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Liderazgo: En tiempos turbulentos
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Libro electrónico836 páginas13 horas

Liderazgo: En tiempos turbulentos

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¿Los líderes nacen o se hacen? ¿De dónde viene la ambición? ¿Cómo afecta la adversidad al crecimiento del liderazgo? ¿El líder hace a los tiempos o los tiempos hacen al líder? 

En Liderazgo: en tiempos turbulentos, Goodwin recurre a los cuatro presidentes que ha estudiado más de cerca –Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt, Franklin D. Roosevelt y Lyndon B. Johnson (en derechos civiles)–, para mostrar cómo reconocieron las cualidades de liderazgo dentro de sí mismos y fueron reconocidos como líderes por parte de otros. Al recordar sus primeros pasos en la vida pública, los encontramos en un momento en que sus caminos estaban llenos de confusión, temor y esperanza a la vez.

Liderazgo: en tiempos turbulentos, cuenta la historia de cómo todos ellos chocaron con drásticos cambios que interrumpieron sus vidas y amenazaron con destruir sus ambiciones para siempre. Sin embargo, todos emergieron preparados para enfrentar las situaciones y dilemas de sus tiempos.

Ningún patrón común describe la trayectoria del liderazgo. Aunque se distinguieron por sus orígenes, habilidades y temperamento, estos hombres compartían una ambición feroz y una resiliencia profunda que les permitía superar dificultades inusuales. En su mejor momento, los cuatro fueron guiados por un sentido de propósito moral. En momentos de gran desafío, pudieron utilizar sus talentos para engrandecer las oportunidades y las vidas de los demás.

IdiomaEspañol
EditorialThomas Nelson
Fecha de lanzamiento22 oct 2019
ISBN9781404111271
Autor

Doris Kearns Goodwin

Doris Kearns Goodwin is a world-renowned presidential historian and author. She has written six critically acclaimed, New York Times–bestselling books, the most recent of which is The Bully Pulpit: Theodore Roosevelt, William Howard Taft, and the Golden Age of Journalism. Steven Spielberg’s DreamWorks Studios has acquired the film rights to the book. Goodwin previously worked with Spielberg on the film Lincoln, based in part on her award-winning Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln, for which Daniel Day-Lewis received an Academy Award for his portrayal of Lincoln. Goodwin earned the Pulitzer Prize in history for No Ordinary Time: Franklin and Eleanor Roosevelt: The Home Front in World War II. She also authored Wait Till Next Year, Lyndon Johnson and the American Dream, and The Fitzgeralds and the Kennedys, which was adapted into an award-winning TV miniseries. She is well known for her commentary and interviews on television and in documentaries, including Ken Burns’s Baseball and The Civil War. Goodwin served as an aide to President Lyndon Johnson in his last year in office and later assisted him in the preparation of his memoirs. She lives in Massachusetts with her husband, Richard N. Goodwin.

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    Liderazgo - Doris Kearns Goodwin

    OTROS LIBROS ESCRITOS POR DORIS KEARNS GOODWIN

    The Bully Pulpit: Theodore Roosevelt, William Howard Taft, and the Golden Age of Journalism

    [El púlpito soberbio: Theodore Roosevelt, William Howard Taft y la era de oro del periodismo]

    Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln

    [Equipo de rivales: El genio político de Abraham Lincoln]

    Wait Till Next Year: A Memoir

    [Espera hasta el próximo año: una autobiografía]

    No Ordinary Time: Franklin and Eleanor Roosevelt: The Home Front in World War II

    [Una época nada ordinaria: Franklin y Eleanor Roosevelt: La retaguardia en la Segunda Guerra Mundial]

    The Fitzgeralds and the Kennedys

    [Los Fitzgerald y los Kennedy]

    Lyndon Johnson and the American Dream

    [Lyndon Johnson y el sueño americano]

    © 2019 por Grupo Nelson

    Publicado en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América.

    Grupo Nelson es una marca registrada de Thomas Nelson.

    www.gruponelson.com

    Título en inglés: Leadership In Turbulent Times

    © 2018 por Blithedale Productions, Inc.

    Publicado por Simon & Schuster

    Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro podrá ser reproducida, almacenada en ningún sistema de recuperación, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —mecánicos, fotocopias, grabación u otro—, excepto por citas breves en revistas impresas, sin la autorización previa por escrito de la editorial.

    Editora en Jefe: Graciela Lelli

    Traducción, edición y adaptación del diseño al español: Grupo Scribere

    ISBN: 978-1-40411-129-5

    Edición Epub Septiembre 2019 9781404111271

    Impreso en Estados Unidos de América

    19 20 21 22 LSC 9 8 7 6 5 4 3 2 1

    Information about External Hyperlinks in this ebook

    Please note that the endnotes in this ebook may contain hyperlinks to external websites as part of bibliographic citations. These hyperlinks have not been activated by the publisher, who cannot verify the accuracy of these links beyond the date of publication

    Para mi esposo, Richard Goodwin,

    y para un gran hombre y nuestro amigo más cercano,

    Michael Rothschild.

    CONTENIDO

    Prólogo

    I

    LA AMBICIÓN Y EL RECONOCIMIENTO DEL LIDERAZGO

    UNO: Abraham: Se dice que todo hombre tiene su peculiar ambición

    DOS: Theodore: Me elevé como un cohete

    TRES: Franklin: No, llámeme Franklin

    CUATRO: Lyndon: Una locomotora humana

    II

    ADVERSIDAD Y CRECIMIENTO

    CINCO: Abraham Lincoln: Debo morir o mejorar

    SEIS: Theodore Roosevelt: La luz se ha ido de mi vida

    SIETE: Franklin Roosevelt: Sobre todo, intenta algo

    OCHO: Lyndon Johnson: El período más infeliz de mi vida

    III

    EL LÍDER Y LOS TIEMPOS: CÓMO LIDERARON

    NUEVE: Liderazgo transformacional: Abraham Lincoln y la Proclama de Emancipación

    DIEZ: Gestión de crisis: Theodore Roosevelt y la huelga del carbón

    ONCE: Liderazgo de cambio: Franklin Roosevelt y los cien días

    DOCE: Liderazgo visionario: Lyndon Johnson y los derechos civiles

    Epílogo: De la muerte y el recuerdo

    Agradecimientos

    Bibliografía

    Libros empresariales sobre destrezas de liderazgo

    Abreviaturas utilizadas en Notas

    Notas

    Créditos de ilustraciones

    Índice

    PRÓLOGO

    Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt, Franklin Roosevelt y Lyndon Johnson: las vidas y las épocas de estas personalidades me han atareado por medio siglo. He pensado en ellos al rayar el alba y me he ido a la cama meditando sobre estos personajes. Me he sumergido en colecciones de manuscritos, diarios íntimos, cartas, relatos, memorias, archivos y periódicos. He buscado detalles esclarecedores que, en conjunto, me proporcionen una mejor comprensión de sus personas: familias, amigos, colegas y mundos en que vivían.

    Después de escribir cuatro volúmenes extensos sobre estos hombres creí conocerlos bien, pero hace casi cinco años empecé el presente estudio del liderazgo y, en la medida en que los observaba a través de esa exclusiva arista, sentí como si volviera a encontrarme con ellos.

    ¡Los redescubrí! Este difícil tema llegó a ser mi total centro de atención y había muchísimo que aprender. Me volqué a la lectura de obras filosóficas, literarias, de negocios, de ciencias políticas, de estudios comparativos, de historia y de biografías. De repente y sin esperarlo, estaba inmersa en un tipo de narración más estrecha y emocional. Volví a esas preguntas básicas que no había expresado abiertamente desde mis días de universidad y posgrado. ¿Nuestros líderes nacen o se hacen? ¿De dónde viene la ambición? ¿Cómo afecta la adversidad el crecimiento del liderazgo? ¿Los tiempos forjan al líder o el líder forja los tiempos? ¿De qué manera ellos le dan un sentido de propósito y significado a la vida de las masas? ¿En qué difieren el poder, el título y el liderazgo? ¿Es posible este último sin un propósito mayor que la ambición personal?

