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Juicio a los Humanos
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Libro electrónico214 páginas3 horas

Juicio a los Humanos

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"Un libro extraordinario...una historia que hará las delicias de lectoras y lectores de todas las edades, lleno de suspense, personajes memorables y diálogos ingeniosos, que entretiene mientras trata temas importantes sobre el bienestar animal, el cuidado del medio ambiente y el verdadero lugar del ser humano en la naturaleza."
-Jane Goodall, Mensajera de la Paz de la ONU

"Juicio a los humanos es una fábula hermosísima, divertida y conmovedora, sobre la relación del ser humano con los demás animales del planeta.... Es una lectura jugosa para todas las edades, pero además, y por el bien de la sociedad, debería ser un texto obligatorio en los colegios."
-Rosa Montero, escritora y periodista

Los animales del planeta Tierra se han reunido en la selva para celebrar un juicio extraordinario. Acusan al Ser Humano de crímenes atroces: Calumnias, Malos Tratos, y Genocidio. La lengua viperina de la Cobra Kali expondrá pruebas y argumentos en contra de nuestra especie, mientras que el Perro Filos, amigo y abogado defensor, hará lo posible por salvarnos de la condena. Testificarán representantes de diversas familias animales, desde la vaca al mosquito y desde el cabrón a la tortuga. Al final, el Buho Salomón, Juez de este insólito proceso judicial, deberá pronunciarse: ¿Es Homo Sapiens una amenaza para la vida terrestre, una especie arrogante, cruel y asesina que no merece la libertad que sus genes le otorgan? ¿O puede aún redimirse ante el resto de los animales? Llegó la hora de enfrentarse a la Ley de la Jungla.

Juicio a los Humanos es el último libro y primera novela del antropólogo y escritor José Antonio Jáuregui (1941-2005), que falleció al poco tiempo de finalizar el primer borrador del manuscrito. Su hijo Eduardo editó y amplió su contenido en vistas a su publicación, en Marzo de 2006, por RBA Libros, en su línea Integral. Esta edición digital se publicó en diciembre de 2013.

Juicio a los Humanos es una profunda y divertida sátira sobre el Ser Humano, contada desde el punto de vista de los otros animales. Un libro para crecer como persona y empequeñecer, quizás, como especie.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 dic 2013
ISBN9781311912251
Juicio a los Humanos
Autor

Eduardo Jáuregui

Eduardo Jáuregui es Psicólogo y Doctor en Ciencias Políticas y Sociales especializado en la Risa, el Humor y la Psicología Positiva. Da clases como Profesor del Departamento de Business and Social Sciences de Saint Louis University, campus de Madrid. En 2004 fundó Humor Positivo junto con Jesús Damián Fernández --una consultora de formación especializada en la aplicación del humor y las emociones positivas en el trabajo, con clientes como IKEA, Sanitas, Gas Natural, Oracle o General Motors. Eduardo ha trabajado en Madrid y Londres para diversas empresas multinacionales y como consultor autónomo, aplicando sus conocimientos a la gestión de recursos humanos y a la comunicación creativa audiovisual (cine, teatro, periodismo, publicidad, diseño web). Es autor de novelas como "Juicio a los Humanos", "Yoga a la Siciliana" o "Conversaciones con mi Gata", un éxito internacional con los derechos vendidos a 12 países, entre ellos Alemania, Francia, Italia y China. Actualmente co-escribe, junto a Pierdoménico Baccalario, la serie de libros para niños (a partir de los 9 años) "El Cuento Más Maravilloso Jamás Escrito", con el pseudónimo Edward Berry. Ha escrito también los monográficos de psicología "El Sentido del Humor", "Amor y Humor", "Alta Diversión", y de más de 80 artículos en revistas académicas y en prensa (la lista completa puede consultarse en su web: http://humorpositivo.com/eduardojauregui/). Escribió además el guión de "Blanco o Negro", Premio Goya al Mejor Cortometraje 1991. Ha pronunciado numerosas conferencias en foros nacionales e internacionales, entre ellos la Royal Institution of Great Britain, La Casa Encendida de Madrid, los cursos de verano de la UIMP o las conferencias TED. De mayor, quiere ser astronauta.

