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Yo soy Atl
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Libro electrónico419 páginas7 horas

Yo soy Atl

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Esta novela se basa en la vida del Doctor Atl, uno de los mejores paisajistas que ha dado este país. Aunque se abarca la evolución de la pintura, técnicas y materiales con los que trabajó, la trama se enfoca en su participación en la Historia, sus anécdotas, locuras y amantes. La vida de este personaje, sobre la cual es imposible saber dónde termina la verdad y dónde inicia el mito, fue novelada a partir de hechos reales que se conjugaron con sus cuentos y publicaciones para respetar su propia voz y dejar aflorar sus fantasías. Reconstruye no sólo la vida curiosa y complicada de este personaje, sino también casi un siglo en México.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2018
ISBN9786078409815
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    Yo soy Atl - Carmen Haro

    Yo soy Atl

    Colección Lumía

    Serie Narrativa

    D.R. © Carmen Haro, 2017.

    D.R. © Diseño de portada: Abril Castillo, 2017.

    D.R. © Textofilia S.C., 2017.

    D.R. © 2017, Textofilia Ediciones

    Limas No. 8, Int. 301,

    Col. Tlacoquemecatl del Valle,

    Del. Benito Juárez, Ciudad de México.

    C.P. 03200

    Tel. (52 55) 55 75 89 64

    editorial@textofilia.mx

    www.textofilia.mx

    ISBN Edición impresa: 978-607-8409-40-2

    ISBN Edición digital: 978-607-8409-81-5

    Primera edición.

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Esta obra hace referencia a personas reales, acontecimientos, documentos, lugares, organizaciones y empresas cuyos nombres han sido utilizados solamente para darle sentido de autenticidad y son usados dentro del mundo de la ficción. Algunos personajes, situaciones y diálogos han sido creados por la imaginación de la autora y no deben ser interpretados como verdaderos.

    Extendemos un agradecimiento especial al Instituto Nacional de Bellas Artes y al equipo del Polyforum Siqueiros por su apoyo en la realización de este proyecto, así como por las facilidades brindadas.

    Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin la autorización por escrito de los editores.

    A Paco

    El paisaje es para el agricultor una promesa de cosechas;

    para el ingeniero, un campo de medicinas;

    para el militar, claro, un campo de batalla;

    para los excursionistas, una serie de distancias que recorrer;

    para el geógrafo, una complicada fracción del planeta;

    para el automovilista, un panorama inconexo cortado

    por una serpiente de cemento, que está obligado a tragarse;

    para el alpinista, un manto azul que se tiende a sus pies;

    para el presidente municipal, el área de sus roberías;

    y para el citadino, el paisaje simplemente no existe.

    Pero para un pintor, para el artista,

    para aquel que pueda captar un fragmento

    de la vasta extensión de los cielos y la tierra,

    para un caminante,

    para un indio, ser contemplativo por excelencia,

    el paisaje es el ritmo de ondas que la naturaleza extiende

    tal vez generosamente,

    donde saturamos el espíritu de excelsas situaciones de

    belleza y energía.

    Dr. Atl

    ÍNDICE

    [ EL TERREMOTO ]

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    [ LA HERENCIA ]

    XXII

    LA LOCA

    XXIII

    XXIV

    XXV

    XXVI

    XXVII

    [ EL DOCTOR ATL ]

    XXVIII

    XXIX

    [ LA RATERA ]

    XXX

    [ EL TERREMOTO ]

    XXXI

    [ EL NIÑO ]

    XXXII

    [ EL TERREMOTO ]

    [ EPÍLOGO ]

    BIBLIOGRAFÍA

    [ EL TERREMOTO ]

    La tierra se movió, crujió. La gente asustada, gritaba. Se resguardaba en vanos de puertas o iniciaba su huida a trompicones. Muchos fueron los que, antes de darse cuenta de lo que estaba por ocurrirles, quedaron sepultados. Otros resultaron atrapados durante su intento de fuga. Poco más de dos minutos después del inicio, el silencio. Entre el polvo, ojos angustiados trataban de dibujar los contornos de unos recuerdos ahora transformados en montones de varillas, estructuras metálicas y bloques derruidos de cemento. Los sobrevivientes, ahora sin hogar, la mayoría a medio vestir, empolvados, algunos heridos, contemplaban los que fueron sus hogares. Unos lloraban las pérdidas, otros reían sin control por el shock. Casi todos observaban el panorama pasmados. Les daba miedo entender.

