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EL ALIENTO DEL YETI
EL ALIENTO DEL YETI
EL ALIENTO DEL YETI
Libro electrónico250 páginas3 horas

EL ALIENTO DEL YETI

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En extrañas circunstancias, Leonardo Correa recibe el diario de su abuelo, donde le relata sus experiencias en la búsqueda por el abominable hombre de las nieves en el techo del mundo.

 

Todos creen que las memorias del abuelo son mentiras, excepto él, y más allá de lo que el sentido común podría decir, tiene la certeza que su corazonada es correcta y se verá enfrascado en una serie de aventuras y desventuras en el Himalaya.

 

Leonardo no se rendirá hasta dar con el reino del Yeti, aunque eso le cueste la vida.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ago 2020
ISBN9781393747406
EL ALIENTO DEL YETI

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    EL ALIENTO DEL YETI - D. C. ALCÁNTARA

    Ich weiß nicht. (No sé). —Responde el sujeto que abrió la puerta, quien

    ya había bajado el arma y la coge por el cañón.

    Un hombre con la barba cerrada emerge del interior y se aproxima al acceso. Me ve con recelo e inspecciona con la mirada si alguien viene atrás de mí, por el corredor.

    Was ist denn los?!

    —No hablo su idioma.

    Was ist denn los?!

    Er versteht Sie nicht! (¡Él no les entiende!). —Exclama otro hombre que se encuentra detrás de ellos—. Pase, pase. —Dice el tercer sujeto, con un marcado acento germano.

    Es una persona alta, imponente, demasiado fornido para ser un alpinista.

    Yo sigo sin moverme. No me fío nada de ese grupo.  El corpulento al ver que no entro, voltea a ver a sus amigos un tanto desconcertado, cuando repara en la escopeta.

    —No tengas miedo. Somos cazadores.  Gente buenas.

    —Gracias. —Contesto tartamudeando, y no me muevo.

    El hombre que tenía la escopeta al percatarse que mi morral está tirado a unos metros va en pos de él, dejando recargada su arma en la pared de la cabaña.

    —No tienez nada que temer. Mi nombre ez Hans, y este ez Markus. —Me dice extendiéndome la mano, al igual que su compañero, mientras entro al Refugio Inglés.

    —Leo… Leonardo. —Les he estrechado la mano sin quitarme el guante, dejándoles una buena cantidad de nieve y gispet.

    —¿Escalador?

    —Eh… sí.

    El Refugio Inglés, como ya he mencionado no es más que una choza de madera de una sola habitación; con seis camastros pegados a la pared oriental; de los cuales, cinco de ellos, les es imposible otorgar el pequeño descanso de antaño, ahora son reliquias de una era gloriosa pasada del alpinismo, y se podría decir que solo se mantienen en pie, por el tan conocido orgullo inglés. La única cama utilizable ya tiene dueño y no tengo pensado exigir ninguna clase de hospitalidad. Frente a los camastros está una extensa mesa donde los cazadores han dejado sus armas y demás posesiones. (Si antes desconfiaba de ellos, ahora más con este pequeño arsenal que traen). A un costado de la mesa, en el extremo opuesto a la entrada se encuentra la caldera, en cuyo interior una esquirla de carbón se consume lentamente. El tercer cazador regresa con mi morral y la lleva cerca de la estufa. Camino hacia ella con parsimonia y fingiendo seguridad.  Pero por dentro siento que me voy a desplomar; mis piernas las siento débiles, mi pulso acelerado, y no es por cansancio. Mis nuevos acompañantes se han quedado en la entrada, me observan sin decir palabra. Recargo mi morral contra la desvencijada pared de madera que amenaza con astillar a cualquiera que se le acerque. Mis manos tiemblan ligeramente, intento que dejen de hacerlo, pero no me hacen caso. De mis posesiones extraigo una bolsa con carbón colocando varios trozos en el interior de la caldera y el resto en una cazo de cobre que está sus pies. (Al parecer, la costumbre de traer carbón como paga por el hospedaje ha desaparecido, el recipiente está vacío).

