempo después, cada cual en su momento, Alicia, Graciela, René y Laura Elena.

La fórmula había resultado exitosa. Raúl se fue a vivir a casa de sus abuelos paternos cerca de Monterrey y se matriculó en escuelas de gobierno en las que estudió la secundaria y la preparatoria, que en ese tiempo era bachillerato conjunto. La vida debió serle grata en aquel periodo: siempre recordó con afecto al Colegio Civil, pero en particular a sus abuelos paternos, quienes dejaron en él una huella imborrable.

El abuelo paterno fue un hombre muy trabajador, entusiasta y tremendamente longevo. Vivió casado 64 años y, como se ha dicho, sobrevivió a su mujer por varias décadas. Teniendo más de 90 años de edad todavía partía todas las mañanas a caballo hacia el rancho para supervisar su funcionamiento. En una de esas travesías cayó de la cabalgadura y se fracturó, probablemente la clavícula o un brazo. Pero la experiencia no lo amilanó. La fractura soldó y continuó con su rutina de ranchero tempranero y laborioso. Murió a los 94 años de edad. Además, viviendo en Monterrey Raúl Martínez Ostos también quedó marcado por la influencia de su tío, Nicolás Martínez, quien manejó por muchos años y con bastante éxito una tienda en que se vendían artículos importados de alta calidad. Un agricultor y un importador de telas y comerciante que dejaron en él una impronta perenne. Años después, sus hermanos menores René y Ernesto seguirían esa misma senda.

También las hijas del matrimonio transitaron por un camino parecido. Alicia, Graciela y María Cristina vivieron en Monterrey con los abuelos paternos, aunque ellas no asistieron a escuelas oficiales. Como correspondía a su estirpe y a sus antecedentes, fueron inscritas en el Instituto del Verbo Encarnado manejado por religiosas católicas. Tratándose del centro educativo preferido de muchas de las familias ilustres de Monterrey, en esa escuela tuvieron la oportunidad de convivir y codearse con las descendientes de la crema y nata de la sociedad regiomontana. Con todo, ninguna de ellas se casó con un regiomontano. El marido de Graciela, por ejemplo, el militar Leopoldo Ortiz Sevilla, fue oriundo de La Piedad, Michoacán.

La vocación suele ser muy preclara en algunas personas. A pesar de ser el hijo primogénito de un médico y de su vinculación con la ganadería a través de los ranchos de su padre y de otros parientes cercanos por el lado materno, Raúl Martínez Ostos no se sintió llamado por los cantos de ninguna de esas dos sirenas. Ni se sintió atraído por el cloroformo, el bisturí y la bata blanca, como tampoco por el ambiente bucólico y los aires del campo. Ni la cura, ni la ordeña o la crianza, pues. Y para el caso, tampoco ninguno de sus hermanos. Por los escritos de su hermana Alicia sabemos de la escasa inclinación que mostró por la medicina:

Raúl era un niño muy sensible; cuando iban heridos al consultorio de mi padre no soportaba ver las curaciones y se alejaba para no oír los lamentos […] Pero su atención se mantenía alerta a todo eso que estaba ocurriendo en nuestra patria y su curiosidad no tenía límites.¹²

Al terminar el ciclo de preparatoria o quizá desde antes, el joven estudiante decidió que quería llegar a ser abogado. Seguramente en esta decisión pesaron algunas razones e influencias que se han perdido para la posteridad. Raúl era inquieto e inteligente y en el conocido Colegio Civil de Monterrey debió haber estado expuesto a muchas influencias. En primera instancia debieron gravitar sus condiscípulos, todos confrontados con la trascendental decisión de elegir un futuro profesional. Y a esta circunstancia debe agregarse la actitud de los profesores, los cuales sin contar con conocimientos sobre la orientación vocacional moderna debieron tener algún interés en el desenvolvimiento futuro de sus discípulos. Por último, pudo haber habido otros factores: la lectura de uno de los muchos folletos que suelen circular sobre el tema, algo que el joven Raúl escuchó inadvertidamente, el consejo de un familiar, la prédica de algunos de sus compañeros o su interés por las actividades desarrolladas por su abuelo materno, el abogado. Esta última influencia debió ser de gran importancia. Entre aquel abuelo filantrópico e inquieto y su nieto primogénito surgió —se sabe de buenas fuentes— una afinidad muy especial impregnada de afecto. De hecho, de la inspiración de ese nieto brotó el sobrenombre de Bolito, con el que se le llamó cariñosamente a ese abuelo de ese momento en adelante. Bolito dejó en nuestro biografiado un legado permanente de actitudes y convicciones. Entre ellas, su inclinación por el altruismo, la sensibilidad por el dolor de los más desprotegidos, una inclinación hacia las leyes y el derecho.

