El Remanso De Ibiza
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Un
relato de lucha, amor y pasión por la vida.
Andrew
McGregor es un joven párroco laico de la Iglesia de Escocia que
decide divorciarse de su mujer y abandonar la iglesia de Tobermory en
la isla de Mull debido a la búsqueda infructuosa que realiza en su
interior y que lo empuja a comenzar lejos de todo lo que atenaza su
alma.
En
Ibiza, conoce a cuatro personas que le permitirán descubrir la
aventura más increíble que jamás hubiese podido imaginar. Sus
compañeros son Isabel, una guapa barcelonesa con la cual se casará,
Julián, el responsable del mayor recinto musical, Carlos, el
polifacético relaciones públicas de los famosos y Alexei, el dueño
de una empresa tecnológica rusa.
Andrew
y el multimillonario ruso terminarán comprando la mansión llamada
«El remanso de Ibiza» para transformarla en una casa de huéspedes
para gais y en uno de los restaurantes más chic de la isla blanca
gracias al papel relevante de Isabel en el negocio.
El
travieso azar pone a prueba al escocés y le enseña su cara más
amarga con dos terribles desgracias, por lo que regresa a Edimburgo y
se incorpora a su querida Iglesia “The Kirk” con el pleno
convencimiento de su verdadero destino: enseñar la Palabra del Señor
a los jóvenes para que disfruten de la fiel amistad que brinda Dios.
Carlos Herrero Carcedo
Autor de dos Libros con tapa: Manual Básico de Farmacología y 200 Ideas para Mejorar la Rentabilidad de tu Farmacia, una publicación en la revista Alimentación, Equipos y Tecnología: La histamina en las distintas etapas de fabricación de conservas de atún y seis Ebooks: Disruptores Endocrinos, La Salud no es un Negocio, Obesidad Infantil. Rista. Respuesta Insuficientemente Adecuada, Vivir sin Cáncer, Ser Mayor sin Edad y Predisposición a Ser Homosexual.Posee tres licenciaturas (Farmacia, Ciencias Químicas, Ciencia y Tecnología de los Alimentos) y experiencia en los departamentos de Calidad, Producción y Ventas.
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El Remanso De Ibiza - Carlos Herrero Carcedo
1. Ser diferente.
Andrew McGregor descendía absorto en sus pensamientos por la empinada calle Victoria en dirección a su iglesia presbiteriana de Tobermory mientras repasaba su sermón del sábado. A pesar de su sobria vida de oración, el religioso laico parecía estar abrumado ante los inauditos cambios ocurridos en las últimas semanas. Una vez roto su matrimonio con Leslie Kirkpatrick, una joven piadosa sin mucha gracia aficionada a inmiscuirse en los diferentes asuntos que poco o nada iban con ella, Andrew decidió por fin dejar el sacerdocio y marcharse lejos de su país, para lo cual tuvo que pedir su baja en la parroquia de la Iglesia de Escocia de la isla de Mull y firmar el documento de divorcio de mutuo acuerdo con su esposa despechada.
El muchacho abandonó todo por intentar ser él mismo y no lo hizo por las razones que esgrimieron muchas de las voces que se alzaron en su contra, sino porque estaba hasta las narices de todas las figuras que se erigían defensoras de la sociedad, entidad maldita que, durante siglos, había restringido la libertad de los ciudadanos a través de la frontera normativa que muy pocos se atrevían a cruzar, la cual, una vez violada, suponía la declaración de persona non grata a quien hubiese osado quebrantar los designios divinos impuestos por la colectividad en nombre del Todopoderoso.
Andrew huyó de Tobermory, ya que no consiguió encontrar lo que su alma buscaba, ni en su oficio de dirigente religioso ni en la vida con su puritana mujer ni en el círculo de amigos y feligreses. Algunas personas de mala fe creyeron ver en la actitud del joven cierta similitud con el clérigo Scott Rennie, un párroco que, en 2009, declaró públicamente tener una relación homosexual tras divorciarse de la mujer con la que compartió hija y cinco años de matrimonio, el cual abrió la puerta a un posible cisma en su iglesia de confesión presbiteriana. Otros parroquianos, por el contrario, achacaron el desistimiento a su posición teológica evangélica tradicional, opuesta claramente a la incipiente teología gay. Y hasta hubo algunos que, sin apenas conocerlo, afirmaron que fue consecuencia de la pérdida de fe.
Para el Presbiterianismo en Escocia, una influyente rama del Protestantismo cuya Iglesia, fundada por John Knox en el siglo XVI, sigue la doctrina calvinista desarrollada en la Reforma protestante, los últimos años habían sido muy revueltos. En 2011, la Iglesia de Escocia estableció una moratoria a la ordenación de gais y lesbianas, prórroga que fue aprobada en mayo del 2013 por su organismo supremo, la Asamblea General, aunque entró en vigor en 2015. Desde que se desmarcaron los dos puntos de vista sobre este tema, la Iglesia de Escocia, también conocida como «The Kirk», fue perdiendo fieles, sacerdotes y parroquias en una sociedad escocesa cada vez más envejecida, mientras que la Iglesia católica lo hizo ganando fuerza gracias a la juventud extranjera. Tras la abrupta marcha de muchos ministros evangélicos conservadores de la hegemónica Iglesia de Escocia, con o sin sus feligreses, su traumática ruptura en dos, por un lado los contrarios a la ordenación de reverendos homosexuales y por otro, los más liberales y a favor, continúa tomando visos de verdad.
