Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Todo queda en casa
Todo queda en casa
Todo queda en casa
Libro electrónico290 páginas4 horas

Todo queda en casa

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

"Soy tu hermana Irene". Dieciséis años después de abandonar a su familia Daniel recibe ese mensaje por Facebook. Su pasado acaba de irrumpir para llevarle hacia todos los motivos por los que nunca regresó. En el verano de 1999 Daniel, joven estudiante de Periodismo en Madrid, había llamado desde Edimburgo para comunicar a su madrastra, Maribel, y su medio hermana de seis años, Irene, que nunca iba a volver. En la España de la Expo, el AVE y los Juegos Olímpicos, Daniel sabía que su padre, ya fallecido, y su segunda mujer, Maribel, joven promesa del partido gobernante, habían participado en el festín de la corrupción. Lo que Daniel no imaginaba es que su decisión de no regresar suponía también dejar a su hermana Irene sin el único adulto en el que su infancia se sustentaba. No contaba, en definitiva, con que entrar de lleno en la edad adulta significa asumir en soledad las consecuencias más dolorosas de nuestros propios actos… y sus huellas en los demás.

Todo queda en casa habla de culpas heredadas, de heridas del pasado, de lazos familiares y del derecho a una segunda oportunidad. Y, sobre todo, de cómo construir esa segunda oportunidad.
IdiomaEspañol
EditorialDistrito 93
Fecha de lanzamiento27 mar 2020
ISBN9788417895983
Todo queda en casa

Relacionado con Todo queda en casa

Libros electrónicos relacionados

Ficción política para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Todo queda en casa

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Todo queda en casa - Santi Fernández Patón

    casa

    UNO

    A mediados de 2015 recibí el siguiente mensaje a través de Facebook: «Hola, hermano, acabo de licenciarme en Periodismo y creo que me podrías ayudar a encontrar trabajo. ¿Quedamos para un café?». Contesté de inmediato: «Me alegro por tu licenciatura, y seguro que tu hermano también, pero como ves me has mandado este mensaje por error». El nombre del remitente, Dedalus, figuraba entre mis «amigos» de Facebook, más de mil. Como es natural, no conocía a la mayor parte. A algunos los seguía, como ellos a mí, debido a mi actividad profesional, aunque nunca nos hubiéramos tratado en persona, y a otros simplemente los había aceptado como «amigos» sin indagar siquiera en sus muros. En el mío, desde luego, solo iban a encontrar un canal para amplificar el eco de mis propios artículos y columnas, nunca nada de carácter estrictamente personal. La respuesta de Dedalus la leí en la oficina al día siguiente, aunque si hubiera mantenido el ordenador encendido o tuviera por costumbre consultar las redes sociales en el móvil, lo habría hecho a los pocos minutos:

    —Soy Irene, tu hermana.

    Ni siquiera sé cómo describir el efecto que causaron en mí esas cuatro palabras. Podría decir que en ese momento experimenté un buen conjunto de reacciones físicas. La sangre se me agolpó en el rostro, creí que los ojos me iban a estallar. Estoy seguro de que dejé de oír todo a mi alrededor, al menos durante unos instantes, como si de pronto contemplara un televisor sin volumen. Tal vez Óscar, uno de mis compañeros, revisaba algunos papeles en la mesa de al lado, o tecleaba en su ordenador, o puede que la impresora estuviera expulsando algunos documentos. Sin embargo, «Soy Irene, tu hermana» había aparecido en mi pantalla con tal estrépito que no me permitía oír nada más.

    La última vez que había visto a Irene, en el verano de 1999, era una niña de seis años. No había vuelto a saber nada de ella desde entonces, aunque ahora me daba cuenta de que no era exactamente así. Comprobé en ese mismo momento que figurábamos como amigos de Facebook desde 2013, así que durante los dos últimos años, aun en forma de pantallazo y sin imaginarlo, había ido recibiendo algún tipo de información sobre ella. Muy poca, desde luego. Al entrar en su muro constaté que apenas me sonaba nada de lo que allí aparecía. En realidad, ni siquiera el nombre de Dedalus me resultaba excesivamente familiar. Sin lugar a dudas apenas habíamos interactuado.