    Glückwunsch! (¡Enhorabuena!) —Exclama el que había traído mi bolsa.

    —¡Has traeido carbón! —Dice Hans—. ¿Cómo sabías?

    —Me imaginé que no habría. —Contesto con toda naturalidad, como si el Refugio Inglés fuera un lugar al que frecuentara.

    Volteo hacia los extraños y esbozo una sonrisa.

    —Así no pasaremos tanto frío.

    Hans asiente con la cabeza y los otros dos sonríen, no habrán entendido las palabras, pero sí la acción.

    Me aproximo a mi morral y saco la bolsa de dormir, otra vez con toda tranquilidad, aparentando que no me molesta en lo absoluto la compañía, y que me siento seguro. Extiendo el sleeping bag y me siento sobre él, del morral saco una muda de ropa, para poder quitarme la que tengo y ponerla a secar. Acto seguido remiendo la térmica que usaré el día de mañana.  Puedo sentir como los 3 cazadores me observan sin decir nada, remiro hacia ellos para demostrar una extrañeza falsa y los invito a que actúen normalmente.

    El primero en salir de su letargo es Markus, que se acerca al único camastro útil, sobre el cual hay una chamarra y un morral militar. De este último saca un paquete con lo que parece carne seca. Me ofrece un poco y la acepto con gusto. Lo tomo como un gesto de buena voluntad. Mientras como, saco mi cantimplora.  El que había ido por mi morral se aproxima a la mesa y en el fondo de ella, oculto por parte del arsenal, saca una botella de brandy, se me acerca y me la invita. Con la mano le indico que no bebo, además de que no es una buena idea, beber licor cuando se está ascendiendo a una montaña.  Ante mi rechazo se encoge de hombros y se sienta sobre el catre donde está acostado su compañero, abre la botella y le da un trago.  Hans se sienta a un lado de la mesa a unos pasos de mí.

    Eskalar solo es peligroso. —Me dice.

    Niego con la cabeza, mientras trago con dificultad el pedazo de carne seca (demasiado seca, parece que estoy comiendo cartón).

    —No. Bueno, sí. Lo que pasa es que mi objetivo no es alcanzar la cima. —Hans me ve desorientado, no sé si no entiende las palabras, o lo ambiguo de mi respuesta—. Me dirijo Lamvdé.

    Decido confiar el nombre del lugar al que me dirijo, pues, si ellos tenían el mismo destino, podremos ir juntos y así, dejar de utilizar como lo he hecho hasta ahora, al menos por un momento, el diario de mi abuelo como guía:

    "                                                                                         

    Martes 16 de Junio

    He recorrido casi toda la frontera de Nepal con el Tíbet y nadie ha oído hablar de Trazná, (el pueblo natal de Madhav), estoy muy decepcionado. He empezando a creer que Leonardo tenía razón y solo son cuentos chinos.

    Tal vez estoy decepcionado… sí, pero no arrepentido de venir a estas tierras. A estas maravillosas tierras, que me han demostrado que la existencia del ser humano es más cosmológica de lo que me hubiera imaginado.

    A primera vista, cualquiera creería que son pueblos atrasados, donde la civilización (como la conocemos) aún no los ha tocado, pero por el contrario, la conocen muy bien, saben de sus beneficios, y sobre todo de sus males, por lo que la rechazan, al considerar su estilo de vida, un camino más acertado.

    Ellos viven tan cercanos al planeta y al universo mismo, que los envidio.

    Jueves 18 de Junio

    Pero que torpeza la mía, pero que torpeza. Llevo dos años buscando la meta, en vez del inicio de la carrera.  He estado buscando el pueblo que tiene migas con el Yeti, en vez de buscar los pueblos que tengan amistad con Trazná, pistas, algo que me lleve a él. Me he apresurado por encontrar al Yeti, en vez de actuar con cautela. 

    Mi celeridad me ha cerrado puertas, o más bien caminos, me ha hecho dar más vueltas en este laberinto de las que pensé. Me está fallando la mano izquierda; debo ser menos directo, más inteligente para hacer mis preguntas. Me pondré como propósito encontrar el último pueblo donde Madhav vivió en Nepal antes de escapara a Nueva Delhi junto con Nemni. Debo ir a Lamvdé."