    Entre los escombros se asomaban una pierna, un brazo, jirones de tela, rastros de sangre… También se distinguían algunos objetos que solemos considerar útiles en nuestra vida cotidiana, conviviendo con algunos otros que tenemos sólo por el placer de poseerlos. Ahí yacían memorias de habitantes que acaban de perderlo todo. De pronto, aquella repentina y tensa calma fue interrumpida por gritos de socorro.

    Sin pensarlo, los vecinos treparon rápidamente las ruinas. Comenzaron a quitar piedras con mucha voluntad, pero sin experiencia. Otros más acudieron y se sumaron a la tarea con pinzas, cubetas, mangueras, trapos, agua y cualquier cosa que pudiera ayudar. De manera espontánea se formó una cadena humana. En cubetas colocaban una a una las piedras que habían pasado por todas las manos; trataban de abrir camino por donde se oían voces. Esta escena, junto a la que fuera la torre C3 del multifamiliar Juárez, se replicaba en varios sitios de la ciudad: hoteles, hospitales, escuelas, edificios de departamentos, oficinas y fábricas. Miles de personas improvisaban como brigadistas y arriesgaban su vida por desconocidos, atrapados entre las ruinas emitían sollozos, quejidos, insultos, gritos, plegarias, pero sobre todo angustiantes silencios.

    En tan sólo algunas horas, la población civil se organizó e improvisó estaciones de auxilio. La gente donó artículos, preparó alimentos y prestó sus vehículos para trasladar heridos y recolectar medicamentos. Cruces dibujadas sobre papel fungían como sus identificaciones.

    Todo esto ocurrió ante la ausencia de respuesta del Gobierno. La policía y el ejército sólo resguardaban los edificios destruidos. La ayuda internacional, en un primer momento rechazada, fue acaparada por miembros del Estado y no se entregó a los socorristas de la Cruz Roja ni a la población organizada, lo cual sembró muchas dudas. Los muertos fueron acarreados en camiones del ejército y de la policía a un anfiteatro de dimensiones inimaginadas: el estadio de béisbol del Seguro Social. Ahí colocaban, entre camas de hielo, cuerpos que esperaban ser identificados. En muchos sectores de la ciudad no había luz ni agua. Muchos teléfonos no funcionaban. La torre de telecomunicaciones se había derrumbado y no había contacto con el exterior. Numerosas calles quedaron estropeadas, lo mismo que los transportes públicos. Había gente deambulando por la ciudad en busca de posada o de noticias de su familia. Radios de baterías congregaban oídos ansiosos por saber lo que estaba pasando; nadie entendía tanta destrucción en tan poco tiempo.

    Ahí estaba Juana. Llevaba más de treinta años viviendo en el C3. Había ido a comprar unos tamales para el desayuno y acababan de despacharle cuando comenzó el terremoto. Pasó horas de pie con los tamalitos abrazados, tratando de conservar su calor. Durante un largo rato gritó algunos nombres una y otra vez. Nadie respondió. Su edificio estaba partido a la mitad, pero su departamento no había colapsado, sólo estaba inclinado. Deseó con todas sus fuerzas ver alguno de esos rostros tan queridos asomarse a través de las ventanas de su hogar; que alguien le dijera que todos estaban bien, pero nadie apareció. Pidió ayuda a unos y a otros. Nadie la escuchó. Ella, a su edad y con sus tamalitos bajo el brazo, no podía trepar por los escombros.

    —¿En dónde vive usted? —preguntó una voz desconocida. Alguien por fin la había escuchado.

    —Ahí, donde se asoman entre los vidrios las cortinas beigecitas de punta de gancho: es mi cuarto.

    —¿Cuánta gente vive con usted?

    —Toda mi familia. Ahí estaban mientras fui por el desayuno.

    —Su casa se ve bien. Seguramente ya salieron, deben estar por ahí buscándola. Puede que a lo mejor alguno esté herido y lo hayan llevado al hospital. ¿Por qué no va a averiguar?

    A muchos les recomendaba eso para alejar de ahí a esos espectadores henchidos de angustia.