    Con cariño, echo de menos los largos y acalorados debates con mis compañeros universitarios. Sin dudas, el fervor superaba nuestros conocimientos. ¡Discutíamos madrugadas enteras sobre tales interrogantes! Pero, reconozco que hubo algo de acertado en esas discusiones y es que aumentaron el compromiso personal, hicieron que nuestro idealismo tuviera frutos, y nos retaron a preguntarnos el tipo de existencia que deseábamos. Ahora entiendo que aquellas charlas me encaminaron hacia mi vocación de historiadora.

    En la primera parte vemos a los cuatro hombres al hacer su entrada en la vida pública. En sus veinte, cuando empezaron a formar sus identidades ante las masas, no poseían ni un rasgo de los sobrios e icónicos rostros tan comunes que impregnan la cultura, las monedas y los monumentos de Norteamérica. Sus pasos fueron inseguros; sus historias desbordan de confusiones, esperanzas, fracasos y zozobras. En las huellas de sus andadas vemos los errores cometidos; inexperiencia, arrogancia, falta de precaución, fallos y egoísmo, pero también, sus esfuerzos por reconocerlos, por disimularlos, por superarlos. ¡Sus batallas no son tan distintas de las nuestras!

    Cada uno recorrió su propia senda hasta el pináculo del liderazgo político. Theodore Roosevelt y Franklin Roosevelt nacieron para gozar de privilegios y riquezas. Abraham Lincoln soportó implacables estrecheces y penurias. Lyndon Johnson, por su parte, experimentó más bien altibajos. Se diferenciaron con creces en temperamento, apariencia y habilidades físicas. Fueron dotados de una gama de cualidades divergentes, a menudo atribuidas al liderazgo: inteligencia, empeño, empatía, dones de oratoria, de escritura y capacidades para el trato con las personas. Los unía, eso sí, una feroz ambición, un desmesurado anhelo de triunfo. Perseveraron, trabajaron, lo dieron todo, y llegaron a la jefatura perfeccionando y desarrollando las cualidades que poseían.

    Fueron reconocidos como líderes años antes de alcanzar la presidencia. Y cual piedras que han de ser bruñidas, los cuatro llegaron a resplandecer al codearse con una gran variedad de individuos. Habían encontrado su vocación en la política. Al escribir sobre la formación de la identidad, algo de por sí misterioso, el filósofo estadounidense, William James, expresó: «Muchas veces he pensado que la mejor manera de definir el carácter de un hombre sería buscar aquel estado de ánimo mental o moral con el cual, cuando lo experimenta, se siente más profunda e intensamente activo y vivo. En tales momentos, oye una voz interior que le dice: Este es mi verdadero yo».¹

    La segunda parte abarca las derrotas dramáticas que destrozaron la vida privada y pública de estas cuatro figuras. Se encontraban en diferentes etapas de la vida cuando tuvieron que lidiar con acontecimientos que rompieron sus propios egos y que amenazaron con arrasar sus perspectivas. Las desventuras que cada uno enfrentó fueron únicas: Abraham Lincoln sufrió tal golpe a su reputación y a su sentido personal del honor que cayó en un abatimiento casi suicida; Theodore Roosevelt perdió a su joven esposa y su madre el mismo día; la poliomielitis atacó a Franklin Roosevelt y quedó paralizado de la cintura para abajo; Lyndon Johnson perdió una elección para el Senado de Estados Unidos. Quizás comparar un fracaso electoral con los trágicos reveses que sufrieron los demás parecería ridículo a primera vista. Sin embargo, el último interpretaba el repudio de las masas como un juicio y a la vez un rechazo a lo más recóndito de su ser. Por un buen tiempo, la derrota electoral cambió de forma negativa la dirección de su carrera hasta que un ataque cardíaco masivo y la proximidad de la muerte replantearon su existencia.

    Los estudiosos que han analizado el desarrollo de los líderes han situado la resiliencia, esa capacidad de mantener la ambición ante el revés, como el centro del crecimiento potencial del liderazgo. Más importante que las adversidades fueron las maneras en que respondieron a ellas; cómo se las arreglaron para ponerse en pie; cómo tales momentos contundentes, primero detuvieron, luego reorganizaron y al final, de forma decisiva, moldearon su madera de líder.

    La tercera parte presentará a los cuatro hombres en la Casa Blanca. Allí, en su mejor forma, cuando guiados por un sentido de propósito ético, fueron capaces de canalizar sus ambiciones y reunir sus talentos para ampliar las oportunidades y vidas de los demás. Las historias de su liderazgo despertarán nuevamente el enigma: ¿los tiempos forjan al líder o el líder forja los tiempos?

    Theodore Roosevelt reflexionaba: «Sin guerras, no habrá grandes generales; sin contingencias no habrá grandes estadistas. Si Lincoln hubiera vivido en tiempos de paz, nadie conocería hoy su nombre».² Las polémicas ideas de Roosevelt hacen eco de opiniones ya expresadas en la aurora de nuestra nación. Abigail Adams le sugirió a su hijo John Quincy Adams en una misiva durante la revolución estadounidense: «No es en la calma de la vida o en el reposo de una etapa armónica que se forman los grandes personajes. Los hábitos de un pensamiento vigoroso surgen en plena lid con la adversidad. Grandes necesidades exigen grandes virtudes».³

    Los cuatro líderes presentados en este libro contrarrestaron «grandes necesidades». Todos tomaron posesión en períodos de incertidumbre y desconcierto extremos. Abraham Lincoln arribó a la presidencia en el momento de más grave resquebrajamiento en la historia norteamericana. Franklin Roosevelt halló una evidente crisis de confianza en la supervivencia económica de nuestro país y en la viabilidad de la democracia misma.

    Aunque ni Theodore Roosevelt ni Lyndon Johnson enfrentaron una emergencia nacional en el rango de secesión o de devastadora depresión económica, ambos asumieron el cargo como resultado de un asesinato, una ruptura violenta del modo de sucesión democrático cuando los temblores sísmicos habían comenzado a sacudir el orden social.

    Si bien el contexto influye bastante en la ocasión para el liderazgo, este debe estar listo cuando dicha oportunidad se presente. Algunas de las habilidades de un líder, fortalezas y estilo pueden ser adecuadas para sus épocas; mientras que las de otro no serlo. El presidente James Buchanan era incapaz de dar una respuesta sólida a la progresiva crisis por causa de la esclavitud que enfrentaría Abraham Lincoln. El mandatario William McKinley se encontró con la misma generación tumultuosa que Theodore Roosevelt, pero no pudo captar los peligros ocultos de la Revolución Industrial. La mentalidad conservadora de Herbert Hoover no podía manejar la Depresión, cada vez más profunda, con la fresca creatividad experimental de un Franklin Roosevelt. El presidente John Kennedy carecía de la inigualable habilidad legislativa y el enfoque que Lyndon Johnson aportó al tema central de la época: los derechos civiles.

    «Rara vez un hombre estuvo tan preparado para las circunstancias»,⁴ observó el filósofo Ralph Waldo Emerson al elogiar a Abraham Lincoln en la Primera Iglesia Parroquial de Concord, Massachusetts. Difícilmente podríamos imaginarnos un líder que nos hubiera guiado mejor durante los días más oscuros de la Guerra civil, uno misericordioso e implacable, confiado y humilde, paciente y constante, capaz de mediar entre facciones, sostener nuestros espíritus y traducir el significado de la lucha en palabras de incomparable fuerza, claridad y belleza. Sin embargo, una declaración semejante podría hacerse de Theodore Roosevelt, cuya energía combativa estaba bien adaptada para la tarea de movilizar al país y a la prensa frente a los voraces monopolios y las injusticias de la era industrial.

    Lo mismo pudiéramos decir de Franklin Roosevelt, cuya seguridad y contagioso optimismo devolvió las ilusiones y ganó la confianza del pueblo estadounidense en medio de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial; o de Lyndon Johnson, cuyas raíces del sur y genialidad legislativa lo hicieron idóneo para la titánica lucha por los derechos civiles que alteró la faz de la nación.

    Cuatro estudios de caso revelarán las diferencias de estos hombres a la hora de actuar en medio de sucesos definitorios de sus épocas y mandatos. Estos cuatro ejemplos muestran cómo su liderazgo se ajusta al momento histórico como una llave encaja en una cerradura. Ninguna llave es exactamente igual; cada hoja tiene un juego diferente de muescas. Si bien no existe una sola llave maestra del liderazgo, ni una cerradura única de circunstancias específicas, podemos detectar cierta semejanza común en los atributos de liderazgo cuando observamos la formación de dicha capacidad dentro de su contexto histórico.