    Su foto de perfil era una retrato de James Joyce, lo que junto a su nombre de usuaria denotaba mitomanía o sentido del humor. Quizás ambas cosas. Si Dedalus era mi hermana Irene, una joven que a la sazón contaría veintidós años, ciertamente su muro no se correspondía con la idea que uno pudiera tener sobre el uso de Facebook de alguien de su edad: artículos de revistas culturales, sobre todo entrevistas con escritoras y escritores, noticias enlazadas de periódicos digitales de izquierda, casi siempre sobre Podemos y, más recientemente, sobre las candidaturas ciudadanas a las elecciones municipales que habían tenido lugar a finales del mes de mayo, especialmente las encabezadas por mujeres: Barcelona y Madrid por descontado, pero también Málaga, donde los resultados no habían sido tan asombrosos. Y esa era otra sorpresa. Descubrí que Dedalus —aún me costaba creer que se tratara de Irene— me había propuesto por mensaje ese café porque, en efecto, también residía en Málaga. ¿Volvió la sangre a arremolinarse en mi cara, volví a sentir que alguien pulsaba el mute en la oficina? ¿Desde cuándo mi hermana vivía en la misma ciudad que yo? ¿Habíamos coincidido alguna vez en persona?

    Me apresuré a mirar en los álbumes de fotos de su cuenta, muy pocas según mi idea preconcebida sobre la gente de su edad. Aun así, al fin y al cabo era una veinteañera universitaria. Y ahí estaban, entre artículo y artículo de blogs de novelistas, escondidas entre columnas de opinión sobre el declive de Izquierda Unida, esas pocas fotos que no había tomado ella, sino que aparecían en su muro porque algún otro usuario las había colgado y etiquetado a Dedalus. Ya no me cupo duda. En esas fotos de cenas en casas de amigos, en un pueblo de Marruecos junto a otras amigas con las que también aparecía en un tren plagado de mochilas o abriendo regalos en su cumpleaños y saludando a cámara con un libro titulado Calibán y la bruja, en todas esas fotos reconocí su inconfundible caída de ojos y el arco de sus cejas: los mismos rasgos que a los seis años, los mismos rasgos de nuestro padre. Irene, en cualquier caso, era una joven licenciada en Periodismo por la Universidad de Málaga y con la que a la fuerza me habría topado en estos años. Nuestra ciudad es pequeña y yo soy periodista.

    Cuando somos jóvenes tendemos a pensar que muchas de las decisiones que tomamos revisten una gravedad, incluso una trascendencia, fuera de toda duda. Nos sorprende que el mundo no se detenga o que si tiene intención de seguir girando no lo haga alrededor de nuestro ombligo. Luego, a una velocidad asombrosa, los años se suceden y comprendemos que madurar consiste, precisamente, en tomar decisiones, y que además muchas de ellas afectarán a personas de nuestro entorno. Para entonces ya ni siquiera recordamos esas epifanías de juventud, esas determinaciones personales que nos resultaban de una gravedad incuestionable. Probablemente así se sintió Irene al enviarme aquel mensaje. Por mi parte, si bien ya contaba treinta y cinco años cuando lo recibí, si en efecto ya tenía olvidada esas pomposas sensaciones de juventud, no menos cierto era que aún consideraba que aquel verano de 1999, con apenas diecinueve años, yo había tomado la decisión que más significativamente había marcado mi vida desde entonces.

    En el mes de agosto de 1999 hice una llamada desde la estación Hay Market de Edimburgo que iba a tener varias consecuencias inmediatas: el abandono de mis estudios de Periodismo, de los que solo había cursado el primer año en la Universidad Complutense de Madrid, y de paso el abandono de mi familia, en aquel momento compuesta únicamente por Irene y Maribel, su madre, mi madrastra. El mundo no se detuvo cuando hice esa llamada, tampoco siguió girando alrededor de mi ombligo, pero a buen seguro que yo mismo sentí que mi trascendente decisión bien lo merecía.

    Había llegado a Edimburgo a principios de ese verano junto a otros amigos. Nuestro plan era tan vago como estimulante. Habíamos facturado alguno de los instrumentos con los que en los últimos meses tocábamos de vez en vez, en una ocasión incluso sobre el escenario de un bar en el barrio de Malasaña. Creíamos que eso bastaba para considerarnos un grupo —aún no usábamos el término «banda»— en toda regla, y ahora pretendíamos aprovechar el enorme escenario callejero en que se convertía toda la ciudad durante el Fringe. Esperábamos recaudar lo suficiente cada día como para costearnos comida, bebida y una cama en las habitaciones compartidas del albergue para la juventud. Sorprendentemente, nuestro vago plan materializó esos objetivos con bastante solvencia. A pesar de que Princess Street y la Royal Mile eran un hervidero constante, a menudo repleto de artistas con mucho mayor talento que el nuestro, sobre la funda de mi guitarra caían las libras con una asombrosa generosidad.