    ⎯No, señor, de aquí no me muevo. No he visto a mi gente, así que aquí me voy a quedar hasta que alguien se asome a mi casa y los ayude. De seguro no pueden salir porque el piso está inclinado y las escaleras están quebradas.

    —Déjeme ver qué puedo hacer —le respondió el rescatista. Ésa era su intención, pero misiones más urgentes lo llevaron a otro sitio.

    Tres días esperó Juana junto al que fuera su hogar, la movieron para un lado o para otro, pero ella regresaba al mismo sitio desde donde veía claramente sus ventanas. Había tirado los tamales, pensando que de ahí provenía el mal olor y no de los cuerpos descomponiéndose entre las ruinas. Alguien la tapó con un sarape, otro le consiguió una silla y no faltó quién le diera de comer, aunque ella no probó alimento. Unos sorbitos de agua y un atole fue lo único que tomó.

    Ninguno de los muertos que vio pasar era uno de los suyos. Observó cómo despojaban a los cuerpos de cualquier objeto de valor. No sólo de medallas o de anillos, sino que, a veces, hasta de los zapatos. También vio el saqueo en los departamentos y se acercó al lugar donde estaban amontonando las cosas.

    ⎯Esa luna es mía ⎯reclamó Juana, con las pocas fuerzas que tenía, a un hombre que la desempolvaba con una de las carpetas ahí tiradas que ella misma había tejido.

    ⎯Estamos retirando los objetos para que las brigadas puedan seguir trabajando ⎯quiso justificar.

    ⎯No, no me importa el espejo. Lo que me importa es saber si hay alguien en mi departamento. ¡Usted estuvo ahí revisando! ⎯exigió saber.

    ⎯No, fueron unos compañeros.

    ⎯Por favor, lléveme con ellos. A mí no me dejan acercarme ⎯rogó.

    ⎯Ni a usted ni a nadie. Es por seguridad y también para evitar actos de pillaje.

    ⎯Ya sé, ya sé. Es lo que me dicen todo el tiempo, pero usted que sí puede, ayúdeme a acercarme a mi departamento ⎯insistió al hombre que se marchaba sin hacerle caso.

    Junto a las ruinas de su edificio yacían, acomodadas en el suelo, toda clase de cosas. Pudo distinguir ropa y juguetes de sus nietos. Recogió un par de suéteres, una muñeca y un carrito para cuando los encontrara. También pudo ver la pintura del volcán y los paisajes de aquel pintor al que le cortaron la pierna, el cuadro de flores de migajón que hiciera su madre, su televisión, bastante destartalada, algunas de sus carpetas y una de las colchas tejidas por ella, envolviendo algo. ¿Qué hacían las cosas de su casa empolvadas sobre el pasto? Fue lo único que atinó a pensar.

    ⎯No se preocupe ⎯le dijo un hombre mayor al verla observar lo que ahí acumulaban⎯, todas sus cosas las vamos a poner en buen resguardo. Cuando tenga a dónde llevarlas pregunte por El Toni.

    ⎯¿Quién entró, quién sacó todo esto de mi casa? ⎯dijo señalando⎯. Necesito que me ayuden a rescatar a mi familia que está ahí adentró.

    ⎯¡Si ahí no hay nadie!, pero vamos a ver, véngase por aquí ⎯la guió El Toni.

    ⎯¡Juancho! ⎯gritó, y asomó alguien por una ventana⎯, ¿hay alguien ahí adentro?

    ⎯No hay nadie, patrón.

    ⎯Ayúdeme, por favor, se lo suplico, tengo que entrar.

    ⎯Imposible, señora. Están subiendo con cuerdas. Ellos son muchachos jóvenes y fuertes. Además es muy peligroso porque esto se puede derrumbar en cualquier momento.

    ⎯¡Busquen bien, por favor! ¡Revisen todo, se lo suplico! ⎯y de nuevo comenzó a gritar la retahíla de nombres de sus quereres.

    ⎯Aquí no hay nadie, ni vivo ni muerto, señora. ¡Le juro que de aquí todos salieron! ⎯le dijo otro hombre, con la certeza de quien ha buscado exhaustivamente.

    De pronto, se oyeron unas voces provenientes de otro cuadrante. Estaban abriendo el elevador y había gente adentro. Juana corrió a averiguar.