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    Juicio a los Humanos - Eduardo Jáuregui

    Nota del Editor

    En la madrugada del 5 de Junio de 2005, mientras dormía plácidamente, un infarto se llevó la vida de mi padre, el aún joven antropólogo, profesor y escritor José Antonio Jáuregui. Entre sus últimos papeles se encontraba el manuscrito de este libro.

    Los antropólogos no suelen dejar gran cosa como herencia, aparte de su biblioteca y alguna máscara africana con más polvo que poderes sobrenaturales. Pero mi padre provenía de una familia de molineros, y este fajo de papeles resultó ser un Gato con Botas muy dicharachero. Y no solo gato, sino vaca, mosquito, tortuga, búho, cobra y muchos más animales, todos ellos maullando, mugiendo y siseando la misma canción: Que, como hijo primogénito y cuentacuentos ocasional, corrigiera el manuscrito y lo preparara para la publicación. Fue tanta su insistencia que lo dejé todo y me dediqué inmediatamente a ello, tratando en esta labor de ser lo más fiel posible a la voz de mi padre y las de todos estos animales que lo acompañaron en el proyecto.

    En cuanto al relato en sí, cabe preguntarse de qué se trata. ¿De un hecho real que llegó a presenciar el antropólogo Jáuregui en algún recóndito espacio salvaje? ¿De un cuento sin más, surgido de la fantasía de su ordenador cerebral? ¿De un ensayo filosófico, en clave de fábula, que resume sus ideas sobre el lugar del Ser Humano en el universo? ¿O del dictado literal de su último sueño?

    Dejaré, como haría el sabio maestro, que cada lector y lectora forme su propia opinión.

    Eduardo Jáuregui

    Madrid, 2005

    A Dario

    El Tribunal

    Te despiertas, pero no en tu cama. Quieres apagar la radio –¿qué música infernal es ésta? Pero no encuentras ni radio ni mesilla de noche. No palpas más que hojas, tierra, estructuras sinuosas de madera y algo viscoso que prefieres no palpar demasiado. Y no es música esta cacofonía sino un coro disonante de voces, voces extrañas, voces no humanas. Te envuelve un tapiz sonoro de exóticos cantos e irreconocibles suspiros, chirridos y graznidos, rasgado de cuando en cuando por algún estridente chillido simiesco, y cargado con una humedad cálida, pesada, fragrante de vida y podredumbre. Estás en una jungla tropical.

    Notas que algo sube por tu pierna, algo con demasiadas patitas. Te deshaces del bicho con un escalofrío que termina en patada. Todo tu cuerpo está desnudo, sudado, sucio. Te abrazas. Entonces ves que no todo es oscuridad, que flotan ante ti dos pequeñas esferas luminosas. Te recuerdan a los ojos de un gato, sólo que mucho, mucho más grandes y feroces. Sientes que se te erizan los pelos de la nuca, la espalda, los brazos, las piernas –un reflejo automático, heredado de los antepasados de tus antepasados. El terror a los depredadores.

    Con el pánico tu vista se agudiza, o quizás empieza a colarse más luz entre las hojas, porque ya vislumbras su enorme silueta, más oscura que el resto del bosque, y te parece ver el destello de colmillos y garras.

    —Esto es un sueño— te dices, pero por si acaso comienzas a ponerte, lentamente, en pie.

    —Grrrr— gruñe el felino, congelando tu movimiento de inmediato.

    Te mantienes inmóvil. La silueta tampoco se mueve, pero cada vez parece tomar más color –crees distinguir una alternancia de pelosas franjas claras y oscuras en los bordes.

    —Grrrrrrrr— vuelve a repetir el tigre, alzando ahora un poco su gigantesca cabeza. Y esta vez te parece entreoír entre la vibración grave del gruñido unas palabras carrasposas:

    —Crrriatura humana, a sentarrrrse digo.

