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De Hiroshima a la Glasnost Radiografía de la visión geopolítica de Estados Unidos (1945-1990)
De Hiroshima a la Glasnost Radiografía de la visión geopolítica de Estados Unidos (1945-1990)
De Hiroshima a la Glasnost Radiografía de la visión geopolítica de Estados Unidos (1945-1990)
Libro electrónico896 páginas12 horas

De Hiroshima a la Glasnost Radiografía de la visión geopolítica de Estados Unidos (1945-1990)

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De Hiroshima a la Glasnost presenta las reflexiones geopolíticas y diplomáticas del embajador Paul H. Nitze sobre los temas que abordó, las decisiones que tomó, las personalidades mundiales que conoció y los presidentes estadounidenses con quienes trabajó, durante casi cincuenta años dentro de los más altos círculos políticos de Washington.
Con estilo directo y detallado, Nitze analizó los principales acontecimientos de su carrera, tales como el Plan Marshall, la Guerra de Corea, la crisis del Muro de Berlín, la OTAN, la guerra de Vietnam, el Comité de Peligro Actual, los tratados SALT y las negociaciones armamentistas hasta 1990. A lo largo de su extensa actividad, Nitze estuvo en el centro de trascendentales decisiones políticas estadounidenses, tales como, la investigación sobre Bombardeos Estratégicos después de la Segunda Guerra Mundial, asesor del presidente Kennedy durante la crisis cubana de los misiles y protagonista de la famosa "caminata por el bosque" con el negociador ruso Yuli Kvitsinskiy, durante las conversaciones de las dos potencias, sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF).
En este libro aparecen incisivos retratos de presidentes desde Roosevelt hasta Reagan; secretarios de Estado, incluidos el general George C. Marshall, Dean Acheson, John Foster Dulles y George Shultz; estadistas y encargados de trazar políticas como James Forrestal, Will Clayton, Charles Bohlen, George I Kennan y Robert McNamara, así mismo líderes soviéticos de la época, con una mirada imparcial acerca de Mikhail Gorbachov.
Centrado en campos de su especialidad —economía, nucleares y negociaciones— Nitze elaboró una perspectiva geopolítica de los desafíos que enfrentó su país, en la siempre cambiantes relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante la llamada guerra fría (1945-1990). Libro de obligada lectura para historiadores, geopolitólogos, negociadores, diplomáticos, especialistas en estrategia y defensa nacional, industriales, comerciantes, especialistas en campañas políticas, y por su fácil lectura, para el público en general.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 may 2019
ISBN9780463717301
De Hiroshima a la Glasnost Radiografía de la visión geopolítica de Estados Unidos (1945-1990)
Autor

Paul H. Nitze

Paul Henry Nitze nacido el 16 de enero de 1907 y fallecido el 9 de octubre de 2004) fue un funcionario oficial de alto de rango durante diferentes gobiernos de Estados Unidos (1945-1990), que esencialmente coadyuvó a dar forma a la política de defensa estadounidense durante la Guerra Fría contra la Unión Soviética.Nitze participó en la negociación de los más importantes tratados sobre armas atómicas (dando su apoyo al SALT I, pero oponiéndose al SALT II) y fue co-fundador del centro de pensamiento estratégico denominado Equipo B, cuyas conclusiones tuvieron una gran influencia en el rebrote de la Guerra Fría durante la presidencia de Ronald Reagan.

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    De Hiroshima a la Glasnost Radiografía de la visión geopolítica de Estados Unidos (1945-1990) - Paul H. Nitze

    De Hiroshima a la Glasnost

    Radiografía de la visión geopolítica de Estados Unidos (1945-1990)

    Primera Edición 1991

    © Paul H. Nitze

    Reimpresión, mayo de 2019

    ©Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    Cel 9082624010

    New York City, USA

    ISBN: 9780463717301

    Smashwords Inc

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electro-óptico, por reprografía, fotocopia, video, audio, o por cualquier otro medio sin el permiso previo por escrito otorgado por la editorial.

    De Hiroshima a la Glasnost

    Introducción

    Parte I

    La guerra y la herencia de la guerra

    Problemas latinoamericanos

    Marshall y el servicio militar obligatorio

    América Latina de vuelta

    La movilización económica para la guerra

    Leo Crowley y la AEE

    La Oficina de Investigaciones de Bombardeos Estratégicos Norteamericanos

    Comienza la tarea

    Primeras incursiones en Alemania

    El interrogatorio a Albert Speer

    Lecciones aplicadas

    Asignación a Japón

    Misión cumplida

    El Plan Marshall

    Nuevo trabajo, nuevos problemas

    El desarrollo de un programa

    Agente de Washington para el Plan Marshall

    Culminan las deliberaciones en el congreso

    El Punto Cuatro

    El bloqueo de Berlín. La Conferencia del Paláis Rose y el suicidio de Jim Forrestal

    La Conferencia del Paláis Rose

    La muerte de Forrestal

    La decisión de la Bomba-H y el CSN 68

    Cómo funcionaba el S/P

    La decisión de la Bomba-H

    Los orígenes del CSN 68

    La guerra de Corea

    La apertura de una vía de negociación

    La creación de situaciones de poder

    Evitando una Paz Americana

    La OTAN y el problema alemán

    El debate en torno del mando en Medio Oriente

    Irán, el Sha y Mossadegh

    Parte II

    La sucesión de Eisenhower

    La oposición leal

    Orígenes de la SAIS

    El planeamiento de políticas en el exilio

    Hacia una estrategia militar

    El informe Gaither

    El estudio Fulbright

    En defensa de Occidente

    Parte III

    La renovación de Kennedy

    Kennedy y la decisión de treinta segundos

    La bahía de Cochinos

    La reunión en Viena

    Las negociaciones para la prohibición de pruebas nucleares

    El pequeño Departamento de Estado

    La crisis de Berlín, 1961

    Una nueva estrategia para la OTAN

    La crisis cubana de los misiles

    El Pentágono de McNamara

    La misión a la India

    Los chicos geniales de McNamara

    Del concepto de no-ciudades a la destrucción asegurada

    La política básica de seguridad nacional

    Dirigiendo la Armada

    El embrollo de Vietnam

    Cruzando el umbral

    Operación Trueno Vibrante

    El asunto pueblo

    La ofensiva de Tet

    El comienzo del SALT I

    Preparando el escenario para las negociaciones

    El tenor de la nueva administración

    La preparación para Helsinki

    Comienzan las conversaciones

    Estancamiento

    SALT I: se alcanza un acuerdo

    La caminata por el Felsenweg

    La ronda final de negociaciones

    La cumbre de Moscú

    El SALT pasa por el congreso

    SALT II

    Se reanudan las negociaciones

    El acuerdo de Vladivostok

    Ciudadano particular-preocupaciones públicas: la elección de 1976

    El equipo B y la creación del CPA

    Aspen y Twentieth Century-Fox

    El enfrentamiento en torno del Tratado SALT II

    Las negociaciones INF

    La caminata por el bosque

    Informe A

    Informe B

    Informe C

    Informe D

    Las consecuencias de la caminata

    El episodio de reducciones iguales

    Las conversaciones nucleares-espaciales

    La iniciativa de Defensa Estratégica

    El concepto estratégico

    La reunión Shultz-Gromiko

    El criterio SDI

    La reanudación de Ginebra

    El encuentro de Viena

    El Paquete del lunes

    La interpretación del tratado ABM

    Preparativos para la cumbre de noviembre

    La cumbre Fireside

    La búsqueda de un resultado de no-suma-cero

    La cumbre de Reikiavik

    La vista desde Moscú

    El cierre de un acuerdo INF

    La defensa espacial y el tratado ABM

    La cumbre de Washington

    La cumbre de Moscú

    Glasnost y perestroika

    El fin de la era Shultz

    Postscriptum A la memoria de los tiempos pasados

    Anexo La interpretación del tratado ABM

    Extractos importantes del tratado ABM según se lo firmó y ratificó en 1972

    Agradecimientos

    Introducción

    Quienes me conocen medianamente bien dirán que soy un pragmático obstinado y dogmático. Creo que dicho juicio viene de que tengo la firme creencia en que el mundo puede volverse mejor de lo que de otra forma sería, según lo que hagan los individuos, especialmente quienes tienen la suerte de su lado. Lo que, es más, creo que los norteamericanos tienen la suerte de su lado de forma bastante desproporcionada.