    Mientras tanto, los hombres continuaron saqueando el edificio. Quitaban el polvo de los objetos valiosos con las carpetas tejidas a gancho por Juana.

    ⎯Esto va para la Lagunilla ⎯ordenaba El Toni⎯. La luna tírenla. Ni la carguen que se pueden cortar. El marco yo creo se puede arreglar. Me lo juntan con los paisajitos y se los llevan a don Jesús. Yo creo que él se las puede comprar, pero cuidado porque es muy listo. Te lo encargo a ti, Juancho, no te dejes engañar. La tele me la guardas, está rebuena pa’ refacciones. Todo lo demás está refeo, ahí déjenlo.

    La primera parada fue en la tienda de antigüedades de don Jesús, en la calle de Orizaba, pues era lo más cercano. Se trataba de la accesoria de una casona porfiriana, oscura, con olor a humedad, donde la mercancía parecía ser aventada con descuido. Su dueño, a fuerza de dedicarse a la compraventa de objetos antiguos, había aprendido a conocer el mercado de antigüedades y arte, logrando cierto prestigio entre los coleccionistas. Su hija atendía la tienda.

    ⎯Papá, aquí te buscan otra vez esos sinvergüenzas ⎯le dijo entrando a la trastienda.

    ⎯¿Ya te enseñaron lo que traen?

    ⎯No, está en el camión.

    ⎯¡No me pongas esa cara!,

    ⎯¡Qué cara quieres que ponga! Me parece horrible lo que estás haciendo.

    ⎯¡Llevas dos días con la misma cantaleta! Tienes que entender que si no lo compro yo, alguien más lo va a hacer.

    ⎯Ya sé, papá, pero siento horrible…

    ⎯¿Qué traen? ⎯preguntó saliendo a la calle.

    ⎯Un marco dorado bien bonito y unos cuadros de paisajes.

    ⎯¿De dónde salieron?

    ⎯Del Juárez.

    ⎯¿Y los dueños?

    ⎯Todos muertos, ni quién lo vaya a reclamar.

    Juancho llevó al anticuario al camión, quien inmediatamente se percató del óleo y de los dos dibujos.

    ⎯¿Cuánto quieres por el marco?

    ⎯Diez mil pesos.

    ⎯¡Estás loco! Hay que restaurarlo, no los vale. Te doy tres y es mucho. ¿Por los paisajitos cuanto quieres?

    ⎯Deme veinte mil por todo. Los marcos también están bonitos, nada más tiene que cambiar los vidrios de los dibujos.

    Por dieciocho mil pesos cerró el trato. Bajaron las cosas y las metieron en la tienda. Cuando se marcharon llamó a su hija.

    ⎯¡Para qué compraste un marco tan estropeado! ⎯reclamó la hija.

    ⎯El marco lo voy a tirar a la basura ⎯hizo una pausa, mientras intentaba desmontar uno de los dibujos⎯. ¡Uf! No puedo ni respirar de lo emocionado que estoy. Acabo de comprar dos dibujos y un óleo del Doctor Atl.

    ⎯¿Atl? ¿Hemos tenido algo de él? No me acuerdo.

    ⎯Hace mucho, unos dibujos que tardaron bastante tiempo en venderse.

    ⎯No entiendo tu alegría entonces.

    ⎯Hará como veinte años que se declaró su obra como Patrimonio Artístico de la Nación. Sólo a seis artistas los protege el Estado.

    ⎯¿Eso quiere decir que el Gobierno te puede quitar la obra? Supongo que no la puedes vender legalmente.

    ⎯En teoría debo registrarla y si la vendo tengo que avisar. Ellos tienen derecho de tanto, pero esto no les va a interesar ⎯dijo al tiempo que terminó de desmontar el dibujo, le sopló el polvo y lo observó a la luz de una lámpara⎯. La realidad es que se puede comercializar sin ningún problema y sacar del país con precaución.

    ⎯¿Qué vas a hacer?

    ⎯En un par de años quizá, registre la obra.

    ⎯Para qué, ¿no es complicarse la vida?

