Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

David Wilkerson: La cruz, el puñal y el hombre que creyó
David Wilkerson: La cruz, el puñal y el hombre que creyó
David Wilkerson: La cruz, el puñal y el hombre que creyó
Libro electrónico418 páginas10 horas

David Wilkerson: La cruz, el puñal y el hombre que creyó

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un delgado predicador salido de la zona rural de Pennsylvania, armado únicamente con una cruz y con su fe, se apoderó del mundo bajo de la ciudad de Nueva York y de los capos de las drogas, y llevó a las calles de la ciudad más afectada por el crimen en todos los Estados Unidos, una combinación de amor disciplinario y del Evangelio, simbolizado en su historia — La Cruz y el Puñal. Esta es la historia de David Wilkerson, el hombre que creyó contra todas las posibilidades, que Dios podía hacer grandes cosas entre los rechazados e ignorados de la ciudad de Nueva York.
IdiomaEspañol
EditorialZondervan
Fecha de lanzamiento21 oct 2014
ISBN9780829766585
David Wilkerson: La cruz, el puñal y el hombre que creyó
Autor

Gary Wilkerson

Gary Wilkerson es el Presidente de World Challenge, una organización misionera internacional que fue fundada por su padre, David Wilkerson. Es también el pastor principal de la iglesia The Springs, que fundó junto con otros en 2009 y ha crecido rápidamente por la gracia de Dios. Gary viaja dentro y fuera de la nación con el fin de celebrar conferencias para pastores, misioneros y trabajadores cristianos, y pasa supervisar las actividades de la misión, entre las que se incluyen fundaciones de iglesias, orfanatos, clínicas de salud y programas de alimentación a favor de las personas pobres y no alcanzadas del mundo. Gary y su esposa Kelly tienen cuatro hijos y viven en Colorado Springs, Colorado.

Relacionado con David Wilkerson

Libros electrónicos relacionados

Biografías y memorias para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para David Wilkerson

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

2 clasificaciones2 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Es una tonelada de inspiración. Gracias por esta obra magistral.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Simplemente....Hay mucho aquí!!! Un libro que lleva a desear una vida de intimidad y absoluta dependencia de la voz del Señor y la guía incondicional de su Espíritu Santo.

Vista previa del libro

David Wilkerson - Gary Wilkerson

PRÓLOGO

ERA UNA CÁLIDA VELADA DE un domingo de verano y nuestro edificio de la iglesia estaba lleno a rebosar. Nuestro orador principal era Nicky Cruz, exlíder de la banda de los Mau Maus que décadas atrás se movía por aquí, por el centro de Brooklyn. Nicky y yo éramos amigos desde hacía unos años. Su dramática historia de conversión se había convertido en casi legendaria gracias a la inmensa popularidad de La cruz y el puñal, escrito por David Wilkerson. El libro había circulado por todo el mundo y había sido traducido a docenas de idiomas. Contaba la historia de un joven predicador rural del oeste de Pensilvania que se sintió obligado a venir a la ciudad de Nueva York para difundir el mensaje del amor de Dios a los problemáticos hombres y mujeres que integraban la cultura de las pandillas violentas de aquellos días. El coraje y la predicación de David Wilkerson habían llegado incluso a Nicky Cruz, al parecer el más desesperado de todos.

En pocos minutos, iba a presentar a Nicky para que compartiera una vez más su increíble testimonio. Mientras el coro de mi esposa estaba cantando, un ujier vino a la plataforma y me susurró al oído: «David Wilkerson y su esposa acaban de llegar y están sentados en el balcón». Yo no conocía a David Wilkerson, pero lo invité rápidamente a unirse a nosotros en la plataforma. Y ese fue el principio de mi dilatada y valiosa amistad con el autor de La cruz y el puñal y fundador del ministerio Teen Challenge, que atiende de manera efectiva a drogadictos de todo el mundo.

Pero David Wilkerson era mucho más que eso. Era un hombre escogido por Dios como evangelista eficaz tanto en América como en el extranjero. Fue autor de libros que inspiraron a las personas a ser serias en su relación con Cristo. Su generosidad financiera llegó a todo el mundo, proporcionando hogares para los desfavorecidos y programas de alimentación para los hambrientos. Más tarde se convirtió en el pastor fundador de la Iglesia de Times Square. También fue, en cierto sentido, una voz profética para su generación, enfrentando tendencias impías dentro de la iglesia de Cristo y advirtiendo tanto al púlpito como a los bancos sin pensar en la popularidad de su mensaje.