    Opino que las creencias son el elemento subyacente y básico de la política y la acción. Primero, uno debe decidir acerca de asuntos vinculados con las creencias: quién es uno, en relación con quién y qué orientación general en el ámbito de los valores está bien y cuál está mal.

    Es decir que una lógica clara y rigurosa, basada en una evaluación fría y poco emocional de las pruebas objetivas vinculadas con asuntos importantes, y un análisis de los posibles resultados y de los costos probables, tanto materiales como morales, de los cursos de acción alternativos, pueden ayudarlo a uno a ir desde donde está hasta donde quiere y debería querer estar.

    ¿Cómo he llegado a esta opinión? De mi abuelo, mis padres y mi hermana heredé un profundo interés por las ideas. Tempranamente en mi vida, como testigo de la ilimitada tragedia de la Primera Guerra Mundial, sentí crecer en mí la decisión de actuar, de trabajar con otras personas para influir en el curso de la historia, en lugar de aceptar supinamente lo que, en ausencia de la voluntad y la acción, podía ser el destino del mundo.

    Vine a Washington en el verano de 1940 con Jim Forrestal. He estado allí, salvo breves intervalos, durante toda mi vida. Durante casi cinco décadas he desempeñado diversos papeles en los asuntos de estado, trabajando con otras personas para torcer lo que, de otra forma, podría haberse denominado el rumbo inevitable de la historia. Algunos resultados fueron completamente satisfactorios, otros sólo marginalmente satisfactorios y, por fin, otros, fracasos, pero, en conjunto, resultaron mejores, me parece, de lo que hubieran sido de otra forma.

    En conjunto, fuimos afortunados por las oportunidades de actuar significativamente que la historia nos ofreció. No toda la humanidad puede tener la suerte de vivir en Atenas bajo el gobierno de un Pericles, en Florencia bajo los Medici, en Estados Unidos bajo un Washington o un Lincoln.

    Tampoco es habitual que la humanidad viva bajo un Cleón, un Nerón, un Stalin o un Hitler y, así, sólo le quepa la posibilidad de retirarse del gobierno y oponerse a él. Lo habitual es una situación mixta, en la cual la tarea del hombre con conocimientos generales y a quien le gusta la política consiste en manejar, tentar, darle un ligero toque a la situación existente para que se oriente hacia la mejor opción disponible dentro del ámbito de lo posible desde el punto de vista político, encontrar el margen que pueda para su coraje, su fortaleza y su disposición a considerar los acontecimientos con una mente abierta. Cuando se le da una mínima posibilidad, la combinación de coraje y mente abierta puede hacer maravillas.

    Creo que se justifica un cierto orgullo por lo que pudimos hacer, dadas tales oportunidades, y también las dificultades tan reales con las cuales nos enfrentamos. Se ganó una guerra. Europa y el Lejano Oriente, destrozados por esa guerra, se recuperaron en gran medida. Se controló la expansión del totalitarismo. Se ha evitado una tercera guerra mundial. Pero sigue habiendo peligros en el futuro.

    Los problemas y las oportunidades que enfrentan la generación actual y la que vendrá no son menores, sino quizás mayores, que los que enfrentamos. Espero que nuestra experiencia les sea útil a ellos. En cualquier caso, estoy agradecido por haber tenido la buena suerte de participar en la historia de una época fatídica.

    Y ahora, comencemos por el principio. Mi abuelo paterno vino a este país desde Alemania en un gran paseo poco después de la Guerra Civil norteamericana. Decidió quedarse, se instaló en Baltimore y se convirtió en socio gerente de Robert Garrett & Sons, banqueros del Ferrocarril de Baltimore y Ohio.

    Mi padre nació y se educó en Baltimore y se licenció a los dieciocho años en la Universidad Johns Hopkins. Obtuvo su doctorado en filología a los veintitrés años.

    Entonces enseñó en la Universidad de Columbia hasta que ganó un cargo en el Amherst College de Massachussets y en 1905 llegó a ser director del Departamento de Literatura Francesa. Allí nací yo, cinco años después que mi hermana Libby, una fría mañana de enero de 1907, el Único hijo varón del mayor de los hijos sobrevivientes, del hijo mayor sobreviviente, etc., de seis generaciones. Tengo los oscuros y ceñudos retratos para probarlo.

    Cuando tenía dos años, nos mudamos a la Universidad de Chicago, donde mi padre se unió a un cuerpo de profesores especialmente distinguido, bajo el inspirado liderazgo de su primer rector, William Rainey Harper.

    Mi padre se desempeñó como director del Departamento de Lenguas Romances y Literatura durante más de treinta años: un estudioso eminente y un perdurable punto de referencia de la universidad. Mis tempranos años allí, entre especialistas que estaban a la cabeza de sus campos de estudio, tanto corno entre las bandas que aterrorizaban la zona sur de Chicago, fueron —además de variados— felices, desafiantes y satisfactorios.

    La universidad era un enclave en una parte de la ciudad que está mejor descripta que en ningún lado en la novela de James Farrell Studs Lonigan. Cuando el viento venía del oeste, traía el hedor de los corrales de ganado; cuando soplaba del este, traía el hollín y las cenizas de las acerías de Gary y del sur de Chicago. Vivíamos en la calle Cincuenta y seis.

    En la cincuenta y cinco, apenas a una cuadra, vivían y funcionaban algunas de las bandas más duras de la zona sur de Chicago. Mi madre insistía en vestirme con un almidonado trajecito marinero que se completaba con una corbata suelta. Con este atuendo, iba y venía del colegio todos los días, sufriendo el desprecio general.

    Pronto recibí mi primera lección de política de poder. La banda de la calle cincuenta y cinco entre las avenidas Woodlawn y Kimbark me acechaba y me daba una paliza todos los días al volver del colegio. Para protegerme, me uní a la banda de los hermanos Scotti de la cuadra siguiente, dirigida por los hijos de una familia italiana.

    El mayor de los hermanos era un líder carismático, un italiano rubio de ojos azules, lleno de coraje y de cariño paternal hacia su banda. Me inspiraba una gran lealtad; hacía cualquier cosa que me pidiera, sin preocuparme por la sutil distinción entre actividades legales e ilegales.

    Por cierto, una buena parte de esta admiración provenía de una intensa gratitud, pues desde el momento en que me uní a su banda, me defendió. De ese día en adelante, pude vivir en relativa paz en esa parte de la selva de Chicago.

    Desde que tuve siete años, me trataron como a un miembro pleno del consejo familiar y se esperaba que compartiera las responsabilidades que entrañaba. Había momentos, sin embargo, en que le habría dado la bienvenida a una dirección y guía más firmes. Sin embargo, creo que fue útil que me hayan dado responsabilidad individual a tan temprana edad.

    Por lejos, la influencia mayor en mi vida la tuvo mi madre. A veces la intensidad de su amor era abrumadora. Era una mujer pequeña con inmensa vitalidad, calidez, inteligencia y energía. Le resultaba chocante a la comunidad de Chicago porque fumaba y opinaba, en una época en que los deberes de la esposa de un profesor consistían en servir el té y mantener conversaciones sociales.

    Tenía muchos amigos liberales y extravagantes; entre otros, Sally Rand, Isadora Duncan y Clarence Darrow (por quien hipotecó nuestra casa a fin de pagar la fianza de un agitador de izquierda a quien éste estaba defendiendo). Sus gustos artísticos eran más eclécticos que los de la mayoría de los norteamericanos de la época.

    Admiraba la música de Richard Strauss, las obras de Franz Kafka, la pintura de los impresionistas —Cézanne, Gauguin— y de los posimpresionistas alemanes. Su gusto por la vida pronto la convirtió en una favorita, no sólo de la universidad, sino también de la zona norte de Chicago, más a la moda.