    ⎯Por el valor comercial. A mí no me cuesta nada el registro y de esta manera ya contaremos con un documento que autentifique la obra. Los otros cinco grandes pintores ya se cotizan muy bien. Atl aún no, pero no falta mucho tiempo para que un papel con un bosquejo, o una pintura suya se conviertan en símbolo de estatus. En cuanto se ponga de moda, el mercado se inundará con sus obras y también con muchas falsificaciones. Cuando esto ocurra, yo podré vender todo esto con muy buenas ganancias.

    ⎯Los dibujos me gustan, pero la pintura es muy rara ⎯dijo la hija observando la obra⎯. El cielo me parece muy claro… clásico. Luego, el volcán y las cenizas que expulsa… El dibujo es tan descuidado y, con todos esos rayones, parece que su hijito le dibujó encima. ¡No me agrada! ⎯sentenció.

    ⎯Es el Paricutín. Esto que ves pintado por encima, como si fuera un retoque con crayones, son atlcolors. Es algo muy característico de muchas de sus pinturas, los usaba para dar efectos. Todos esos rayones claros y oscuros evocan la luz y la sombra del sol y las cenizas. ¡Es asombroso!

    ⎯No sé, a mí me gustan más los paisajes clásicos, como los de Velasco.

    ⎯Son tres nuestros mejores paisajistas. Para mi gusto, Velasco es demasiado romántico y académico. A Clausell lo veo como un impresionista de mediana calidad. Atl me parece imaginativo, experimentó con muchas técnicas y es el que tiene la visión más original y masculina del paisaje. Pero no sólo se distinguió como un gran pintor. Fue parte de nuestra historia, primero como un revolucionario que luchó por los obreros, en algún momento se unió a los comunistas y terminó transformándose en fascista y antisemita.

    ⎯¡Qué raro! ¿Cuáles eran sus ideas?

    ⎯Imposible saberlas, como también lo fueron sus intereses, brincaba de una idea a otra con proyectos absurdos que nunca lograba concretar. Dicen que también su personalidad era desconcertante, famoso por su simpatía, pero también necio y explosivo y a veces depresivo. Quizá la megalomanía y mitomanía eran sus rasgos más característicos, según cuentan. Pero a mí me conquistó su personalidad cuando era niño.

    ⎯¿A poco lo conociste?

    ⎯¡En la Merced lo conocía todo el mundo!

    El primer recuerdo que tengo de él es en el mercado, vendía sus pinturas y dibujos por unos pesos, como si fuera un marchante más, y las señoras le regateaban. La mejor parte eran las historias que lo arropaban. Se convirtió en un mito viviente para los chamacos del barrio. Decían que llegó a la Merced, escapando de los revolucionarios, vestido de mujer y que estuvo mendigando hasta que el portero del convento le dio asilo y ahí se quedo a vivir un montón de años. Se contaba también que se había hecho amigo de un fantasma que merodeaba por el lugar y que mató a un general. Otro rumor era acerca de cómo se había encontrado un tesoro en el claustro del convento. Mi historia favorita era sobre una mujer muy bella que fue su amante y vivió varios años con él; se decía que solía pasearse desnuda por la azotea. Incluso, más de uno aseguraba haberla visto. A nuestros padres les escandalizaba las comilonas que organizaba, donde corría el vino, la buena comida y se cometían todo tipo de actos pecaminosos. Le llamaban pervertido porque decían que seducía a chamaquitas inocentes y porque acogía a los pobres.

    ⎯¿A poco era muy guapo?

    ⎯Todo lo contrario, ves ese san Jerónimo que está en esa estantería ⎯señaló para que su hija viera la figura a la que hacía referencia⎯. Así era él, tenía aspecto de santo de bazar.

    I

    Gerardo llevaba un rato intentado golpear a más de un agüita con la bombocha de un solo tiro, cuando un aire frío se le coló por la espalda y el brillo de sus canicas se opacó. Levantó la vista al cielo y observó cómo una danza de nubes oscuras y densas parecían coronar su pequeño mundo de juegos. Los demás niños habían desaparecido de la calle. ¡Qué rabia! Justo ahora que ya casi dominaba las chiras pelas no tenía contrincantes. Descorazonado, guardó sus canicas y se cobijó en los escalones del zaguán de la farmacia.

    ⎯¡Gerardo, cierra esa puerta! ⎯le gritó su padre desde adentro⎯, se están volando los polvos con tanto aire.