El rasgo más sobresaliente del carácter de David Wilkerson era su pasión por Dios. Anhelaba la cercanía a Cristo por encima de todo lo demás. Su búsqueda era experimentar a Dios de una manera más profunda y no solo entender la doctrina cristiana. Su dependencia del poder y la guía del Espíritu Santo era a menudo impresionante de contemplar. En su mejor momento, el hermano David quería ser dirigido por Dios, sin importar las consecuencias. El cristianismo insincero, tibio y mecánico le dolía hasta la médula.

Es irónico que me hayan honrado con el privilegio de escribir el prólogo de esta biografía. David Wilkerson habló en innumerables ocasiones en el Tabernáculo de Brooklyn, y nuestra amistad se hizo más profunda a lo largo de los años, a pesar de que se mantuvo un poco solitario toda su vida. Viajamos juntos, trabajamos juntos por la causa del evangelio y, a menudo, hablamos de asuntos espirituales.

Un día íbamos caminando por la avenida Flatbush de Brooklyn hacia Prospect Park, donde nuestra iglesia había organizado una reunión al aire libre con el hermano Dave como orador. Él se sinceró acerca de un error de juicio reciente que había cometido y algunas de las luchas espirituales que estaba experimentando. De pronto se detuvo en seco y dijo: «¡Jim, imagínalo! Un día moriré, y probablemente alguien escriba un libro sobre mi vida. Pintará un cuadro de un gigante de la fe súper espiritual que nunca luchó contra el pecado y Satanás como hacen todos los demás. ¡Qué ridículo!». Ahí estaba el famoso David Wilkerson recordándole a un joven pastor que, sin la gracia de Jesús en cada momento del día, él, como todo el mundo, caería rápidamente. Ese era el clásico David Wilkerson… cándido y sin pretensiones, expresando humildemente su constante necesidad de la ayuda de Dios.

Finalmente llegamos a la carpa montada en el parque, donde la gente se había acercado atraída por el sonido de la música góspel. David Wilkerson, que entonces vivía en Texas, había vuelto a su sitio: un predicador callejero hablando a la gente acerca del amor de Jesús. Esa tarde, por alguna razón, David rompió a llorar mientras hablaba. Parecía reconocer a algunos drogadictos crónicos de más edad entre la multitud. «¿Cuántas veces más vas a tener la oportunidad de ir a Jesús?», preguntó. «¿Qué más puedo contar acerca de Cristo y de su amor? Lo has oído todo antes. Aún estás a tiempo hoy. No digas mañana. ¡Acude a él ahora!».

Mientras él compartía el evangelio, la convicción de pecado a través del Espíritu Santo podía palparse. David pidió a los que querían recibir a Cristo que dieran un paso adelante hacia la pequeña plataforma. Decenas se movieron silenciosamente mientras la zona de la carpa se convertía en un santuario al aire libre para Dios. Cuando David les pedía que repitieran la oración del pecador, de repente empujó el micrófono a la cara de un hombre puertorriqueño que lloraba como un bebé. «Repite conmigo», le instruyó David, «¡pero dilo con el corazón!».

Lo que siguió fue probablemente la oración del pecador más extraña en los anales de la cristiandad. David Wilkerson lo guió, junto a los demás: «Dios, perdona mi pecado». «Te necesito, Jesús». «Estoy cansado de mi vida». «Pongo mi confianza en Jesús». Esas eran las frases que mi amigo Dave Wilkerson dijo, pero cuando aquel hombre desesperado las repitió, amplificadas por todo el parque, añadió toda clase de adjetivos de cuatro letras a cada frase. Con lágrimas de contrición, parecía tan desesperado porque Dios supiera que hablaba en serio, que recurrió a las palabras fuertes y el lenguaje que él conocía. ¡De repente, el parque se llenó de sonidos de maldición fundidos con un grito de liberación y salvación de Dios! Y David nunca alejó el micrófono de él. Sonaba mal, pero de alguna manera era algo bueno, porque era la única lengua que el hombre conocía.

Abrí los ojos durante la oración y escuché a otros siguiéndolo. David Wilkerson, con lágrimas rodando por su rostro, sostuvo el micrófono delante de un hombre, empujándolo en su camino hacia el reino de Dios. Probablemente no veremos a otro David Wilkerson entre nosotros.

—Jim Cymbala, Tabernáculo de Brooklyn

Una vida marcada no por «milagros» honorablemente designados, sino por lo que puede, y debe, ser descrito con precisión en solo ese término.

