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El viaje más grande del mundo
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Libro electrónico404 páginas6 horas

El viaje más grande del mundo

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El viaje más largo del mundo narra la historia de un joven maliense, Amadou Koulibaly, desde que sale de su pueblo natal asolado por conflictos bélicos hasta llegar a España. Un viaje repleto de dificultades, en el que la codicia humana hace que muchas personas se aprovechen de la extrema necesidad de los inmigrantes y refugiados, siendo estos robados, apaleados y engañados en muchas ocasiones. Podría ser la historia de muchos de los miles de inmigrantes y refugiados que llegan a Europa tras un largo y duro viaje en el que ponen en juego sus vidas. Es también el relato de la difícil integración de un chico africano en Europa tras su llegada a la Tierra Prometida.
IdiomaEspañol
EditorialDistrito 93
Fecha de lanzamiento19 abr 2020
ISBN9788417895907
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    El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero

    mundo

    Nota del autor

    Este relato está inspirado en las vivencias que me han contado en primera persona muchos de los chicos inmigrantes y refugiados con los que he trabajado durante siete años en un piso de acogida, no es la historia real de ninguno de ellos. Todos los personajes de la novela son inventados, así como los pueblos que se nombran; sin embargo, las ciudades que se citan sí son reales para que el lector pueda centrar la trama.

    Prólogo

    Mi nombre es Amadou Koulibaly, aunque mucha gente me conoce como Mellado, un apodo que me puso mi gran amigo Seidy, al que considero como mi propio hermano. Tengo veintidós años, o al menos eso creo, ya que no hay ninguna partida de nacimiento que registre esa edad. Es un cálculo que hacían en mi familia, y en el que el modo de verificarlo entre mi madre y mi abuela era el número de cosechas propicias. En cualquier caso, aquí en España, mi fecha de nacimiento es el 1 de enero de 1995. El 1 de enero es la fecha de nacimiento de casi todos los africanos que conozco y que, como dije anteriormente, al no existir muchos registros es la que nos da el gobierno de España, en especial a los que como yo hemos solicitado asilo político.

    Actualmente trabajo en una frutería de un barrio de Tetuán. He tenido suerte, mucha suerte, sobre todo si me comparo con los miles de compatriotas que han muerto en la guerra civil que asola a mi país desde hace un tiempo; pero también si me comparo con todos los amigos que perdí durante mi viaje a Europa. Un viaje que ha marcado mi vida hasta unos límites que ni yo mismo soy capaz de ver con claridad.

    Esta que os voy a contar es mi historia, pero hay cientos e incluso miles de historias similares a la mía y que se quedan en muchas ocasiones en algún lugar del mar Mediterráneo, o clavados en las vallas de Ceuta y Melilla, sin hablar de todos los que perecen en los desiertos de Mauritania o Malí, y de los que son asesinados por la policía de Marruecos o por las mafias de personas.

    Como me dijo un compatriota cuando logramos llegar al Centro de Internamiento de Extranjeros de Aluche en Madrid: «somos espermatozoides», los más rápidos de nuestra promoción y los que hemos logrado llegar al útero de Europa, sin habernos quedado por el camino como los miles de espermatozoides que no consiguieron su objetivo. Yo lo he logrado, y eso que nunca estuvo entre mis sueños de niñez viajar a España, pero que una serie de acontecimientos provocaron que no me quedase más remedio. Y es así cómo, cinco años después de emprender mi salida desde Sané, mi pueblo natal, puedo estar contándoos esto. No sé bien por qué lo estoy haciendo. Quizá se lo deba a mucha gente que no puede, no sabe o no quiere expresarse, pero sobre todo lo hago por los que ya no podrán hacerlo. Por los que engordan las estadísticas de uno de los grandes genocidios olvidados. Por todos ellos y por mí os voy a contar todo lo sucedido hasta hoy. «¿Ya os dije que mi nombre es Amadou Koulibaly?».