    El niño obedeció y se sentó en uno de los bancos que había en el interior, con los pies colgando, junto a la entrada. Era muy pequeño para su edad. Observó sus botines nuevos que ya no estaban tan relucientes como cuando había salido de casa. Sacó el pañuelo de su bolsillo y, ensalivándolo, les quitó la tierra que opacaba su brillo. Tenía que estar pendiente. Las puertas de madera, un poco hinchadas por las lluvias, a veces se atoraban. No quería que le dieran otro golpe como el de la mañana, cuando uno de los clientes empujó con demasiada fuerza una de ellas y derribó sin querer la cubeta con la que estaban trapeando. Se tocó la cara. Todavía le ardía la mejilla, a pesar de la pomadita que le había dado Pascual. Si su madre descubría el golpe iba a acariciarlo. Tal vez lloraría un poco y luego le diría:

    ⎯Es tu papacito, te tiene que educar. A mí tampoco me gusta que te pegue, pero te lo buscas. ¿Por qué no eres mejor, hijo?

    Más o menos la misma frase y las mismas lágrimas, repetidas muchas veces.

    Esa tarde entró mucha gente a la botica. Todos temían a las lluvias. Tenían mucha prisa por surtirse de un remedio para la garganta, el estómago, el dolor o la fiebre. Como siempre, él se quedaba observando. Le gustaba ver cómo su padre pesaba y medía sustancias para preparar remedios y recomendar su uso.

    Su padre vendía productos fabricados como: esencias de flores, grasas para quemaduras, jabones, aguas aromáticas, crema de cacao con colorante, agua clorurada, cataplasma emoliente y veneno casero para roedores y toda clase de bichos. En la farmacia colgaban los carteles publicitarios de los mismos. Sin embargo, los artículos más solicitados eran los que ahí se preparaban: el ungüento y la loción del Dr. Murillo. El primero era bueno para las heridas porque ayudaba a la cicatrización, evitaba infecciones y quitaba el dolor. Venía en cajitas de hoja de lata. La loción, por otro lado, al frotarse, ayudaba a mitigar el dolor del reumatismo y la artritis; la vendía en botellitas de cristal.

    Nadie sabía cuál era el ingrediente principal, Eutoquio no revelaba su secreto, pero el niño sabía que era un polvo que le llevaba su abuela; también había escuchado a su padre decir que el éxito de su láudano radicaba en la pureza de la resina con la que lo preparaba, suministrada también por su abuela. Porque su láudano, decían que era el mejor de todo el Estado, y, de hecho, venían de muchos sitios a comprarlo. Era bueno para el catarro, tos, fiebre, dolores, diarrea, malestar general, ansiedad y hasta para dormir. En la etiqueta se especificaba muy bien la cantidad a administrar, dependiendo de la edad y talla de los pacientes. Lo mismo se les podía dar a recién nacidos que a adultos, dependiendo del malestar la dosis variaba. Si no se seguían las instrucciones al pie de la letra, el remedio podía volverse dañino, incluso matar, se hacía notar en letras grandes en la etiqueta.

    ⎯Sólo las plantas que ya hayan perdido las flores. Fíjate bien cómo hay que sangrarla en la cabeza ⎯le decía la abuela al niño, mientras le enseñaba cómo obtener la resina.

    Había que hacer incisiones superficiales en la cabeza de la flor para dejar salir la sustancia blanca y lechosa que, al secarse, se volvía pegajosa y marrón. En ese momento se raspaba y se dejaba al sol hasta que se hiciera más obscura y se endureciera. Era entonces cuando se entregaba en la farmacia. Con ella, además del láudano, también se preparaban pequeñas perlas del tamaño de una lenteja, muy buenas para dormir y para las angustias.

    Su padre le había prometido que una tarde, cuando no hubiera gente en la botica, le enseñaría a preparar su remedio estrella. Gerardo esperaba con ansiedad ese momento. Había visto muchas veces el proceso. Sabía las cantidades y la manera precisa de mezclar el opio, el vino blanco, el azafrán, los clavos y la canela, que se dejaban macerando durante quince días en el matraz. Hasta ese momento, sólo le habían permitido agitar la mezcla. Debía hacerse tres veces al día. Él lo hacía antes de irse a la escuela, cuando regresaba a la hora de la comida, y en las noches, antes de retirarse a dormir. ¡Nunca se le olvidaba! Por eso su padre ya lo había dejado exprimir y colar la mezcla un par de veces, pero aún no lo había dejado embotellarla.