Escrito como ficción no sería creíble, y sin embargo lo es, porque se promulgó como un hecho.

—JOHN MCCANDLISH PHILLIPS, CORRESPONSAL DEL NEW YORK TIMES

Introducción

EL HOMBRE QUE CREYÓ

«¿QUÉ VES?», PREGUNTÓ MI PADRE.

Él ya había hecho esta pregunta varias veces a lo largo de mi vida. En ese momento, estábamos parados uno al lado del otro, sudando, en el centro de uno de los barrios marginales más grandes del mundo. La reciente pregunta (acerca de percibir algo con precisión) siempre había sido vital para él, sin importar dónde se encontraba.

Nuestros zapatos de vestir, cubiertos de lodo, pateaban un campo de tierra lleno de maleza bajo el calor sofocante de Nairobi. Una furgoneta nos había dejado a poco menos de un kilómetro de distancia, después de habernos conducido hasta donde podía. Habíamos andado el resto del camino hasta aquí, serpenteando a lo largo de senderos de tierra estrechos; tras filas de chozas de barro y cobertizos, nuestro grupo contempló impasible a los más pobres de Kenia, sus pequeñas viviendas improvisadas, comprimidas entre sí hasta donde podíamos ver. Algunas de las cabañas estaban hechas con listones estrechos para las esquinas, y un pedazo de tela u hojalata para las paredes. Algunas estaban cubiertas por lonas de plástico o cartón. Estos eran hogares permanentes para multitudes que vivían y morían en el barrio sin salir jamás de él.

Habíamos ido allí con una delegación de pastores de Kenia, a petición de mi padre. En un momento dado, nuestro grupo tenía que sentarse a horcajadas sobre una larga línea de letrinas que discurría entre las chozas cuadra tras cuadra. El barrio no tenía sistema de aguas residuales, por lo que la gente había cavado canales de residuos desde sus hogares. Los riachuelos desembocaban en un río de desechos que fluía entre las hileras de chozas. Llegamos a un lugar donde no había espacio a cada lado de la letrina para caminar, así que nos sentamos en cuclillas sobre la corriente: el pie izquierdo a un lado, el pie derecho al otro. Nuestra postura de pato podría haber parecido poco digna para un grupo de hombres con trajes de domingo, en especial para mi padre, una figura menuda con gafas, mediando los setenta años y siempre bien vestido. Pero él no se inmutaba; claramente tenía algo en mente.

De vez en cuando teníamos que pasar por encima de un alambre de cable que serpenteaba subrepticiamente hasta una choza. La mayoría de las personas del barrio no tenían electricidad, por lo que unos pocos valientes habían tirado cables desde una línea eléctrica principal en algún lugar de una calle cercana. Si se les descubría, se enfrentaban no solo a multas, también a castigos severos o pagos cuantiosos que nunca podrían permitirse. Admiraba su ingenuidad, por no hablar de su temeridad, en nombre de la supervivencia. Así es la vida en cualquier barrio pobre. Mi padre había estado familiarizado con este tipo de desesperación durante toda su vida, y nunca se había apartado de él. De hecho, papá era un experto en localizar este tipo de «cables»: líneas de desesperación humana que le conducían directamente a las zonas más necesitadas del mundo. Parecía magnetizado por ellas.

Finalmente llegamos a este pequeño claro. Papá se había apartado del grupo de pastores cuando me hizo un gesto para que fuera junto a él frente a la tierra agrietada salpicada de malas hierbas. Le miré de nuevo para pedir una pista de lo que él me había preguntado. ¿Qué veía? Una imagen del infierno humano.

La inmensa barriada del Valle de Mathare es el hogar de 600.000 personas. Se asienta a la sombra del centro de Nairobi; irónicamente, cerca de las zonas ricas de la capital. Cuanto más se aventura uno en la barriada, más pobre se vuelve esta, con sus propios grados de indigencia. El centro, que abarca el terreno cubierto de maleza donde nos encontrábamos, es una ciudad dentro de una ciudad dentro de una ciudad. Cada uno de los barrios de los tugurios tiene sus propias escuelas, iglesias y tiendas, instituciones humanas básicas irreconocibles para los visitantes. En el corazón del Valle de Mathare, 800 metros atrás (sumido en la peor de las miserias, en medio de las condiciones más deplorables de la tierra) habíamos ayudado a construir una escuela primaria para los niños de la vecindad.

