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Un delito heroico
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Libro electrónico418 páginas6 horas

Un delito heroico

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«Las cédulas de la materia gris del cerebro son miles de millones, como las gotas de la nube que acabo de traspasar o como los picachos nevados que cruzo uno tras otro, que me miran como enorme piezas de artillería que sin disparar me pueden echar abajo de furia, de hambre por soledad. Si la cordillera me apunta será por eso, la cordillera atrae como una mujer bella desnuda y no pudo ponerme cera en los ojos; debo ver. Estoy en una guerra contra mí por donde mire, estoy ametrallando ángeles y demonios que acometen juntos desde todos los flancos, este es un cielo minado y soy todo ojos, dos ojos con alas. Soy sólo un punto y luego existo —recordó».
IdiomaEspañol
EditorialMAGO Editores
Fecha de lanzamiento17 oct 2016
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    Un delito heroico - Pablo Valderrama

    Un delito heroico

    Pablo Valderrama Hoyl

    © Copyright 2012, by Pablo Valderrama Hoyl

    Un delito heroico

    Primera edición digital: Enero 2015

    Colección: Viaje al fin de la noche

    Director: Máximo G. Sáez

    editorial@magoeditores.cl

    www.magoeditores.cl

    Registro de Propiedad Intelectual Nº 192.315

    ISBN: 978-956-317-147-1

    Diseño y diagramación: Freddy Cáceres Orellana

    Lectura y revisión: Juan Jabbaz

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Producción fotográfica: Marcela Melej Molina

    Fotografía portada: Armando Cortínez Mujica (de uniforme obscuro) junto a su avión Bristol C 4987 y un grupo de ayudantes .

    (Del libro Historia Aeronáutica de Chile, de Enrique Flores Álvarez).

    Derechos Reservados

    A María Pía y Diego,

    querida cómplice y hábil encubridor.

    Palabras de un prólogo

    Que yo sepa, nadie ha formulado hasta ahora una teoría del prólogo. La omisión no debe afligirnos, ya que todos sabemos de qué se trata...

    Jorge Luis Borges

    «Prólogo de Prólogos»

    «No me perderé, volaré cara al sol...».

    Parece una expresión común y corriente, pero implicó una realidad completa: volar de día en dirección hacia el oriente.

    Simples palabras escritas por Armando Cortínez Mujica, un personaje hoy desconocido, que a comienzos del siglo XX, protagonizaría una aventura personal sin parangón en la historia contemporánea de Chile.

    Aquí tratamos de reivindicar a Cortínez. Él no es un personaje de novela, pero el contexto que aquí se describe pertenece a la imaginación, la única licencia para situarlo en la narración novelesca. Por ello, este libro no pretende ser una biografía ni tampoco una parte de ella y menos un viaje al fondo de Cortínez y su entorno, sino, insisto, una novela basada en los hechos reales que él llevaría a cabo.

    Por eso, es imposible olvidar la historia, y aquí se presenta para orientar al lector solo en el tiempo de nuestro protagonista. Sus logros no serían bien interpretados si no lo hacemos de este modo.

    Todos los personajes descritos aquí, salvo un actor importante y algunos otros menores, fueron reales. Sin embargo, nos hemos tomado la libertad de hacerlos actuar conforme a la implicancia que habrían tenido en los hechos aquí presentados.

    Cortínez es, entonces, el personaje central de esta novela basada en la realidad, pero las disquisiciones y pensamientos; las diversas situaciones y diálogos que la conforman, son necesariamente ficticias y apuntan a la creación literaria, en definitiva a la libertad de contenido y forma que es el universo de la historia novelada.

    Los acontecimientos que rodearon el desempeño de Cortínez en la acción que aquí se desarrolla fueron considerados en un momento de exagerado patriotismo por la prensa y la opinión pública de la época, énfasis que hemos mantenido en este relato para seguir siendo fieles a aquella realidad: la de un Chile que vivía en su insularidad provinciana.

    En nuestros días muy poco se sabe de Armando Cortínez Mujica, y creemos que se debe dar a conocer la obra de este y otros personajes que vivieron a su manera aquel momento suyo, crucial y anónimo. Es un actor olvidado, pero creemos que sus indudables méritos deben ser justamente evaluados por los lectores más allá de criterios cortoplacistas.

    El autor

    I

    —¡Ahora sí llega Cortínez!

    —Ojalá, ya está bueno de tanto esperar.