Hay que recordar que en ese tiempo —hablamos apenas de la década de los veinte, poco después de la Revolución— el abanico de las opciones profesionales abierto a un aspirante universitario era bastante más estrecho que en la actualidad. Muchas de las carreras modernas —como economía, administración de empresas, comunicaciones o diseño industrial— aún no se creaban. Asimismo, en esa época la carrera de leyes y la Facultad de Jurisprudencia en la Universidad Nacional gozaban de mucho reconocimiento.

El prestigio de los jurisconsultos ha sido un asunto muy antiguo en este país. Sin necesidad de remontarnos a la Colonia o a principios del México independiente, algunos abogados identificados con el derrocado Porfiriato convocan respeto aún en la actualidad: Limantour, Macedo, Casasús o el reconocido Justo Sierra. En ese orden de la Revolución y de su periodo inmediato posterior sobresalen figuras tan notables como Luis Cabrera o José Vasconcelos. Por último, a oídos del estudiante Raúl Martínez Ostos debió haber llegado también noticia de la nueva hornada de jóvenes sabios que habían colaborado con los primeros gobiernos revolucionarios, como Manuel Gómez Morin, Miguel Palacios Macedo o Daniel Cosío Villegas.

Raúl Martínez Ostos, ya se ha visto, declinó la posibilidad de seguir la profesión paterna. Sin embargo, ello no quiere decir que no haya recibido de su padre un legado muy sólido que quedó marcado, no en su especialidad profesional, sino en otro sentido más profundo: en su actitud frente a la vida y en su referencia personal respecto al resto de la sociedad.

Como muchos de los médicos de antaño, el doctor Federico Martínez llevó la práctica de la medicina a extremos de cruzada y de apostolado. En innumerables casos atendió a sus pacientes aun a riesgo de la salud propia y hasta de la integridad personal. Los casos por excelencia se reflejaron en su desempeño frente a dos calamidades endémicas en su tiempo en la Huasteca veracruzana: la tuberculosis y el paludismo.

El norte del estado de Veracruz es zona de vegetación exuberante, clima tórrido y precipitación pluvial muy intensa; las condiciones ideales para la reproducción y supervivencia del insecto que transmite e inocula el bacilo de esa enfermedad depredadora. El doctor Martínez nunca llegó a temer por los peligros de contagio que corría su salud, pero sí por la de sus descendientes. Su hija Alicia, por ejemplo, fue enviada desde muy pequeña a vivir a la ciudad de México para alejarla del implacable paludismo que azotaba esas tierras. Es tan sólo el quebranto de la salud de su madre lo que la obliga a regresar a Tantoyuca y asumir, en su calidad de hermana mayor, múltiples responsabilidades domésticas.¹³

Quizá la lucha contra la tuberculosis, enemigo constante de la gente de la Huasteca (veracruzana), haya tenido aún mayores rasgos de odisea:

los médicos de la población, a pesar de los poquísimos medios de que disponían, llegaron a curar a esta clase de enfermos en los primeros periodos del mal con la condición de contar con la voluntad del enfermo para seguir su prescripción: reposo absoluto, por un tiempo variable, porque se debía tener en cuenta el avance de la peste blanca en cada paciente en particular. Indicada la sobrealimentación y un cuarto siempre ventilado, todo ello era indispensable. Por esto nunca estuve de acuerdo con el régimen seguido por ese sanatorio de tuberculosis que Thomas Mann describe en su famosa novela La montaña

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