Nos habíamos reunido con la delegación de los pastores en la escuela, un grupo que incluía a un obispo de Kenia. Dentro del recinto cerrado, en un patio de tierra y arcilla, nuestro grupo fue recibido por el radiante personal de la escuela. «Los niños les hicieron esta placa», dijo el director, dando un paso adelante para ofrecerla junto a un ramo de flores. Estaban a punto de guiarnos en un recorrido por la escuela, a la que proveíamos con almuerzos diarios para los cuatrocientos niños que asistían allí. Mi padre estaba ansioso por ver dónde se preparaba la comida que se servía, la única comida saludable del día que estos niños disfrutaban. Nos llevaron a la cocina, que era básicamente un hoyo en el suelo con un lugar para el fuego, y una enorme olla en la que se podían hervir grandes cantidades de carne o verduras.

Al doblar una esquina en un pequeño patio, fuimos recibidos por un coro de cuatrocientas voces jóvenes, todos alineados con los lustrosos uniformes que nuestro ministerio había pagado. «¡Te amamos, Jesús!», gritaban en la canción que habían escrito para la ocasión. Luego vino un verso en algún lugar del medio: «¡Te damos las gracias, David Wilkerson!».

Papá sonreía ante esto. Sin embargo, me di cuenta de que sus pensamientos estaban en otra parte. No me sorprendió. A medida que los niños hacían una sola fila para que les sirvieran el almuerzo, mi padre se volvió para charlar con el obispo.

Una vez que los niños llenaban sus platos, se apretujaban en un área pequeña y cercada donde se sentaban en el suelo endurecido a comer. No había sillas o mesas porque el espacio se empleaba también como zona de juegos. Después del almuerzo, por turnos, pateaban un balón de fútbol, pero pronto la zona estaba tan abarrotada que el juego se convertía en una especie de locura. Me uní a ellos, arrodillándome en el suelo entre los niños, que en pocos minutos se habían abalanzado sobre mí. Cuando levanté la vista vi a mi padre con el obispo y los pastores esperando. Papá estaba ansioso, con ganas de empezar a moverse. Había visto lo que necesitaba ver.

Ahora en el borde del claro lleno de hierbajos donde estábamos, estaba a punto de descubrir qué era. «Entonces, ¿qué ves?», preguntó mi padre.

El calor subía de la tierra en débiles oleadas. «¿Un campo vacío, papá?», pensé en broma. Estábamos en el epicentro de la desesperación del mundo. Aquí no había nada a simple vista aparte de la flagrante necesidad a vida o muerte. Incluso el suelo blanqueado había sido limpiado de cualquier trozo de cristal que pudiera ser vendido como chatarra. La desolada visión estaba reforzada por el olor: una mezcla de vapores de los aceites que las personas quemaban en sus hogares como combustible y la orina y las heces evacuadas de sus cuerpos desnutridos.

Sin embargo, yo sabía exactamente en qué estaba pensando mi padre. Allí estaba con su traje, a pesar del calor sofocante, y los zapatos sucios. Él siempre se vestía bien para honrar a aquellos que visitábamos, quienes a su vez se ponían sus mejores prendas para acogernos. Ahora él señalaba al otro lado del campo. «Esto es lo que veo», dijo, y describió una visión notablemente detallada de los nuevos terrenos de la escuela. «El comedor, aquí», dijo. «El patio de recreo, justo ahí». Con cada gesto señalaba un trozo específico de terreno. Cada uno de ellos significaba un progreso específico con exigente detalle. Podía verlo todo.

Se formó una sonrisa mientras hablaba. Su vitalidad fluía; era mi padre en su mejor momento. La necesidad que había percibido en los estrechos habitáculos de la escuela había registrado en su mente el momento de la acción, y una visión se había formado inmediatamente. Estos niños tenían un edificio de aulas; ahora necesitaban un lugar para jugar y comer, y estos maestros necesitaban ayuda. Antes de salir del barrio pobre del Valle Mathare aquella tarde, se efectuó una llamada de teléfono para iniciar la elaboración de los planes que papá se sacó de la cabeza.