    —Me contaron que de La Moneda salieron unos automóviles y van hacia El Bosque.

    —Es Lo Espejo, señor.

    —Bueno, da lo mismo, están al lado, señora.

    —El hombre va a llegar de un momento a otro a Chile.

    —Sí. Pero las distancias no dan lo mismo, señor; soy de Tacna, bastante lejos de Santiago. ¿No cree? Allá no se ven estas cosas, y quiero contarle a los míos que con estos ojos divisé al famoso Cortínez.¹

    —¡Psch! Seguro. Eso es puro desierto. Allá no hay ni aeroplanos. ¿Verán la luna?

    —Después de un viaje tan largo, a este no le debe quedar bencina.

    —Aunque no le quede nada, llegará porque lo estamos esperando.

    —¡¿Pero cómo?!

    —No sé cómo caballero, pero ya lo veremos. Este Cortínez tiene coraje de sobra, es de mi puerto, de Valparaíso, y le va a sacar el jugo a su aparato.

    —Dicen que salió de Argentina hace como dos horas.

    —Y está bien, son casi las ocho, vecino.

    —Como ayer, yo estoy desde las siete de la mañana. Y para usted, señor del puerto: soy penquista y vi volar a otro con coraje: el civil Luis Alberto Acevedo, que se mató al cruzar el Biobío, hace seis años.

    —En todas partes se cuecen habas.

    —Ese fue un héroe.

    —Tenemos héroes en todo Chile, parece.

    —Lo dice el pueblo —dijo un trabajador municipal que barría la cuneta.

    —Le quedan unos cuantos minutos todavía, tengamos paciencia.

    —Los diarios dijeron que el viaje de vuelta es más largo que el de ida.

    —Debe venir rendido.

    —No, este gallo no se rinde, es de pelea.

    —Esta sí que es de hombre, Cortínez va ser el primero desde allá.

    —¡Caramelos de anís, a diez la bolsita!

    —Sí, les permití a mis chiquillos no ir a la escuela para verlo aparecer, están arriba de esos árboles. ¿Los ve?

    —Esto no se lo puede perder nadie.

    —¡Claro, es histórico!, señoras y señores.

    —Cierto, yo fui su profesor de Ciencias —añadió un anciano.

    —¿Usted fue su maestro? Deme su mano,... ¿señor?

    —Álvarez. Fue en el colegio San Pedro Nolasco en que le hice clases.

    —Le debe haber dado buenas lecciones.

    —Creo que sí, señor, hartas, y me alegro que este muchacho Cortínez, las haya aprovechado. Era muy despierto y nos hacía reír a todos con sus bromas.

    —Igual le va a llegar cuando aterrice, señor profesor —añadió un hombre de terno y corbata, haciendo una señal de advertencia severa con su mano.

    —No creo.

    —La Ley dice otra cosa, y las faltas se pagan. Se lo digo porque soy abogado.

    —Así será usted, señor letrado, pero a los valientes hay que defenderlos, no castigarlos.

    —De acuerdo —respondió una mujer.

    —¡«Mercuuurio ilustradooo», a veinte centavooos!

    —Pero ¿por dónde aparecerá?

    —No se sabe, patroncita, pero dicen los que saben que el viento lo tirará pa’l sure, como si fuera un volantín chupete.

    —Perdone, amigo, pero llegará por el norte. Fui marino en Punta Arenas y sé lo que digo. También me tocó ver al aeroplanista David Fuentes, quien fue el primero en cruzar el estrecho de Magallanes, en noviembre de 1916.

    —¡Ah, bueno! Punta Arenas. Para usted todo queda para el norte.

    —No importa cómo ni por dónde, señora, señor, de aquí igual lo veremos o lo oiremos si nos quedamos un rato callados.

    —¿Y usted pretende, caballero, que todo Santiago se quede mudo?

    —No hombre, es para escuchar por dónde viene.

    —¡Hay cigarrillos La Ideal, to’o el sabol populal, a treinta la cajetilla!

    —Verdad, como dijo el señor allí, debe venir por el norte, así lo hizo Godoy, en diciembre.

    —Debe venir congelado, el pobre. Dicen que en esas alturas hace un frío tremendo, nunca sentido por nadie de aquí.

    —Así mismo es, señora, allá se hiela hasta la sangre.

    —¡Ave María!

    —Por favor, señoras y señores, ¿podríamos quedarnos un momento en silencio?