    Obedeces al instante. ¿Lo has oído de verdad?

    —Grrrracias.

    Esta vez no hay duda de que lo has oído. Y de que esto es una pesadilla. Te vuelves a tumbar con la intención de dormirte y volver a despertar en tu propia cama, con tu almohada, tus sábanas, tus cuatro paredes y tus persianas.

    Pero no es fácil conciliar el sueño, y ni siquiera cerrar los ojos, cuando la luz del amanecer va alumbrando, a tres metros de ti, la magnífica y alarmante visión de un tigre de bengala bien despierto. Ahora sí puedes apreciar, en todo su esplendor, el manto a rayas naranjas, negras y blancas de este gran felino, amontonado aquí y allá en abultados pliegues. Ha vuelto a posar la cabeza sobre sus zarpas delanteras, pero sigue sin quitarte esos ojos amarillentos de encima.

    Tratas de concentrarte en los sonidos de la selva. De nuevo te sorprendes creyendo entender aquí y allí, entre los gritos y llamadas salvajes, palabras sueltas, frases, e incluso retazos enteros de conversación:

    —¡Hoy es! ¡Hoy es!

    —Ju-Juuu

    —¡Hoy es!

    —El Ju-Juuiicio

    —Tú-que, Tú-que

    —Yo-cre, Yo-cre

    —¿Tú-que, Tú que creeees que le harán?

    —¡Yo cre, Yo creeeo que le exterminarán!

    —¡Hoy es! ¡Hoy es!

    —El Ju-Juuiicio

    Las mismas frases se repiten una y otra vez, y cada vez con mayor claridad, como si tu oído se fuera acostumbrando a estos exóticos acentos.

    Mientras tanto, el sol ya penetra en sólidos rayos por las fisuras en el lejano techo de esta gran caverna viva, despertando los verdes de las bóvedas, los marrones de las columnas y del suelo, y los rojos, amarillos, naranjas y azules de las joyas incrustadas y los espíritus sueltos: flores, hongos, escarabajos, ranas, mariposas, serpientes, aves.

    De pronto suena una llamada lejana, como una trompeta, o más bien una trompa de elefante trompeteando en el corazón de la selva:

    —¡Farrruuuuk!

    Las orejas de tu guardián felino se tensan. A la primera trompa se le une otra, y luego otra y otra más, como una serie de clarines siguiendo una partitura perfectamente ensayada. Los gritos de los pájaros se vuelven ahora frenéticos, y cambian de tono:

    —¡Ya es! ¡Ya es!

    —¡El Juuiicio!

    El gran tigre de bengala, lenta y deliberadamente, se levanta sobre sus patas delanteras, te muestra una sonrisa llena de cuchillas blancas, y ruge suavemente:

    —¡Grrrr...arrrrriba!

    Antes de terminar el rugido ya estás en pie y caminando. Eso sí, torpemente, porque la vegetación te impide avanzar con la elegancia y majestuosidad de la bestia que te sigue.

    A medida que caminas, te das cuenta que a tu paso, a cada lado, se van agrupando animales que te observan, te escuchan y te olisquean con curiosidad: armadillos, tapires y jaguares por tierra, simios y reptiles encaramados a los árboles, pájaros de plumaje multicolor en las alturas, y en todas partes, insectos. Este público improvisado a cada lado, cada vez más numeroso, va formando un largo pasillo ante ti que despeja cualquier duda sobre el camino a tomar. Al mismo tiempo, el murmullo de estos observadores va creciendo:

    —¿Es ésta la criatura?

    —¡Un mono sin pelo!

    —Ésta es, ésta es.

    —¡Un mono bien feo!

    —¡Ja-ja, sin pelo!

    —¿Es mona o es mono?

    —¡Ja-ja, bien fea!

    —¿Es mono o es mona?

    Debes haber aminorado la marcha, porque detrás tuya, el tigre vuelve a gruñir:

    —Grrrrr... más grrrrapido.

    Haces lo que puedes para abrirte paso entre la maleza.