Para colmo de males, los obispos de la Iglesia anglicana, con el arzobispo de Canterbury al frente, decidieron sancionar a la Iglesia episcopal de Escocia por haber reconocido y celebrado matrimonios homosexuales. Además, a partir del año 2016, cuatro congregaciones optaron por abandonar la Iglesia de Escocia y unirse a una comunidad de anglicanos ortodoxos por el mismo motivo. Aun así, la Asamblea General de la Iglesia de Escocia aprobó por mayoría la celebración de bodas entre personas del mismo sexo una vez elaborado el informe sobre la implementación del nuevo canon matrimonial y tomada la decisión definitiva, como finalmente sucedió en 2020.
En su afán de hermanamiento, el papa Francisco recibió en el Vaticano a una delegación de la Iglesia de Escocia en octubre del 2017, en cuya visita agradeció al Señor «por el gran don de haber podido vivir este año como verdaderos hermanos, no más como rivales» —dijo el Pontífice—, «por el camino de la caridad humilde que lleva a la superación de las divisiones y a la curación de las heridas», en un intento de acercar posturas teológicas distantes. Asimismo, el sumo pontífice de la Iglesia católica hizo un hueco en su discurso para resaltar el emblema de la Iglesia de Escocia, la zarza ardiente que no se consumía, en alusión a cuando «el Dios de sus antepasados» pidió a Moisés que liberase a su pueblo en Egipto para conducirlo a una tierra fértil y espaciosa, así como para ensalzar su lema «Nec tamen consumebatur»: aun así, no se consumía.
Una vez que Andrew McGregor alcanzó la valla enrejada lateral de su iglesia, pudo percatarse de que el religioso William McMillan lo esperaba sentado en un antiguo banco de madera del muro exterior, contemplando maravillado la bonita ensenada con sus embarcaciones ancladas fuera del puerto deportivo.
—William, qué sorpresa más grande. ¿Llevas mucho tiempo? —preguntó animado el párroco de Tobermory.
—La verdad es que sí, Andrew. He llegado hace un buen rato, pero no importa, ya que me gusta observar el mar cuando rezo.
—Fantástico, es un placer verte de nuevo. Hacía semanas que no charlábamos y creo adivinar el motivo de tu visita, aunque, antes de nada, he de decirte que el asunto no es tan importante como para que hayas delegado el oficio de la misa de tu congregación.
—Se ha quedado Steve en mi lugar. ¿Podemos conversar con calma en tu sacristía? —interpeló William.
—¡Claro! Déjame encontrar las llaves y ordenar mis ideas.
William McMillan era el pastor de la Iglesia de Escocia de Kilmore y Oban, el responsable del majestuoso centro de culto de referencia para las numerosas parroquias esparcidas por las ínsulas cuya construcción en piedra, como la inmensa mayoría de los templos presbiterianos, presentaba el mismo diseño de influencia escandinava que el de Tobermory. Desde siempre, Oban era la ciudad principal para acceder al racimo de islas distribuidas por la zona debido a la gran cantidad de ferris que partían de su pequeña bahía, siendo el reverendo William, al igual que los barcos que conectaban las ínsulas, el único enlace para los religiosos laicos repartidos en las islas de Mull, Iona y Staffa.
—¿Y bien, William? ¿Vas a decirme lo que te preocupa o prefieres que sea yo quien te explique mi decisión? —indagó Andrew.
—He hablado con el pastor de nuestra sección regional y me ha dicho que has solicitado un sustituto porque quieres dejarlo todo.
—Así es. Además, he firmado los papeles del divorcio y tengo pensado instalarme en otro país.
—¿No hay alguna manera de que cambies de opinión?
—Lo siento, William. La decisión es definitiva y ha sido tomada después de una fuerte lucha interior. Es lo mejor que puedo hacer por Dios y, sobre todo, por mi vida.
—¿ Cuál ha sido el desencadenante de la misma? ¿Has perdido la fe? ¿Tienes dudas sobre el Antiguo o el Nuevo Testamento?
—No, de ningún modo. Sigo creyendo en la Palabra de Dios.
—¿Se trata de tu sexualidad? —preguntó nervioso William.
—Si te refieres a que ahora sea gay, en absoluto. Aunque me haya separado de mi mujer, no he cambiado mi proyecto espiritual por ese motivo. Me temo que no puedo ofrecerte ninguna explicación lógica que puedas anotar en tu expediente.
—¿Y por el cisma que originará la disputa que tiene la Iglesia de Escocia con respecto a la ordenación de religiosos homosexuales?
—Tampoco, William. No es un tema que me preocupe.
