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Serpientes y Escaleras al Séptimo Cielo: Morir sin Darse Cuenta
Serpientes y Escaleras al Séptimo Cielo: Morir sin Darse Cuenta
Serpientes y Escaleras al Séptimo Cielo: Morir sin Darse Cuenta
Libro electrónico229 páginas3 horas

Serpientes y Escaleras al Séptimo Cielo: Morir sin Darse Cuenta

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Información de este libro electrónico

Dos académicos de la Universidad de Austin, Texas, (hombre y mujer) venían bajando el Cerro del Mono Blanco en un jeep, en la región de los Tuxtlas, Veracruz , donde investigaban sobre brujos y curandería cuando fueron perseguidos por hombres armados, cayeron al vacío y murieron. Él se llevó un secreto a la tumba por lo que sus padres tuvieron que
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2022
ISBN9786078535798
Serpientes y Escaleras al Séptimo Cielo: Morir sin Darse Cuenta
Autor

Julio Alberto Rubio Pérez

Julio Alberto Rubio Pérez, es periodista trabajó para la revista Proceso como corresponsal en Tamaulipas. Es ingeniero electricista con especialidad en electrónica egresado del Tecnológico de Ciudad Madero. Maestro en comunicación académica por la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Ha impartido cursos de periodismo, además ante el IMPI es autor de una patente industrial. Ha sido formador de instructores y perteneció a la academia en nivel superior y medio superior por 30 años ininterrumpidos en el área de electrónica. Escribe prosa, poesía y canciones. Fundador-director de la revista Vertical editada desde 1995 a la fecha.

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    Serpientes y Escaleras al Séptimo Cielo - Julio Alberto Rubio Pérez

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    D.R. © Julio Alberto Rubio Pérez, 2019

    ISBN: Pendiente

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2019.

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no podrá ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o retransmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin contar con el permiso previo por escrito del autor.

    Capítulo 1

    CUANDO TE TOCA, TE TOCA

    La tierra se diluía al paso de las llantas del desvencijado jeep, por ese sinuoso bordo entreverado de arcilla roja, quebradiza, amasada con lodo negro, vencida ya por lo que iba dejando la fuerte tormenta, que por momentos amainaba y luego adquiría una fuerza descomunal.

    Por el lado derecho, la corriente del río crecido arrastraba la palizada que se estrellaba con los troncos de los árboles, que se resistían a ser desenraizados. Al lado izquierdo, lo verde de la montaña se perdía entre la nubosidad que exhalaba el profundo voladero, como pozo desfondado, por donde se fugaba el grueso torrente de la lluvia.

    De frente, muy cerca, se podía ver un gigantesco nudo turbio formado por dos borbotones de agua, que, a la vez que se rechazaban, se trababan para fundirse alborotados y seguir río abajo su largo curso atropellado, arrasando con gajos de tierra y allanando gigantescos sauces, de los que las aves, asustadas, salían volando en círculos, como presagiando mayores desgracias.

    Los dos tripulantes del jeep, Virgilio Sánchez —al volante— y Nancy Ruster —su acompañante—, esperaban salir bien librados de ese atolladero en que repentinamente se habían visto envueltos. Gruesas gotas de agua fría caían como canicas sobre sus espaldas y sus cabezas. Venían bajando del cerro del Mono Blanco. Pese a estar empapados, sus cuerpos estaban calientes por el arrebato de la adrenalina y el ansia de escapar. Su esperanza estaba a unos metros: una desviación en tierra firme que los salvaría de irse al voladero, caer a la turbulencia del río o convertirse en prisioneros de los maleantes que habían decidido que serían ellos, Virgilio y Nancy, sus próximas víctimas.

    Los hermosos ojos azules de Nancy se desorbitaban al ver la dificultad con que avanzaba el jeep conforme el camino se iba estrechando. Su figura se enjutaba en al asiento, como esperando el momento fatal, mientras que los catalejos que llevaba colgando del cuello se agitaban violentamente. Virgilio, por su parte, trataba de darle ánimo, pero los gritos de sus perseguidores se escuchaban cada vez más cerca. Pistola en mano, los rufianes, les disparaban para amedrentarlos y obligarlos a que se detuvieran. Los querían vivos; sabían que eran extranjeros y que podrían sacarles dinero si lograban secuestrarlos.