    Impotencia

    Era una tarde algo fría —para estar en Malí, me refiero—, lo recuerdo porque llevaba una vieja chaqueta puesta sobre los hombros. En Sané, mi pueblo de la etnia bámbara, el frío no era una de las cosas que se pudieran considerar típicas, sino más bien todo lo contrario. Aun así, en esa tarde de principios de diciembre del año 2012 estaba refrescando. Estábamos en el umbral de nuestra pequeña choza: mi madre, mis tres hermanas pequeñas y yo. De repente, escuchamos un motor a lo lejos y enseguida pensamos que podría tratarse de nuestro padre, y su viejo y destartalado camión. Se dedicaba al comercio de toda clase de productos, tanto en nuestra aldea como en los pueblos y ciudades que se situaban a un radio de unos doscientos kilómetros. Presté atención y me di cuenta de que el sonido no era el de su convoy —tal y como acostumbraba a referirse a su Volvo. Un trasto que había comprado por un precio relativamente bajo a un amigo hacía ya tiempo, y al que él mismo había hecho mil reparaciones para que funcionara correctamente—. De hecho, no se trataba de un solo vehículo, sino de tres camionetas repletas de hombres.

    Nos pareció muy raro, ya que no era frecuente ver ese tipo de vehículos por nuestra aldea. Mis hermanas y yo nos quedamos mirando maravillados algo que nos sacara de nuestro profundo aburrimiento, pero en el rostro de mi madre se reflejaba preocupación. Una preocupación de la que me percaté de inmediato. A medida que los vehículos se acercaban a nuestra casa, mi madre empezó a ponerse nerviosa y nos hizo entrar en la choza. La tensión en su cara y los gestos de una mujer de carácter amable y bondadoso, como ella lo era, nos hizo percibir que algo no andaba bien. Sus bellas facciones, finas y estilizadas, se fruncieron al mirar los vehículos que se acercaban, y fue por eso por lo que obedecimos sin rechistar. Nos amontonamos en una silla que había en la casa mientras ella permanecía de pie, en la puerta de la entrada, mirando a los recién llegados que empezaban a bajarse de las camionetas. Vestían túnicas blancas con tonos azulados y llevaban un turbante en el pelo. La mayoría portaba ametralladoras colgadas de los hombros, que les proporcionaba un aspecto feroz y hostil. Yo nunca había visto un arma de fuego hasta ese día, aunque por desgracia las vería con demasiada frecuencia en los años siguientes.

    —Hola, buena mujer, venimos buscando a Moussa —dijo un hombre armado, que parecía ser el cabecilla de aquella gente.

    Mis hermanas y yo nos apretamos más si cabe y empezamos a sentir una especie de miedo que se hacía plausible en nuestras ingenuas miradas.

    —No está —contestó mi madre, tratando de aparentar tranquilidad. Una tranquilidad que hacía tiempo había desaparecido de su rostro.

    —Ya lo veo, su camión no está aquí —apuntó un segundo hombre, que también sostenía una ametralladora—. ¿Cuándo volverá?

    —No lo sé, posiblemente mañana. Está comerciando. En esta ocasión ha ido a Bamako, y cuando trabaja en la capital pasa más tiempo que cuando está por los pueblos cercanos. —La voz de mi madre parecía sólida, al menos a los ojos de aquellos hombres.

    Los observé con detenimiento para intentar saber qué venían buscando. Carecían de uniforme, por lo que no podían ser militares. Su forma de actuar no me daba más datos para entender qué hacían en la puerta de casa. Mucho menos las armas que llevaban. Me recordaban a los hombres del desierto —así les llamábamos en la aldea—, sujetos que se dedicaban a asaltar a comerciantes que iban a los pueblos del Norte, forajidos de la justicia y que, según parecía, llevaban un tiempo armándose y preparando un ejército. Esto era lo que escuchaba en las conversaciones de mi padre cuando, en ocasiones, le ayudaba en el reparto de sus mercancías por los pueblos cercanos.

    —¿Sabe que el cerdo de su marido nos debe mucho dinero? —Empezó a entrarme calor por todo el cuerpo. Ese hombre que acababa de llegar se atrevía a insultar a mi padre, un hombre honrado, trabajador y que lo hacía todo por poder alimentar a su familia. ¿Cómo podía atreverse a hablar así sobre el gran Moussa?