    La mañana en la que hice aquella llamada no había dormido en el albergue de la juventud. La tarde anterior, sobre la funda de mi guitarra habían caído, además de monedas, un par de billetes. En cuanto dejamos los instrumentos en el albergue salimos a gastárnoslos a uno de los pocos pubs que frecuentábamos. Acabé la noche en una casa cercana a la estación de Hay Market, en la calle Torphichen. Recuerdo bien ese nombre porque unos meses más tarde yo mismo acabaría por mudarme a esa casa. Dormí en la cama de una escocesa, Amy, a la que esa misma noche había conocido en el pub y con quien, pese a las pintas de Guinness que llevaba encima, fui capaz de mantener una fluida conversación en inglés. Por la mañana, mientras ella aún dormía, abandoné la casa, tal vez aún ebrio. En la estación compré una tarjeta telefónica, me tomé un café y pedí un sándwich con mis últimas monedas. Después, por fin, me dirigí a una de las numerosas cabinas e hice aquella llamada.

    En el recuerdo, esa decisión, a pesar de la pausa del desayuno, se me antoja como un acto impulsivo, cuando probablemente solo hubiera estado esperando el momento adecuado para algo que ya tenía resuelto desde el día en que me embarqué en el avión, o incluso desde el día en que terminé el primer curso en la Universidad. Si por aquel entonces el correo electrónico ya hubiera estado extendido, quizás me habría limitado a escribir una carta en un cyber café y pulsar el botón de envío. La tecnología nos vuelve menos valientes. De hecho, el mensaje de Irene firmado como Dedalus tantos años después así parecía demostrarlo.

    Hice aquella llamada con la certeza de que encontraría a Maribel en casa. Era sábado y era temprano, al menos para mis horarios de aquel verano, aunque en España tenían una hora más. Oí el pitido del teléfono, estoy seguro de que deseé que no respondiera Irene, quien desde que había aprendido a hacerlo disfrutaba con la novedad. Por fortuna respondió Maribel, y creo que sentí tristeza por que un sábado en pleno mes de agosto estuviera en casa y en Madrid. Ella no pareció especialmente sorprendida, pese a que era la primera vez que llamaba desde que me despidiera camino del aeropuerto con el anuncio de que volvería antes del inicio del curso. Sin duda, debió de creer que llamaba únicamente para hablar con Irene, así que en cuanto fingió interesarse por mi experiencia escocesa, se cercioró de que no necesitaba dinero y ambos constatamos que estábamos bien de salud, quiso pasármela.

    —En realidad quería hablar contigo, Maribel.

    Yo solo tenía diecinueve años, pero sin duda en aquel momento me consideré un adulto cabal. El mes de agosto es la época en la que, propiamente dicho, el Fringe tiene lugar. Es entonces cuando se celebra el festival oficial de teatro, cuando los turistas invaden la ciudad y pagan precios prohibitivos por los alojamientos. Si hasta entonces nos había ido bien, la última semana, como demostraba la víspera, había sido incluso mejor, pese a contar con mayor y más variada competencia en las calles: no solo la de otros músicos, sino también la de malabaristas, payasos y teatreros. Nosotros solo disponíamos de un par de pequeños amplificadores para mi guitarra, un bajo y un cajón flamenco, pero teníamos a la mejor cantante, Aitana, cuya voz solo puedo calificar como exuberante, lo mismo que su simpatía natural, a las que acompañaba rascando un wiro. No éramos grandes músicos, apenas cuatro amigos de adolescencia que con el inicio del curso universitario se habían juntado algunos viernes en un local de ensayo de Barajas, a diez minutos en autobús de nuestro barrio. Pero éramos resultones, y en eso había tenido yo mucho que ver. Mía había sido la idea de «aflamencar» nuestros propios temas y versiones y, sobre todo, de machacar sin piedad toda la banda sonora de Buena Vista Social Club, el documental de Win Wenders sobre músicos cubanos que entonces triunfaba en medio mundo. Y funcionaba.