    —Dale, aplánale al acelerador… No quiero caer en manos de esos salvajes —gritaba angustiada Nancy.

    Virgilio miraba a través del retrovisor, empañado por el vapor de su agitada respiración, que atenuaba el sonido de las detonaciones. Ninguna silueta se distinguía, porque entre la bruma todo se perdía. De vez en vez, volteaba desconcertado a ver a Nancy e instintivamente tomaba con nerviosismo el escapulario que pendía de su cuello y que su madre le había regalado antes de partir a este viaje que, inesperadamente, los había llevado hasta el filo del peligro en el que ahora se encontraban. Trataba en vano de acelerar: el jeep no respondía, el camino era demasiado estrecho, y la caída, inminente.

    De pronto, un fuerte estruendo. Con una precisión asombrosa, un hilo plateado, muy luminoso, fosforescente, rasgó el cielo como partiéndolo en dos. Nancy, fuera de sí, abrazó a Virgilio y, sin querer, lo hizo perder el control del volante, que, al soltarlo, giró como incontenible rehilete en sus manos. Las entrañas de aquellas misteriosas tierras coloradas se abrieron a sus pies y los engulleron. En un parpadeo, Virgilio y Nancy quedaron arrojados, inconscientes, en una cuneta. Al verlos caer al precipicio, los malhechores detuvieron su marcha y retrocedieron para darse a la fuga.

    Poco a poco el cielo negro se fue pintando de claro azul, mientras una luz proveniente de las nubes dibujaba el hermoso esplendor de los siete colores del arcoíris. Y aquellas aguas turbulentas que amenazaban con arrasar todo fueron acomodándose perfectamente en su cauce. Las aves que habían huido de los gigantescos sauces volvieron a posarse tranquilamente en las ramas.

    ***

    El primero en abrir los ojos fue Virgilio. Él y su compañera se encontraban suspendidos como bruma, levitando a ras de un suelo blando, aterciopelado, coloreado en contrastes verdes y amarillos pálidos, dejando ver entre largas pero reducidas montañas un fino tono de brisa azulada, que por momentos se pintaba de colores exuberantes, brillantes, sobre todo cuando soplaba un vientecillo que parecía venir desde lo alto para luego tomar diferentes direcciones.

    Al recobrar la conciencia, Virgilio vio a Nancy muy cerca de él, recostada, dormida profundamente. Movió la cabeza y luego los dedos de la mano derecha, sus brazos, sus piernas. Se sentía bien, completo, sin golpes ni dolores. Miró hacia todas partes. Se puso de pie y se acercó a su compañera. Luego se inclinó y le colocó la mano sobre la cabeza. En su palma sentía una tibieza inexplicable propiciada, quizá, por una extraña e incomprensible fuerza que lo envolvía.

    —¿Te sientes bien? —le preguntó a la joven.

    Lentamente, Nancy fue despertando. Virgilio se sorprendió. Era extraño: reconocía y no reconocía esa mirada, que ahora se posaba fijamente sobre él. De un momento a otro, todo había cambiado. Estaban desconcertados. ¿Qué había pasado? Ninguno tenía respuesta. Se tomaron de las manos y enseguida percibieron una fuerza inversa que los hacía sentirse completamente libres, como si la gravedad no existiera en ese lugar. Sus ropas se habían esfumado. Ni relojes, ni zapatos, ni catalejos, ni escapulario… Ellos, sin embargo, no hicieron hincapié en el hecho. El pasado había quedado atrás.

    Ahora sus cuerpos estaban cubiertos, desde el cuello hasta los tobillos, con una suerte de túnica blanca, que se ajustaba perfectamente a sus curvas. Era sedosa como una nube que, con precisión atómica, los hacía sentir en plena libertad para moverse, como siluetas de humo, en vilo, a merced del viento.