    —A Lan… ¿qué? —Responde Hans.

    Fracaso.  Seguiré apegado al diario.

    —Lamvdé.

    —¿Erez de allá?

    —No de México.

    —¡Ah! ¡Méxiko! —Exclama Markus—. Tequila.

    —Sí, tequila. —Contesto dibujando una sonrisa.  Me hubiera gustado más que reconocieran al país por su acervo prehispánico, su música, y no por una bebida alcohólica, pero no está mal—. ¿Y ustedes? ¿De dónde son?

    Markus voltea a ver a Hans.

    Deutschland… Alemania.

    —¡Vaya, que bien! —Respondo arqueando mis cejas, después de un instante sin saber que decir, alzo mi cantimplora y brindo—: Por Deutschland.

    Hans y Markus sonríen de oreja a oreja, mientras que su otro compañero levanta la botella y los tres al unísono contestan el brindis.  De nueva cuenta me ofrecen otro pedazo de carne seca, con todo gusto lo hubiera rechazado, pero, cuando uno está haciendo escalada, nunca debe dejar pasar una ingesta de carbohidratos.

    —Entonces, —les digo mientras mastico mi nueva ración—. ¿Cazadores?

    Hans el único que puede entenderme; asienta con la cabeza, y su expresión cambia, de la afabilidad a la seriedad en un instante.

    —Tenemos lizengcia. —Me responde un poco contrariado.

    —No lo dudo. —Comento sin darle importancia al asunto.

    Hans les dice algo a sus acompañantes, no sé si les está traduciendo lo que había dicho o la razón por la cual su expresión ha cambiado.

    —¿Y qué caza los trae por aquí? —Pregunto mientras busco en mi bolsa una muda de ropa.

    —¿Caza?

    —Sí, vaya, ¿qué animal buscan?

    Los alemanes me miran desconfiados y no responden.

    —Oigan, no me malentiendan, cada quien se gana la vida como puede.

    Miento, pues a decir verdad aborrezco la caza, y me fastidia que esta gente todavía le diga: deportiva. ¿Qué puede tener de deportivo el asesinar a un ser vivo? Lo considero como un arcaísmo, una huella de la cerrazón de las generaciones pasadas de creerse una raza superior; los reyes del planeta, bah.

    —Oye, que mi intención no era ser metiche, —finiquito, al ver que los germanos se han quedado mudos—. No quise molestarlos.

    Siguen en su mutismo, el tiempo parece haberse congelado en el Refugio Inglés,  la incomodidad que empezaba a disiparse, regresa con más bríos.  Los teutones, comentan algo que no entiendo, hablan con frases cortas, fragmentos de una conversación profunda. Al confirmarle a Hans su oficio; inmediatamente me respondió que no eran cazadores furtivos, y como bien dicen en mi pueblo: Explicación no pedida, culpabilidad manifiesta.

    Mir geght es auch so. (Me da igual). —Dice el cazador que me había ofrecido hace unos instantes un trago de brandy, todavía no sé como se llama…

    Such… buscamos al tigre. —Responde Hans, con una voz profunda y calmada.

    Por suerte, cuando escuché la respuesta, me estaba poniendo mi nueva muda de ropa y tenía la cara cubierta, de no ser así, mi expresión de rechazo y asco me hubiera delatado. Haciendo de esta noche, una estadía muy larga.

    —Ya no existen tigres, por aquí. —Les digo, como si nada, tratando de disfrazar mi enfado.

    Nicht.  ¡Ya lo hemos visto! Y seguro que lo herrimoz.

    Y seguro que lo herimos, dice este asesino. Bueno, pues mi anodino misterio se ha resuelto; el mechón que encontré, así como la mancha de sangre y los rasguños en la entrada en la cueva, bien provinieron de un tigre herido, mientras escapaba de estos gamberros.