    Sin dudas, los tres primeros líderes que aquí se estudian: Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt y Franklin Roosevelt, se encuentran entre nuestros mejores presidentes. Por encima de decisiones y juicios erróneos, a todos se les ha otorgado un lugar estable y honorable en la memoria común.

    El caso de Lyndon Johnson es más problemático. He luchado con su sitio en la historia desde los días en que trabajé con él en la Casa Blanca como una colega presidencial de solo ¡veinticuatro años! Esa asociación con la Casa Blanca casi llega a un final poco ceremonioso justo antes de comenzar. Como otros jóvenes contemporáneos, yo había estado activa en el movimiento contra la guerra de Vietnam. Varios meses antes de mi selección, un colega de estudios de posgrado y yo habíamos escrito un artículo, que enviamos al The New Republic [La Nueva República], solicitando un candidato de terceros partidos para desafiar a Lyndon Johnson en 1968. La revista publicó el artículo días después de que se anunciara que me habían escogido como miembro. Estaba segura de que me sacarían del programa, pero, para mi asombro, el presidente Johnson dijo: «Miren, tráiganla por un año y si no puedo ganármela, ¡nadie más puede!». Me quedé después de la beca y cuando su mandato terminó lo acompañé al rancho de Texas para ayudarlo con sus memorias.

    Aunque la conducta de Johnson durante la guerra continuará manchando su legado, el paso de los años corroboró sin dudas que su liderazgo en derechos civiles y su visión doméstica en la Gran Sociedad resistirán la prueba del tiempo.

    Lyndon Johnson entró al Congreso como un protegido de Franklin Roosevelt. Desde su escritorio en la Oficina Oval, Johnson miró directamente una pintura de su «papá político» cuya agenda doméstica en el New Deal [Nuevo Trato] intentó superar con su propia Gran Sociedad. De joven, Franklin Roosevelt había soñado con su carrera política ideal, modelada a partir de la de Theodore Roosevelt. Desde la infancia, el héroe de Theodore Roosevelt fue Abraham Lincoln, cuya paciente resolución y negativa de venganza abrió un camino que él buscó seguir toda su vida. Y para Abraham Lincoln, fue George Washington su más cercana referencia, a quien invocó cuando dejaba su hogar en 1861. De él obtuvo fuerzas al salir de Illinois para enfrentar una tarea «mayor que la que descansó sobre Washington».⁵ Si George Washington fue el padre de su país, luego por afiliación y afinidad, Abraham Lincoln fue su prodigioso hijo. Estos cuatro hombres forman un árbol genealógico, un linaje de caudillos que abarca la totalidad de la historia de nuestra patria.

    Espero que estos relatos de liderazgo en tiempos de quiebra y ansiedad resulten educativos y tranquilizantes. Dichas personalidades establecen estándares y paradigmas para todos nosotros. Así como cada uno aprendió de su predecesor, igual podemos hacerlo de ellos y obtener una mejor perspectiva de las discrepancias actuales. Porque el liderazgo no existe en el vacío. Es una calle de doble sentido. Con exactitud, y a la vez modestia, Lincoln insistió: «Solo he sido un instrumento, las personas antiesclavistas del país y las del ejército lo han hecho todo».⁶ El movimiento progresista ayudó a allanar el camino para que el «Square Deal» de Theodore Roosevelt, así como el movimiento por los derechos civiles, proporcionaran el combustible para encender el activismo justo y pragmático que estableció la Gran Sociedad. Y nadie se comunicó con la gente y oyó sus voces con mayor claridad que Franklin Roosevelt. Absorbía sus historias, las escuchaba con interés y durante una generación conversó siempre con todos.

    Abraham Lincoln expresó: «Con el sentimiento público, nada puede fallar, sin él, nada puede tener éxito».⁷ Un líder así está inseparablemente relacionado con su pueblo. Semejante liderazgo es un espejo en el que las personas ven su imagen colectiva.

    I

    LA AMBICIÓN Y EL RECONOCIMIENTO DEL LIDERAZGO

    UNO

    ABRAHAM

    Se dice que todo hombre tiene su peculiar ambición

    Lincoln contaba solo con veintitrés años cuando declaró que quería postularse para un escaño en la legislatura estatal de Illinois el 9 de marzo de 1832. El estado fronterizo carecía de una maquinaria de partido que nominara de forma oficial a los candidatos. Quienes deseaban el cargo ponían sus nombres en un panfleto propagandístico y expresaban sus opiniones sobre asuntos locales.

    Lincoln afirmó: «Se dice que cada hombre tiene su peculiar ambición. Yo no tengo ninguna otra tan sublime como la de ser verdaderamente apreciado por mis semejantes, haciéndome a mí mismo digno de su estima. ¿Hasta dónde llegaré en la conquista de mis aspiraciones?, aún está por verse; no soy más que un joven desconocido para la mayoría».¹ Muchos jóvenes emprendedores del siglo xix, veían la política como una senda al progreso individual. Sin embargo, las ambiciones de Abraham, un punto neurálgico en su vida, tuvieron una doble arista desde sus comienzos. No se trataba solo de él, sino, además, de las personas a quienes esperaba dirigir. Quería que los otros lo percibieran como líder. El sentido de comunidad resultaba esencial en el objetivo rector de su vida: el anhelo de hacer algo que le ganara el respeto duradero de sus compatriotas. Así que reclamó la oportunidad de demostrar su valía.

    «Nací en los caminos más humildes de la vida y en ellos he permanecido siempre. Ni los poderosos ni los multitudinarios me han recomendado. Si la buena gente, en su sabiduría, consideran dejarme al margen, no me avergonzaré, estoy bastante familiarizado con las decepciones».² ¿De dónde provenía tal ambición, su «férrea certeza», como la describió un amigo, de que «había nacido para cosas más sublimes, fuera de lo realizable o lo posible?».³ Cuando más tarde le pidieron que explicara sus inicios, Lincoln afirmó que su historia «se resumía en una sola frase: los breves y simples orígenes de los pobres».⁴ Su padre, Thomas, nunca aprendió a leer, y, según su hijo, «nunca fue más allá de estampar chapuceramente su firma».⁵ Atrapado en la pobreza, cultivaba solo lo suficiente para sobrevivir y se mudaba de granja en granja en Kentucky, Indiana e Illinois. En cambio, aunque poco se sabe de la trayectoria de su madre, quienes la conocieron estuvieron de acuerdo en que «superaba a su esposo en todos los sentidos».⁶

    Aseguraban que era «entusiasta, sagaz, inteligente y dotada de una magnífica memoria y de una rápida percepción».⁷ Más tarde Lincoln afirmaba: «Todo lo que soy o espero ser siempre lo obtengo de mi madre».⁸ Cuando Abraham tenía nueve años, Nancy Hanks murió de una dolencia conocida como la enfermedad de la leche,⁹ condición que contrajo de la carne de unas reses que habían comido plantas venenosas. Luego de su entierro, Thomas regresó a Kentucky para buscar una nueva esposa y dejó solos a su joven hijo y a Sarah, su hija de doce años. Quedaron abandonados en lo que Lincoln describió como «una región salvaje»,¹⁰ una pesadilla horrible donde «el grito de la pantera llenaba la noche de terrores y los osos hacían presa de los cerdos».¹¹ Cuando la nueva madrastra de Abraham, Sarah Bush Johnston, regresó con Thomas, vio que los niños vivían como animales «salvajes, harapientos y sucios»,¹² ¿cuál no sería su asombro ante una cabaña sin piso y carente de puertas? Reinaba la pobreza, encontró unos pocos muebles, no había camas y solo harapos para dormir. No perdió tiempo la industriosa mujer, y de los bienes que traía en el vagón, erigió una casa «acogedora y confortable».¹³ Pronto tuvieron piso, colocaron puertas y ventanas, y ella misma vistió a los hijos. No obstante, ¿cómo es posible que Lincoln desarrollara y mantuviera sus aspiraciones visionarias y la creencia de que estaba destinado a cosas más elevadas allí, en las profundidades de la desolación?