97808297665_0020_002.jpg

NO ERA LA PRIMERA VEZ que mi padre me enseñaba lo que había soñado. En 1973, cuando era un adolescente y nuestra familia vivía en Dallas, papá me llevaba a veces en sus paseos en coche de fin de semana hacia el este, donde los bosques de pinos de Texas empiezan cerca de Tyler. Esos paseos eran pausas refrescantes para él entre sus viajes de predicación, viajes largos que zigzagueaban a través de todo el país entre áreas metropolitanas e iglesias locales, entre una multitud de diez mil y simplemente unas pocas docenas; viajes que lo llevaron al extranjero, donde dirigía amplias muchedumbres en los estadios de fútbol y pequeñas reuniones en iglesias hechas a mano en tugurios. En un momento determinado de nuestro paseo, giró hacia el norte saliendo de la Interestatal 20 hacia una carretera secundaria y siguió kilómetros sinuosos entre bosques de robles encinos y magnolias. Cerca de una curva torció a la derecha por un camino de grava corto y siguió un sendero de tierra que dividía una extensa propiedad. Dirigió el coche hacia el cerro más alto que podíamos ver y condujo a lo largo de la pendiente llena de baches y de surcos dejados por la camioneta de alguien. Por último, en el punto más alto aparcó y salió del coche. Mientras caminábamos hacia el límite de la colina, papá se aseguró de que llamaba mi atención, levantó un brazo y señaló, diciendo: «Déjame que te cuente lo que veo».

En esos viajes por el este de Texas, tuvo la visión de una escuela de liderazgo para graduados de Teen Challenge, el programa de rehabilitación de drogas que había fundado hacía trece años. Ese tipo de programa de rehabilitación era insólito cuando él lo empezó. Solo había dos centros en Estados Unidos que trataban a los adictos: uno era parte de una unidad psiquiátrica; el otro era un ala de una prisión federal, instituciones que marcaban la pauta acerca de cómo veía el mundo a los adictos en ese momento. Teen Challenge no solo eliminó el estigma de la adicción, se hizo famoso por su tasa de curación de un ochenta y seis por ciento, el más exitoso del mundo con diferencia. Su alcance se había extendido a otros continentes, incluso a naciones comunistas cuyos problemas con las drogas se habían convertido en epidemias sociales. Los líderes de regímenes estaban desesperados por el programa, plenamente conscientes de que estaba alimentado por la fe en el poder de Cristo para liberar a los seres humanos en cuerpo y alma.

«Su predicación en Polonia fue una casi milagrosa explosión del evangelio», escribió McCandlish Phillips, periodista célebre del New York Times. Se refiere al histórico viaje de mi padre en 1986, cuando los disturbios civiles en la nación comunista estaban en su apogeo. «La sencillez del discurso de David directamente de las Escrituras (en salas, auditorios y espacios a jóvenes que fueron traídos en autobús a estos lugares) fue impresionante en su poder. Seguramente debería informarse de ello».

El propio Phillips era reconocido en la sala de redacción del Times, venerado por sus compañeros Pete Hamill, Gay Talese y David Halberstam. Durante diez años, este devoto cristiano envió notas a los editores antes de obtener finalmente el permiso para escribir un reportaje sobre el asombroso éxito del programa de recuperación de drogas basado en la fe que fue «convirtiéndose en un fenómeno de gran alcance». Phillips sabía que este fenómeno giraba en torno a una sola cosa: el poder del amor de Dios para hacer frente a los problemas más difíciles del mundo.

Las visiones de mi padre no incluían solo la transformación del exterior. Tuvo la visión de vidas transformadas. Se había embarcado en esa visión de una manera que es difícil de imaginar hoy día: al modo de un predicador pentecostal blanco e ingenuo, socialmente torpe, procedente de un pequeño pueblo, que se aventuraba solo en las zonas de las bandas de la ciudad de Nueva York a finales de la década de 1950. Sin embargo, como mi padre había llegado a creer, si el amor de Dios no podía llegar a lugares imposibles para hacer cosas imposibles, ¿qué lo haría?

Había miles de iglesias en la ciudad de Nueva York cuando llegó mi padre. Muchas de esas iglesias tenían miedo a aventurarse en sus propios vecindarios por la seguridad de su propia gente. «Hemos perdido a cuarenta jóvenes en un verano debido a la guerra de pandillas», dice Dick Simmons, hoy director de Men4Nations pero pastor en Brooklyn en aquel momento. Los esfuerzos de mi padre en esas calles peligrosas tuvieron un efecto transformador sobre la iglesia como fuerza social. «Sus acciones eran extremadamente proféticas, de vanguardia», dice el doctor Vinson Synan, historiador de la iglesia. Estas acciones produjeron lo que Billy Graham llamó una de las conversiones más sobresalientes del siglo veinte. Habla de Nicky Cruz, el líder de una banda cuyo encuentro con Jesús quedó grabado en la imaginación de generaciones a través del bestseller La cruz y el puñal. Nicky había ganado notoriedad entre los periodistas de sucesos de la ciudad de Nueva York. Su transformación demostró a millones de lectores las lecciones poderosas que figuran en el libro perdurable de papá: Dios puede cambiar a cualquiera. Dios puede usar a cualquiera. Y Dios te quiere.