    El hombre que había insultado vilmente a mi padre empezó a acercarse mucho a mi madre, más de lo que en nuestra cultura podría considerarse políticamente correcto entre un hombre y una mujer que no están unidos por el sagrado matrimonio. Se paró delante de ella, le cogió bruscamente la cara, se volvió a los demás y les dijo:

    —Eh, este viejo de Moussa no tiene mal gusto, ¿verdad? —No sé si me molestó más ese comentario o las risas de sus compañeros de fechorías. El caso es que se empezó a apoderar de mí una cólera que no había sentido nunca en mi vida.

    Mi madre le apartó la mano bruscamente y le dijo con una voz fuerte y decidida:

    —¡Déjame en paz! ¡No me toques! Eres un mentiroso, mi marido no os debe nada. ¡Es un buen hombre!

    —Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? ¿El viejo Moussa no te ha enseñado modales, zorra?

    Sentía cómo la rabia se apoderaba de mi cuerpo. Primero insultaba a mi padre y ahora se atrevía con mi madre. Estaba furioso con aquel hombre que se estaba propasando con mi familia e instintivamente agarré un palo con el que solía jugar por las calles y que estaba al alcance de mi mano. Mi hermana Faiatu intentó agarrarme para que no lo hiciera, pero yo era más fuerte que ella y conseguí eludir sin problemas su mano temblorosa. El hombre seguía con su retahíla de insultos y empezó a manosear a mi madre descaradamente. Eso ya era demasiado para mí. No pude contenerme y salí con el palo, gritando que la dejase en paz. Mi madre trató de retenerme, pero yo me zafé y conseguí darle en las costillas con toda la fuerza que podía un chiquillo delgado de diecisiete años. El hombre emitió un pequeño grito y, como acto reflejo, me dio con la culata de la ametralladora en la cara. Todo lo que sucedió después lo recuerdo como si fuesen fotografías: mi madre llorando, los hombres riendo, mis hermanas chillando dentro de la casa, y yo sintiendo un extraño sabor a sangre en la boca. Antes de desmayarme, logré escuchar cómo decía uno de aquellos hombres:

    —Dile al viejo que volveremos, y esperamos que para entonces tenga listo todo el dinero que nos debe.

    Luego escuché, entre los sollozos de mi madre y de mis hermanas que acudieron a ver cómo me encontraba, el sonido de los motores de los vehículos que se alejaban.

    Libertad

    —¡Bienvenido, Amadou! Esta es tu nueva casa. Aquí tienes el salón, la cocina, el cuarto de baño y tu habitación. Dormirás con tres chicos más: Mohamed, de Marruecos; Baillou, de Senegal; y Souleymane, de Guinea Conakry. Ahora están en la escuela, pero luego por la tarde podrás conocerlos. Estoy segura de que os llevaréis muy bien. Toma tus sábanas y prepárate la cama. En cuanto lo hagas, ven al despacho y te explicaremos las normas de funcionamiento del piso.

    Esto me lo acababa de decir Verónica, la chica que había ido a recogerme al Centro de Internamiento de Extranjeros (cie), en Aluche. Allí, una trabajadora social me explicó que me trasladarían a una residencia en la que podría empezar una nueva vida. Me comentó que mi calvario había llegado a su fin. No me dio mucha información al respecto, apenas que se llamaba Asociación Parterre, situada en el centro de Madrid, y que conviviría con más chicos que habían pasado por lo mismo que yo. Habían pasado casi tres años desde el incidente en Mali, en el que me habían partido un diente de un culatazo, y ahora me encontraba en Madrid. Verónica y yo nos habíamos metido en su coche pequeño y de color blanco, desde el que había podido observar su cara linda. Sus ojos claros y mirada firme, pero tierna, se escondían detrás de unas gafas finas, acorde a la harmonía de su rostro. Se podría decir que era una chica bien parecida, me gustó desde el primer momento en que la vi. En el transcurso del camino hasta nuestro destino apenas hablamos. Me dijo que al llegar al piso ya me contaría más detalles sobre mi nueva vida y mi nueva residencia, en la que había más chicos africanos.