    Capítulo 2

    AMOR FURTIVO

    Durante el invierno de 1960, Virgilio y Nancy se conocieron en el campus universitario de Austin, Texas. Ella había nacido en las Vegas, Nevada, el 12 de agosto de 1936, y él en un rancho de Port Lavaca, Texas, el 23 de mayo de 1930. Se hicieron amigos y luego empezaron una relación sentimental, la que se reforzaba con su ímpetu compartido de salir al campo a contestar las preguntas que en el terreno académico se habían planteado.

    El 14 junio de 1964 fue el día en que ocurrieron los trágicos hechos. Virgilio acababa de obtener su grado de doctor en Biología, en tanto que Nancy recién se había graduado como maestra en Etnias de América. Ambos perseguían el fin común de acreditar la práctica de la curandería botánica en los nativos de la región de Los Tuxtlas, esa área de reserva ecológica de Veracruz, México, donde se instalaría la Estación de Biología Tropical.

    El encanto de esa región de Los Tuxtlas y todas las historias de brujos y curanderos de poderes extremos, con magia inigualable, habían sido como un imán que poderosamente los atrajo; sobre todo a Virgilio, que, siendo hijo de inmigrantes mexicanos, sentía correr por sus venas la sangre indígena. Sus padres habían nacido en Oaxaca, y muy jóvenes emigraron a Texas, donde nacieron Virgilio y sus cuatro hermanos.

    Bajito, moreno, de pelo lacio y largo, hasta los hombros, el joven biólogo hablaba perfectamente español. Conservaba, sin embargo, el mismo acento que sus padres. El inglés era su segunda lengua. Sus estudios transcurrieron en escuelas públicas de Texas, en donde forjó su destino convirtiéndose en un académico reconocido. Sus artículos habían dado la vuelta al mundo en revistas especializadas y habían sido catalogados como trabajos de gran valía científica para el área de la Biología.

    Nancy, por su parte, era de sangre anglosajona. Siempre había sido admirada por su belleza en su ciudad natal, pero sobre todo la joven había destacado por su brillante trayectoria escolar. Su español era bueno, aunque sus padres eran ingleses. Rubia, amable e inteligente, fue bien querida donde se presentaba. Su padre era un afamado dueño de casinos. Pero la fortuna de la joven no había sido obstáculo para que desarrollara un genuino interés por la academia y una enorme curiosidad, que finalmente la habían llevado al hombre que amaba.

    No obstante, el romance entre Virgilio y Nancy tenía limitaciones: Virgilio estaba formalmente casado y era padre de dos hijos. Se había casado a los 16 años con una joven de su edad, de su raza, de su clase, una inmigrante llamada Regina que conoció en el campo de cultivo, mientras les ayudaba a sus padres en la pizca de algodón. A diario, por las tardes, ella iba con él a la casa, hasta que un día quedó embarazada. No hubo más remedio que casarse.

    La nueva situación de Virgilio no minó su gusto por la escuela, así que logró terminar el colegio, y con sacrificios y el apoyo del gobierno de los Estados Unidos obtuvo la maestría y luego el doctorado. Algo sumamente difícil en la época para alguien de su condición.

    Capítulo 3

    PERDIDOS EN GAZO GAMÚ

    Con ellos, de su pasado quedaba poco. Muy escasos y difuminados recuerdos estaban en sus mentes: recordaban vagamente la persecución, y sobre sus orígenes e identidad aparecían de cuando en cuando imágenes fugaces en sus cabezas, pero les prestaban poca atención. Ciertamente, aquel lugar en el que ahora se encontraban los atraía más poderosamente que ninguna otra cosa. ¿Dónde estaban? Ninguno lo sabía. Aun así, su instinto de libertad y la necesidad de saber se mantenían intactos y los hacían ir en busca de respuestas. No obstante, no había allí nadie que pudiera contestar sus preguntas. Solo había viento, hermosas y pequeñas montañas y ese suelo aterciopelado, de una textura jamás imaginada por ellos, que los hacía sentirse extasiados, libres de toda carga física.

    Virgilio y Nancy no dejaban de mirarse de arriba abajo y de sonreírse como dos jóvenes enamorados. Las palabras sobraban. Empezaron a caminar tomados de la mano, felices, sin rumbo fijo. Tampoco tenían noción del tiempo. Podrían haber pasado minutos, horas o días… Imposible saberlo. Lo cierto es que ellos nunca vieron rastro de oscuridad.