    Quizá la respuesta a la temprana conquista de sus ambiciones yace en sus testimonios, en los que reconocía que de pequeño fue dotado de un razonamiento excepcional y una mente clara e inquisitiva. Sus compañeros de aula en la escuela rural ABC, en Kentucky, donde aprendió a leer y a escribir a los siete años, recordaban que asimilaba más rápido y que entendía con más profundidad que los otros. Asistía a clases solo esporádicamente, cuando su padre no requería sus labores en la pobrísima granja. Sin embargo, sobresalía por mucho en todas las asignaturas. Un amigo de la infancia lo describía como «el niño erudito entre nosotros, gente sin letras».¹⁴

    Su biógrafo, David Herbert Donald, apunta: «¿Cuál fue el resultado de sus breves estudios?: la confianza de un hombre que nunca ha conocido su contraparte intelectual».¹⁵ En su mente se fortaleció la posibilidad de que algún día enfrentaría situaciones en las que aprovecharía al máximo sus talentos. En el histórico debate sobre si los atributos de liderazgo son inherentes o se cultivan, la memoria, esa capacidad de la psiquis para almacenar información, por lo general se considera un rasgo innato. Desde sus primeros días en la escuela, los compañeros de Lincoln aludían a su formidable memoria, «la mejor»,¹⁶ la de «más portentosa retentiva»¹⁷ que habían conocido. Un amigo le confesó: «Su intelecto me parece una maravilla. Crea con facilidad impresiones indelebles», pero Abraham le dio la siguiente respuesta: «Se equivoca, lo que asemeja a un don es, en mi caso, el fruto de un talento desarrollado. Soy tardo para aprender y tardo para olvidar. Mi mente es como un pedazo de acero, dura faena es imprimir algo en ella; pero si lo logra, borrarlo le resultará casi imposible».¹⁸

    Su madrastra, quien llegó a amarlo como si fuera su propio hijo, observó su arduo proceso para retener los conocimientos. «Cuando encontraba un pasaje que lo impactaba, si no tenía papel, lo anotaba en tablas y las guardaba hasta que pudiera escribirlo en papel —recordaba—, entonces lo volvía a escribir y lo conservaba en un álbum de recortes; de esa forma lo preservaba».¹⁹ Si bien su cerebro no era ni rápido ni ágil, el joven Lincoln poseía poderes singulares de razonamiento y comprensión, una curiosidad insaciable, y una feroz, casi irresistible, urgencia por entender el significado de lo que escuchaba, leía o le enseñaban.

    Lincoln luego admitiría: «De pequeño solía irritarme cuando alguien me decía algo que me resultaba incomprensible; ciertamente era eso lo único que me hacía enojar en esta vida». Declaraba: «Si ando a la caza de una idea, no puedo dormir hasta que la atrapo; pero aun así no duermo, no pego un ojo hasta que llego a dominarla de norte a sur y de este a oeste».²⁰ Desde sus inicios, reveló un atributo necesario para el éxito en cualquier esfera: la motivación y la fuerza de voluntad para el cultivo al máximo de cada talento que poseía. Su amigo de la infancia, Nathaniel Grigsby, expresó: «Sus metas y voluntades nos superaban; mientras nosotros jugábamos,²¹ él estaba inmerso en sus libros. Cielos, en cuanto aprendió a escribir las letras del abecedario, se puso eufórico. Formó palabras y oraciones dondequiera que podía hacerlo. Las trazó en carbón, las estampó en el polvo, en la arena, en la nieve. En cualquier lugar, y en cada rincón dibujaba líneas».²² Pronto se convirtió en «el mejor calígrafo del barrio».²³

    Compartía a toda hora los conocimientos con sus compañeros y pronto lo eligieron como su «guía y líder».²⁴ Una amiga recordó su «martirio» al tratar de explicarle con paciencia «el movimiento de los cuerpos celestes», diciéndole que la luna no se hundía como ella pensaba, sino que la tierra al girar provocaba tal impresión.²⁵ «En cuanto hacía su entrada —precisó otro colega—, los chicos se agolpaban a su alrededor, querían escucharlo hablar».²⁶ Entonces, con amabilidad, bromas, ingenio y sabiduría, explicaba «cuestiones difíciles para nuestro entendimiento» mediante historias, proverbios, moralejas y figuras. Casi siempre basaba su lección o idea en algún relato sencillo y familiar. De este modo, podíamos advertir al instante la fuerza y la importancia de lo que expresaba. Supo tempranamente que los ejemplos concretos y las narraciones eran el mejor vehículo de la enseñanza. A partir de la observación había ejercitado su increíble talento narrativo. Aunque su padre, Thomas Lincoln, era analfabeto, poseía ingenio, aptitudes histriónicas y una singular retentiva para las historias extravagantes. Noche tras noche intercambiaba cuentos con los granjeros, carpinteros y vendedores ambulantes mientras recorrían el antiguo Cumberland Trail [Sendero de Cumberland].

    El joven Lincoln permanecía entusiasmado en un rincón. Tras oír las charlas de los adultos hasta entrada la noche, pasaba «mucho tiempo caminando de un lado a otro»27 ansioso por descubrir el significado oculto en las conversaciones. Al día siguiente buena parte de sus objetivos era entretener a sus colegas con una versión simplificada y bullanguera del vetusto universo de los mayores.

    Le encantaba sentarse en el tronco de algún árbol derribado y recibir allí la tan apreciada atención de su joven audiencia. En poco tiempo se hizo de un amplio repertorio de historias y pulió sus habilidades narrativas. Un familiar relata: «A los diez años aprendió a imitar el estilo y el tono de los predicadores bautistas itinerantes que de vez en cuando aparecían por la zona».²⁸ Para el deleite de sus condiscípulos reproducía los rugientes sermones casi palabra por palabra, y enfatizaba la emoción con gestos de cabeza y manos. En la medida que creció buscó enriquecer sus narraciones; caminaba veinticinco kilómetros hasta el juzgado más cercano. ²⁹ Absorbía los términos de la audiencia, las disputas de convenios y pugnas de voluntades; luego regresaba y hacía un recuento de los casos con todo lujo de detalles.

    Con frecuencia, sus relatos tenían un tema central, una moraleja, como en las Fábulas de Esopo, uno de sus libros favoritos, pero a veces eran cuentos divertidos que había escuchado, y que retomaba para contarlos más animadamente. Cuando empezaba a hablar, su rostro, cuya naturaleza esbozaba una apariencia dolorosa, se iluminaba con una «sonrisa ganadora»³⁰ que transformaba el ambiente. Cerraba sus historias con tan jovial carcajada que todos terminaban riendo con él.

    No todos sus dones humorísticos desbordaban de gentil alegría, y tuvo que aprender a dominar sus respuestas más cáusticas y burlonas. Una de sus experiencias más tempranas tuvo lugar con un tal Josiah Crawford, quien le había prestado a Lincoln una copia de La vida de Washington, de Parson Weems. Una tormenta severa deterioró el libro y el primero le exigió que le pagara el daño trabajando dos días completos en la recogida de maíz. Al pequeño Abraham le pareció injusto, pero aun así trabajó hasta que «no quedara ni una mazorca en los tallos».³¹ Sin embargo, más tarde, para entretener a sus amigos, escribió un verso que satirizaba la nariz de Crawford, de por sí grotesca, titulado «Josiah sopla su corneta».³² Aunque era el centro de distracción de su joven círculo, también era su mayor antagonista, dispuesto a hacer frente a la censura antes de abandonar lo que consideraba correcto. Un compañero de escuela recuerda que a los chicos del barrio les gustaba cazar tortugas y poner carbones encendidos en sus espaldas para verlas retorcerse. Abraham los amonestó: «¿Saben qué? ¡Eso está mal, es un abuso!; luego redactó un breve ensayo escolar contra la crueldad hacia los animales».³³

    Lincoln tampoco se sentía obligado a compartir las prácticas de la frontera: un ambiente hostil donde los niños aprendían, por supervivencia y por deporte, a disparar y matar todo tipo de animales. Cuando tenía ocho años mató un pavo salvaje con el rifle de su padre y nunca más «apretó el gatillo para algo de más relevancia».³⁴ Sus actitudes no eran meras posturas morales. El joven poseía un profundo sentido de empatía, esa capacidad de ponerse en el lugar de los otros, para imaginar sus situaciones e identificarse con sus sentimientos. Un compañero rememoró cómo una noche de invierno Abraham y él iban de regreso a casa cuando vieron algo tumbado en un lodazal. «Era un hombre, estaba del todo borracho y casi congelado». Abraham lo levantó, lo llevó hasta la casa de su primo y allí encendió un fuego para calentarlo.³⁵

    En otra ocasión, andaba con unos amigos; entonces vieron a un cerdo prácticamente hundido³⁶ y atascado en un trecho de tierra pantanosa. Pasaron de largo y caminaron medio kilómetro. De pronto Lincoln se detuvo; insistía en volver atrás y rescatarlo. Pensaba una y otra vez en la pobre bestia y no soportaba el sufrimiento que venía a su mente.