Con su mirada fija ahora en el terreno del este de Texas, mi padre me describió en detalle lo que veía: un programa de postgrado para hombres y mujeres jóvenes «recuperados» que se mostrasen prometedores como líderes del ministerio. Él no estaba pensando solo en los líderes de los centros de Teen Challenge. Tenía la visión de un alcance ministerial de todo tipo (misiones urbanas, misiones en el extranjero, iglesias del interior de la ciudad) con jóvenes líderes provenientes de todas partes de Estados Unidos y enviados a las áreas más necesitadas del mundo. Señaló a una arboleda y dijo: «Ahí es donde vamos a construir viviendas para el personal que venga a dar clases. Pondremos las oficinas principales allí. Vamos a tener un gimnasio allí. El almacén de libros del ministerio estará al lado de la carretera, así que los camiones podrán acceder marcha atrás».

A los tres años, lo que mi padre me describió durante ese paseo de fin de semana fue exactamente lo que sucedió… exactamente como lo había imaginado. Las propiedades, como él las describió, permanecen hoy intactas. Sin embargo, he aquí lo que es realmente sorprendente de esto: él lo visualizó todo incluso antes de poseer la tierra.

Este tipo de cosas han pasado una y otra vez. Más de una década después, intrigó a una legendaria familia de productores de Broadway cuando intentó comprar su teatro insignia en Times Square para albergar una iglesia. De pie delante de ellos había un ministro pentecostal que durante años había estado viviendo en chamizos de la Texas rural. Un año y medio después, los mismos productores estaban moviendo la cabeza con incredulidad mientras firmaban para que el teatro Mark Hellinger fuera la sede de la Iglesia de Times Square, una congregación donde los humildes aromas de las personas sin hogar se mezclaban con las colonias embriagadoras de los gerentes financieros, donde los actores ganadores del Tony alzaban las manos en oración junto a adictos al crack. «La iglesia que el amor construye», reza la marquesina.

«David hizo cosas que nadie más podía hacer, o incluso concebir hacer», dijo McCandlish Phillips. Era amigo de mi padre y sabía que papá tenía el triple don de un visionario: era capaz de ver en los ojos de su mente lo que pocos o nadie podían ver. Tenía verdadera fe para creer que lo que imaginaba ocurriría. Y poseía la habilidad, energía y confianza en Dios para llevarlo a cabo. Como dice mi tío Jerry, el hermano menor de mi padre, «él podía mirar algo y ver cómo sería al cabo de cinco años». Eso incluía vidas.

97808297665_0020_002.jpg

PAPÁ Y YO HABÍAMOS LLEGADO al barrio del Valle de Mathare siguiendo los pasos a una conferencia de pastores que su ministerio, World Challenge, llevaba a cabo en Nairobi. Papá siempre daba un tiempo después de una conferencia para visitar a los ministerios locales que apoyábamos. Las propias conferencias están diseñadas para animar a los pastores en su difícil trabajo, sobre todo en su servicio a los pobres. Los eventos son siempre gratis, porque a menudo los pastores son pobres. Ofrecemos comidas para muchos de ellos, algunos de los cuales viajan grandes distancias para asistir. Papá había comenzado estas conferencias después de años como pastor. Había dado instrucciones a su personal en la Iglesia de Times Square: «Sé que hay pastores que claman desde los barrios pobres de todo el mundo, que necesitan ánimos. Vayan y encuéntrenlos». Ahora, en su último gran esfuerzo para echar una mano en la obra del evangelio, viajó por el mundo para ministrarles a ellos personalmente. En cinco años fue a sesenta países.

El último día de la conferencia, vimos una magnífica danza cultural de guerreros Maasái de Kenia, cuyas increíbles habilidades para el salto son famosas. Habían actuado a petición del vicepresidente de la nación, que compartió la plataforma con nosotros ese día en el salón del hotel. A medida que los Maasái terminaban su baile, dirigí la atención de papá a alguien de la multitud cuya historia acababa de oír. «Ella es una misionera que dirige un orfanato», le dije, señalando a una mujer que llevaba a un niño de tres años. «Rescató al chico de un cubo de basura». Al pequeño Samuel, me contaron, le habían abandonado para que muriese cuando era un bebé.