    Lo primero que llamó mi atención fue que una mujer fuera la jefa del piso, aunque según me habían comentado eran tres los jefes de mi nueva residencia. Imaginaba que los demás serían hombres. En ese momento, el nombre de ella me parecía imposible de retener en mi aturullada cabeza, pero, con el tiempo, Verónica se convertiría para mí en un gran apoyo; además de ser una de mis educadoras, como así me enteré más tarde que se llamaba, y no jefa.

    Hice lo que me pidió, coloqué las sábanas lo mejor que pude sobre el colchón, pero no fui al despacho porque me daba vergüenza, así que Verónica vino a la media hora para ver si estaba todo bien. Noté cómo se reía entre dientes y entre los dos rehicimos la cama. Por lo visto no había colocado las sábanas bien, ya que, a decir verdad, era la primera vez que afrontaba esa difícil misión en mi vida. Tras este momento embarazoso que me hizo ruborizar le acompañé al despacho, donde empezó a explicarme las normas del centro. Pasados unos minutos, se dio cuenta de que no me estaba enterando de nada; yo asentía todo el rato porque no quería ser descortés. Ella me tocó en el hombro, recuerdo que un calor me recorrió todo el cuerpo. Era la primera vez que una mujer que no fuese de mi familia me había tocado, y la verdad es que, aunque apenas fue un instante, yo me sentí extraño, pero me gustó.

    —Espera un momento, voy a buscar a Yakub para que te traduzca.

    Yakub era un chico guineano que también vivía en el piso. «¿Cuántos chicos seremos en total?», pensé.

    —¡Hola! —me estrechó la mano. Era un chico muy alto y delgado, yo diría que tan delgado como yo. Me dio la bienvenida en francés y me explicó las normas del piso. He de decir que mi francés no era muy bueno, pero bastante mejor que el español.

    La conversación fluyó de manera que primero Verónica le decía algo a Yakub y este me lo traducía. Me llamó la atención el hecho de que Verónica, aunque hablase con Yakub, me miraba a mí. Esto me hacía sentir raro, pero con el tiempo me acabé acostumbrando. A juzgar por cómo se trataban, parecía que Yakub y mi nueva educadora se llevaban muy bien. Se notaba la confianza que había entre ambos, cosa que me tranquilizó bastante, y me dieron muchísima información, la cual agradecí encarecidamente. De entre todo lo que me dijeron, me quedé con que no era una prisión, tal y como había estado hasta ahora desde mi llegada a España, sino que era libre y podía salir cuando quisiera. De hecho, me dieron unas llaves de la casa, lo cual me hizo mucha ilusión, ya que en mis diecinueve años de vida jamás había tenido llaves de nada.

    Me informaron de que era una asociación que se dedicaba a trabajar con inmigrantes y refugiados que se llamaba Parterre, y que podría estar aquí si cumplía las normas y aprovechaba mi estancia durante mucho tiempo. Eso me alivió en gran medida. Me dijeron que me ayudarían a aprender español y a buscar trabajo. Por supuesto, tenía responsabilidades como cocinar y limpiar la casa. Yo nunca había hecho ni lo uno ni lo otro, pero no me importó porque, por primera vez en mucho tiempo, me sentía feliz. En aquel momento, esas dos personas me hicieron recobrar las esperanzas. Esperanzas que había perdido durante mi duro viaje hacia Europa y que, en algún momento, sentí que jamás iba a recuperar ya que en ciertas ocasiones consideré seriamente que nunca podría llegar a España.

    Me explicaron un montón de cosas más, como que había una reunión semanal de toda la gente que vivíamos en el piso a la que era obligatorio asistir. Que me proporcionarían una tarjeta de transporte y que me darían una paga semanal de diez euros. No entendía nada, ¿se suponía que eso era un trabajo? Me dieron tanta información que era difícil procesarla. Y mi cara debía de ser un poema porque Verónica me dijo que no me preocupara y que poco a poco me irían comentado más cosas. Yakub, a través de mi educadora, me preguntó si tenía alguna cuestión. La verdad es que tenía más de mil y ninguna al mismo tiempo, ¿cómo podía ser? El caso es que respondí que no y entonces Verónica me acercó el teléfono y me dijo que podía llamar a mi casa para hablar con mi familia, y poder decir que me encontraba bien y a salvo.