    Cada dos años pasábamos seis meses en Europa; mi padre podía combinar dos de sus licencias anuales de tres meses para investigar y encontrarse con sus colegas europeos. Algunos de mis recuerdos más tempranos son de Europa. El que dejó la impresión más perdurable fue nuestra visita a Austria en 1914.

    Tenía siete años. Estábamos —mi madre, mi padre, mi hermana y yo— trepando montañas en el sur del Tirol, una parte de Austria que ahora forma parte de Italia. Nos detuvimos en la cabaña de un campesino, justo debajo del límite de la vegetación, donde a mi hermana y a mí nos dieron un vaso de cálida y espumosa leche recién ordeñada por la dueña de la cabaña.

    Seguimos nuestro camino hasta la cumbre por la huella de la montaña. Cuan do nos detuvimos para despedirnos de la campesina, la encontramos llorando. A su marido le habían ordenado presentarse para la movilización del ejército austríaco. Unas pocas semanas más tarde, el 28 de junio, el archiduque Francisco Fernando había sido asesinado en Sarajevo.

    Los austríacos y los serbios parecían estar al borde de la guerra y existía el peligro inminente de que Rusia interviniera. La situación parecía amenazante en Austria y mi padre nos amontonó a todos en un tren rumbo a Múnich, donde pensó que estaríamos más seguros. Llegamos a la mañana siguiente, después de una noche de excitación e intrigas, fundamentalmente inventadas por Libby, quien tenía un alto sentido teatral.

    En Múnich, sin embargo, el drama era brutalmente real. Una bomba terrorista había explotado en la estación de ferrocarril y la escena era de destrucción y caos. Allí nos enteramos de que, de la no-che a la mañana, Alemania había ordenado la movilización y declarado la guerra a Rusia. ¡Había comenzado la Primera Guerra Mundial!

    Desde las ventanas del tercer piso de nuestra pensión, observamos cómo marchaban los soldados alemanes a lo largo del bulevar principal de Múnich en su camino hacia el frente.

    Había flores gallardamente enganchadas en los tambores de sus revólveres y la gente se alineaba a lo largo de las calles para saludarlos con gritos de entusiasmo patriótico. Mientras todavía estábamos en Múnich, Inglaterra le declaró la guerra a Alemania. Como hablábamos inglés, nos hostigaban dondequiera que fuéramos. Mi padre nos obligó a usar pequeñas banderas norteamericanas en nuestras ropas, las cuales ayudaban, pero no demasiado.

    En agosto, durante la batalla de Tannenberg, nos quedamos con unos parientes de mi madre en Frankfurt. Su hijo mayor tenía un mapa donde señalaba los avances de la lucha en el Frente Oriental y los acontecimientos que llevaron a que se encerrara a las tropas rusas en

    Tannenberg. Un año más tarde, moriría luchando en ese frente.

    Mi padre intentaba frenéticamente conseguir pasajes para que volviéramos a Estados Unidos. Le resultó difícil, ya que de ninguna manera era la única persona embarcada en dicha búsqueda. Finalmente, logró ubicarnos en un pequeño vapor holandés, el Nordam, en septiembre. Nos llevó sanos y salvos a casa, mientras la batalla del Mame se desarrollaba en el Frente Occidental.

    Por mis recuerdos de las dos guerras, diría que la consagración emocional de las personas ubicadas en ambos bandos fue mucho mayor durante la Primera Guerra Mundial que durante la Segunda. Si bien se perdieron más vidas en esta última, el impacto de la Primera en la estructura de la civilización, la desilusión y la brutalización del hombre y su humanidad fueron tales, que el mundo civilizado nunca más volvió a ser el mismo.

    Cinco años más tarde, en 1919, estaba en sexto grado de la Escuela Elemental Universitaria de Chicago. Las actividades habituales del aula nos exigían que actuáramos como individuos que estaban involucrados en los importantes temas actuales. Nuestro tema, un día, fueron las sesiones finales de la Conferencia de Paz de París. Tuve el papel de Walther Rathenau, el ministro de Relaciones Exteriores alemán, quien había hecho un apasionado alegato en favor de su país, basándose en la incongruencia entre los términos de la paz y los Catorce Puntos del presidente Woodrow Wilson. (1)

    (1) El presidente Wilson, en un mensaje al congreso de enero de 1918, delineó un programa de largo alcance para manejar los términos de la paz con Alemania y el mundo de posguerra. El pedido de paz alemán basado en los Catorce Puntos de Wilson de noviembre de 1918, había sido garantizado por los aliados, pero estos términos quedaron en el trasfondo, en la medida en que se materializaron conflictos de enfoque e interés durante la Conferencia de Paz de París.

    Yo compartía su opinión de que el tratado de paz carecía de justicia, coherencia y fines adecuados.

    Ese verano los colegas universitarios de mi padre discutieron los términos del Tratado de Versailles en profundidad y ninguno de ellos, por lo que sé, creía en su sabiduría. Constituían, en mi opinión, el grupo de estudiosos más distinguido que jamás se haya reunido, pero era evidente que carecían de poder para influir en los acontecimientos.

    Fue entonces, a los doce años, que decidí que, cuando creciera, quería estar en una posición que me permitiera participar en los acontecimientos mundiales y estar cerca de los niveles de influencia. La comunidad académica no parecía ofrecer dicha posibilidad.

    Fui a la escuela elemental y al secundario, ambos vinculados con el Departamento de Educación de la institución, y los terminé a los quince años. Mi padre —quizás debido a sus propias experiencias— decidió que era demasiado pequeño para entrar en la universidad, de modo que me enviaron a Hotchkiss, una escuela preparatoria de Connecticut cuyos egresados, por lo general, iban a Yale.

    Mis dos años en Hotchkiss estuvieron llenos de camaradería, deportes, chicas y estudios, en gran medida en ese orden. Me gustaban las matemáticas y consideré la posibilidad de estudiar física. El latín, como pude descubrirlo a través de la belleza de Virgilio, no era la materia que había encontrado tan tediosa en el secundario de Chicago. Estaba desarrollando mi propio gusto literario y el enfoque que en Hotchkiss se le daba a la materia me dejaba bastante menos que fascinado. Este enfoque, según me dijeron, era el mismo de Yale.

    De modo que elegí Harvard en lugar de Yale, para sorpresa de mi padre y desilusión de mi cuñado, Walter Paepcke, quien quería que siguiera sus pasos. Después de que expresé cierto interés en Harvard, me invitó a la cena anual del Club Yale de Chicago, pero no me sentí especialmente impresionado por sus representantes.

    El invitado del Club Princeton era el más ingenioso de los conferenciantes, pero un hombre del Club Harvard, desde mi punto de vista, hizo el mejor discurso. En parte como resultado de esto, me encontré en Harvard en el otoño de 1924. Si hubiera ido a una cena de alumnos de Harvard en esos días de prohibición y de excesiva bebida, probablemente habría terminado en Yale.

    En Harvard me comprometí tanto con los amigos que hice a través de mi participación en el equipo de fútbol y en el de remo, que cada vez descuidé más mis estudios. Cuando llegué al último año, tuve que lamentar mi actitud despreocupada hacia mis exigencias académicas. No sólo tuve que anotarme en cinco materias en lugar de cuatro, sino que no pude evitar hacerlo lo mejor posible en cualquiera de ellas y merecer, así, el diploma de honor. Me fue bien en economía y recibí un summa cum laude en mi tesis. Por poco margen no me pude graduar con un magna cum laude.

    Había trabajado demasiado duramente ese año, sin embargo, y una seria hepatitis me obligó a guardar cama en la primavera. En ese tiempo los médicos sabían poco sobre la enfermedad y no acertaron a advertirme que evitara el alcohol hasta que estuviera completamente recuperado. Después de defender mi tesis de doctorado y finalizar mis exámenes finales, me uní a algunos amigos para celebrar.