Momentos más tarde, mi padre estaba en la plataforma. «Antes de empezar, hay algunos dignatarios aquí que van a querer conocer», dijo. «Estos son quienes cambian el mundo real, la gente de la que van a escuchar hablar». Todos los ojos se volvieron hacia el vicepresidente del país y los obispos de la iglesia. En cambio, papá dijo: «Quiero presentarles a Samuel». Hizo un gesto hacia la misionera para que llevara el niño a la plataforma. Papá tomó al niño en sus brazos.

«Este es Samuel», dijo, sonriendo. «Dios lo rescató de un montón de basura. Él va a ser un gran hombre de Dios en su país».

Uno a uno, los pastores se pusieron en pie y se desató la alabanza. Eché un vistazo al vicepresidente de Kenia. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Podía leer sus pensamientos: «Esto es lo que nuestro país necesita escuchar. Sí, este es un hijo de Kenia».

Mi padre se acababa de saltar el protocolo. Lo correcto habría sido reconocer a los dignatarios sociales, aunque ninguno de los presentes lo sintiera de esa manera, incluyendo al vicepresidente. La realidad de Dios había irrumpido. La lente de Cristo había abarcado todo bajo una luz diferente. Era la misma lente a través de la cual mi padre había visto por primera vez a Nicky Cruz, con una visión de lo que podría llegar a ser su vida horriblemente dañada.

Lo que mi padre había hecho en ese momento no estaba fuera de lo habitual para él. Estaba en consonancia con la forma en que siempre había vivido. Por motivos personales, había rechazado todas las invitaciones del presidente de EE.UU. para visitar la Casa Blanca, pero conducía cientos de kilómetros, por carreteras secundarias, durante una gira de evangelización para poder reunirse con una religiosa desconocida que había escrito algo sobre Cristo que lo había movido. Siempre vio al mundo y a los que le rodeaban a través de la lente de la eternidad.

97808297665_0020_002.jpg

MI PADRE NO SOLO VIO lo que muchos de nosotros no pudimos. Él se disciplinó para ver lo que la mayoría de nosotros no queríamos ver.

Se obligó a ir a los «picaderos» de heroína para presenciar aquello a lo que el mundo hacía la vista gorda: jóvenes oprimidos destruyéndose a propósito. Previó las mismas drogas mortales inundando los suburbios de clase media años antes de que los comentaristas seculares reconocieran el cambio en la sociedad. Sobre la aburrida generación que sucumbió a ellas, previó sus vidas con cinco años de adelanto y se conmovió hasta las lágrimas otra vez. Fundó las Cruzadas Juveniles de David Wilkerson para alcanzar a esta generación con el amor de Dios antes de que lo hicieran la desesperación, la adicción y el suicidio, una progresión mortal de la que ya había sido testigo en los guetos urbanos.

Es fácil olvidarse de la cultura de la época, cómo eran vistos con desconfianza los jóvenes. Era el momento de «América, ámala o déjala». Cualquier tipo con el pelo rozando sus orejas era visto como un rebelde. Lo mismo para cualquier chica que llevara minifalda. Papá los siguió a todos, de la misma manera que había ido tras los miembros de pandillas y drogadictos: no solo para rescatarlos, sino porque los veía como los mejores evangelistas de Dios. Su fe les ayudó a transformar el modo en que se veían a sí mismos: como objetos de amor eterno más que de desprecio.

La visión de papá hacia la gente también despertaba su fe. Él predicó que las obras sobrenaturales podían lograrse a través de seres humanos imperfectos pero guiados. Durante más de dos décadas, ese mensaje agitó a un número incalculable de personas para confiar sus vidas a Jesús. Durante la época clásica de las cruzadas evangelísticas, muchos estadounidenses aceptaron a Cristo como su Salvador. En las cruzadas de mi padre iban más lejos, ofreciendo a Dios no solo un corazón creyente, sino una vida de sacrificado servicio.