    El tamaño y las fuerzas reforzaban su autoridad. Desde pequeño fue más atlético que la mayoría de los niños del vecindario, «preparado para correr, saltar, luchar o levantar más peso que los otros».³⁷ Un conocido reveló que, de joven, «alzaba en vilo una carga que a tres personas les haría resoplar y sudar».³⁸ Recibió la bendición de una fuerza extraordinaria y el disfrute de una salud inquebrantable.

    Los familiares no recuerdan haberlo visto enfermo jamás. Sin embargo, la energía física del muchacho resultó ser una espada de doble filo. Su padre esperaba que desde los ocho años hasta los veintiuno lo acompañara en las faenas campestres. Debía empuñar el hacha, talar árboles, desenterrar tocones, construir cercas, arar y sembrar. Thomas creía que los huesos y los músculos eran «suficientes para hacer un hombre» y que recibir educación era «desperdiciar el tiempo».³⁹ En las zonas rurales, todas las escuelas eran por suscripción. No solo había que pagar los estudios, sino que, además, el aula alejaba a los niños del trabajo físico. Por esta razón al cumplir los nueve o diez años tuvo que abandonar las clases y empezar su aprendizaje de manera autodidacta. Se vio obligado a obtener los textos, decidir su vocación, convertirse en su propio maestro. No se sentó a esperar por los acontecimientos: ¡él mismo los forjó! El acceso a materiales de lectura era un obstáculo casi insuperable. Parientes y vecinos recordaban que Lincoln recorría los campos para obtener, en préstamo, cada volumen al que «pudiera echarle mano».⁴⁰ Eran los libros sus leales compañeros. Detenía su caballo al final de una interminable fila de plantaciones y aprovechaba así cada breve descanso de sus labores campesinas para leer una página o dos de El progreso del peregrino o de las Fábulas de Esopo.

    Hay líderes que aprenden mediante la escritura o la escucha. Lincoln prefería leer en público. «Cuando leo en voz alta —explicaba más tarde—dos sentidos captan la idea: primero, veo lo que estoy leyendo; segundo, lo oigo, y por eso lo recuerdo mejor».⁴¹ Poseyó siempre una genuina sensibilidad para la música, el ritmo de la poesía y el drama; recitaba largas estrofas y pasajes de memoria. Cuando llegaba el momento de devolver los libros, ya los conocía al dedillo. Mientras exploraba la literatura y la historia del país, el joven Lincoln, consciente ya de sus poderes, empezó a buscar la forma de cruzar los límites de su familia y sus vecinos. En ocasiones su padre lo encontraba leyendo en el campo o, «peor aún», distrayendo a sus compañeros de trabajo con relatos o pasajes de uno de sus textos; paraba la actuación con furia para que la faena continuara. Otras veces llegó a destruir los libros de Abraham y a azotarlo por descuidar sus labores. Thomas pensaba que la lectura compulsiva del muchacho era un sello de negligencia, una marca de pereza. Para él su hijo se engañaba a sí mismo al poner empeño en la educación. Sus palabras a un amigo fueron: «He tratado de detenerlo, pero se le ha metido esa idea tonta en su cabeza y no hay quién lo convenza».⁴²

    A veces, cuando las tensiones con su padre parecían insoportables, cuando la brecha entre sus elevadas metas y la realidad de sus circunstancias se erguían ante él cual infranqueable muralla, la tristeza se apoderaba de Abraham; entonces se revelaba un lado pensativo y nostálgico de su temperamento que, con los años, se hizo más patente. «A cada paso manaba de él melancolía»,⁴³ declaró su compañero menor de derecho, William Herndon, observación que muchos otros compartieron. Su amigo, Henry Clay Whitney, recordaba: «Ningún rasgo de la personalidad del señor Lincoln era tan evidente como su misteriosa y profunda nostalgia ».⁴⁴ No obstante, si la aflicción era parte de su naturaleza, también lo era el humor gratificante que le permitía descubrir lo gracioso o ridículo en la vida; así se aligeraba su desesperación y se robustecía su empeño. Según sus conocidos, tanto las historias como la jocosidad eran «necesarios para su mismísima existencia»;⁴⁵ estaban destinados a «espantar el abatimiento».⁴⁶

    Al final, las interminables tensiones con su progenitor, lejos de disminuir, aumentaron las ambiciones del joven Lincoln. Año tras año, perseveró en el desafío a los deseos de este; logró el control de sus emociones negativas y el ejercicio de su voluntad para vencer lentamente un tema tras otro. Así desarrolló una progresiva seguridad en sus fortalezas y aptitudes. Confió en que «llegaría a ser algo»,⁴⁷ relató su prima Sophie Hanks, al crear de forma progresiva lo que un estudioso del liderazgo llama «una visión de futuro alternativo».⁴⁸ Le confesó a un vecino: «No tengo la intención de sembrar, arrancar y pelar maíz, levantar cercas o cosas por el estilo. Voy a estudiar, a prepararme y luego vendrá la oportunidad».⁴⁹

    La ocasión llegó cuando cumplió veintiún años, la mayoría de edad; eso lo liberaba de sus casi perennes obligaciones en la casa paterna. Un amigo refirió lo siguiente: «Al no ver ninguna posibilidad de mejora en su condición, ya que su suerte estaba unida a la de su padre, se decidió por fin a enfrentar el vasto mundo».⁵⁰ Cargó en los lomos sus posesiones, se dirigió hacia el oeste y recorrió unos doscientos kilómetros hasta New Salem, donde le habían prometido un trabajo como empleado de oficina y contable en un almacén general. Era un pueblo pequeño, bullicioso, que había surgido recientemente a lo largo del río Sangamon; tenía un molino que «le suministraba alimento, harina y madera a gran parte del condado».⁵¹ El asentamiento consistía de unos pocos cientos de personas, quince cabañas de troncos, una taberna, una iglesia, un herrero, un maestro de escuela, un predicador y el almacén general.

    Cuando el espigado y desconocido joven hizo su entrada, los aldeanos de New Salem lo encontraron, de golpe, extraño y poco atrayente. «Tosco y de ordinario aspecto»,⁵² con su piel curtida, sus orejas grandes, sus pómulos altos y su lacio pelo de azabache, su vestimenta «era ridícula; las mangas demasiado cortas para unos brazos tan largos, y los pantalones eran quizás para alguien de mucho menos estatura, así que sus calcetines quedaban expuestos».⁵³ Si estas fueron las primeras miradas, entonces, ¿de qué manera Lincoln conquistó tan rápido los corazones y mentes de los lugareños? ¿Cómo es posible que, a los ocho meses, lo animaran a postularse para la legislatura estatal? El secreto, explicó un hombre del pueblo, radicaba en su sociabilidad, su naturaleza «sensible, benigna, complaciente y franca».⁵⁴ Si el carruaje de algún pasante se atascaba y quedaba lleno de fango, ahí estaba él y su fuerza; si las viudas necesitaban madera, no faltaba un hacha en sus manos para ayudarlas; siempre dispuesto, «listo para socorrer al necesitado».⁵⁵ ¿Quién no lo amaba? Los que tuvieron contacto con él en la pequeña comunidad elogiaban su cortesía, esplendidez, inteligencia, humor, modestia y personalidad original. Estos no fueron los mitos exagerados que surgieron en los albores de su histórica presidencia, sino el genuino retrato de un joven singular que los pobladores de New Salem, unánimes, perpetuaron.