    Después de que brindamos por el fin de nuestros años de universidad y nos juramos amistad eterna, Freddy Winthrop, en una conversación con Morton Eustis, se jactó de lo buena que era en el mar una canoa que acababa de comprar. Morton le apostó doscientos dólares a que no podría ir remando entre el río Ipswich, al norte de Boston, y el amarradero del Yatch Club de Nueva York. Junto con Freddy acepté el desafío.

    La mañana siguiente, al amanecer, nos subimos a la canoa con dos latas de porotos asados y un cuchillo de bolsillo. Ocho fríos y ventosos días después, luego de dos estrechos contactos con la muerte, llegamos a Nueva York, transportados de entusiasmo por haber vencido las dificultades y haber sobrevivido a una peligrosa aventura. Alegremente pagamos los cien dólares necesarios para embarcar la canoa nuevamente a Boston.

    El fin de semana siguiente celebramos nuestra victoria en North Easton, Massachussets, donde los miembros de la interesante y gran familia Ames tenían sus casas. Establecimos una competencia atlética y yo me anoté para la carrera de sesenta metros. Para mí, la competencia terminó a los treinta metros, donde me desmayé y tuvieron que llevarme al hospital con una grave recidiva de hepatitis. Mi médico no creía que pudiera superarla. Pasaron seis meses hasta que me recuperé.

    El estudio de la economía revitalizó mi interés en encontrar un camino para entender e influir al mundo real, al cual veía como algo bastante diferente del mundo académico o social.

    La economía llevaba al mundo de los negocios y del comercio internacional, pero sólo de manera abstracta. Sus análisis eran lógicos, pero dependían de un conjunto de supuestos cuidadosamente definidos, que no eran evidentes por sí mismos y sólo parcialmente válidos. En ciertos contextos, tales supuestos diferían del sentido común y de la experiencia personal. En especial, no se podían derivar juicios de valor de la economía. Ésta dependía de juicios de valor supuestos y ampliamente simplificados.

    En la sociología esperé encontrar la disciplina que vincularía la vida práctica con los valores básicos. Complementé mis estudios de economía con un curso de sociología, un campo al cual volvería alrededor de diez años más tarde, en busca de respuestas para preguntas que habían surgido a lo largo de la década. En este intento por comprender, encontré ayuda en Harvard, pero no la suficiente.

    Lo mismo es verdad respecto de mis años en Wall Street, pero las dos experiencias se las arreglaron para complementarse entre sí y me ayudaron en la década del cincuenta a explorar esos asuntos con mayor profundidad, a partir de ciertas nociones de la dirección en la cual buscar las respuestas.

    Después de graduarme en 1928 y decidir entrar en el mundo de los negocios en lugar de hacer el doctorado, trabajé por poco y nada en la oficina contable de una fábrica de cajas de cartón de la Container Corporation of America en Filadelfia, y luego en Bridgeport, Connecticut. Instructivo como fue, pronto pensé que había aprendido todo lo que quería de contabilidad. Era momento de cambiar.

    Hice un trato con William T. Bacon, un amigo de mi padre y socio principal de la empresa de corretaje Bacon, Whipple and Company de Chicago.

    Accedió a pagarme el pasaje a Alemania a cambio de un informe sobre si los títulos alemanes podían ser una mejor inversión que los títulos norteamericanos, a sus habituales precios excesivamente altos. Si el informe demostraba tener valor, la firma me haría un pago adicional por mi tiempo y los demás gastos.

    Los siguientes ocho meses los pasé en Europa, armado con cartas de presentación para diversos banqueros, profesores y otros profesionales, incluido un banquero de Clarence Dillon, jefe de Dillon, Read and Company, banqueros de inversión en la ciudad de Nueva York.

    Me reuní con el señor Dillon antes de mi partida. Percibí que era un hombre de extraordinaria inteligencia. Me invitó a almorzar a su comedor privado en el piso catorce del edificio Equitable en la calle Nassau. Nos interrumpió uno de los socios de la firma, un hombre más joven llamado James Forrestal.

    En una carta que escribí en esa época, describía la impresión que me había producido James Forrestal en ese primer encuentro: Fue una experiencia extraordinaria. Dejé de sentirme pequeño e ineficaz. Forrestal me impresionó como alguien muy agudo y enérgico. Un espécimen mucho más agradable que los que he visto en mucho tiempo.

    Después de siete meses en París, Berlín y otras partes de Europa y poco antes de mi vuelta a Estados Unidos, hice mi primera visita a la Unión Soviética. Era el año 1929 y la visita no estaba en mi itinerario. Me encontré con Freddy Winthrop en Berlín mientras contaba con un poco de tiempo libre y decidimos hacer una caminata alrededor del lago Inari, en el norte de Finlandia.

    El lago estaba a casi cuatrocientos kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico. Fuera de unos pocos asentamientos de lapones en la costa del lago, toda la zona estaba deshabitada.

    El sol brillaba las veinticuatro horas del día en esa época del año, pero el cielo estaba cargado y una llovizna penetrante empapaba nuestras ropas. Nos dirigimos hacia el norte, al pequeño pueblo finlandés de Petsamo (hoy en día soviético y rebautizado Pechenga) en el mar de Barens.

    No había huellas y luego de caminar tres días en la lluvia nos perdimos. Sin saberlo, habíamos cruzado la frontera de la Unión Soviética y todavía podríamos estar allí, enterrados en una prisión soviética, si no nos hubiéramos encontrado con el Buen Samaritano, un ruso que pescaba en un lago desolado. Nos dijo que estábamos en la Unión Soviética y que mejor nos fuéramos rápido. Nos mostró una huella que nos llevaría nuevamente a Finlandia y nos dijo que, si fuera nosotros, correría.

    ¡Y a correr nos lanzamos hasta que volvimos a cruzar la frontera! Salimos cerca del hermoso pueblo de Boris Gleb, con sus casas blancas en medio de un bosque de abedules y una hermosa iglesia con cúpulas en forma de cebolla junto a un enorme río, el Pasvik, que fluye hacia el Ártico. Luego de descansar en Boris Gleb, caminamos hasta Kirkenes en Noruega. Allí tomamos un barco que daba la vuelta al cabo Norte.

    Al volver a Chicago en septiembre, me detuve en Nueva York para ver al señor Dillon y agradecerle las cartas de presentación. Me pidió que le mostrara mi informe. Si bien la lógica del informe era simple, no creo que nadie se lo hubiera preparado de la misma forma.

    Los hechos esenciales, según yo los veía, eran que la economía alemana no podía soportar demasiada tensión y que la estructura política de Alemania era aún más débil. A fin de responder a los pagos reparatorios que se les exigían, los alemanes habían recurrido a enormes préstamos a corto plazo, provenientes cada vez más de bancos norteamericanos. Si se producía una recesión en la economía mundial, especialmente en Estados Unidos, los bancos no renovarían sus préstamos.

    El gobierno alemán tendría que imponer una política económica recesiva y deflacionaria en el ámbito económico, a fin de compensar el retiro de capital del país. La estructura política no era lo suficientemente fuerte como para tolerar ese tipo de depresión económica. Al ser éste el caso, mi conclusión era que cualquiera que contemplara la posibilidad de invertir dinero en Alemania tenía que hacerse ver de la cabeza.

    Clarence Dillon se interesó en mí y me invitó a pasar el fin de semana en Dunwalke, su propiedad de Nueva Jersey. Durante el viaje en su Rolls Royce, le pregunté si pensaba que nos encaminábamos a una recesión. No, dijo, será el fin de una época.

    Siguió explicando que, a lo largo de la historia, las sociedades habían estado dominadas por un elemento u otro de la sociedad: los clérigos, la nobleza, los militares, los políticos, fueran populares o aristocráticos y, de tanto en tanto, por ricos financistas.

    Este último elemento había encontrado durante un tiempo su camino hasta la cumbre de la jerarquía en la antigua Grecia, en la Roma de los tiempos de Lúculo, en las ciudades-estado de Italia durante la época de los Medici, durante un período en Francia y luego en Austria. En Estados Unidos, la comunidad bancaria de Nueva York había ejercido más influencia en Washington que los políticos desde la Guerra Civil. La historia, señaló, nos ha demostrado que los períodos dominados por los financistas han sido de duración relativamente breve.