    Aquel estaba siendo un típico verano de exaltación juvenil: una ciudad extranjera, nuestra andadura universitaria recién comenzada, el dinero justo y la música como epítome de todo ello. Además, por si fuera poco, me acababa de acostar con una escocesa después de una larga charla en inglés de su país, lo que no era nada desdeñable. Por mucho que aquella exaltación juvenil carezca de cualquier originalidad, sirve para entender que aquella mañana, en ese acto impulsivo en la estación de Hay Market, me sintiera perfectamente adulto llamando a Maribel por su nombre y diciéndole que en realidad quería hablar con ella.

    —He decido quedarme en Edimburgo.

    —¿Quedarte hasta cuándo, Daniel?

    —Quedarme.

    —El curso empieza en septiembre.

    —Pues yo no estaré. Nunca me ha gustado estudiar.

    —Eso no es cierto.

    —Me gusta aprender, pero no estudiar.

    Me pareció que ella suspiraba, o más bien que resoplaba con algo de hastío. O quizás eso lo pienso ahora. Tal vez es lo que yo hubiera hecho si el hijo de mi última pareja, apenas salido de la adolescencia, trata de comportarse como si fuera un adulto en toda regla.

    —Vale, Daniel, te gusta aprender. Es verdad que lees mucho. ¿Y a qué te vas a dedicar en Edimburgo? Dices que tocas en la calle y vives en un Youth Hostel.

    —Alquilaré una habitación en un piso compartido, como todo el mundo, y trabajaré de camarero o algo así.

    —O algo así…

    —Bueno, eso lo iré viendo.

    —¿Y qué es lo que se supone que vas a aprender trabajando de camarero o de lo que vayas viendo?

    —Me gusta leer, tú lo has dicho.

    —Mira, Daniel, ya sé que tú y yo nunca nos hemos entendido, que no soy tu madre y que tampoco me he esforzado mucho y nada de lo que está pasando ayuda. Aun así te aprecio y creo que nunca te he agradecido lo suficiente todo lo que haces por Irene. Así que déjame que te dé un consejo de alguien que tiene más años que tú: disfruta lo que queda del verano, el curso empezará a mediados de septiembre, incluso a finales, tienes tiempo de sobra para alargar tus vacaciones. Cuando acabe el verano, cuando tus amigos vuelvan y allí comience a anochecer a las cuatro de la tarde, te darás cuenta de que has tomado una mala decisión. Siempre tendrás otros veranos. Los veranos de los estudiantes son largos. Podemos hablar algunas cosas cuando llegues a Madrid y mejorar nuestra relación. Esta es tu casa, lo sabes.

    —Es una decisión que he tomado.

    —Y lo entiendo, pero también quiero que entiendas tú que no es irreversible, que aquí tienes tu hogar y que puedes cambiar de opinión en cuanto quieras.

    —Vale, pero es una decisión que ya he tomado.

    —¿Al menos tienes algún teléfono o una dirección?

    —Tengo correo electrónico. Y estaré en contacto con mis amigos cuando vuelvan.

    —Ya. No te voy a decir lo que tienes que hacer. No me voy a repetir: no nos hemos llevado muy bien. Supongo que querrás decírselo tú mismo a tu hermana.

    —No es lo que pensaba.

    —Es tu decisión, así que tú se lo tienes que contar.

    No había nada que objetar, simplemente en ese instante no debí de sentirme tan adulto. Y ella, a buen seguro, lo percibió, pero ya había dejado de ser su problema. Si realmente era un adulto, Maribel me iba a demostrar de inmediato en qué consistía.

    —Espera un momento y te la paso.

    Unos pocos segundos después Irene se puso al teléfono. Lo siguiente que volví a saber de ella fue «Soy Irene, tu hermana».

    Maribel y mi padre se casaron a principios de 1993, y a los pocos meses ella daba a luz. Se habían conocido justo antes de la inauguración oficial de la Expo de Sevilla de 1992. Ella desempeñaba algún puesto relevante en la Junta de Andalucía y había sido la encargada de coordinar una visita previa para personalidades, ingenieros y directivos de algunas de las principales empresas que habían contribuido a la puesta en marcha del evento. Por entonces mi padre ocupaba un alto cargo en la compañía que había instalado los sistemas informáticos.