    Llevaba tiempo sin poder hablar con mi madre, y las veces que había hablado con ella últimamente era para dar malas o muy malas noticias. Pero esta vez era diferente. Tenía unas ganas locas de poder contarle que por fin estaba en Madrid, que lo había logrado después de tantas vicisitudes, que en breve podría empezar a mandarles dinero, o al menos eso esperaba; pero, sobre todo, que mi vida había dejado de correr peligro al fin, que me encontraba en un lugar seguro.

    Marqué el número muy nervioso. Tras un rato que me pareció eterno se puso mi vecina, ya que en mi casa no había teléfono, y le expliqué muy excitado que fuese a buscar a mi madre, que tenía muy buenas noticias que darle. Me pidió que esperase un segundo; al cabo de lo que me pareció un siglo retomó el aparato para decirme que mi madre no estaba, pero que su hija había ido corriendo a buscarla y que llamase de nuevo dentro de unos diez minutos. Le comenté que lo intentaría, pero que tendría que pedir permiso y no sabía si eso sería posible.

    Cuando colgué, Verónica adivinó por el gesto de mi cara que no había podido hablar con mi madre. Le conté como pude, ya que Yakub había salido del despacho, lo que me había dicho mi vecina, y me respondió que no me preocupara, que en diez minutos podría volver a intentarlo. Se lo agradecí profundamente y me quedé con ella durante ese tiempo. Ella trataba de decirme cosas y algunas las entendí y otras muchas no, la verdad es que mi cabeza solo estaba pensando en qué iba a decirle a mi madre cuando por fin hablase con ella.

    Me ofreció de nuevo el teléfono diciéndome que ya habían pasado quince minutos y que volviera a intentarlo. Marqué y esperé:

    —¿Amadou? ¿Amadou, eres tú?

    —¿Mamá?

    —¿Estás bien, hijo? —A continuación se echó a llorar.

    Tuve que controlarme para no llorar yo también. Fue difícil, pero lo logré. No quería que Verónica viese aflorar mis sentimientos, ¡qué iba a pensar de mí!

    —Mamá, cálmate, estoy bien. Lo conseguí, por fin lo conseguí, estoy en Madrid.

    Tuve que repetírselo muchas veces porque mi madre no paraba de llorar desconsolada.

    —¡Ay, Amadou! He rezado mucho por ti, para que no te sucediese nada. ¡Ay mi chico! Dime cómo estás, por favor.

    Me mostré más enérgico y le imploré que se calmara y me escuchase. Fue así como le hice un breve resumen desde la última vez que pude hablar con ella. Hice énfasis en los acontecimientos de los últimos días y, sobre todo, recalqué que ahora estaba en Madrid, y que estaba libre en una asociación donde viviría con más chicos africanos y donde me ayudarían a aprender español y a buscar trabajo. La conversación se centró luego en cómo estaban mis hermanas y ella, y por las evasivas de mi madre intuí que no demasiado bien, pero su felicidad y la mía en ese momento hizo que nos centráramos de nuevo en hablar sobre mí.

    Mi madre me aconsejó muchas cosas, que estudiase y me esforzase, que por favor les mandase dinero, que realmente lo necesitaba, y que no hiciese tonterías; que siguiera rezando siempre, y no me olvidase de quién era y de dónde venía. Tras un rato más de conversación la llamada se cortó. Verónica me hizo saber que la tarjeta telefónica se había agotado, pero que no me preocupase porque en los próximos días me darían una para que la pudiese utilizar cuando yo quisiera. La amabilidad con la que me trataba esta chica sin conocerme de nada me abrumaba y, a pesar de no entendernos bien a través del lenguaje, la comunicación era fluida. La expresividad de su cara me daba confianza y me hacía sentir confortable.

    Le di las gracias a la educadora y me fui para la habitación, me tumbé en la cama y lloré y lloré. Toda esa emoción y rabia contenida salió como un torrente fuera de mí, no sabía por qué, no podía comprenderlo, pero lloré y lloré. Eran lágrimas diferentes a todas las que había derramado hasta entonces en mi vida, no podría explicarlo mejor. Lloré y lloré con todas mis fuerzas.