    No, dijo con solemnidad, no tendremos una recesión; tendremos una depresión, lo cual será mucho más serio de lo que cualquiera ahora supone posible. Después de ella, predijo, Wall Street no controlará más las palancas del poder y la influencia; se verá reducida a un elemento secundario dentro de nuestra sociedad.

    Por eso, continuó, estaba desmantelando toda la red de distribución nacional de la compañía y sólo retendría a un conjunto de personas en la oficina de Nueva York. Dijo que les había dado aviso a unos cuatro mil empleados capaces, bien entrenados y buenos de Dillon, Read and Company en todo el país. Por el momento, el mercado estaba alcanzando cotidianamente nuevas alturas y toda esa gente podría obtener trabajo al día siguiente. Si se demoraba un mes más dudaba de que pudiera hacerlo.

    Sus palabras me bajaron a la realidad, pero me resultó difícil creer en esos días vehementes previos a que el mercado se viniera abajo que nos estábamos encaminando hacia un desastre. Sus predicciones, sin embargo, resultaron acertadas.

    Volví a Chicago y le envié mi informe al señor Bacon, quien no pareció estar especialmente interesado. Me ofrecieron algunas acciones que la firma estaba vendiendo al precio de la empresa más que al del mercado y un empleo. Renuncié a las primeras —porque tenía poco dinero— y acepté el segundo.

    Apenas había estado unos días allí, cuando recibí un telegrama del señor Dillon pidiéndome que fuera a trabajar con él. Me precipité sobre la oportunidad y el primero de mes, justo antes del Martes Negro, en octubre de 1929, me convertí en el empleado número cincuenta y uno de la lista de personal de Dillon, Read and Company. Es muy probable que haya sido el último hombre contratado en Wall Street por muchos años.

    La fortuna me sonrió a pesar de la Depresión que ensombrecía la economía mundial. Trabajé con algunos de los hombres más distinguidos de Wall Street y me codeé con algunos de sus jóvenes estafadores más notorios. Fue una educación útil estar expuesto de joven a los barones y los magos de las altas finanzas. La experiencia me dejó como saldo escasa reverencia por los grandes y quizás excesiva confianza en mis propias capacidades y mi juicio.

    Las teorías de John Maynard Keynes no nos resultaron sorprenden-tes ni a mí ni a mis contemporáneos cuando se publicó su libro La teoría general del empleo, el interés y el dinero, en 1936. La economía keynesiana puede haber sido una revelación para el mundo académico, pero entre los hombres jóvenes de Wall Street, sus teorías eran una confirmación de lo que habíamos aprendido a través de nuestra experiencia práctica cotidiana.

    Era evidente, para nosotros, que la depresión había sido causada por una búsqueda competitiva y que se cebaba a sí misma con la liquidez financiera. Podía revertirse con la ayuda de un masivo gasto deficitario por parte del gobierno, pero sólo después de que la Depresión llegara a un punto máximo, según ocurrió en 1932.

    Expresé esta teoría en una cena de 1932, casi con resultados desastrosos. Poco antes había conocido a Phyllis Pratt, quien me produjo una impresión inmediata, porque era adorable, alegre y tenía la bendición de una sonrisa radiante, capaz de iluminar los rincones más oscuros. A su debido tiempo, me llevó a su casa para que su familia me inspeccionara y para conocer a su madre, una mujer en cierta forma extraordinaria, la diputada Ruth Pratt del distrito Blue Stocking de la ciudad de Nueva York. Era una cena elegante y otro de los huéspedes era Sir Montagu Norman, un distinguido caballero británico y presidente del Banco de Inglaterra.

    En respuesta a una pregunta de la señora Pratt, dijo que la Gran Depresión era el resultado de un exceso de producción mundial. Yo no tenía más de veinticinco años, pero ello no me detuvo para expresar mi desacuerdo.

    El exceso de producción no es el problema, dije. El mundo necesita mucho más de lo que se está produciendo. El problema es la falta de capacidad de pago debida a una búsqueda mundial competitiva de seguridad económica a través de una excesiva liquidez bancaria.

    Hubo un momento de silencio mientras mi impertinencia seguía cerniéndose sobre los comensales, pero Sir Montagu se interesó en el tema. Nuestro debate dominó el resto de la conversación de la noche.

    Un tiempo más tarde, Phyllis me dijo que, luego de que se fueron los invitados, su madre le preguntó si realmente estaba muy interesada en ese temerario joven. Cuando Phyllis le contestó que sí, su madre dijo que se iba arriba: sentía que estaba a punto de enfermarse. Pero la señora Pratt pensó que su criatura no podía hacer nada malo y rápidamente me aceptó en la familia. A lo largo del tiempo desarrollamos un duradero afecto mutuo.

    Phyllis y yo nos casamos en diciembre de 1932, una unión que duró más de cincuenta y cuatro años. Dos de nuestros hijos, Heidy y Peter, nacieron unos años más tarde. Los otros dos, Bill y Nina, aparecieron en los años cuarenta, después de que nos habíamos mudado a Washington. Phyllis intentó, a lo largo de los años, suavizar las aristas de un marido en cierta forma lleno de puntas, me temo que sin mayor éxito.

    Antes de mi matrimonio con Phyllis, compartí un departamento en la calle ochenta y dos con una serie de compañeros, incluido, en 1932, Sidney Shepard Spivak, un hombre de talento e inteligencia excepcionales, que siempre tenía algún tipo de plan en funcionamiento. Spiv, como lo llamábamos cariñosamente, era un ardiente defensor de Franklin Delano Roosevelt.

    Yo también apoyaba a Roosevelt. Había llegado a la conclusión de que Herbert Hoover y sus asesores económicos carecían de la necesaria comprensión de la forma en que funcionaba la economía interna, así como de su relación con la economía internacional. Ese fracaso había llevado a una expansión poco sabia del crédito en 1927, al derrumbe del mercado de 1929 y a una contracción de los gastos del Estado y del crédito bancario en 1930, lo cual convirtió el derrumbe de Wall Street en una Depresión mundial en 1930 y 1931.

    No veía esperanza alguna de que se revirtieran dichas políticas, salvo a través de un cambio de administración. A pesar de lo que Roosevelt decía acerca de equilibrar el presupuesto e intentar proteger a Estados Unidos de la Depresión mundial por medio de crecientes barreras comerciales, pensaba que sería más permeable que los republicanos a las nuevas ideas y a revertir su posición.

    Durante la campaña presidencial trabé conversación con un caballero que se sentaba junto a mí en el subterráneo de la avenida Lexington. Estaba tan interesado en lo que decía, que lo invité a cenar la noche siguiente en el departamento que compartía con Spiv.

    William Bullitt había sido miembro de nuestra delegación ante la Conferencia de Paz de París de 1919. Nos contó un cuento fascinante acerca de una visita clandestina a Moscú en 1919, donde había ido a pedido del presidente Wilson a investigar la estabilidad del gobierno bolchevique.

    Había vuelto con un plan, aprobado por Lenin, que esperaba que mejorara las relaciones entre los dos países. El presidente Wilson había ignorado la recomendación de Bullitt de que adoptara el plan y Bill había renunciado a la delegación con cierta amargura.

    Volvió a Estados Unidos después de pasar algún tiempo en Francia y se ocupó de otras cosas. Su persistente interés, sin embargo, en mejorar nuestras relaciones con la Unión Soviética era evidente. Los tres —Bill, Spiv y yo— nos hicimos amigos y continuamos cenando juntos de tiempo en tiempo.

    A través de Spivak, Bill se involucró en la campaña de Roosevelt y pudo persuadir al candidato presidencial de que, al asumir, el gobierno de Estados Unidos debería reconocer a la Unión Soviética y que él, Franklin D. Roosevelt, debería nombrar a Bullitt primer embajador norteamericano ante el gobierno bolchevique de Moscú.