    Al cabo de un rato te fijas que estás llegando a un claro en el bosque. Se alzan a su entrada dos gigantescos centinelas arbóreos, cada tronco al menos cinco metros de diámetro y tan alto que se pierde la cima entre las copas de los otros árboles. Al llegar a estas torres de madera, descubres que la selva termina aquí abruptamente.

    Ante ti se abre un insólito panorama, una especie de anfiteatro flanqueado por el bosque y con el trasfondo de una playa blanca y el mar azul. Todo este espacio está repleto de una variadísima fauna, en tal número y surtido de especies que provocaría el desmayo de cualquier naturalista: jirafas y coyotes, águilas y marmotas, monos y caimanes, ratas y rinocerontes, uragallos y vacas, koalas y cormoranes, mariposas y hienas, murciélagos y lombrices, pandas y hormigas. Sólo el mismísimo Noe pudo haber presenciado algo parecido.

    Pero incluso antes de poder asimilar esta prodigiosa visión, te sacude algo aún más sorprendente: un repentino y sobrecogedor silencio general. El formidable barullo que estos miles de criaturas estaban produciendo ha cesado casi de golpe, precisamente en el momento en el que te has asomado a este lugar. Todos los ojos, antenas y orejas se orientan en tu dirección. El único sonido es el de miles de hocicos y narices tratando de olisquear tu perfume corporal. No cabe duda de que la razón del silencio eres tú.

    El tigre parece haber entendido que se te han agotado las últimas ganas que podías tener de seguir adelante:

    —Grrrapido. No nos podemos grrretrasar.

    Avanzas entre la multitud por un estrecho camino, que se dirige a una zona elevada cerca de la playa, un escenario despejado y vacío. El silencio va cediendo a un creciente murmullo de croares, cuacs, creecs, píos, mugidos, gruñidos y gronfidos. A ambos lados de tus pies se apelotonan pinguinos, liebres, salamandras y otros animalillos, bajo la sombra de cabezas y cornamentas más altas. En las alturas circulan y se entrecruzan cientos de aves de todos los colores y tamaños. Notas que, al verte, un pequeño babuino se abraza a su madre, sus ojos llenos de aprensión. Más adelante sientes algo viscoso que te golpea en la cabeza –alguien te ha escupido.

    —¡Matón desgraciado!— oyes vociferar. ¿Un cerdo?

    El tigre ruge hacia la muchedumbre, silenciando al anónimo agresor.

    Ya estás al pie del escenario natural, separado del resto del lugar por un riachuelo repleto de peces, tortugas y culebras que se asoman a la superficie con evidente curiosidad.

    —¡Crrrruza el rrrío! — ordena tu guardián.

    De un saltito llegas a la otra orilla, y al hacerlo dos elefantes situados a cada lado del escenario suenan su trompa y anuncian tu llegada:

    —¡Faruuuk, Faruuuk!— trompetea el primero — Ya está aquí el Ser Humano.

    —¡Faruuuk, Faruuuk!— trompetea el segundo — Ya está aquí el Acusado.

    Estás en un prado desierto. Sólo Grajesh te acompaña, los demás animales permaneciendo respetuosamente al otro lado del río. Respiras más libremente sin tanta criatura a tu alrededor. Ves que el arroyo que acabas de cruzar flanquea el prado a ambos lados, tras dividirse en forma de herradura un río principal que serpentea desde una gran brecha central en la jungla. Te encuentras sobre una isla entre los dos riachuelos y el mar.

    Desde aquí puedes observar la escena en todo su imposible esplendor. Al otro lado del río, en tres direcciones, se extiende una alfombra pululante de pelo, plumas y púas, de todos los colores, que llega hasta el borde del bosque y penetra aun más allá bajo la sombra de las hojas. De esta alfombra de pieles vivas destacan aquí y ahí los cuadrúpedos más formidables: los bisontes, los hipopótamos, las llamas, los rinocerontes, y por supuesto las girafas y los elefantes.

