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Gladis Monogatari
Gladis Monogatari
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Libro electrónico149 páginas1 hora

Gladis Monogatari

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Gladis monogatari, poemario en prosa de Víctor Sosa que le valió al autor el Premio de Poesía Jaime Sabines 2012, posee una mirada atrevida que va más allá de la poesía tradicional hispanoamericana, acercándose más a la contemporánea poesía europea que transgrede fronteras genéricas. El autor juega con las voces, con las realidades y el lenguaje mediante la libertad poética para crear oposiciones, dualidades y contrastes que descubren la pluralidad de Gladis y dotan a su obra de gran originalidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 jul 2014
ISBN9786071621511
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    Gladis Monogatari - Víctor Sosa

    SABINA

    GLADIS RECAPITULA

    No fui lo que anhelaron mis ancestros: la maja fresca y núbil que en el telar aguarda a su guerrero; la minuciosa bordadora en De la Tour; la beata Beatriz o Laura áurea; la etérea franciscana que cuanto toca cura. Los defraudé: no fui esposa ni santa. No perpetué la especie en nuevas crías ni alimenté la hoguera con más vástagos. Nunca alivié leprosos ni salvé al mundo acariciando un animal dormido. No me incliné ante Dios, a tiempo, atenazada a salmos, hilando en el rosario padrenuestros. Fui, como Kali, negra. Roí del muerto calcio y de los vivos, hemoglobina, cúrcuma y cartílago. Cautericé la hernia del amor y ajo, y en la úlcera sal y no supures. Incentivé verrugas inseminando virus, curare para el brujo y ayahuasca. Mi nombre (aun siendo Legión) es Gladis. Estoy, estuve antes, estaré cuando la curva complete su círculo y, cerrándose, el loto diga no, y sin el matarife y sin la res, solos se desangren los cuchillos. Cumplo con el dolor como una caries. ¿Quién puede reprocharme no ser rosa y ser un alcaloide o floripondio? Fui un faquir venenoso. Abandoné la polis y las ágoras para arañar bisonte en las cavernas, para arar en arenas manantiales. Sobre todo: naufragio; buque a pique y poco a poco, el pólipo, el coral y flagelados haciendo en oxidaciones arrecife. Depredo por instinto. Nunca me confedero y, si lo hiciera, sería en sardina o liquen o —hablando de eclosiones— protozoarios. Aparezco en la foto con el sombrero hongo pero no soy la que se ve. Soy —desde aquella ocurrencia salomónica— un bivalvo bebé. Acopio en la placenta un vello en pus, una mellada espada contra el roble que dentro de mí tala, en esa inútil fiebre ya sin filo. No fui eficaz como áspid mas en los capiteles mordí arcángeles, gárgolas, golondrinas. Mi sangre es marsupial. Si me decapitaran, dos chorros manarían de mi cava, uno de ónice negro y el otro azul y ácido y sin fin.

    GLADIS ESLAVA

    Se dispara en la boca con la bala del padre pero sobrevive a la cesárea. Un ámbar tapa como domo el hoyo. Ella borra su paso bielorruso (era Tereshkova) y se hace llamar Gladis. Vive con un minero en Cochabamba, pero lo principal nadie lo sabe: ¿por qué dejó la taiga y en qué troika? ¿Fue víctima o verdugo de su padre? ¿Quién la orilló en Ceuta hacia el islam? Se hamaca en un sufí zumbido la zagala. Se trenza el lacio lóbulo, atraganta con sal puertas del fiordo. Alguien, desde la amura, la ve rociando espejos y la llama; la acosa con su arpegio hasta que dice crac con la clavícula. No se desnudará, pero se quitará los húmeros delante de las hordas para hacer villancicos. Y es posible que baile, que esa escarapela la delate (pirograbado el Volga) cuando diga spasiva en aimara. Nadie desenraiza la vida hasta el Alzheimer y empapuzada, ahíta, regurgita como un pingüino a Diaghilev, a Pushkin, atarantada ahí por las mazurcas. Daga esgrime un gitano. Receloso sarraceno que arremete contra la escolta altiva de cosacos. Un golpe lo detiene; otro, de sable, lo reparte en dos. La hemoglobina avanza por las cuzqueñas baldosas absorbentes que antaño sostuvieron a Yupanqui. La muerte repentina azuza a los seglares que toman instantáneas con sus Leica. No muy lejos de ahí Gladis se peina. Supo decir sí y ahora abrocha corpiño mientras el cholo, entre chascarrillos, tienta su anca. El altiplano le recuerda al Tíbet; por eso se quedó. Pero tanta altura y tanta quena terminan por vencerla. Regresa a Kiev más vieja deshaciendo los quipus; reordenando, cirílica, como ayer las matrioshkas.