    En 1935 la suerte me sonrió. Por invitación de un amigo me uní a otras veinte personas para construir un laboratorio en Estados Unidos para dos científicos franceses que habían desarrollado un nuevo producto vitamínico-mineral. A cambio, nos dieron los derechos exclusivos para comercializar sus productos en Estados Unidos.

    Visynerall, como se llamaba el producto al principio, fue un éxito total. Más adelante, el laboratorio desarrolló un conjunto de otros excelentes productos farmacéuticos, incluyendo una píldora para ciertos tipos de diabetes. Quince años más tarde, se lo vendimos a Revlon a cambio de una gran cantidad de sus acciones. De allí en adelante fui financieramente independiente.

    En la primavera de 1937, Phyllis y yo tomamos nuestras primeras vacaciones largas desde nuestra luna de miel. Recorrimos Europa en automóvil, un Ford modelo A, y nos quedamos la mayor parte del tiempo en Alemania. Vimos signos ominosos en pueblos donde se proclamaba: ¡Los judíos no son bienvenidos aquí! Escuchamos a Hitler despotricando y enfureciéndose ante enormes multitudes en Múnich y en Rottenburgo con evidente efecto.

    Lo que más me preocupó fue pasar junto a un grupo de jóvenes de aproximadamente dieciséis años —miembros de los Jugendkorps de Hitler— en un camino de Bavaria. Eran apuestos y saludables pero duros, con una mirada de arrogancia y desprecio que hizo que corriera un estremecimiento de aprensión por mi espina dorsal.

    Recordé la Primera Guerra Mundial y el armisticio, Versalles, las Consecuencias económicas de la paz de Keynes y mis propias experiencias en Alemania durante la inflación de 1922, reiterada en 1929 y 1930. Se sentía el peligro en el aire, peligro de que una cadena de acontecimientos pudiera llevar a una expansión del totalitarismo y a la guerra. La pregunta era: ¿qué podía uno hacer, ¿qué podía hacer yo, para mitigar el peligro?

    Cuando volvimos a Nueva York, Phyllis y yo fuimos a pescar salmones a un río aislado en el bosque central de New Brunswick. Volví a leer un libro que había comenzado por primera vez en 1931: La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. En esa época, mi reacción fue sentir que tenía todas las fallas del temperamento alemán; era brillante, lleno de sentimientos y pensamientos profundos pero dogmático, rudo, carente de tacto.

    A lo largo de las pacíficas orillas del río Upsalaquitch, examiné los defectos de su lógica. ¿Cómo podían las tendencias hacia la decadencia cultural, el cesarismo socialista y la guerra, que veía como irreversibles, contrarrestarse y revertirse? No conocía a nadie que tuviera una opinión lúcida y persuasiva acerca de ese tema.

    Renuncié a Dillon, Read and Company, mudé mi familia a Boston y me matriculé como estudiante de doctorado en Harvard, en el campo de la sociología, con filosofía y derecho constitucional e internacional como disciplinas complementarias. Fue un año memorable.

    Aprendí mucho de sociología, algo de filosofía y un poco de derecho, pero casi no recibí respuestas sobre Spengler, las tendencias del futuro y lo que podía hacerse para afectar tales tendencias. Al finalizar el año volvimos a Nueva York, con las preguntas más claramente formuladas en mi mente, pero todavía sin respuestas.

    Encontré excitante el área de la inversión bancaria, así como desarrollar reorganizaciones y fusiones que involucraban tratos multimillonarios en dólares. Me resultó difícil evitar involucrarme en lo que parecían ser oportunidades interesantes. En 1938 formé la Paul H. Nitze y Compañía, que consistía en mí, un asociado y un secretario para ambos.

    Manejar mi propia compañía era excitante y desafiante y, en lo fundamental, resultó un éxito. Pero inclusive con la ayuda de bufetes de abogados, firmas de ingenieros, contadores y bancos, implicaba trabajar bajo una tremenda tensión. Contraje una infección de estreptococos en 1939 que persistía tozudamente. En esos días, no había penicilina para combatir a esta bacteria.

    Después de recuperarme, decidí que manejar mi propio negocio era demasiado agotador y obviamente perjudicial para mi salud. Jim Forrestal en ese entonces era presidente de Dillon, Read and Company, si bien Clarence Dillon todavía mantenía el control.

    Le dije a Jim que me gustaría volver a Dillon, Read, que prefería la paz y la quietud de la cama matrimonial al alboroto de la cama de soltero. De ninguna manera sabía que, en menos de un año, volvería al alboroto de la cama de soltero, esta vez en la ciudad de Washington.

    Parte I

    La guerra y la herencia de la guerra

    Cuando los ejércitos alemanes de Adolf Hitler invadieron Polonia el 1° de septiembre de 1939, estaba visitando a mis padres en su finca, el Constant Spring Ranch, en lo alto de las Montañas Rocallosas de Colorado. La finca de seiscientos acres cubría el lado más bajo de una montaña llamada Twin Sisters (las Hermanas Gemelas) y el valle que se extendía a lo largo del arroyo que corría entre la Twin Sisters y Longs Peak, la montaña más alta en la línea de división continental.

    La Twin Sisters es una montaña larga, oscura y boscosa con jibas gemelas que dominan gran parte del horizonte cuando uno mira hacia el oeste las llanuras del noreste de Colorado. El arroyo se había convertido en una serie de diques donde había castores y estanques que se extendían detrás de ellos.

    El ingreso principal de la finca provenía de la caza anual de castores por parte del Departamento del Interior de Estados Unidos, que los atrapaba para trasladarlos a las fuentes del Mississippi y el Missouri. La casa de mis padres estaba en la loma de la Twin Sisters que miraba directamente, a través del valle, al costado perpendicular de Longs Peak, donde su base cae en el lago Chams. Mi hermana y yo habíamos pasado nuestros veranos en esas montañas y conocíamos cada palmo del terreno que se extendía al oeste del Grand Lake y al norte de la frontera de Wyoming.

    Mi padre tenía el hábito de invitar, cada verano, a uno de sus estudiantes de doctorado de la Universidad de Chicago para que pasara las vacaciones en la finca, ayudándolo con algunas de las tareas domésticas, pero, fundamentalmente, absorbiendo sabiduría. Ese año, el estudiante era Claude Bakewell, proveniente de una distinguida familia de St. Louis. Su campo de estudios era la filología, pero luego se hizo sacerdote jesuita.

    Apenas escuché las noticias de la invasión de Hitler, decidí volver inmediatamente a Nueva York. Claude se ofreció a llevarme al pueblo para tomar el próximo avión que saliera hacia la costa este. La crisis se había estado preparando durante cierto tiempo, pero no era posible anticipar plenamente la concreción de semejante acontecimiento.

    Durante el viaje en automóvil, nos trabamos en una conversación acerca del sentido. La reciente noticia de la guerra y el trayecto en automóvil por las montañas en una noche estrellada nos llevaban a preguntarnos por lo imponderable. ¿Tenía sentido la vida, tenía sentido el universo? Si era así, ¿podía la mente humana tener una comprensión aproximada de dicho sentido? ¿Era posible formular un determinado sentido que fuera más satisfactorio que otros?

    Finalmente dimos vuelta la conversación y la convertimos en un examen de si se podía formular un determinado sentido del universo que fuera menos satisfactorio que otros. Si era posible formular una escala jerárquica de lo malo a lo peor, ¿no sería igualmente posible formularla de lo mejor a lo todavía mejor?

    Si era posible para la mente humana hacer esto, entonces sería posible tener una captación, si bien opaca y aproximativa, no totalmente inútil acerca de lo que era no sólo el mundo, sino también todo el universo que nos rodeaba, con su inmensa diversidad, energía e impulso. Con estos graves pensamientos dando vueltas alrededor de mi cabeza entré en los años de la Segunda Guerra Mundial.

    Para el momento en que llegué a mi escritorio de Dillon, Read and Company en Nueva York, Estados Unidos había declarado su neutralidad, una decisión con la cual coincidía. Al ser de ascendencia germano-norteamericana, me había comprometido profundamente con la neutralidad norteamericana al comienzo de la Primera Guerra Mundial. Pero cuando Estados Unidos entró en esa guerra, hice lo que pude para favorecer nuestra intervención.

