Has cubierto mi desnudez
Por Anne Lécu
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La descripción que hace la Biblia del Dios que se encuentra con la vergüenza humana no es la del que condena o acusa, sino la del que restaura. Al revestir a Adán y Eva con túnicas de piel tras la caída, los rehabilita, cubriendo lo que no se corresponde a su imagen y semejanza.
Pero esa no será la única vez que Dios nos dé una túnica para cubrir cuanto nos sonroja. Jesús, en la revelación suprema de la cruz, nos deja una túnica sin costuras, que no será rasgada. Es la herencia que, cubriendo nuestra culpa, nos devuelve la plena condición de hijos amados con ternura sin fin.
Siguiendo el hilo de las túnicas de diferentes tejidos que aparecen en toda la Biblia, Anne Lécu desarrolla una novedosa y delicada teología de la gracia y de la compasión de Dios.
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Has cubierto mi desnudez - Anne Lécu
Créditos
Introducción
A la hora de su muerte, Cristo deja una túnica a los que están junto a la cruz. Su túnica. Y echada a suertes, le toca a uno de los soldados. Él nos la deja. Es para cada uno de nosotros. Pues lo que quiere es que seamos revestidos de su vida, cubiertos, protegidos por Él.
La túnica era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo.
En ese momento tan trágico, las consideraciones técnicas sobre la costura, que nos narran no solo que la túnica de Cristo estaba tejida «de una pieza» sino que además «estaba tejida desde arriba abajo», nos dejan perplejos. ¿Para qué tanto detalle? Sin embargo, esta perplejidad puede ser también el punto de partida de una búsqueda. ¿Cuál es el sentido de esta túnica? ¿Tiene algo que decirnos? ¿Habría un hilo del que tirar que atraviese toda la Biblia y que, a través de él, recibamos una enseñanza?
En otras ocasiones he pensado que la túnica sin costuras es una metáfora del fondo de nuestro ser sin costuras, no tocado por la corrupción, por la culpa, nunca destruido por nuestros fracasos, siempre intacto, a imagen y semejanza del Creador, sea lo que sea lo que hayamos hecho. Esta túnica, dejada por el Hijo de Dios a la hora de su muerte, podría cubrir lo que, en nuestras vidas, no le hemos confiado a Él. Frente a un mundo que quiere desvelar la culpa, acusar al culpable, la misericordia de Dios vendría a cerrar los ojos y tapar la culpa.
Desde hace tiempo, soy muy sensible al tema de la transparencia. Es necesario verlo todo, saberlo todo, para poder confiar y vivir con otros. Utopía y mentira, una vieja cantinela. Tenemos la representación de un Dios que sabe todo sobre nosotros porque lo ve todo. «Dios te mira cuando haces una trastada», se les decía a los niños. «El ojo estaba en la tumba y miraba a Caín», escribió Víctor Hugo. Actualmente, el ojo que nos mira parece más bien una cámara de videovigilancia, pero la idea sigue siendo la misma. Sin embargo, no me imagino al Dios bíblico espiando todos nuestros actos. Si el ser profundo de Dios es misericordia, significa que Él «cierra los ojos» a todo lo que nos aleja de Él. Cubre con un velo, un manto o una túnica lo que es mejor olvidar. Y lo olvida. A Dios no le interesa el pecado. Le parte el corazón que nos preocupemos más del pecado, nuestro y del vecino, que de Él y de lo que en nosotros está habitado y revestido por Él.
No hace mucho, dos comunidades dominicas me pidieron que les diera un retiro. Y me lancé a investigar sobre la túnica sin costura, sin otra guía de interpretación que la de los Padres de la Iglesia, que leían la Biblia desde la luz de Cristo muerto y resucitado. En esta búsqueda, la bula del papa Francisco que convocaba el jubileo de la misericordia (11 de abril de 2015) me animó a ahondar en el significado de esta túnica, que podría ser la túnica de la misericordia.
Esta lectura en forma de búsqueda es seria y risueña a la vez. Es un vagabundear entre túnicas de piel y mantos de lino; es una lectura muy táctil, donde se encuentran telas, pero también el pudor, la desnudez, la vergüenza, la piel del ser humano y la ropa que ha escogido para vestirse. Que el lector no se sorprenda por el carácter itinerante de estas páginas. Dejando aquí y allá una piedrecita blanca, acabaremos por encontrar nuestro camino. Obviamente el texto que presentamos habla la lengua de la experiencia cristiana de Dios, que es mi lengua materna. Pero gracias a mis hermanos de Egipto, no olvido que hay otras lenguas para decir de otro modo la experiencia de Dios.
Quiero dar las gracias, ante todo, a quienes me empujaron a comenzar esta búsqueda y, especialmente, a quienes me invitaron a predicarles este Evangelio de alegría que nos hace vivir: mis hermanos dominicos, del convento de San-Jacques y del convento de Notre Dame du Rosaire en El Cairo.