—¿Entonces lo dejas todo porque simplemente necesitas más libertad y no quieres cargar con responsabilidades? ¿Es eso, Andrew?
—Ser libre es uno de los motivos, pero la razón de más peso es que no tiene ningún sentido continuar predicando cuando cada vez viene menos gente a la iglesia. Luego, mi esposa ya no es la persona que tanto he amado y, por último, esta isla ha perdido el interés que me suscitaba. Estoy convencido de que mi destino se encuentra en otro lugar donde pueda volver a ilusionarme compartiendo el amor del Todopoderoso. William, entiéndelo. El Señor desea que comience una nueva vida en su gloria lejos de Escocia.
—Si ya lo tienes decidido, mi última tarea será la de bendecir tu camino fuera de nuestra Iglesia de Escocia. Te echaré de menos, Andrew. Has sido un párroco modelo y, aunque no comprenda muy bien tus intenciones, las respeto. Ojalá Dios te acompañe y guíe en lo que decidas emprender.
—Muchas gracias, William, por todo tu esfuerzo y dedicación. Te recordaré en mis oraciones. ¿Vas a quedarte a la ceremonia?
—No, Andrew. Solo he venido para despedirme. Por favor, cuídate mucho. Si después de tu travesía decides regresar, siempre me encontrarás con los brazos abiertos para acogerte de nuevo en el seno de nuestra congregación.
William McMillan enfiló la carretera que serpenteaba hasta la costa con la intención de tomar el ferri rumbo a Oban con parada en Kilchoan. Sin poder evitarlo, sus pensamientos iniciaron el viaje de vuelta con el desistimiento de Andrew, pero terminaron enredándose en el problema que confrontaba a su querida Iglesia de Escocia desde que el religioso laico Scott Rennie anunciara su relación homosexual, puesto que era un pastor conservador y no veía con buenos ojos la nueva corriente de párrocos liberales a favor de la ordenación de gais y lesbianas. Todo lo contrario que Andrew, el cual no solo estaba de acuerdo, sino que apenas había dedicado algo de tiempo al desafío que amenazaba con provocar un auténtico cisma, ya que había tomado la firme decisión de abandonar el servicio religioso.
Andrew McGregor se vistió con la indumentaria de párroco y repasó los términos de su predicación. Luego, se asomó por la puerta que daba al altar y comprobó con tristeza que no había mucha gente. La hora de inicio del culto se aproximaba y los nervios afloraron en su piel ante la idea de que quizá fuese su último oficio religioso. Cuando llegó el momento, entró en el altar, se arrodilló frente a la cruz y comenzó con el acto penitencial antes de recitar la Palabra de Dios. Un poco más tarde, los feligreses tomaron parte activa en la ceremonia, abrieron el libro de himnos y cantaron las alabanzas al Señor con numerosas oraciones. Al término de la ceremonia, Andrew predicó un sermón de diez minutos como broche final a la hermosa celebración religiosa y se dirigió a la sacristía sin haber dicho ni una sola palabra a los feligreses sobre su decisión de abandonar la iglesia presbiteriana de Tobermory, tal y como había acordado con el pastor jefe de su región. Apenado, el joven McGregor desapareció para siempre de las vidas espirituales de sus amigos de la parroquia sin despedirse de nadie para no crear más problemas a la Iglesia de Escocia en proceso de escisión.
2. Su mujer.
Leslie Kirkpatrick, la esposa de Andrew McGregor, era una joven pelirroja de frente ancha y ojos azules que solía vestir, de manera recatada, con largas faldas y amplias camisas sin escote. Aunque su piel, blanca y sonrosada, se encontraba atestada de pecas, lo cual le proporcionaba un aire bastante gracioso, esta cualidad no era atributo suficiente como para haber podido enmascarar su personalidad un tanto irritante, resabiada y metomentodo. Durante los dos años de matrimonio, Leslie no consiguió quedarse embarazada y, a pesar de los ruegos de su marido, se negó, con asombrosa tozudez, a ponerse en manos de un especialista ginecólogo, circunstancia que, analizada por Andrew tiempo después, supuso un alivio para el párroco tras la firme determinación de divorciarse y abandonar su cargo de religioso en la Iglesia de Escocia.
Leslie y Andrew vivían de alquiler en la parte alta de la calle Victoria, en una casa de una sola planta con tejado de pizarra ubicada en medio de una zona residencial cercana a la iglesia. La muchacha se había comprado un coche pequeño de segunda mano repintado de rojo, vehículo que desentonaba sobremanera aparcado frente a la vivienda, con el que acudía diariamente a trabajar en su puesto de camarera cotilla en uno de los restaurantes veteranos que había en la avenida principal a escasos dos kilómetros de su domicilio. Durante su largo noviazgo en Edimburgo, ambos jóvenes mantuvieron una casta relación hasta que su mundo se precipitó en matrimonio cuando Andrew fue destinado a Tobermory en la isla de Mull.
La pareja llevaba una vida tan aburrida que hasta las personas más beatas llegaron a santiguarse al comprobar la