    Unos ruidos en el salón hicieron que me recompusiera.

    Perturbación

    Me desperté muy desorientado en el hospital, estaba dolorido, debían de ser entre las 18:00 y las 20:00 h, ya que era de noche pero no muy cerrada aún. A mi lado se encontraban mi madre, mi padre y mi hermana menor.

    Lo primero que noté fue un hueco entre mis dientes, una extraña sensación, no podía dejar de pasar mi lengua entre el hueco del incisivo que me faltaba. La cabeza me dolía muchísimo, como si estuviesen martilleándome desde dentro; he de reconocer que me encontraba fatal. De repente, mi madre me dio un abrazo como si acabase de resucitar y enseguida se echó a llorar, me acercó hacia su pecho como hacía bastantes años que no lo hacía y yo agradecí ese afecto. Mi padre retiró a mi madre a un lado y me preguntó cómo me encontraba con un leve gesto de la cara, sin saber bien qué decirme, pero que interpreté de una forma afectuosa. Le respondí que bien, aunque era obvio que no lo estaba.

    Mi padre era quince años mayor que mi madre y la diferencia de edad se acentuaba aún más porque mi padre estaba muy desmejorado debido al intenso trabajo físico que había realizado durante toda su vida y a la exposición al sol, que hacía que su piel estuviese curtida y agrietada. En cambio, mi madre, la bella Kadiatou, tenía un aspecto mucho más juvenil; a veces parecía la hija de mi padre en vez de su esposa, poseía una belleza que era la envidia de las vecinas, las mismas que no dejaban de pedirle sus ungüentos para la piel. Mis padres se querían muchísimo, y así lo sentíamos nosotros en el calor del hogar.

    Era la primera vez que yo estaba en el hospital como paciente, acababa de recibir un culatazo en la boca por parte de los hombres del desierto al intentar defender a mi madre de sus ofensas. Se trataba de un edificio ruinoso de camas sucias y paredes desconchadas; ciertamente tenía un aspecto fantasmagórico, un olor nauseabundo impregnaba el ambiente. Todos estos elementos juntos hacían que la permanencia en el mismo resultase de todo menos cómoda. La última vez que había estado en el hospital fue acompañando a mi madre con la menor de mis hermanas para que le pusiesen una inyección, algo muy rápido, pero que tuvo a mi hermana todo el día llorando.

    Conforme me iba recobrando del aturdimiento, un sentimiento de culpa tremendo iba reptando poco a poco en mi interior. Si estaba en el hospital significaba que mis padres tendrían que pagar una suma de dinero muy elevada que seguramente no podríamos permitirnos. ¡Qué estúpido había sido!, seguro que me llevaría una buena reprimenda por parte de mis padres, y bien merecida. Ellos rara vez me regañaban, nunca les había dado motivos serios, pero cuando alguna vez había hecho una trastada me habían puesto en mi sitio, como cuando de pequeños mi amigo Seidy y yo robamos golosinas en la tienda del viejo Mamadou. Recuerdo que ese día mi padre me cogió de la oreja y me llevó a rastras hasta detrás de la casa. Su cara estaba encolerizada y la reprimenda se oyó en toda la aldea, hasta tal punto que los chicos de la escuela se estuvieron burlando de mí durante toda la semana imitando la bronca de mi padre. Cuando traté de explicar que había sido idea de Seidy, mi padre me levantó la mano y pensé que me iba a abofetear. En lugar de eso me dijo una frase que aún tengo grabada a fuego en mi memoria: «Nunca eches la culpa a alguien de algo que es solamente responsabilidad tuya y de nadie más».