    El trabajo de dependiente en la tienda general del pueblo le proporcionó a Lincoln una base ideal para construir su carrera política. El establecimiento «era algo único en la frontera. Más allá de la venta de comestibles, artículos de ferretería, telas y gorros, se convirtió en un foco intelectual y social»,⁵⁶ un sitio donde los aldeanos se reunían a leer el periódico, a discutir los concursos deportivos del pueblo, y, principalmente, a debatir asuntos políticos en una época en que dichas preocupaciones eran casi universales. Los agricultores tenían que recorrer ochenta kilómetros para moler el grano en el molino de la aldea; así que el establecimiento devenía en sitio de encuentro para relajarse, intercambiar opiniones y charlar un rato. En pocas semanas, recordó un colega, la naturaleza sociable de Lincoln y su inagotable raudal de historias divertidas lo habían convertido en «un centro de atracción».⁵⁷ Sus conciudadanos lo estimaban, era: uno de los mejores empleados que habían visto; «atendía el negocio con esmero⁵⁸ —rememoró un lugareño—, era amable y considerado con sus clientes y amigos; siempre los trataba con delicadeza». Al mismo tiempo, su «irresistible afán de aprender»,⁵⁹ causó una profunda impresión en los habitantes de New Salem. Allí, detrás del mostrador, guardaba algún texto de poesía o prosa, siempre listo para leerlo durante cualquier pausa en las ventas del día. En las discusiones políticas, revelaba un íntimo conocimiento sobre los temas actuales. Sin dudas, este no era un trabajador común. Su temperamento reflexivo, dócil y juicioso atrajo a las familias locales. Querían verlo prosperar.

    Compartieron su ascenso; le prestaron libros. El tonelero del pueblo avivaba «un fuego brillante de virutas»,⁶⁰ de manera que Lincoln pudiera quedarse en su taller por la noche y estudiar. «Si desconocía algún tema —expresó un amigo— siempre estaba dispuesto a reconocerlo, no lo cegaba el orgullo».⁶¹ Le confesó al maestro de la escuela que nunca había estudiado gramática y que deseaba hacerlo. Este concordó en que, si alguna vez quería hablar en público, aprenderla era de carácter obligatorio. Sin embargo, en toda New Salem, ¿quién poseía un texto adecuado sobre el tema? El pedagogo sabía de un volumen en una casa a diez kilómetros de allí. Lincoln se levantó y emprendió la caminata para obtenerlo. Volvió con una copia atesorada de la Gramática inglesa de Kirkham.⁶² De inmediato comenzó a examinar las complicadas reglas que gobiernan la estructura de las oraciones y el uso de adverbios y adjetivos. Creó, no sin esfuerzos, una oratoria y escritura sencillas, compactas, de frases breves y claras, «entendible para todo estrato social».⁶³

    El prospecto que Lincoln publicó al anunciar su candidatura abarcaba unas dos mil palabras. Se nota que lo redactó al detalle para que las personas conocieran su desempeño en asuntos públicos y apreciaran un poco de su naturaleza y su carácter. Fungió como miembro del Partido Whig en un condado eminentemente demócrata. Abogaba por cuatro ideas centrales: la creación de un banco nacional, los aranceles proteccionistas, el apoyo del gobierno para mejoras internas y un sistema ampliado de educación comunitaria. En cuanto a la promoción de actividades bancarias o aranceles más altos, un representante estatal no lograría mucho. Una solicitud de educación pública y de proyectos de infraestructuras para mejorar carreteras, ríos, puertos y ferrocarriles no era solo un proceder estándar de los whig, sino la expresión de necesidades muy urgentes que evidenciaban sus propias aspiraciones y las de su reducida comunidad.

    El río Sangamon sustentaba a New Salem. Sobre sus aguas los colonos enviaban los productos al mercado y recibían los bienes imprescindibles. Si no se superaban los obstáculos de navegación, si no se dragaban los canales, si no se eliminaban los troncos a la deriva, New Salem nunca se convertiría en una comunidad de pleno derecho. El año anterior Lincoln había atravesado su caudal en una lancha y poseía conocimientos de primera mano. Habló con experiencia y confianza de un tema estrechamente unido con sus propias ambiciones. Si se mejoraban los ríos y las carreteras; si el gobierno ayudaba al crecimiento y al desarrollo económico, cientos de pequeñas aldeas como esa prosperarían. Prometió: «Si me eligen»,⁶⁴ cualquier ley que provea caminos seguros y corrientes navegables para «las comunidades más pobres y menos pobladas, recibirá mi apoyo». Al referirse a la educación, declaró: «A mi parecer, es el asunto que, como humanos al fin, más requiere de nuestra participación».⁶⁵ Quería que todo hombre leyera la historia de su país, «para apreciar el valor de nuestras instituciones libres», atesorar la literatura y las escrituras. Habló del asunto con el fuego de un joven que hizo esfuerzos titánicos para instruirse con la esperanza de construir un puente entre «los humildes senderos de la vida»⁶⁶ y sus sueños de un futuro expansivo. La educación que anhelaba para sí era una disponible para cada hombre. En esta primera incursión en la política, Lincoln también aseguró que, si sus opiniones en cualquier tema eran erróneas, estaba «listo para renunciar».⁶⁷

    Con tal compromiso, Lincoln reveló desde el principio una calidad que caracterizaría su liderazgo por el resto de su vida: la disposición a reconocer sus fallos y aprender de sus equivocaciones. El pacto que ofrecía, la promesa de no rendirse si lo apoyaban, era para él, inquebrantable. La empresa de lograr un voto o una elección expresaba un vínculo de afecto que unía a las personas. ¡Se trataba de confiar! Desde su arranque, el destino que buscaba no era simple anhelo de gloria y distinción individuales; sus ambiciones poseían, siempre y, ante todo, un enfoque comunitario. Aunque estuviera inseguro de sus prospectos en esta primera elección, Lincoln aclaró que el fracaso no lo intimidaba. Cuando manifestó su intención de postularse expresó que si perdía había estado «bastante familiarizado con las decepciones» como para avergonzarse. Sin embargo, advirtió, solo después de ser derrotado «unas cinco o seis veces» lo consideraría «una desgracia» y se aseguraría de «nunca más volver a intentarlo».⁶⁸ Así que la promesa de resistencia marchaba a la par con la incertidumbre de si sus deseos llegarían a concretarse.

    Apenas había comenzado su campaña cuando se ofreció como voluntario para unirse a la milicia de Illinois y pelear contra los indios Sac y Fox durante lo que se conoció como la guerra del Halcón Negro.

    Más tarde reconoció que, para su sorpresa, lo eligieron capitán de su compañía. Ningún «éxito ulterior en la vida»,⁶⁹ le dijo a un periodista un mes después de haber sido nominado para presidente, le había provocado «tanta satisfacción». Cuando regresó a New Salem luego de tres meses de servicio, tenía solo cuatro semanas para hacer campaña antes de las elecciones de agosto. A caballo, viajó por una comarca escasamente poblada, del tamaño de Rhode Island. Lincoln disertó en tiendas rurales y en pequeñas plazas del pueblo. Los sábados, se unía a sus compañeros candidatos en las ciudades más grandes, donde los agricultores se amontonaban en subastas «vandoos»,⁷⁰ «para disponer de productos, comprar suministros, ver a sus vecinos y recibir noticias». Los discursos comenzaban a media mañana y duraban hasta el atardecer. Todos los aspirantes tenían un turno. Un contendiente recordó que Lincoln «no seguía el camino trillado de otros oradores».⁷¹ Se distinguió por la forma franca en que abordaba cada asunto y por su costumbre de ilustrar sus razonamientos con relatos basados en observaciones, «extraídas de todas las clases de la sociedad»⁷² de hombres y mujeres en su cotidiano bregar. A veces, su lenguaje era torpe, y también sus gestos; pero pocos de quienes lo escucharon hablar olvidaron «o el argumento de la historia, o la historia misma, o el autor».⁷³

    Se contaron los votos y Lincoln descubrió que había perdido las elecciones. Sin embargo, su falta de éxito «no frenó sus esperanzas ni derrumbó sus ambiciones»,⁷⁴ expresó un amigo. Por el contrario, ganó confianza al constatar que, en su ciudad, New Salem, había recibido un abrumador número de 277 de los 300 votos emitidos. Después de los sufragios, realizó varios trabajos para ganarse el pan y mantener «cuerpo y alma juntos».⁷⁵ Se desempeñó como jefe de correos del pueblo y luego, después de aprender los principios de geometría y trigonometría necesarios para delimitar las parcelas de tierra, fue nombrado inspector adjunto para el condado de Sangamon, un puesto que le permitió viajar de pueblo en pueblo. «Su reputación para relatar historias lo precedió tan rápidamente », recordó uno de sus amigos, que apenas se asomaba a una aldea «hombres y niños se reunían de lejos y de cerca, listos para transportar cadenas, clavar estacas y quemar árboles, tan solo por escuchar las bromas y las extrañas historias de Lincoln».⁷⁶