    ⎯¡No, Gerardo! ⎯le había dicho enérgicamente Eutoquio la vez que le suplicó que lo dejara ayudar⎯. No me puedo dar el lujo de desperdiciar la fórmula, la vas a tirar.

    Esperaba poder participar en toda la preparación de la receta, incluso llegar hasta la colocación de los frasquitos en el mostrador. Eso le hacía ilusión.

    La apariencia de la farmacia se cuidaba tanto como las fórmulas y los remedios que ahí se ofrecían. Su madre siempre se ocupaba de tener flores frescas y frascos con agua de colores sobre el mostrador. Los mozos, antes de iniciar su trabajo por las mañanas, tenían que dejar impoluta tanto la tienda como la trastienda. Cuando el farmacéutico abría a las seis, la farmacia ya estaba reluciente y ventilada.

    ⎯Nadie quiere entrar a comprar remedios a un lugar sucio y apestoso ⎯solía decir⎯, además, cómo se puede pedir a los enfermos lavarse las manos, ventilar y limpiar sus casas, si esto es una pocilga.

    Después de la comida, Gerardo pasaba todas sus tardes en la botica. Ayudaba a envolver paquetes, hacía mandados y lavaba en la pileta las cosas sucias. Cualquier tiempo libre lo utilizaba, lo mismo para hacer sus deberes escolares o para salir a jugar con sus amigos, pero lo que más le gustaba era cuando su padre lo dejaba sentarse en su escritorio a trabajar en sus dibujos.

    En alguna ocasión, cuando era más pequeño y aún no podía ayudar en labores de la farmacia, su padre enfrentaba un día caótico como pocos. Necesitaba toda su atención en preparar remedios lo mejor y más rápido posible, por lo que para entretener a su hijo cortó un trozo de papel para envolver y se lo dio junto con un lápiz. Fue entonces cuando descubrió que Gerardo tenía facilidad para el dibujo.

    ⎯Mira, hijo ⎯le entregó una libreta de hojas blancas; lápices y carboncillos algunos días después⎯. En casa de tu abuela hay muchas plantas, dibújalas. Aprovecha también cuando vayas al campo; todo buen farmacéutico debe conocer muy bien las raíces, flores y árboles. Es nuestra materia prima.

    El estricto padre se llenaba de orgullo cuando observaba cómo su hijo se entretenía comparando sus dibujos con los de los libros para alimentar su libreta con nombres científicos y usos de las plantas. Si no había trabajo, él lo ayudaba a buscar en la Pharmacia Galénica y Chímica, donde se recomendaban recetas para los males más frecuentes. También recurrían al libro de Tomás Luna, con antídotos para casi cualquier enfermedad, o al Tesoros de Medicinas escrito por Gregorio López, con sus anotaciones sobre las cualidades de las hierbas y recetas que curaban desde la enfermedad más simple, hasta el dolor más complicado.

    ⎯Este niño es muy inteligente y curioso, va a ser un excelente farmacéutico ⎯comentaba con frecuencia.

    Era común que Eutoquio entrara y saliera del obrador donde Ambrosio, uno de sus alumnos, hacía sus prácticas; éste se encargaba de la farmacia cuando él se ausentaba. Siempre había un mozo que se encargaba de apoyar en todas las tareas del negocio: morteros de cristal, porcelana y mármol; balanzas; trituradores; prensas para exprimir; aparatos para hacer píldoras y fabricar comprimidos; un alambique de cobre; un fogón; una pileta; estantes con matraces de distintos preparados reposando; frascos de todos tamaños y cajitas para empacar medicamentos; además de los libros y el registro de todas las recetas que se preparaban. Los medicamentos más caros y de cuidado se guardaban en un armario que siempre permanecía cerrado bajo llave, la cual sólo el padre y Ambrosio tenían.

    A pesar de la precisión de las recetas, Eutoquio siempre vigilaba su preparación. Cada botica, como insistía la gente en llamarlas, fabricaba sus medicamentos; un error en los ingredientes o en las cantidades podía matar en vez de curar, y el responsable sería él farmacéutico.

