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El momento de debilidad
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El momento de debilidad
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El momento de debilidad

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"En la tristeza cavernaria del siglo XXI los interrogantes son la salvación del pensamiento lateral, es la extensión de una posibilidad del lenguaje para evitar la resignificación y el olvido. Para tal llano abandono existe El momento de debilidad, instancia literaria que inquieta y a su manera descalabra aquello que resulta inevitable. Pero ya no hay ni jaguares ni hombres, y aquí termina el relato. Cierta paradoja de los que tienen poco talento para mentir: tampoco tienen verdades para ofrecer" (Omar Genovese).
 
"Bob Sabbath pierde a su hermosa mujer a manos de un director de cine llamado Damocles, que la convoca para una película experimental y delirante. Bob está enamorado de su mujer, Damocles se la roba, y la traición es doble. Bob quiere recuperar a su mujer y falla. Hasta acá, parecería que hablamos de otra novela de realismo soso en clave teleteatro. Pero eso, la trama, la época, la subcultura urbana, es lo menos importante. Lo importante son los viajes que emprende Sabbath, viajes a los confines de la civilización. Viajes que se narran con el ritmo de una prosa extrañada, de una neutralidad oscura y alienígena. Chow no padece la pereza narrativa ni el culto a la espontaneidad como garantía carismática que con ladrillos de aire construye el imperio de los perezosos sutiles. Chow no reniega de la lengua local, pero también escribe, de a momentos, como si fuera el ventrílocuo de una traducción de las novelas policiales de James Hadley Chase. Por eso El momento de debilidad es algo nuevo en la literatura argentina. Sobre la base de algunas desprolijidades, parece ser obra de otro Salieri más de César Aira, pero no. La novela de Chow habla de un cambio de eje, una transición donde el realismo estalla ante la fuerza de la devastación. Ni decadencia ni descomposición, dos formas que adquiere la nostalgia de la modernidad vinculada al progresismo, sino más bien centelleos religiosos de lo antimoderno, vinculado al boicot y la defección. ¿Qué hay de real en unas ruinas del futuro? Esta pregunta ambivalente desde su formulación es el cincel que tornea la prosa de Bob Chow" (Hernán Vanoli, revista Crisis).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2020
ISBN9789871959365
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    Es Williams borroughs. Un copy paste que deja espacio para que encajen todas las piezas.

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El momento de debilidad - Bob Chow

El momento de debilidad

Prólogo

Una lágrima de nácar. Una estatua que nos mira sin ganas. Eso es la vida, o la representación del continuo al que la litertatura y ciertos casuales sujetos denominan existencia. Cuando todo termina se oscurece el horizonte de las lecturas, ¿y quién toma el lastre de lo que decae? Yo, el ego finito y decadente, dice: soy lo menor que se enuncia. Y no importa el margen, ni la anotación sobre, o entrelíneas, en la novela de Bob Chow, el ícono insular de la web, el sujeto real con el que la comida peruana se diluye en Chacarita. Zona de muertos, pero muertos bien muertos, de cuerpos pudriéndose sin asignatura. Los zombies, mis queridos lectores, son juegos de palabras y efectos especiales. Luego, lo real, lugar al que asiste lo escrito. Pero basta de tópicos, de elementos conformes al sujeto del estilo. Y a eso voy. ¿Qué es un discurso sino su desaforarse como deriva en la constatación por la voracidad de la voz? Porque el que musita, el que canta, también mastica el espacio de lo enunciado, como pez que se come a sí mismo en la desesperación del hambre por escribir.

Les digo, o les advierto, Bob Chow es cantante. El sujeto que escribe tiene un discurso que se hace voz en sí mismo, pero con declive. Sus construcciones reclaman la audición atenta, como límite y resignación: nada del mundo puede imitar a lo perfecto. Y en todo caso, a la manera de una fuga: el suicidio de la masa es una forma elíptica. ¿Qué impulso esperan? ¿De qué se espantan? Sacerdotes es el término, ¿cómo designar lo adecuado entre creyentes de una voz amordazada? De eso se trata. Aivars Holms —un nombre real donde anida lo fantástico— dice de sí: esto es una historia de amor. Pero de qué amor hablamos al momento de ser hablados por el amor... Luego y otra vez, el discurso, la forma al demorarse en las opciones de la fe. Ahora, ¿de qué sacerdote se habla? ¿De qué creencia? Y el universo tiembla de estupor. Porque acunar la cuestión de lo infinito puede engañarnos con el contenido más humano donde sutilmente se esconde lo siniestro, y no hay film de terror, tampoco suspensión del sentido.

Escribe en lo escrito, superpone Holms-Chow, traza en el tiempo de lectura: Si el arte de hacer preguntas puede ser más valioso que resolver problemas... Semejante arco de circunferencia con radio interestelar no termina de configurar un horizonte conocido, tampoco amable, porque hay un descarne filosófico del personaje en la quietud de una implosión de observaciones. ¿En qué punto la ficción se transformó en la malla debajo de la cuerda del equilibrista? ¿De quién es el vértigo a vencer mientras se lee? Edgar Allan Poe sentado sobre una piedra observa el abismo próximo, Kurt Vonnegut duda que se mate, Arno Schmidt desconfía de ambos y cancela toda posibilidad cambiando el rumbo de los acontecimientos, entonces tacha. ¿Preguntar es de vanguardia? En la tristeza cavernaria del siglo XXI los interrogantes son la salvación del pensamiento lateral, es la extensión de una posibilidad del lenguaje para evitar la resignificación y el olvido. Para tal llano abandono existe El momento de debilidad, instancia literaria que inquieta y a su manera descalabra aquello que resulta inevitable:

"Pero ya no hay ni jaguares ni hombres, y aquí termina el relato.