    Era demasiado joven para el ejército, de manera que busqué otra cosa que hacer. Para mi propia sorpresa, me di cuenta de que era capaz de venderle una gran cantidad de Títulos para la Libertad a la gente de nuestra comunidad. Creía en los Catorce Puntos de Wilson y me sentí profundamente conmocionado cuando se los dejaron de lado en la Conferencia de Paz de Versalles. Creía firmemente en la tesis de John Maynard Keynes que aparecía en su libro Las consecuencias económicas de la paz, según la cual el tratado de Versailles era punitivo y estaba destinado a sembrar las semillas de un conflicto futuro.

    En los tempranos años del surgimiento de Hitler, tenía sentimientos ambivalentes acerca del impresionante resurgimiento económico que se había producido en Alemania, en contraste con los obvios peligros que se podían prever por sus métodos extremistas. Estaba igualmente preocupado por los peligros que podían surgir de las ideas y los métodos de José Stalin en la Unión Soviética. Me parecía que Estados Unidos debía mantenerse al margen de dicha lucha. Esto me llevaba a simpatizar con los partidarios del "America First". (2)

    (2) America First: partido fundado durante la guerra, de tendencia aislacionista

    La debacle de Múnich, seguida casi inmediatamente por la invasión alemana a Checoslovaquia, me persuadió de que el peligro mayor estaba representado por Hitler. Pero en 1939 todavía creía que la neutralidad era la opción adecuada para Estados Unidos.

    Muchos de mis amigos sentían lo contrario. Billy Fisk, quien había sido mi asesor en Dillon, Read y quien cuatro o cinco años antes había descubierto las bellezas de Aspen, Colorado, y me había convencido de que me uniera a él para desarrollar un área de esquí, voló a Inglaterra para unirse a la Fuerza Aérea Real.

    Fue el último piloto de combate que murió en la batalla de Bretaña del siguiente año. Mi amigo de la escuela secundaria Morton Wustis condujo un camión para el Cuerpo de Servicios Amistosos y lo mataron durante la invasión alemana a Francia. Stewart Alsop, otro amigo de Harvard, se unió al ejército británico y sobrevivió a la guerra.

    La mañana del 9 de abril de 1940, las tropas alemanas cruzaron la frontera holandesa y lanzaron el asalto relámpago que, en cuestión de semanas, destruyó la resistencia de los Países Bajos, expulsó lo que quedaba del ejército expedicionario británico del continente europeo y forzó la rendición de Francia. Francia y Polonia estaban perdidas, Stalin era aliado de Hitler y el ejército británico estaba seriamente debilitado. Totalmente conmocionado por tales acontecimientos, no veía cómo se podía derrotar a Hitler.

    Mientras rumiaba estos ominosos acontecimientos, entré en la oficina de mi jefe Clarence Dillon y le pregunté qué esperanza veía para el futuro. Dijo: "Paul, usted está abiertamente desalentado. La situación es extremadamente grave pero no desesperada. Analicémosla juntos. En esta guerra, la tecnología moderna, según lo ilustran el tanque y el aeroplano, es de enorme importancia. A largo plazo, Detroit puede producir mucho más que el Ruhr.

    El asunto, entonces, es el tiempo. ¿Puede Inglaterra soportar el tiempo suficiente para que la capacidad superior de producción de Detroit se transforme en poderío militar eficaz? Hoy en día, el principal recurso defensivo inglés es el canal de la Mancha. En la medida en que la flota francesa no caiga en manos de los alemanes, la flota británica debería poder dominar el canal que los alemanes no pueden invadir".

    Siguió diciendo que acababa de hacer una llamada telefónica transatlántica a su viejo amigo Lord Beaverbrook, el editor del Daily Express de Londres y un socio estrecho del primer ministro británico, Winston Churchill, para urgido a que se hundiera la flota francesa antes de que los alemanes pudieran poner sus manos sobre ella. La llamada llegó mientras yo estaba en la habitación. Salí. Pocos días después, los ingleses efectivamente hundieron lo principal de la flota francesa en Mers el-Kébir, Argelia.

    El asombroso éxito del Blitzkrieg alemán produjo un dramático y profundo cambio en el humor, si no en las políticas, de Estados Unidos. Técnicamente, seguíamos siendo neutrales y estábamos obligados, por las leyes de neutralidad aprobadas en los años treinta, a aislarnos de cualquier compromiso directo en la lucha. Pero la realidad de la situación era tal que nuestra acción política se desviaba cada vez más de nuestra política declarada. Cuanto más conquistaban los alemanes, más expuesta al peligro quedaba nuestra seguridad.

    Durante la primavera de 1940, el presidente Roosevelt se convenció, a raíz de los acontecimientos, de que había llegado el momento de que Estados Unidos se preparara para una posible intervención en la guerra. La medida en que podíamos actuar era limitada, no sólo por la legislación sino por la oposición del congreso y del país en general.

    No todos los partidarios de America First, entre los cuales me contaba, se habían convencido de la necesidad o conveniencia de que Estados Unidos se involucrara. Roosevelt, por añadidura, había mantenido aparte a la comunidad norteamericana de hombres de negocios.

    Su estrategia política básica, todo a lo largo de los años treinta, había sido pintar a los hombres de negocios norteamericanos —y en especial a Wall Street— como malhechores de gran riqueza y describirse a sí mismo como el defensor del hombre común.

    Después de la caída de Francia, se dio cuenta de que no seguía siendo útil describir a los hombres de negocios norteamericanos como los ellos hostiles opuestos al "nosotros constituido por la mayor parte del pueblo norteamericano conducido por el Partido Demócrata, que él dirigía. Lo que ahora hacía falta era unificar el país, integrarlo en un nosotros" común.

    La amenaza —los "ellos" amenazantes— había pasado a ser Hitler y sus seguidores nazis. Había llegado el momento de reconstruir los vínculos entre Washington y los hombres de negocios norteamericanos, empezando por Wall Street.

    Durante los años treinta, Dillon, Read and Company fue una de las firmas de mayores ganancias de Wall Street, pero era pequeña en términos de personal. Éramos aproximadamente cincuenta personas, incluidos empleados y dactilógrafas; los socios o funcionarios de la firma alcanzaban aproximadamente a quince. Clarence Dillon, quien controlaba la firma, había derivado gran parte de la responsabilidad cotidiana a otros socios, especialmente a James V. Forrestal, a quien se lo había designado presidente. Yo era uno de los diversos vicepresidentes.

    Un día de junio de 1940, Jim me llamó a su oficina y me dijo que necesitaba mi consejo. Paul Shields, un comisionista de Wall Street, demócrata y amigo del presidente Franklin Delano Roosevelt, acababa de dejarlo tras hacerle una propuesta intrigante. Sólo poco tiempo antes, el congreso había autorizado al presidente a designar seis administrativos especiales, los "seis silenciosos" como luego se denominaron.

    Paul le había dicho que Roosevelt había decidido reconstruir sus relaciones con la comunidad empresaria, en vista de los tiempos difíciles que se avizoraban. Quería alguien de Wall Street, preferiblemente un demócrata, que fuera a Washington para formar parte de los seis asesores. Paul había sugerido el nombre de Jim y el presidente, a su vez, había autorizado a Paul a que averiguara si Jim aceptaría.

    Jim, obviamente, se sentía incómodo ante la posibilidad de aceptar el cargo. Toda su vida había estado envuelta en los negocios y no tenía experiencia alguna en el gobierno o en la política. De ninguna manera estaba seguro de que pudiera ser eficaz o útil en Washington; me preguntó qué pensaba yo que él debía hacer.

    Le respondí preguntándole qué ocurriría si tomaba el cargo y las cosas no funcionaban bien. En tales circunstancias, respondió, "creo que volvería a Dillon, Read. Le dije que pensaba que él mismo había respondido su propia pregunta. Si vas y resulta bien, ganas, le dije. Si sale mal, pierdes muy poco, Y si no vas, ¿alguna vez no te arrepentirás de haber perdido una posible oportunidad de trabajar en un marco de mayor alcance?" Me respondió que sí.