    La tienda de la farmacia tenía un gran mostrador con una balanza donde había también un mozo pesando, midiendo y empacando. A sus espaldas había anaqueles de madera donde se exhibían botes de porcelana con membretes en latín que indicaban su contenido. En su mayoría eran plantas y sustancias procedentes de Europa, Asia y África. Debajo de los anaqueles había cajones rotulados donde se depositaban los medicamentos.

    Gerardo observaba el ir y venir de la gente. Abría y cerraba la puerta con empeño mientras esperaba tranquilo que prepararan las recetas que tendría que llevar.

    ⎯Aquí están los paquetes y las cuentas de cada uno ⎯le dijo el mozo mientras le entregaba dos bultos pequeños de papel amarrados con cordeles⎯. Éste es para don Matías, el del establo, y este otro es para doña Josefina, la viuda de la casa que se incendió.

    Salió corriendo el chiquillo con la esperanza de ganarle al agua, pero segundos después le cayó la primera gota en la nariz. Mejor se quitó la gorra para no mojarla y la guardó en la chaqueta. Se metió los paquetes debajo de la camisa y echó a correr. Cuando su madre viera los zapatos nuevos mojados, seguramente lo reprendería. ¡Pero qué podía hacer! Ya le había dicho su padre que un poco de agua no le hace mal a nadie, pero no recibir a tiempo las medicinas, sí.

    Doña Josefina recibió su paquete.

    ⎯Ahí le dices a tu papacito que cuando pueda le paso a pagar —le dijo al niño.

    Él ya sabía que su padre tenía algunos clientes que a veces no pagaban y que doña Josefina era una de esos. No tenía con qué vivir. Sus vecinos le ayudaban con un poco de comida y su padre le regalaba los remedios, pero aún así era algo orgullosa.

    El agua no amainó. Por el contrario, se transformó en diluvio. Gerardo se refugió en un zaguán esperando que escampara, pero pasó el rato y no disminuía. No le importaba mojarse, pero los relámpagos lo asustaban. Corrió al establo de don Matías, pero no lo encontró. Le dijeron que se había marchado y no le quisieron recibir las medicinas.

    ⎯Tienes que llevárselas tú ⎯le insistieron⎯, el viejo no se siente bien y por eso se fue, así que apúrate.

    Salió otra vez a la lluvia, que por fin mostraba una tregua. Cuando llegó a la casa de don Matías estaba completamente mojado y temblando de frío; pero el paquete estaba prácticamente intacto, apenas se había humedecido y, por fortuna, la tinta de la nota no se había corrido y no le había manchado la camisa, otro motivo que también hubiera disgustado a su madre.

    Con los ojos llorosos y tos de perro lo recibió el viejo.

    ⎯¡Vienes hecho una desgracia! Mira cómo te escurre el pelo. ¡Es una lástima! Con tus hermosos tirabuzones y esa carita de ángel que tienes. Entra, quítate la ropa que te voy a secar ⎯le dijo seguido de toser y sorberse los mocos.

    ⎯Muchas gracias, don Matías, pero me urge regresar porque hay otros paquetes que entregar.

    ⎯Espera, que tengo algo para ti ⎯de su monedero sacó dos centavos y se los entregó⎯. Cuando quieras ganarte unos centavos ven a mi casa, siempre hay trabajo para niños como tú.

    Gerardo tomó el dinero y echó a correr. ¡Claro que no! A casa de ese viejo ni loco volvía. Había algo en ese anciano que le asustaba.

    Cuando regresó, la farmacia estaba ya vacía. Al verlo, su padre se acercó furioso.

    ⎯¡Mira cómo vienes! ⎯le dijo mientras lo pescaba del brazo para llevarlo a la trastienda.

    ⎯¡Pero es que tenía que entregar los paquetes! ⎯justificó con el brazo adolorido y queriendo zafarse.

    ⎯¡Serás imbécil! Con esta lluvia te resguardas y esperas. Ahora tu madre me echará pleito, además de que quizá te enfermes. Que te presten un trapo, ve a la pileta y limpia tus zapatos. También tus piernas, que las traes con costras de lodo. Pon tu ropa junto al alambique para que se seque. Y tú, Pascual, prepárale en una palangana agua con una cucharada de amoniaco para que cepille la chaqueta. Dale también periódico para que rellene las botas. ¡Te quedas aquí hasta que estés

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