    —¿Por qué no hace callar a los niños, entonces?

    —Rrrroguemos a Nuestro Señor por Cortínez.

    —Amén —respondió alguien.

    —Sí, padre, pero no se ponga a rezar ahora, mire que se le puede achunchar el bicho, como la yegua cuando se echa de cansada y se acabó el viaje, por mucho que la chicotee el jinete.

    —No sucederá como dice. Ese hombre llegará sin problemas, porque tiene fuerza y cree en él. Soy médico psi-quia-tra y sé lo que pasa en la mente.

    —¿Psi... qué?

    —Son los doctores que tratan a los deschavetados, joven.

    —Pero Cortínez no está loco, doctor.

    —Le dicen El Loco Cortínez, desde niño.

    —¿Y no estará todavía medio fallute este caballero?

    —No, señores, él está muy bien de la cabeza para hacer lo que está haciendo.

    —¡Ay! Me pisó, señor.

    —Perdón, mi linda, no era mi intención, pero de tanto mirar al cielo me topé con un ángel como usted.

    —¡Cállese, viejo fresco!

    —¡Dulces y latigudos de leche y miel fresquitos, a un cinquito!

    Un niño casi se cayó de un árbol, todos gritaron y los perros ladraron con escándalo.

    Más allá un vago tiraba migas de pan a las palomas circundantes y gritaba:

    —¡Vendo palomas: dos en cincuenta!

    —Silencio, silencio, parece que escuché un motor por allá arriba.

    —No, señor, son los leones del zoológico que a esta hora rugen de puro hambreados.

    —O de frío.

    —Yo les daría un cañón de tinto.

    —¡Habla para otro lado, roto de porquería! ¡Qué aliento, Dios mío!

    —¡Meh! ¡¿De adónde sacó eso esta vieja?!

    —Te lo digo de nuevo: ¡cierra la boca roto borracho!

    —¡Ya, ya, tranquilidá’, tranquilidá’, mire que me lo llevo a la comisaría!

    —Perdone mi veterana, perdone sargento, no sabía que hablaba con una leona, ¡y tan conocedora más encima!

    —Además, como dice el señor aquí, usted no puede llevarse a nadie, es milico, no paco.

    —A ver, a ver, a quién le dice milico o paco. Más respeto con la milicia.

    —Estamos en la Quinta Normal y parece que aquí no hay nadie normal.

    —Lo dice el pueblo —repitió el municipal.

    —Así es Chile. Estamos hablando de un fulano que todavía no llega y seguimos discutiendo sin saber nada.

    —Si-len-cio.

    —Sí, sí. Escuchen por allá, por la Estación Central, más lejos, por Lo Espejo tal vez... un ruido muy bajito.

    —Entonces debe ser un tren.

    —Los trenes no vuelan.

    —No, no. Oigamos, por favor.

    —Shhiiiiit...

    El municipal se apoyó en la escoba y miró al cielo. «Parece que hasta aquí no más llegamos...», pensó, y luego con la gorra en la mano, se rascó la cabeza.

    Los vendedores ocasionales dejaron de vocear y se miraron entre ellos con ojos de temblor. El gentío estaba congelado, fijo, esperando lo que no sabía. Los leones del zoológico también enmudecieron. El ruido que se aproximaba, ese traqueteo de caballo volador sobre los adoquines del aire, era una mezcla de misterio y reverencia; del temor que nace ante una nueva era.

    El reloj despertador se puso a golpear la campanilla como si anunciara una catástrofe. Bailaba y se deslizaba por la superficie de mármol de la mesita del velador con todo su insoportable ruido. Volteó el vaso de agua que cayó al piso con estrépito. Estaba a punto de caer también cuando fue aplastado por un golpe feroz y allí quedó muerto.

    —¡Mierda, carajo! —Abrió los ojos—: ¡Mierda! —dijo más de una vez.

    Pestañeó varias veces y tanteó muy torpemente lo que encontraba casi todos los días de fin de semana en la mesita del velador, esta vez mojada. Amanecía y al restregarse los ojos estiró su brazo derecho y apenas alcanzó la indemne taza de café con leche que, tal vez cinco minutos antes, le había dejado la Auristela. Tuvo suerte de no botarla al intentar cogerla con mano temblorosa.