    Forrestal fue a Washington casi de inmediato. Pocas semanas después me encontré en Luisiana tratando de conseguir alguna financiación para la United Gas Company (hoy Pennzoil). Una noche, cuando volví a mi hotel en Shreveport, encontré un telegrama que me decía: Ve a Washington lunes mañana. Forrestal.

    La orden resultaba lo suficientemente clara tal como estaba, pero no explicaba demasiado. Al día siguiente llegué a la oficina de Jim en el viejo edificio de la Marina de Guerra, ahora convertido en el Viejo Edificio de Oficinas del Ejecutivo, junto a la Casa Blanca. El único personal que por ley se le autorizaba a tener era un secretario.

    Me dijo que quería que ocupara un escritorio en su oficina, viviera en la casa que acababa de alquilar en Washington y lo ayudara lo más que pudiera. El gobierno no podía pagarme, de modo que seguiría en el plantel de Billón, Read. De esta forma totalmente ilegal, comenzó mi carrera en Washington.

    Problemas latinoamericanos

    En el verano de 1940, el edificio de la Marina de Guerra era el centro del Poder Ejecutivo. Ese solo edificio, con sus altos techos, sus puertas con persianas y sus chimeneas en cada habitación, alojaba a todo el Departamento de Estado tanto como al personal ejecutivo del presidente. Entre quienes ahora estaban instalándose en una u otra parte de Washington, había una cantidad sustancial de gente que previamente había sido persona no grata en la administración de Roosevelt.

    Estoy hablando, por cierto, de personas que habían sido, como yo, parte de la comunidad empresarial y financiera. Incluían muchos afilia-dos republicanos. Si bien al comienzo había sido afiliado demócrata, había cambiado de partido en 1937 como resultado de mi creencia en que el intento de Roosevelt por empaquetar a la Suprema Corte era contrario al espíritu de la constitución.

    Para mi alojamiento, acepté la oferta de Jim de quedarme con él en la casa que había alquilado en Woodland Drive. Entre quienes venían a cenar, los invitados más frecuentes eran Arthur Krock, quien dirigía la corresponsalía en Washington del New York Times, Thomas G. Corcoran y Benjamín V. Cohen, ambos miembros del "círculo más íntimo" de Roosevelt en la Casa Blanca. Krock se imaginaba que era un hacedor de reyes de Washington.

    Era brillante, cínico, conocedor de las costumbres de la ciudad y, en esos días, el miembro más poderoso e influyente de la prensa de Washington. Su conocimiento de la personalidad de los miembros de la administración y del congreso no tenían parangón. Para nosotros dos, que éramos nuevos en la ciudad, su consejo experimentado era invalorable.

    Tommy Corcoran y Ben Cohen eran los principales autores del New Deal de Roosevelt, de sus programas v legislación. Tommy era efervescente, chispeante, lleno de optimismo r cerca de que el New Deal —basado en gastar y gastar, elegir y elegir, gravar y gravar— era la respuesta a todos los ruegos y podía seguir adelante indefinidamente. Ben, en mi opinión, tenía una perspectiva más esclarecida y responsable. Entre ambos habían hecho mucho por lograr que el programa interno de Roosevelt funcionara, en el sentido de rescatar el país de lo peor de la Gran Depresión.

    Una de las primeras tareas específicas asignadas a Forrestal por Roosevelt se vinculaba con América del Sur y el Caribe. Nadie tenía demasiada certeza acerca del lugar donde Hitler haría su próximo movimiento después de la caída de Francia. Una posibilidad era que las divisiones alemanas atravesaran España y bajaran a lo largo de la costa africana quizás hasta Dakar, asegurándose así el control de los accesos occidentales al Mediterráneo y aislando a Gran Bretaña del canal de Suez.

    La presencia alemana en el punto de África más cercano a América del Sur, unida con la subversión alemana e italiana en América del Sur, podía representar una amenaza para la zona sur del hemisferio occidental. Había un conjunto de acciones previstas. Una de éstas era asegurarse el control aéreo sobre el Caribe, por razones estratégicas y como una manera de contrarrestar los submarinos alemanes del golfo de México.

    Forrestal y yo elaboramos un acuerdo secreto con Juan Trippe y Henry Friendly, respectivamente presidente y consejero general de Pan American World Airways, por el cual Pan-Am urgentemente construyó seis pistas de aterrizaje en el Caribe, las cuales podían, si era necesario, convertirse en bases militares.

    El problema más difícil que Jim y yo enfrentamos fue encontrar una forma de coordinar la política cultural y comercial norteamericana hacia América Latina. A pesar de la iniciativa del Buen Vecino puesta en práctica en los años treinta, nuestras relaciones con los pueblos y los gobiernos de América Latina estaban lejos de ser estrechas. La amenaza del "imperialismo yanki" seguía dominando su actitud hacia Estados Unidos.

    Además, debido a vínculos culturales y de negocios, muchos latinoamericanos se sentían unidos a Europa y tendían a identificarse con el Eje, según se llamaba la alianza Roma-Berlín. Durante los años veinte y treinta, había habido un agudo aumento de inmigración de Alemania e Italia, y muchos de esos inmigrantes habían establecido compañías que, en algunos casos, dominaban la economía local.

    Con gran parte de Europa bajo la ocupación alemana, los mercados exportadores de los cuales había dependido un conjunto de estados latinoamericanos estaban efectivamente bajo el control de Berlín. La amenaza parecía demasiado real: si Alemania tenía éxito en revertir la postura de las repúblicas latinoamericanas a través de presiones económicas, psicológicas y de otro tipo, Estados Unidos podía encontrarse virtual-mente solo, sin amigos o aliados en el flanco sur.

    Ninguna dependencia del gobierno estaba claramente a cargo de enfrentar el problema. Para complicar las cosas, había tres puntos de vista diferentes en el gobierno. Henry Wallace, el secretario de Agricultura, urgía apoyar a la izquierda radical de América Latina a fin de estar en la primera línea de lo que veía como la tendencia del futuro.

    El secretario del Tesoro, Henry Morgenthau Jr., buscaba convertir a Europa en nuestro foco primordial y quería que entráramos en la guerra lo más pronto posible para destruir a Hitler y castigar a Alemania por haber perseguido a los judíos. El secretario de Estado, Cordell Kull, tenía la idea fija de que las guerras eran el resultado de las barreras comerciales y que un sistema mutuamente beneficioso de comercio multilateral acabaría con las semillas de futuros conflictos.

    Enfrentado con estos consejos contradictorios, Roosevelt había incorporado, poco antes, a Henry Hopkins a la Casa Blanca para ayudarlo a decidir acerca de asuntos de estrategia. Pero Hopkins estaba enfermo y no tenía ni el tiempo ni la energía necesarios para consagrarse a nuestras dificultades en América Latina. A pedido del presidente, Forrestal accedió a hacer lo que pudiera para enderezar la situación.

    Cuando Forrestal y yo comenzamos a interiorizarnos del asunto, descubrimos que el Departamento de Estado, conducido por Cordell Hull, carecía casi totalmente de una organización para trazar políticas estratégicas.

    La mayoría de los miembros del Departamento de Estado de ese momento habían sido educados en la escuela de diplomacia que subrayaba la información; pocos se habían orientado hacia la formulación y ejecución de políticas estratégicas per se. Llegamos a la conclusión de que el Departamento de Estado tenía personal inadecuado y no estaba equipado desde el punto de vista intelectual para manejar la situación radicalmente nueva acarreada por la guerra.

    La solución por la que Jim y yo nos decidimos fue crear una Oficina de Coordinación de Relaciones Comerciales y Culturales entre las repúblicas americanas, posteriormente rebautizada de manera más simple Oficina de Coordinación de Asuntos Interamericanos.

    Lo que teníamos en mente era una dependencia aparte, directamente responsable ante el presidente más que ante cualquier otra

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