«Él siempre iba muy por delante», dice Dallas Holm, reconocido músico y compositor que viajó con mi papá a tiempo completo durante más de diez años. «No creo que él fuera consciente de lo progresista que era. Sus mensajes eran siempre algo muy relevante para la cultura, un tema único del que todo el mundo estaba al tanto: las drogas, el suicidio, la música, estos eran los temas del día. He oído a pastores tratando de ser relevantes, ya sabes cómo es eso, pero él tenía autoridad. Hay personas que se hacen relevantes porque han leído toda la información. Pero el hermano David vivió en el centro de la misma. Tanto estaba pasando en California (los cultos más grandes, con todos los hippies siendo salvos) que nos trasladó a todos nosotros, a todo su ministerio, desde Nueva York. Él decía: Tenemos que estar ahí fuera. Ahí es donde Dios tiene nuestro ministerio. Por eso fue tan importante… no había leído simplemente sobre ello; él estuvo allí».

Durante cinco años, mi padre tuvo un profundo impacto en el Movimiento de Jesús, predicando en una serie de influyentes reuniones de jóvenes llevadas a cabo por Ralph Wilkerson (sin vínculo familiar) en el sur de California. «En el Melodyland Theatre tenían cabida tres mil doscientas personas, y los cultos estaban hasta los topes», señala David Patterson, primer director a tiempo completo de mi padre. «La convicción de que Dios descendía era tan fuerte en esas reuniones que cuando el hermano David invitaba a los chavales a ir al frente, no podían levantarse de sus asientos. Ellos estaban clavados. Los ujieres tenían que levantarlos y llevarlos al altar. Fue la más increíble serie de reuniones que he visto nunca. Había cientos y cientos de chicos siendo salvos. Cada tres meses, el mitin se trasladaba al Anaheim Convention Center, de ocho mil plazas, y esas reuniones también se llenaban. No había nada como esto sucediendo en ningún otro lugar de Estados Unidos. Algunos de los pioneros dirá que fue el impulso de esas reuniones lo que dio origen a una gran parte de lo que se convirtió en el Movimiento de Jesús».

Estoy conmovido por una reliquia de esa época. Mi padre había escrito un libro, Rojo, verde y violeta, titulado así por la concepción de Dios de un chico drogado. En el interior, el dueño del libro había inscrito su nombre, «señora Powell», de quien yo podía adivinar que era la madre de alguien, en busca de entendimiento. Papá no era solo un defensor de los jóvenes; fue un fiel traductor de sus experiencias con sus preocupados padres. Él vio la angustia que la gente tenía sobre las luchas de sus hijos, y fue un amigo compasivo de ellos. Él también los desafió, al igual que desafió a sus hijos, a creer que Dios podía ser fiable en todas las cosas. Su franqueza se ganó la confianza de ambas generaciones.

Esa es otra función que mi padre desempeñó: fue un intrépido reportero. Siempre que iba al frente, informaba fielmente lo que había visto. Y no lo embellecía; contaba la pura verdad. En 1959, reclutó a su hermano menor, Don, para que lo acompañara a un picadero de heroína para filmar a adictos adolescentes. Papá estaba convencido: «Las iglesias no nos van a creer si no les mostramos lo que está pasando». Estaba en lo cierto. Cuando se proyectó Teenage Drug Addiction, que mostraba a los adictos inyectándose agujas en sus brazos ennegrecidos, las personas se desmayaban.

97808297665_0020_002.jpg

VIO A LA IGLESIA DESMAYARSE de otras formas también, cayendo en la ruina mientras descendía a un compromiso de los principios básicos del evangelio. Con audacia llamó la atención a una iglesia «obesa»; sin juzgarla, pues veía la belleza de la novia de Cristo promulgando la justicia para los pobres. Escribía sin cesar acerca de esa novia, y dirigió la misión de justicia con el ejemplo.

Mucho antes de la televisión por cable, él anticipó las pequeñas cajas negras que se apoyaban en la parte superior de los aparatos de televisión, canalizando así la pornografía a los hogares. Publicó esa predicción en 1973 en su controvertido libro La Visión. Ahora, cuando se estima que casi la mitad de todos los pastores ven pornografía en línea a través de las pequeñas cajas negras que emiten la señal de Internet, es difícil imaginar por qué fue rechazado.

En verdad, nunca estuve cómodo con la función profética de mi padre; él tampoco lo estuvo. Soy muy diferente de mi padre en muchos aspectos (en el temperamento, los dones y la personalidad), pero el papel profético de mi padre era algo que acabé por respetar. Él nunca quiso ser un profeta. «Ningún verdadero profeta quiere serlo», dice el historiador de la iglesia, el doctor Stanley Burgess, que se encontró con mi padre en sus días más tempranos de

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1