    En 1834, ahora con veinticinco años, se postuló una vez más para la legislatura estatal. Cumplía así su advertencia, medio en broma medio en serio, de que seguiría intentándolo una media docena de veces antes de rendirse. Una vez más, anduvo el distrito a caballo, pronunció discursos, saludó a la gente, participó en actividades locales. Durante una cosecha vio a treinta hombres en el campo, se ofreció a ayudar, y manejó la guadaña «con mano experta»;⁷⁷ así se ganaba cada voto de la multitud. A primera vista, su fisonomía no llamaba la atención, no era un Adonis. «¿No puede el partido presentar un mejor candidato que ese?», preguntó un médico al ver a Lincoln por primera vez. Después de escucharlo hablar, exclamó: «¡Válgame, ese sabe más que todos ellos juntos!».⁷⁸

    Esta vez, luego de ampliar sus contactos en todo el condado, Abraham ganó de manera fácil. Mientras se disponía a partir hacia la capital para el desempeño de su puesto en la legislatura, sus amigos lo ayudaron a comprar «ropas» que estuvieran «a la altura de su nueva distinción ».⁷⁹ Reconocieron a un líder entre ellos con la misma certeza con la que Lincoln había empezado a sentir el liderazgo en su interior.

    El novato asambleísta era, en palabras de su amigo William Herndon: «Cualquier cosa menos prominente»; en la apertura de la legislatura del estado permaneció «callado en el fondo».⁸⁰ Aprendía con paciencia cómo operaba la Asamblea, examinaba las complejidades del procedimiento parlamentario, supervisaba con esmero los debates y detectaba las divisiones ideológicas entre sus compañeros whigs y los demócratas. Era consciente de que estaba en presencia de un inusualmente talentoso grupo de legisladores (entre ellos, dos futuros candidatos presidenciales, seis futuros senadores de Estados Unidos, ocho futuros congresistas y tres jueces de la corte suprema estatal);⁸¹ pero no se amilanó, ni lo silenció la timidez. Solo estaba prestando mucha atención, absorbiendo, preparándose para actuar en cuanto hubiera acumulado los conocimientos necesarios. Un sentido del tiempo, desarrollado con agudeza, saber cuándo esperar y cuándo actuar, permanecería en el repertorio de habilidades del liderazgo de Lincoln toda su vida.

    Entre las sesiones legislativas, comenzó a estudiar las leyes; sabía que una educación jurídica nutriría su carrera política. Fue autodidacta por necesidad, así que, «estudié con nadie»,⁸² confesó en una ocasión. Examinaba con minuciosidad los casos y precedentes bien entrada la noche después de largas jornadas de trabajo como topógrafo y empleado de correos. Uno por uno le pedía prestados sus libros de derecho a John Stuart, un compañero legislador que tenía una agencia legal en Springfield. Cuando terminaba con cada uno, recorría treinta kilómetros desde New Salem hasta aquella para asegurar otro prestamista.⁸³ Un inquebrantable propósito era su sostén. «Busque los libros, léalos y estúdielos —le recomendó a un estudiante de derecho que pedía consejo dos décadas más tarde—. Siempre tenga en cuenta que su intrepidez para lograr el éxito es más importante que cualquier otra cosa».⁸⁴

    Al comienzo de la segunda sesión, los cambios en el comportamiento y la actividad de Lincoln eran más que visibles. Brillaba, como si algo se hubiera despertado en lo íntimo de su ser. Había dominado tan a fondo las exigencias legales para redactar la legislación y las complejidades de los procederes parlamentarios, que sus colegas le pedían ayuda a la hora de redactar proyectos de ley y enmiendas. Toda ley o documento público inicialmente se escribía a mano, así que aquella letra clara y legible que había perfeccionada en su niñez demostró ser invaluable en tales ocasiones. Más importante aún, cuando a la postre se irguió para hablar ante el auditorio de la asamblea, sus colegas fueron testigos de aquello que los ciudadanos de New Salem ya habían visto: a un joven con una extraordinaria variedad de habilidades para la retórica. «Dicen que cuento demasiadas historias —le dijo Lincoln a un amigo—. Es verdad, lo reconozco, pero años de experiencia me han demostrado que una ilustración desinhibida y campechana influenciará mucho más a la gente sencilla, la común, que cualquier otro tipo de oratoria».⁸⁵ Cuando las personas empezaron a leer sus discursos en los periódicos, a escuchar sobre sus divertidas metáforas o sus analogías que luego corrían de boca en boca, el estado se dio cuenta de las enormes capacidades comunicativas que Lincoln desplegaba.

    Precedido por su liderazgo al trasladar de Vandalia a Springfield la capital del estado, el grupo whig por unanimidad lo designó el segundo miembro más joven de la Asamblea y su líder minoritario. Tal elección no solo mostró su deferencia por las habilidades lingüísticas de Lincoln y su dominio del procedimiento parlamentario, sino que además fue lo que se llamó «el regalo supremo del diagnóstico político»,⁸⁶ sus aptitudes para entrever los sentimientos y las intenciones de sus compañeros whigs y los de los demócratas opuestos. Después de considerar en silencio la estrategia y las opiniones de sus colegas, se levantaba sereno y decía: «Por tus palabras, deduzco que los demócratas harán esto y aquello;⁸⁷ ¡les daremos jaque mate! Escuchen, estas serán nuestras maniobras para los días siguientes». El curso de acción resultaba tan claro y preciso que «sus oyentes se preguntaban por qué ellos no lo habían visto de ese modo». «Era un azote para sus competidores y para todos los hombres que conocí —observó un compañero legislador—, porque conocía a profundidad la naturaleza humana».⁸⁸

    «Seguíamos su liderazgo —recordó un colega de whig—, pero él no seguía el de nadie, él nos abría el camino para seguirlo, y nosotros, gustosos, lo hacíamos. Podía captar y agrupar los asuntos en debate, y su declaración final sobre un tema intrincado o sombrío superaba los argumentos ordinarios».⁸⁹ Los demócratas, por supuesto, sentían lo opuesto. Las respuestas de Lincoln a los ataques dirigidos hacia él y su partido revelan mucho sobre su temperamento y el carácter de su liderazgo en desarrollo. Tal fue el atractivo de la política en la era anterior a la guerra que las discusiones y los enfrentamientos entre los whigs y los demócratas atraían con regularidad la atención curiosa de cientos de personas. Los oponentes se atacaban entre sí con un lenguaje acalorado y mordaz, para deleite de audiencias estrepitosas. La atmósfera se caldeaba a tales extremos que a veces surgían peleas y puñetazos, o incluso, la amenaza de un arma de fuego. Aunque Lincoln era perceptivo y espinoso como la mayoría de los políticos, sus réplicas, por lo general, contenían juegos de palabras tan exquisitos y graciosos que los miembros de ambas partes no podían evitar reír y relajarse ante el placer de sus entretenidas y bien contadas historias.