    No sé si estar contento, de que el ser que está herido sea el tigre y no al que yo busco…

    Mi cuerpo pide descanso, me implora un receso para mañana volver a la faena con decisión, pero no quiero relajarme… no confío ni un pelo en estos tres… quienes se han puesto a hablar en su idioma natal, trato de concentrarme en el fuego y pensar en lo que debo hacer mañana… mañana.

    ———

    Habían pasado siete años y dos meses de la partida de mi abuelo, cuando en un soleado mediodía de primavera, una extraña visita tocó a la casa de mis padres. Una mujer de baja estatura, con piel cobriza y unos brillantes ojos negros, acompañados de una extensa cabellera enlazada en una trenza, que descendía por su hombro izquierdo, —tal como me lo describió mi madre—, preguntaba por mí. Para entonces, ya no vivía con mis padres y ni siquiera estaba en la ciudad; la dama al enterarse de mi ausencia, dejó en custodia de mi madre una pequeña caja de madera, sellada con cera. En cuyas entrañas estaba una vieja libreta de pastas desgastadas, que resultó ser el diario de mi abuelo.

    Junto con la caja parecía no venir nada, ni una nota o dirección. La encomendada tampoco dijo palabra, solo la entregó y desapareció para no volverla a ver jamás. Para mí, todo estaba claro, si tenía las memorias de Gustavo Correa en mis manos, era porque mi abuelo había muerto, y dejado como última voluntad se me entregaran sus recuerdos.

    —No pienses eso. —Me decía mi madre—. Tal vez fue un regalo, y nada mas, no forzosamente tiene que ser su última voluntad.

    —Madre. Un fetiche tallado es un regalo, un diario, no.

    —¡Pues mira lo que hay aquí!

    Debajo del diario, al fondo de la caja, un poco pegado con la cera con la que la habían sellado, estaba un extraña figura en forma de prisma. A pesar de mis conocimientos en geología, no pude determinar de que estaba hecha. Sobre su cubierta estaban grabados distintos ideogramas; los cuales traté infructuosamente de descifrar con diferentes profesores de la universidad del estado.

    Me dediqué a leer las memorias incansablemente. Las cuales resultaron ser, no solo anécdotas del viejo en su travesía, sino también una guía sobre parajes perdidos en el Himalaya. El abuelo había hecho una minuciosa descripción de los caminos por los que pasó, los pueblos que visitó y la gente que conoció.  En varias ocasiones dibujó mapas de ascenso, rutas escondidas en las montañas y colocó distintas marcas, para que sirvieran como orientación a cualquiera que se osara seguir sus pasos. Por ser yo el destinatario y guardián elegido, sentí que me había dado la encomienda.

    Tardé casi dos años en juntar el dinero suficiente para poder emprender el viaje.  Además de sentirme obligado a emprender esta aventura, había otra razón para hacerlo: era que el diario no estaba completo; casi un tercio de las últimas hojas estaban desprendidas, y aunque mis padres decían que bien pudo ser un accidente, yo sabía que no. Alguien las había hecho desaparecer para ocultar posiblemente el éxito de mi abuelo en su misión; la clave estaba en la última frase que me permitieron leer:

    He vivido en Trazná ya un tiempo, y por respeto a sus habitantes no he escrito nada en el diario. Aquí no gustan de los visitantes, y  conmigo han hecho una excepción. No creo que les agrade verme escribiendo mis peripecias con ellos, pero lo que ha acontecido el día de ayer me obliga a regresar a estas líneas. Una gran alegría ha llegado a mí, he recibido información que me confirma que no es una locura este viaje; se me ha dado una pista que seguir, donde se confirma que no eran cuentos chinos mi querido Leonardo, no son cuentos chinos…

    ¡Todo estaba muy claro! ¡El Yeti existía! ¡Y mi abuelo lo había encontrado! Nadie coincidió con mi interpretación, en el mejor de los casos me decían que estaba viendo cosas que no existían. Que el haber llegado a Trazná no significaba otra cosa, que el haber llegado al final de su expedición. Me juzgaron de loco al igual que habían hecho con el viejo, y solo había una forma de

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