    CURTIEMBRE LA PLACENTA

    Trataba con los lobos. Después de sumergirlos en solución sulfúrica les quitaba el pelo con cuidado, con pinzas, contenta de no estornudar. Estacados relucían bien, así de lisos. Una vez resecos los planchaba con sal. Hacía cojines, palanquines, a veces babuchas. Bajaba en Sarajevo para vendérselos a los intermediarios que contrabandeaban con el clero. Le pagaban una bicoca por un trabajo de meses y a cero grados Celsius. Movía el intestino con dificultad. Entre los abedules. En la taiga. En cuclillas. Rodeada de pájaros carpinteros horadándole, iterativos, las manoplas. Mas así lo quiso cuando dejó su isba a los catorce para errar por los fiordos comiendo nada más que camomila. El padre la desvirgó con el bastón de mando; metro y medio al fondo tocó el útero y salió azulino, pringoso por la placenta enroscada al palo santo que limpió con el ribete del mantel. Desde entonces vaga del Ártico a lo meridional y confunde dialectos, el alto —por ejemplo— con el bajo suabo, la bilabial con la alveolo-palatal. Confunde hasta su nombre en la intemperie. Los lobos (Canis lupus) van por dentro.

    LA OCTÓPODA DEL ÁNFORA

    La extrajeron del ánfora como si fuera un genio. Etrusca o griega, el ánfora, y arcaica. Gladis cerró los esfínteres con fuerza para colosalmente propulsarse, mas lo calcáreo del cráneo —sumándose a lo anti natura del empuje— impedía el pasaje. Entonces expelió tinta lubricando el conducto. Dijo ser octópoda en cuanto eclosionó sobre la arena, y la masa encefálica ilesa, lisa como almeja, alaciada bajo lo cutáneo de la ventosa. Los humanos la olían. Un niñote le atravesó un tentáculo con un canuto. El asma —que creía curada hacía décadas— de pronto sincopó (el asma o la epilepsia). Cuando le vieron las canas la creyeron puercoespín y llamaron a los ancianos de la aldea que, montados en vicuñas, trajeron lanzallamas. Gladis jadeaba con ocho brazos fracturados hundiéndose en el cieno. El de los lentes infrarrojos la tocó con la enrollada partitura y sopló para despabilarla. Ella mugió sin ser rumiante, sin saber qué estaba bien, qué estaba mal. Relinchó entre los poros. Sacudió el pelambre para hacerse pasar por un pelícano. Retráctil como tigre estiró zarpas mostrando unos colmillos irrisorios. Los tribales perdieron el miedo ante semejantes incongruencias. La cercaron con yute y encendieron hogueras. Gladis paría ovípara, trucaba la voz en el doblaje, tarascones tiraba a las tacuaras. Arrinconada contra los corales, sacaron cuchillos, garrochas hipodérmicas. Ahí le cercenaron el encéfalo. Tuvo tiempo, gateando, de gritar: ¡Vivan los confederados!, pero nadie entendía, del molusco, su lengua. Esa noche la chamuscaron con achiote después de relajarla en molcajete. Un tasajo que duró hasta el alba y que —por estafilococos— diezmó a toda la aldea. Trascendió el hecho gracias a unos holandeses ayurvédicos que del menú no tocaron ni los callos.

    GLADIS COME PELO

    Tricotilomanía le dijeron que se llamaba el mal. Pero no lo hacía por maldad sino por malestar, por nerviosismo, por no saber adónde con sus manos. Comenzó desde chica, en cuanto el pelo le llegó al omóplato, a los aún impúberes pezones. Arrancar mechoncito producía un placer parecido al dolor que la retrotraía al endometrio. Y luego urdirlo en pliegue leibniziano, en tallarín piloso, en sebáceo padre que no tuvo —según los ortodoxos de diván—. Comerlo y empujarlo (se llama tricofagia) esófago hacia abajo —hasta el mantel clorhídrico, hasta esos sacudones peristálticos— le daba a Gladis alegrías que nunca, ni con amaranto, ni con sal. Extraña forma de vida —dijo en Lisboa su tía—, mas la madre —educada en falansterios berkelianos— musitó: Que coma lo que quiera, qué más da. Dadas tales libertades parentales, la niña ingirió pelo hasta calvicie, hasta bolo en mondongo, hasta prematura menopausia. El vientre, creciente, se constataba desde Catedral. Creyéndose trillizos, le abrieron esa giba con machete y la matrona hundió sus tres brazotes para sacar —hirviente, maloliente, agitándose inquieta en sus folículos— una bola tan grande como orbe que parecía, al tacto, palpitar. Una pelambrera hacinada hacía décadas ahí, como si fuera cecina ya en su flor. Tuvieron que llamar, para mover el bulto, a la peonada. No se lo mostraron a la madre; lo despeñaron peña abajo y arrastró en su caída hasta las arraigadas arboledas, portarretratos íntimos y toda la inmisericordia familiar.

    DON’T TOUCH!

    Gladis es monosílaba, pero tiene una bicicleta de diez velocidades. Se pasea por la cornisa y saca a relucir la cornetita. Toca lo que le piden. Ayer le pidieron algo de Nirvana. Era un joven con un tatuaje en el

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