    Recuerdo aquella visita de mi padre a Sevilla, que en cierto modo fue un acontecimiento familiar. Iba a viajar a la Expo prácticamente inaugurando el ave, lo que en esa época era como certificar que mi familia entraba en la modernidad por la vía rápida. La recuerdo también porque me quedé al cuidado de nuestros vecinos, que tenían dos hijos más o menos de mi edad, y nos dejaron ver una película cuyo título he olvidado, pero no que fue por la noche, y que por tanto nos acostamos a horas impropias de nuestra edad. Con uno de los dos hermanos, Jacobo, coincidiría unos años después en el Instituto, al que llegó desde el colegio privado en el que cursaba la egb, y cuando su familia ya no vivía en nuestro bloque, sino en un chalet adosado. Jacobo fue precisamente uno de aquellos amigos de exaltación, el percusionista que facturó el cajón flamenco rumbo a Edimburgo.

    La visita de mi padre a la Expo la puedo imaginar. La joven delegada de la Junta de Andalucía ejerciendo de anfitriona, la cena posterior con toda la comitiva y las copas que se prolongaron tanto como para que ella y mi padre, un viudo a punto de cumplir cuarenta años, acabaran compartiendo la habitación del hotel.

    Yo mismo iba a conocer a Maribel muy poco tiempo después, y también en la Expo. Si la primera visita de mi padre a ese evento me había emocionado, ahora que me iba a llevar consigo me sentía todo alborozado. Viajé con él en aquel ave que aún olía a nuevo, y que se suponía que volaba, aunque para un crío de mi edad, que apenas había cogido trenes anteriormente, no había con qué comparar. A mí, las pocas horas del viaje se me hicieron inevitablemente pesadas, y creo que pensé que si todo el mundo estaba maravillado con aquel nuevo transporte se debía a que el resto de trenes tenía que ser un desastre. Luego, Sevilla nos recibió en plena canícula, pero en mi recuerdo el calor es más una queja constante de los adultos que una sensación real.

    La misma tarde de nuestra llegada fuimos a la Expo, y allí no solo nos recibió Maribel, sino que además nos proporcionó pases de libre acceso. Yo debí de pensar que ella era algo así como una asistente personal de mi padre: una ayudante solícita, tanto como para que gracias a aquellos pases para personas importantes como mi padre recorriéramos los principales pabellones eludiendo las largas colas en las que los visitantes, en efecto, se deshidrataban, pese al famoso microclima de la Isla de la Cartuja —otro hito de nuestra modernidad—. Era una asistente tan dispuesta que apenas se separó de nosotros durante aquellos tres o cuatro días. Ella misma nos mostró los tiburones del Acuario en que consistía el Pabellón de Mónaco, nos adentró en el impresionante Pabellón de la Navegación, que venía a ser el orgullo patrio, sobre todo si se comparaba, como ella hizo mofándose, con el de Estados Unidos, poco más que una hamburguesería ubicada en una pobretona réplica del transbordador espacial Columbia. Por las noches también nos llevó a cenar raciones y tapas en sitios típicos de los que apenas guardo memoria.

    Mi padre había hecho algo importante para el país. Por eso viajábamos en ave, por eso nos saltábamos las colas y una andaluza muy guapa que se llevaba de maravilla con él se hacía cargo de todo. Además, aunque yo solo tenía doce años, mi padre me trató como a un adulto. Había reservado una habitación del hotel solo para mí, y si hubiera querido hablar con él en mitad de la noche simplemente habría tenido que descolgar el teléfono de la mesita. Él mismo me despertaba por las mañanas y, en cuanto me aseaba y vestía, bajábamos a desayunar en el bufet libre. Allí nos esperaba ya aquella chica tan amable que también nos había acompañado la víspera hasta la puerta, sin que yo sospechara dónde había dormido en realidad. No veía a mi padre tan contento, tan expansivo, tan abiertamente alegre desde la muerte de mi madre, justo el verano anterior, cuando el país aún no tenía ave, Expo ni Juegos Olímpicos. A mi madre la había matado el «cáncer», que era algo antiguo, impropio de esa nueva España, y desde luego impensable en aquella joven con un acento que a mí me recordaba al de algunos personajes de las series de dibujos animados.

    Ese mismo verano, supongo que ya en el mes de agosto y de vuelta en Madrid, mi padre me anunció que íbamos a pasar unos días con Maribel en un apartamento que su familia tenía en la playa, al lado de Cádiz, de donde era oriunda. No recuerdo bien si fue entonces cuando me preguntó qué me parecía ella, o si en realidad la pregunta me la hizo con anterioridad y solo después me propuso, o me informó, de ese plan. ¿Se habían visto en algún otro momento entre esos días en la Expo y aquella semana en Sancti Petri? Más adelante supe que sí: aquella segunda quincena de julio, como en otros cursos, yo había participado

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1