    Mientras me encontraba sumido en estos pensamientos, el médico hizo su aparición en la estancia, un hombre de mediana edad, con la cabeza afeitada y una perilla al estilo de los actores de Hollywood. Explicó a mis padres que había perdido un diente incisivo y que tenía el otro bailando, que como era joven no hacía falta que lo quitásemos, pero que me dieran mucha leche para fortalecerlo con el calcio. Me palpó la cara con suavidad, pero aun así sentí un intenso dolor por debajo del ojo. Siguió diciendo que había tenido suerte, que podía haber sido mucho peor, y dijo algo así como que había sido muy valiente, pero que con ese tipo de hombres más valía ser cobarde y no plantarles cara, porque nunca se sabía por dónde podrían salir. Mi padre asintió ante la afirmación del doctor.

    Me dio unas pastillas para el dolor y otras para bajar la inflamación. Por último, me preguntó cómo estaba, y no sé por qué motivo no contesté, aunque mi padre lo hizo por mí.

    —Está bien, doctor. Muchas gracias por todo, no se preocupe que le daremos las pastillas tal y como nos dijo. ¿Cuánto le debemos?

    —Nada —contestó el médico—, pero tengan mucho cuidado con esos hombres, no es la primera vez en este mes que viene alguien con una historia similar a la suya. Si no se les pone freno, que Alá nos proteja, porque no sé qué pueden llegar a hacer.

    Mi padre se ruborizó y le dio las gracias, mi madre hizo lo mismo e hicieron que yo también se las diese. El viejo Moussa, mi padre, era muy querido en la comunidad, se había ganado el respeto de todos ayudando con su camión a quien lo necesitaba y, seguramente, sería el motivo por el que ahora el médico nos devolvía el favor.

    De camino al camión, mi madre le dijo que menos mal que no nos habían cobrado, porque si no, no sabían cómo hubiesen podido sobrevivir ese mes.

    Ya dentro del vehículo mi padre me dio un fuerte abrazo, me dijo que había sido muy valiente, pero que si volvían a venir esos hombres que fuese a buscar ayuda y ni se me ocurriese volver a plantarles cara. Este comentario me dejó la sangre helada, sonaba a profecía. ¿Quería decir que iban a volver?, ojalá que no, no me gustaría tener que pasar por lo mismo otra vez. No, eso no podía pasar de ninguna de las maneras. Creo que fue la primera vez que mi padre me habló como a un hombre, aunque él recalcase que cuando llegásemos a casa, y me encontrase mejor, hablaríamos de hombre a hombre para darme instrucciones precisas de lo que deberíamos hacer a partir de ahora. Recuerdo que esas palabras de mi progenitor me llegaron con una sensación agridulce. Por una lado, que el gran Moussa me hablase de ese modo me llenaba de orgullo, pero por otro lado sabía en lo más profundo de mi corazón que nada bueno iba a acontecer a partir de ahora; y hoy puedo decir que, después de ese comentario, mi niñez se dio por acabada y pasé a ser un adulto omitiendo un periodo que en Europa llaman juventud, pero que en mi aldea de Malí se da con muy poco frecuencia.

    El trayecto hacia casa fue lento y tedioso. Los cinco kilómetros que separaban el hospital de nuestro hogar se tornaron en más de mil. Al dolor que sentía en el rostro se sumaban los baches de la destartalada carretera, aumentados por la incomodidad del viejo camión. No podía entender cómo mi padre podía estar todo el día en ese trasto y que no se le desmontasen los huesos.

    Cuando llegamos a casa, mi amigo Seidy estaba en la puerta con cara de preocupación. Seguramente mis hermanas habrían exagerado un poco la historia, porque cuando me vio descender del camión su cara se tornó más alegre.

    —Uff, pe pennsé que ttttte había pasado algo, hermano —dijo tartamudeando.