    Tan memorables eran algunos de sus contraataques que los ciudadanos después los recitaban de memoria. El episodio del «pararrayos» es un ejemplo clásico. Lincoln ya había discursado y la multitud comenzaba a dispersarse de una enérgica manifestación cuando George Forquer tomó la palabra. Era un destacado whig que recién se había pasado al Partido Demócrata después de recibir el lucrativo nombramiento de inscriptor de terrenos y que había construido por aquellos días una casa de lujo con un moderno pararrayos. De pie en el estrado, Forquer declaró que era hora de que alguien venciera al joven Abraham, cosa que intentó poniéndolo en ridículo. El ataque había «despertado el león en su pecho»,⁹⁰ pero el joven legislador permaneció en silencio, meditando en su réplica hasta que su rival terminó. «El caballero comenzó diciendo que este joven debería ser derribado —expresó Lincoln jocosamente—. Anhelo vivir, y deseo un puesto y distinción; pero preferiría morir ahora que, como este gentil hombre, llegar a ver el día en que cambiara mi política por una oficina de tres mil dólares al año, y luego sentirme obligado a poner un pararrayos para proteger mi conciencia culpable de un Dios ofendido».⁹¹

    Las carcajadas de la audiencia estallaron todas al unísono, la risa era atronadora. No obstante, a veces, recordó Herndon, el humor de Lincoln se salía de control. Sus bromas ligeras se tornaban vengativas e incluso crueles. El demócrata Jesse Thomas una vez hizo algunas «observaciones graciosas» sobre Abraham, quien entonces mostró un aspecto de su gran habilidad teatral y recurrió a la mímica, en la que era insuperable. «Imitó los gestos y la voz de Thomas, y satirizó su caminar y el movimiento mismo de su cuerpo». Como la multitud respondió con gritos y vítores, Lincoln «dio paso a una burla más mordaz de la forma en que Thomas hablaba». Sentado en la audiencia, este rompió a llorar, y en seguida el «despellejamiento de Thomas» era «la comidilla de la ciudad». Esa vez se había sobrepasado, Lincoln fue a ver a Thomas y le ofreció sinceras disculpas. Muchos años después, el recuerdo de esa noche lo llenó «de la más honda pesadumbre».⁹² Poco a poco, aunque no siempre, logró contener el impulso de lanzar un contragolpe ofensivo. Iba en busca de algo más trascendental que gratificarse con una humillación elaborada artísticamente.

    Incluso desde el principio, el coraje moral y las convicciones de Lincoln superaron sus feroces ambiciones. A los veintiséis años, hizo una declaración pública sobre la esclavitud que amenazaba con disminuir de forma drástica su apoyo en un estado que luego poblarían extensamente los sureños. El auge del abolicionismo en el noreste, junto con la negativa de algunos estados del norte a devolver esclavos fugitivos, habían llevado a las legislaturas en el sur y el norte a dictar resoluciones que confirmaban el derecho constitucional a la esclavitud. La Asamblea en Illinois tuvo que someterse. Por el voto desproporcionado de setenta y siete contra seis, debió proclamar: «Desaprobamos la formación de sociedades de abolición y reconocemos como sagrado el derecho a la tenencia de esclavos».⁹³ Lincoln estaba entre los seis que votaron no. Elaboró una protesta formal y expresó que «la institución de la esclavitud se basa tanto en la injusticia como en la mala política».⁹⁴ Siempre había creído, dijo más tarde, que «si la esclavitud no está mal, nada está mal».⁹⁵ La censura de Lincoln no llegaba al abolicionismo. Mientras la Constitución no facultara al Congreso para eliminar la esclavitud, sus manos estaban atadas, impotentes para abolir una práctica ya establecida.

    La anarquía era su principal temor; para él, tenía carácter primario acatar una ley hasta que sufriera cambios legales. Aunque redactada con esmero y «limpia de cualquier alusión ofensiva»⁹⁶ la protesta fue, según el escritor William Stoddard: «Un acto de probada valentía en una época en que ser un antiesclavista, incluso en el norte, lo convertiría en una especie de paria social y política».⁹⁷

    En estos primeros años de su vida política, Lincoln puso más énfasis en mantener su promesa de hacer todo lo posible para obtener ayuda gubernamental y lograr mejoras de infraestructura, que en el tema de la esclavitud. Utilizó la influencia de su posición de liderazgo en la Asamblea para ganar apoyo por medio de una serie de proyectos de ley que autorizaban millones de dólares para una espectacular gama de obras destinadas a agrandar ríos, construir ferrocarriles, hacer canales y crear carreteras. Miraba las praderas y los bosques recientes, los arroyos y los ríos obstruidos, la tierra negra perfecta para la agricultura, pero incapaz de soportar el peso de caminos o líneas férreas durante el deshielo de primavera y las lluvias otoñales, y soñaba con un enorme sistema de infraestructura. Su plan, basado en el conocimiento de primera mano que tenía de la tierra, proporcionaría los conectores vitales para la creación de un sistema circulatorio de personas y sus productos, un cuerpo social vivo necesario para construir y sostener una economía en crecimiento. Su sueño, le dijo a un amigo, debía conocerse como el «DeWitt Clinton de Illinois»,⁹⁸ en referencia al célebre gobernador de Nueva York, que había estimulado enormemente el desarrollo económico en su estado y había dejado una huella duradera cuando obtuvo la legislación para construir el Canal de Erie. También Lincoln esperaba que, al completarse tales programas, los mercados se desarrollarían, surgirían pueblos rebosantes de vitalidad, aumentaría el nivel de vida, llegarían nuevos pobladores, las personas gozarían de más oportunidades. Los nacidos en los rangos inferiores subirían hasta donde se lo permitieran sus talentos y su disciplina; entonces sí podría cumplirse la promesa del sueño americano.⁹⁹ Sin embargo, cuando una larga recesión golpeó el estado en 1837, el sentir de las masas comenzó a alzarse contra los costosos y aún inconclusos proyectos internos.

    La deuda estatal alcanzó niveles monumentales. Sin embargo, Lincoln perseveró en su firme apoyo al sistema de infraestructura contra la ola de condenas. Repetía que dejar el nuevo complejo de canales equivalía a detener un pequeño bote «en medio de un río; si no subía, entonces de seguro bajaría».¹⁰⁰ Advirtió con frecuencia que renunciar al programa de mejoras solo acarrearía fracasos y deudas, canales inconclusos, vías fluviales obstruidas, caminos y puentes a medio edificar. Fue inflexible y no cedió terreno, respetando la antigua máxima de su padre: «Si haces un mal negocio, enfrenta las consecuencias».¹⁰¹ Su obstinada decisión de no abandonar las políticas que con tanta fuerza había defendido parecía a algunos un signo de terquedad, pero se aferró a su visión, como si sus más íntimas esperanzas, sueños personales y ambiciones estuvieran bajo ataque directo, lo cual, en efecto, era así.

    Seis años después de haber declarado por primera vez su propia «ambición peculiar»¹⁰² a sus nuevos vecinos en New Salem, Lincoln, ahora de veintinueve años, abordó la naturaleza de la codicia y la sed de distinción en un discurso ante el Liceo de Springfield, de hombres jóvenes. Comenzó su alocución advirtiendo que «algo de mal augurio» se estaba desarrollando en las personas: una tendencia a sustituir la fuerza de la ley, los tribunales y la Constitución por la violencia, el asesinato y el linchamiento.

    Dos meses antes una turba de proesclavistas había asesinado al editor abolicionista Elijah Lovejoy, en Alton, Illinois, hecho que estremeció la ciudad. En Mississippi, habían ahorcado a un grupo de afroamericanos sospechosos de incitar a la insurrección, y también a otro de blancos acusados de ayudar a los de color. Si este espíritu de turbulencia continuaba esparciéndose, advirtió Lincoln: «Los hombres buenos, aquellos que aman la tranquilidad», se convertirían en parias de un gobierno demasiado débil para protegerlos. Entonces la nación sería vulnerable a imposiciones foráneas desde el norte. Mientras que la ambición de los santos fundadores había estado «inseparablemente vinculada» con la construcción de un gobierno constitucional que le permitiera a los civiles gobernarse a sí mismos, temía que, en este comportamiento caótico de las multitudes, individuos con la naturaleza de «un Alejandro, un César o un Napoleón» intentaran ponerse al mando y darse con ímpetu «a la tarea de derribar». Tales hombres de egos «imponentes», en quienes la ambición está divorciada de los mejores intereses de las personas, no eran dignos de liderar una democracia: eran solo déspotas.

    Para contrarrestar la problemática ambición de esos individuos, Lincoln llamó a sus compatriotas a renovar los valores de los fundadores y acatar la constitución con sus leyes. «Que cada madre estadounidense reverencie las leyes constitucionales con toda su alma», que las enseñen en las escuelas, que las prediquen en los púlpitos. El gran baluarte contra un dictador en potencia es un pueblo informado «obediente al gobierno y las legislaciones». Este argumento lo retrotrae a su primera declaración ante las personas del condado de Sangamon, cuando se refirió a la educación como piedra angular de la democracia. ¿Por qué es vital la educación? Porque, como dijo entonces, cada ciudadano necesita leer la historia para «apreciar el valor de nuestras instituciones libres». Leer sobre la revolución y el diseño constitucional era

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