Angustias de un pez-volador
Por pedro marangoni
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El más patético de los animales, el Hombre-pez-volador, en este salto de un segundo de consciencia transitoria colecciona todo lo que puede acopiar, plumas al viento, granos de polvo, alguna hoja que quizás esté flotando en la superficie. Se tropieza con el pez que salta al lado, toma la iniciativa. Y después se disuelve en el agua con algunas salpicaduras que rápidamente desaparecen. Si en el micro momento antes de tocar con la cabeza el océano de la Nada, preguntáramos el color del maravilloso cielo que acababa de recorrer, no sabría la respuesta...
... Transitoriedad es la palabra que mejor definía a Arturo, porque así se sentía: un ser pasando de una forma a otra. Viajando como un pez-volador que había nacido cuando comenzaba a salir del agua para su salto y que, momentos después, caería nuevamente en la inconsciencia cuando volviera a tocar la superficie límpida, tranquila, indiferente de un mar infinito llamado Universo. Sabía que en esta reentrada por más que se agitara, sólo provocaría algunas salpicaduras que pronto desaparecerían.
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Angustias de un pez-volador - pedro marangoni
El más patético de los animales, el Hombre-pez-volador, en este salto de un segundo de consciencia transitoria colecciona todo lo que puede acopiar, plumas al viento, granos de polvo, alguna hoja que quizás esté flotando en la superficie. Se tropieza con el pez que salta al lado, toma la iniciativa. Y después se disuelve en el agua con algunas salpicaduras que rápidamente desaparecen. Si en el micro momento antes de tocar con la cabeza el océano de la Nada, preguntáramos el color del maravilloso cielo que acababa de recorrer, no sabría la respuesta...
Transitoriedad es la palabra que mejor definía a Arturo, porque así se sentía: un ser pasando de una forma a otra. Viajando como un pez-volador que había nacido cuando comenzaba a salir del agua para su salto y que, momentos después, caería nuevamente en la inconsciencia cuando volviera a tocar la superficie límpida, tranquila, indiferente de un mar infinito llamado Universo. Sabía que en esta reentrada por más que se agitara, sólo provocaría algunas salpicaduras que pronto desaparecerían. Sabía que era nada y todo al mismo tiempo, porque eran Arturos, piedras, árboles, agua y todo lo demás que formaba el Todo, piezas intercambiables construyendo al azar. Y la casualidad había dotado a Arturo de una cualidad dudosa, la de, en este salto milimétrico y efímero, hacer uso de una conciencia transitoria, verse, sentirse, observar. Era un pobre ser humano, la más inútil de las criaturas en una realidad igualmente inútil.
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Más que nada, él usaba la capacidad de observar en sus largas caminatas sin rumbo. Ya se había encontrado: pez volador. También se veía reflejado en las vitrinas, como un conjunto andante de zapatos, pantalones y camisa; trataba de sentirse y muchas veces, deliberadamente, no se apartaba de los transeúntes en sentido contrario para cerciorarse de que existía y era visto. El resultado aumentaba sus dudas, pues terminaba invariablemente en encuentros, como si fuese invisible a los demás. ¿Existiría solamente en los encuentros? ¿O el transeúnte pertenecía a otras esferas y no lo veía? De las dudas resultantes del importuno cerebro que cargaba encima del conjunto de pantalones y camisa, la más importante sería si él era igual a los demás seres supuestamente humanos. Se comportaban como inmortales, no de la especie de pez volador momentáneo que eran, sino una especie de delfín o ballena, que saltan, respiran y cuya zambullida no parece definitiva, con la pretensión de aparecer una y otra vez. Tal vez por eso coleccionaban todo lo que podían, se topaban, procuraban pasarse por delante los unos de los otros durante la pequeña aparición en el indiferente Universo. Arturo hasta ahora sólo tenía una certeza: de los que bucearon durante su vida, ninguno había vuelto a la superficie... Ellos sabrían que eran peces voladores que sólo existirían durante el salto o realmente no eran como Arturo, que si le preguntaban sabría el color del cielo, el olor de las flores, el andar de las hormigas. Porque él era un observador de todo lo que podía ser visto, de todo lo que se encontraba a su alrededor y que el premio-castigo de la conciencia transitoria le permitía ver y sentir. Nada buscaba cambiar, sea por la inutilidad o por la pérdida de tiempo, tan exiguo. Sólo trataba de mirar a todos los lados que pudiera, ávido de conocimiento pero sin deseo de cambiar. Un pasajero no debe aspirar a cambiar el color o el comportamiento de la nave en la que viaja; porque sabía que era sólo otro pasajero entre infinitos, viajando al azar.
––––––––
A la edad de cincuenta años no ganó nada, y sobrevivía gracias a pequeños trabajos de carpintería, la casa y un pequeño ingreso dejado por sus previsivos padres; que ya no eran jóvenes cuando él nació, embarazo tardío de un matrimonio tardío, preocupados por el futuro del hijo introvertido.
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-Vamos Charlotte, seamos sinceros -sonriendo, se desahogaba al padre-