Cierta paradoja de los que tienen poco talento para mentir: tampoco tienen verdades para ofrecer."

Existe otro laberinto que comienza cuando todo termina, o en el que lo escrito se transforma en otra curva, la del arco que lanzará la flecha a un centro ideal, alejado del sentimiento de seguridad. Vuelve la lectura para retorcer la cuerda del reloj, un detalle del mecanismo tan inútil como todo saber. Y allí, gusto y regusto.

La fantasía está servida, no tema. ¿No te parece que el chiste se ríe de vos?

Omar Genovese

Uno no siempre puede escribir

un acorde lo suficientemente

horrible para decir lo que quiere

decir, así que a veces hay que valerse de

una jirafa rellena con crema batida.

Frank Zappa

Uno

Se detuvieron a mirar los aviones aterrizar debajo de una Delonix regia en el parador de Hotuarea, posición privilegiada para vigilar el tramo norte de la pista 22/04 del Aeropuerto Internacional Faa’a, Papeete, Tahití. Una brisa fresca llegaba desde el mar, cuyas aguas a solo metros de la pista ya no lucían turquesas como en las postales ni tenían aquellos peces multicolores. En el Oeste, el sol de la tarde empezaba a ocultarse bajo los inquietantes contornos de la isla de Moorea.

Si no es todo sugerencia ambiental, habría que decir que Tahiti Nui alberga más de un sitio «magnético». Existe (o existió) uno en el marae de Arahurahu, otro punto dentro del mismísimo Museo Gauguin, uno más apenas pasando Tavarao. Se supone que en cada uno de estos puntos sagrados existe menor gravedad. Por lo pronto, aquí en Hotuarea, habría que pensar mucho para poder mejorar paisaje y circunstancias.

Cuando no hay mejor oferta, siempre se puede fumar unas hormigas… eléctricas. A veces son los formícidos los que se acercan a uno, incluso volando. La experiencia ordinaria es salir a buscar el hormiguero. Los elefantes se extinguen con mayor o menor rapidez pero siempre se dispondrá de cantidades ingentes de hormigas. Esto no pretende sugerir que haya que abusarse. Moshe Pekkar fumaba «a la romana» y por eso lo odiaban. Su yeite se reducía a encender un hormiguero entero y quedarse aspirando el incendio hasta lograr los niveles adecuados.

Pekkar murió en su salsa, incinerado en una de sus exigentes sesiones.

Aquí en Tahití, Bob Sabbath intentaba humildemente mantener media docena de hormigas dentro de los márgenes del papel de envolver, mientras un ATR 72 de Air Tahiti tomaba la pista con simétrica torpeza.

—Aplastarlas primero —sugirió Toto.

—Ya veo —asintió Bob—. ¿No es lo mismo si nos hacemos picar?

—No es la costumbre —dijo Toto—. Bueno, ¿y qué pasó?

Sabbath se tomó unos segundos antes de hablar aunque no había hecho prácticamente nada en todo el día. Daba la impresión de estar reuniendo fuerzas para encarar un trayecto de montaña escarpado. En cuanto al efecto del ácido fórmico, no se podía decir que fuera lento. A las flores rojas de la Delonix regia ya las veía arder como diminutas antorchas de Navidad. Una melancolía dulzona, no necesariamente el más triste de los esplines, se apoderó de la escena enmarcando a los Sres. Bob Sabbath y Degracius Toto dentro de un pastel de Gauguin tamaño real. «Color puro. ¡Todo debe sacrificarse a él!».

Sabbath comenzó su relato.

—El dueño de la estancia, muy amablemente, nos paseó primero por el lugar. Había ciertas cosas que no cuajaban en ese paisaje agropecuario: eucaliptos caídos formando flechas en el suelo, un ombú —presuntamente ahuecado por un OVNI y adonde iban a morir los animales— repleto de esqueletos. Si lo del plato volador era inaceptable, alguien se había tenido que ocupar de ir acarreando cadáveres a ese hueco. Más tarde nos dejaron armar la carpa sobre un sugestivo bosque de eucaliptos a un kilómetro del casco de la estancia. Ya había una o dos carpas instaladas. Un hombre, yo diría un hombre con un rostro poco memorable, nos recibió con un «¡Pero qué lástima que no llegaron ayer!».

Degracius Toto prestaba atención. De repente, la estructura de piedra sobre la que se había inclinado podía resultar una cómoda reposera de spa. También era verdad que su trasero era muy pesado.

—Este individuo, que se presentó como Walkirio Radaelli, nos contó que la noche anterior, mientras dormía en la carpa, lo habían despertado en medio de la noche unos sonidos terriblemente extraños. Se incorporó. Le parecía escuchar pasos acercándose a la carpa. En el sobretecho se dibujaron las sombras chinescas de un niño o un pigmeo, por decir algo dentro de lo razonable. Este Sr. Radaelli tomó coraje y decidió a salir de la carpa. ¿Y con qué se encontró? Sobre las copas de los eucaliptos vio trepados varias

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