    Tenían poco que platicar. Esto, sin embargo, no les impedía saber que se querían, que eran compañeros, amigos, amantes, aunque allí, en esos momentos, el deseo quemante de la pasión estaba ausente.

    De pronto, a lo lejos, Nancy alcanzó a ver una silueta. Se trataba de una mujer con una túnica blanca similar a la que ellos portaban. Su pelo blanco, con fuerte brillo de plata, pulido con la delicadeza de la seda, volaba suelto debido a la ingravidez. Una mascada de fino encaje nuboso azul, perfectamente trazada, se enlazaba a su cuello. Su desplazamiento transmitía un remanso de paz.

    En su mano derecha aquella mujer llevaba una delgada vara que lanzaba destellos dorados. La punta de la empuñadura estaba unida a una delicada esfera cristalina. Adentro de esta, flotando con precisión micrométrica, se movía la imagen de la luna, dejándose ver claramente en cuarto menguante; pero, aun así, en su desvanecimiento fugaz despedía un potente reflejo de luz.

    La mujer parecía caminar sobre el viento rumbo a su encuentro. Cuando por fin estuvieron de frente, Virgilio le habló:

    —Mi compañera y yo estamos perdidos. ¿Podría decirnos dónde estamos y hacia dónde debemos dirigirnos?

    Para su decepción, la mujer apenas se detuvo. Los vio de arriba abajo, indiferente. A su vez, ellos la contemplaban desmenuzándola con la mirada, esperando respuesta. Pero la misteriosa dama permaneció callada, y enseguida reanudó su camino, como si el mismo ambiente tranquilo la llevara en vilo, cual pedazo pulcro de algodón, sin rumbo aparente. Un par de lágrimas salieron de sus ojos y cayeron a ese suave manto aterciopelado, donde brillaron como finas piedras preciosas de cristalino esmeraldado.

    Nancy se quedó asombrada al verla de cerca: en la cara de aquella mujer se advertía un dejo de inexplicable sufrimiento mezclado con una paz infinita. Pese a la serenidad del lugar, Nancy no pudo evitar experimentar cierta angustia al ver que su pregunta había sido ignorada.

    —¡Por favor, dime dónde estamos! ¿Qué hacemos aquí? —preguntó a Virgilio. Pero él tampoco tenía respuestas.

    Cuando la tierra se los tragó, ninguno de los dos vio relámpagos de la película de su propia vida. No sabían, pues, que ese lapso intempestivo era el camino, esa delgada línea, que separa a la vida de la muerte. Nancy no apartaba la mirada del rostro de Virgilio, que bajaba la cabeza tratando de ordenar esa confusión vertiginosa en la que se encontraban. Virgilio se acercó a ella. La tocó. Ella le correspondió. Sendas manos se les perdieron entre la túnica que vestían. Se abrazaron tiernamente.

    Su pasado había quedado atrás, pero el presente lo vivían a plenitud. Sabían que estaban perdidos, porque no sabían hacia dónde ir ni qué era aquel hermoso paraje de aparente soledad, lleno de misterio. Decidieron caminar, o más bien flotar, detrás de la mujer a la que poco a poco iban perdiendo de vista. Conforme avanzaban iban experimentando una paz extraordinaria que los alentaba a seguir, hasta que a lo lejos y desde lo alto los empezó a bañar el reflejo de una luz resplandeciente, hermosa, indescriptible. La alfombra de fino terciopelo, que a veces las plantas de sus pies rozaban sutilmente, fue convirtiéndose poco a poco en arenilla de oro.

    Encontraron un río de aguas cristalinas que reflejaba los bellos colores de la descomposición de la luz, y más adelante descubrieron un intenso claro primaveral que daba vida a un enorme vergel con una muy perceptible gama de tonos verdes.

    —¡Esto es maravilloso! —exclamó Virgilio.

    Nancy se quedó inmóvil ante el fascinante espectáculo, suspendida en su propio pensamiento. Todo eso que veían allí, a sus pies, era solamente para ellos; aparentemente no había nadie más con quien compartirlo.