    Al lado opuesto, los dos pequeños arroyos descargan su cauce en el mar, a cuya superficie se eleva un continuo vaivén de formas escamosas, peces voladores y colas o jorobas de ballena. De la orilla siguen surgiendo comitivas de elegantes pingüinos, ordenadas filas de cangrejos y otros crustáceos, pandillas de focas y alguna que otra gran tortuga marina. Y más allá te fijas en una gran balsa flotante de hielo, que sostiene a representantes de las zonas frías del planeta: osos polares, zorros árticos, renos y morsas.

    En el centro del prado, unas grandes piedras se perfilan contra el cielo. Desde una de ellas salta al suelo un perro Labrador de color miel. Se te acerca jadeando y agitando su cola alegremente. Entre tanto animal salvaje, este perro te resulta tan familiar que no te sorprende entender sus ladridos como si de un lenguaje humano se tratara.

    —Amigo humano, soy Filos, tu abogado defensor. Te doy la bienvenida en nombre del Tribunal. Supongo que todo esto te debe parecer muy extraño. No se si ya lo has entendido, pero se te acusa de crímenes graves contra el Reino Animal. No te preocupes, que voy a pelear por ti fielmente, como hemos hecho siempre los de la especie canina. No te dejes intimidar por tanta trompa y tanta garra, y menos aun por Grajesh, que es un guarda puntilloso y un poco gruñón, pero también un tigrrrre de buen corrrazón.

    —¡Grrrrrr!— gruñe Grajesh, no sabes si en acuerdo o en desacuerdo con las palabras de Filos.

    —Sígueme— continua Filos —. Voy a llevarte al banquillo.

    Las noticias sobre el juicio no parecen muy alentadoras, pero el civilizado recibimiento de Filos te conforta. El Labrador te lleva a un pequeño banco de piedra, Grajesh detrás tuya como una gigantesca sombra naranja. Te sientas y tratas de abrir la boca para presentarte, para agradecerle a tu abogado, para decir cualquier cosa, pero algo te lo impide. No puedes hablar. Tus labios permanecen sellados.

    —¿Ves a esa serpiente? — te pregunta Filos.

    Asientes con la cabeza al identificar a una gran cobra enroscada en el tronco de un árbol muerto.

    —Esa es Kali, la fiscal. Es astuta, despiadada y desde luego, venenosa. Si vas a temer a alguien, que sea a ella.

    Filos parece notar tu desaliento, y sonríe una gran sonrisa canina, ladeando su cabeza y mostrando su lengua.

    —Pero no todo son malas noticias. Hemos tenido suerte con el juez, nos han adjudicado al más sabio del Reino Animal.

    —¡Faruuk, Farrruuuuk!— suenan las trompas —Todos en pie, que llega el honorable y excelentísimo Juez Salomón.

    Sobre el mar aparecen dos columnas de patos, ocas y cisnes que escoltan a un búho de grandes dimensiones y plumaje blanco. Al acercarse a tierra la escolta se dispersa hacia el bosque y el búho vuela majestuosamente hasta el escenario, posándose sobre la roca más amplia y alta de todas. Filos te deja a solas con tu guardián felino y toma su puesto sobre una roca más baja a la derecha de Salomón, frente al tronco muerto de Kali, situado a la izquierda.

    Salomón es un búho de las nieves, casi totalmente blanco exceptuando algunos detalles totalmente negros: su pico, sus ojos, sus garras y alguna que otra mota en la parte inferior del cuerpo. Gira su cabeza hacia el fiscal, y susurra unas palabras hacia Kali. Luego la gira ciento ochenta grados y dirige otro discreto saludo a Filos. Finalmente se dirige al público:

    —Ju-Juuu— dice, abriendo sus alas a modo de bienvenida, —El Ju-Juuuicio a los Hu-Huumanos va a comenzar.

    Salomón, con un gesto de las alas, da permiso al público para que se acomoden. Las aves y los monos se colocan en sus palcos arbóreos, los cuadrúpedos se sientan o se reclinan en la platea y los insectos y pequeños roedores y reptiles buscan una buena perspectiva sobre algún otro

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