    Siempre nos llamábamos hermanos, aunque no éramos ni parientes lejanos, algo extraño en una aldea como Sané, con unos doscientos cincuenta habitantes. Su familia vivía en la choza más cercana a la nuestra y, al ser de la misma edad, nos habíamos criado juntos. La relación entre nuestras familias había propiciado que siempre estuviésemos cerca y unidos; y, aunque no fuésemos hermanos de sangre, sí lo éramos de espíritu. Tenía mi misma estatura, su complexión era un poco más fuerte que la mía, lo que no era difícil, ya que yo siempre he sido tremendamente delgado. Seidy era un chico algo introvertido, al igual que yo, y quizás por eso hicimos buenas migas. Podíamos pasarnos tardes enteras sin apenas hablar, pero disfrutábamos de la compañía que nos brindábamos el uno al otro. Los chicos en la escuela se burlaban de él porque tartamudeaba, sobre todo cuando estaba nervioso, y si encima los niños se reían de él su tartamudez se acentuaba. Conmigo era diferente, mis padres siempre me habían educado diciéndome que todos éramos iguales y que nunca había que reírse de los defectos de los demás, porque cualquier día nos podía pasar a nosotros. El caso es que era mi mejor amigo y me gustó encontrarlo al llegar a casa, pero lo que no me hizo tanta gracia fue su comentario, no sé cómo se imaginaría que me encontraría.

    —¿Cómo querías que estuviese? ¿Muerto? —Y le enseñé la ausencia de mi diente.

    Soltó una risotada ingenua y me dijo que me quedaba bien, que estaba más guapo mellado. No sabía que a partir de ese día mucha gente me llamaría Mellado. Algo que al principio me dio mucha rabia, pero terminé comprendiendo que cuanta más ira mostraba ante eso, más me lo llamaban, así que con el tiempo lo asumí con naturalidad.

    —Muchas gracias, Seidy, era justo lo que necesitaba.

    —No, en serio herrrrrrmano, me alegro de verte, y de verte así ddde de bien, aunque no te lo creas. Hace dos días a un primo de mi padre le ma-ma-mataron y le robaron todo su gggganado los hombres del desierto, por eso cuando tus hermanas me contaron que habían sido ellos…

    Mi padre cortó la conversación de golpe y me dijo que nos metiésemos en casa, que necesitaba descansar. Extendió a Seidy un sobre con el recado de que se lo entregase a su padre y le dio una palmadita en el hombro.

    —Vete a casa, Seidy, es tarde. Mañana ven a ver a Amadou, seguro que ya estará mejor —le dijo mi padre a mi amigo.

    Seidy asintió, nos hizo el gesto de despedida y salió caminando silenciosamente hacia su casa hasta que se perdió en la oscuridad de nuestra aldea.

    Mis hermanas, Faiatu, la mayor después de mí, y Amina, la mediana, se abalanzaron sobre mí y me dieron un largo abrazo con los ojos llorosos. Mientras Bintou, que nos había acompañado al hospital y apenas balbuceaba, estaba empezando a quedarse dormida, ajena a la situación que acontecía en mi casa.

    Siempre he estado muy unido a mis hermanas y he tratado de cuidar de ellas, ya que soy el mayor. Con Faiatu tengo una conexión muy especial, soy dos años mayor que ella, no nos hace falta más que una mirada para saber lo que estamos pensando los dos. Con Amina también hay conexión, pero la diferencia de edad hace que no tengamos tantos temas de conversación, a ella le saco cinco años. Es la más inteligente de mi familia, aunque ella no lo crea y no tenga expectativas de seguir formándose cuando acabe la escuela. Bintou es apenas un bebé, con unos ojos vivarachos. Yo creo que mis padres no querían tener más hijos, pero como ellos dicen cuando hay invitados en casa: «es un regalo del cielo.» Es la mascota del hogar y la que últimamente se lleva todas las atenciones.

    Decía que mis hermanas me estaban dando un abrazo, traté de tranquilizarlas forzando una sonrisa y enseñando así el diente mellado. Pensaba que se iban a reír, pero todo lo contrario, pusieron una expresión seria. Faiatu me preguntó si me dolía mucho. Su bello rostro, que había heredado de mi madre, se mostraba retorcido por la enorme preocupación que sentía. A mi hermana no le pude mentir y le dije que sí, pero que pronto se me pasaría con la comida que nos habían preparado, un arroz con pollo que se olía a un kilómetro a la redonda. Mi madre me dijo que no podía comer esa comida sólida, que debería probar solamente leche esta noche para reforzar el diente tambaleante, tal y como nos había aconsejado el doctor. Esas palabras me sentaron como un jarro de agua fría, ¡con el hambre que tenía! Mi padre intervino para poner un poco de cordura en la

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