    Después de caminar un rato, se tiraron sobre una exquisita alfombra de pétalos morados que apenas flotaba sobre el manto del suelo, nutrido con la sombra de un gigantesco árbol, de raíces entrelazadas como eslabones de cadena de metal fino. Su tronco era fuerte, grueso, y sus ramas, inmensas. Sus hojas eran semirredondas, alargadas, plateadas, de corte perfecto, con perfil de los dedos de una mano. Al contacto con la luz, las hojas relumbraban como lentejuelas. Virgilio y Nancy veían sorprendidos el majestuoso árbol. Pese a su confusión y sus dudas, pacientemente aceptaban la desconocida realidad que allí, en ese momento, los estremecía.

    En un recodo de la armoniosa avenida del río, se formaba una atractiva cascada, de donde, debido al choque del agua con las rocas, se desprendían sonidos arrulladores. La quietud del ambiente solo era interrumpida por el trinar de las aves. Precisamente allí encontraron de nuevo a la mujer que habían visto atrás. Esta vez se detuvo frente a ellos apuntando al infinito con la fina vara que empuñaba. Virgilio y Nancy la veían fascinados tratando de descifrar su rara mirada, la exquisitez de su cara y esa mueca misteriosa, agridulce.

    No tuvieron necesidad de preguntar nada, ella, con voz suave, les dijo:

    —Me llamo Alda, y ustedes se encuentran en Gazo-Gamú, el primer cielo. Aquí está plantado el Árbol de la Vida, de cuya sombra en este momento tienen el privilegio de disfrutar.

    Capítulo 4

    MALAS NOTICIAS

    Ese mismo día en Nevada, en la casa del padre de Nancy, todo era tranquilidad. En la amplia sala, recostado en un sillón, con sus lentes de aumento en la punta de su nariz, el viejo casinero Donovan Ruster sonreía mientras veía las tiras cómicas del The Vegas News. Ruster era un tipo agradable, que tenía a tiro de brazo un enorme radio de bulbos de onda corta, donde sintonizaba directamente la BBC de Londres, y luego le daba vuelta al cuadrante en busca de Radio Habana, donde le apasionaba oír las historias de la Revolución cubana, esa Habana que él conoció y disfrutó en grande cuando Fulgencio Batista la gobernaba y la isla era todo diversión para los angloamericanos. Habían pasado seis semanas desde que Nancy le avisó que iría a Los Tuxtlas. Aunque ella vivía en su departamento de soltera, el viejo solventaba todos sus gastos.

    El teléfono sonó en la amplia sala de la casa. Una mujer de la servidumbre contestó en español con acento puertorriqueño:

    —¿De dónde dice que habla?

    —De Xalapa, del Departamento de Policía —se alcanzó a oír por el auricular.

    De inmediato la mujer empujó la mesita rodante donde estaba el teléfono hasta ponerlo al alcance del viejo Donovan:

    —Hablan de la policía de México —dijo el ama de llaves.

    El viejo tomó el auricular y preguntó:

    —¿Con quién hablo?

    —Soy el coronel Leandro Estrella. Busco a la familia de la señorita Nancy Ruster.

    —Yo soy Donovan Ruster, su padre… ¿Tuvo algún problema mi hija? ¿Está detenida?

    —No... Lamento decirle que hace unas horas su hija murió en un terrible accidente. El jeep en que viajaba con su acompañante, Virgilio Sánchez, se fue al voladero. Por desgracia los dos murieron. Aún estamos haciendo maniobras para rescatar los cuerpos, pero ya han sido identificados plenamente.

    El viejo Donovan enmudeció, y ante la mirada afligida de su ama de llaves —que alcanzaba a oír el diálogo—, se acoquinó en el sillón incapaz de asimilar lo que estaba escuchando.

    —Le voy a dejar mis datos personales y mi número de teléfono para que más tarde me hable y le dé información concreta sobre el destino del cuerpo de su hija una vez que el Ministerio Público haga las diligencias de ley.

    —Sí, coronel, está bien —respondió dolorido el viejo.

    ***

    Casi en ese mismo instante, en un rancho de Port Lavaca, a las orillas del pueblo, doña Chila, la mamá de Virgilio, había salido al amplio patio

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