1
AL PRINCIPIO
La primera túnica aparece en el Génesis. Como en todas las grandes historias, hay que comenzar por el principio.
Vivir en Dios
En el primer relato de la creación, Dios dijo:
Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todos los reptiles. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, varón y hembra los creó (Gén 1,26-27).
Esta semejanza de Adán a Dios se transmitirá a sus hijos y a los hijos de sus hijos, hasta nosotros. Es nuestra semejanza a Dios.
Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su imagen, a quien puso por nombre Set (Gén 5,3).
Adán, cuyo nombre significa «terrenal», a la vez hombre y mujer, está hecho a imagen y semejanza de Dios.
Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo imagen de su propio ser (Sab 2,23).
He ahí la primera morada del ser humano, su primer hogar: la imagen y semejanza de Dios. Tal vez eso sea el Edén: no un lugar, sino un modo de ser, de habitar con Dios.
El hábito, el hábitat y el habitus tienen la misma raíz. En los orígenes de la vida monástica, el habitus es una manera de ser, un estilo de vida, manifestado por un lugar habitable, no estrictamente geográfico (el monasterio), sino un lugar para la vida en común, así como una forma de vestir, un hábito. La descripción de una prenda exterior, el hábito, es también la descripción de una forma de ser. Siempre es más o menos así. Yan Plantier, que enseñó filosofía en la cárcel, descubrió que los jóvenes con los que trataba gastaban en ropa tres veces más al año que los estudiantes acomodados de Secundaria. Su «uniforme» tenía que ser siempre nuevo, y consistía en chándal y zapatillas de deporte de marca, preferiblemente blancas: como un «abrigo rico del pobre»¹. La ropa marcaba su modo de ser, su manera de habitar el mundo, sobre todo porque su vivienda —la celda de la prisión— no era un hábitat digno de ese nombre.
Al principio, Adán, hombre y mujer, no solo habita en la casa de Dios, sino que habita en Dios. No hay diferencia entre su manera de ser y la de su Creador. Tal vez la desnudez de Adán es simplemente eso. Podemos anticipar que este relato de los orígenes no solo nos cuenta la historia del paraíso perdido, sino más bien la de aquello a lo que todos estamos llamados: vivir con Dios, vivir en Dios. Esto es lo que dice Pablo en su Epístola a los Efesios, cuando afirma rotundamente que somos elegidos por Dios «desde antes de crear el mundo, para ser santos y sin defecto en su presencia, por el amor». Y este «nosotros», creo firmemente, abarca a todos los hombres.
¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesús Mesías, que, por medio del Mesías, ¡nos ha bendecido desde el cielo con toda bendición del Espíritu! Porque nos eligió con Él antes de crear el mundo, para que estuviéramos consagrados y sin defecto a sus ojos por el amor; destinándonos ya entonces a ser adoptados por hijos suyos por medio de Jesús Mesías —conforme a su querer y a su designio—, a ser un himno a su gloriosa generosidad. La derramó sobre nosotros por medio de su Hijo querido (Ef 1,3-7a).
Ser santo y sin defecto en presencia del Creador es la vocación profunda del ser humano. La persona realizada que vive su vocación primera de «ser creada a imagen y semejanza de Dios», es llamada, como lo fue María, a vivir santa y sin defecto (inmaculada) en presencia de Dios. La persona que habita con Dios, lo más cerca posible de Dios, vive ya esta santidad. La que ama está protegida por el amor de Dios, abrazada por Él y liberada del pecado.
Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen permanece en Él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios (1 Jn 3,9).
Bendición
Ser creado a imagen y semejanza de Dios significa también tener la capacidad de bendecir. La primera función del lenguaje, la que expresa la buena relación entre los seres humanos y Dios, es la posibilidad de decir bien del otro. Y esto es lo primero que hace Dios después de crear a Adán: bendecirlo y hablarle. «Creced y multiplicaos, llenad la tierra...» (Gén 1,28). La primera palabra que Dios dirige a Adán es para decir bien de Él. Y si el ser humano, Adán, hombre y mujer, es creado a imagen y semejanza de Dios, quizá lo que más le asemeja a Dios es el verbo, la palabra comunicada, para que a su vez ella bendiga y multiplique la bendición recibida. Adán, que ha recibido de Dios el don de nombrar los animales, los domina con su palabra. Pero la palabra permite sobre todo dar la palabra; ella permite decir bien y bendecir. Abrahán, el padre de los creyentes, lo ha aprendido, él a quien Dios dirá: «Bendeciré a los que te bendigan». Él es el padre de los creyentes porque, como verdadero hijo de Dios, ha aprendido a hablar.
Todos podemos experimentarlo: cuando le decimos a alguien que es guapo, se vuelve bello. La