    Se sentó de mala gana y bebió a regañadientes, chorreándose, (nunca tuvo buena habilidad manual). Dejó la taza, pestañeó una vez más y hasta quiso volver a dormir. El silencio y calor de la cama lo llamaban a seguir el sueño. Era cosa de cerrar los ojos, arrebujarse y continuar soñando que atacaba las gigantescas nubes con su frágil aeroplano, emulando al Quijote contra los molinos de viento: «Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete», fue lo último que recordó de aquel sueño colosal.

    Pero las cortinas semi abiertas permitían la presencia de esa luz incómoda de mediados de primavera como a las seis de la mañana, esa que tampoco se decide derechamente a dejar la noche. Hasta pensó en que si fuera fotógrafo capturaría esa ventana como un marco en el cielo por el que saldría con aquel ímpetu que imaginaba, para elevarse.

    Sí. Despegaría por esa ventana hacia las nubes.

    —¡Mierda, mierda! —repitió y comenzó a salir del nido, con el pelo dormido, odiando al Universo.

    A trastabillones fue al baño. Minutos después se afeitó, se miró preguntándose al espejo, de un lado, del otro; tomó aire y, «estoy bien», se dijo. Después de ajustarse la chaqueta de oficial militar con las alas de la aeronáutica en el cuello, volvió a su habitación.

    —A ver, a ver, hijo, tienes una pelusa en el cuello. —Y con su mano se la sacó y luego la sopló...

    —No se preocupe, mamacita, no voy al regimiento, sino que tengo que presentarme en El Bosque; en la Escuela de Aeronáutica.

    —Armandito, llévate esta valija. Son libros y otras cosas tuyas que la última vez que viniste se te quedaron.

    —Gracias viejita querida —le dijo, y le dio un beso con un abrazo apretando la cabeza de su madre contra la suya.

    Doña Demófila lo besó en la frente y le escondió un billete de veinte pesos en los bolsillos de su uniforme.

    A las seis y veinte minutos de la mañana el frío sólo dejaba salir palabras de vapor.

    —Adiós Cholo, Cholito, quiltro negrito. —Acarició su cabeza y le dio un trozo de pan con fiambre que guardó del desayuno. El Cholo ladró y saltando lo acompañó al coche que Aldana, el mozo de la familia tenía listo.

    —Hoy, cuando llegue a la capital, ¿va a volar en aeroplano, don Armandito?

    —No lo sé, Aldana. Pero si tengo que salir hacia el sur volveré a pasar por aquí, haré unos vuelos rasantes y dejaré caer un regalito para mi vieja en un paquete rojo, si es que puedo. Esos matapiojos, como les dices tú a los aeroplanos, no son fáciles de domar cuando hay mucho viento.

    Preocúpate mucho de mi mamá y mis hermanas. Que no les falte nada. Ya sabes, si hay algún problema, galopas a Rengo y en la oficina de correos me llamas por el teléfono de magneto a la Escuela de Aeronáutica. Es cosa de tener un poquito de paciencia, le das cuerda al aparato con la manivela y listo. Si tienes problemas, habla con el jefe y le dices que vienes por orden del teniente Cortínez.

    Toma, aquí tienes dos pesos. Uno para pagar la llamada, si es que pasa algo difícil y otro para ti. Y si no hay problemas, los dos son tuyos.

    ¿Está claro, Aldana?

    —A su orden, don Armandito —respondió el mozo e hizo un cómico saludo militar.

    —Muy bien. Ahora llévame a la estación de Rengo. Tengo que llegar a El Bosque antes de la una y nos quedan dos horas de viaje, si llegamos para alcanzar el tren de las nueve para Santiago, el mismo ordinario que viene de Curicó. Y no sabes cuánto es lo que se demoran esos trenes, parando en cada estación quizás cuánto tiempo.

    —No se preocupe don Armandito, haré volar al Copihue... Mire que está lindo este potrillo, ¿no?

    El coronel Dartnell volvió a repetir aquello que la guerra en Europa tenía los días contados, los aliados de Francia la ganarían. Mientras se dirigía a los oficiales y suboficiales de la Escuela de Aeronáutica Militar, paseándose de aquí para allá por el salón del Casino de Oficiales en San Bernardo, con las manos en la espalda. Les hablaba a sus indirectos subordinados, ya que en la mesa estaba el comandante, mayor Carlos Lira, director de la Escuela; el capitán Enrique Pérez Lavín, nuevo mandamás de la recién nacida Primera Compañía de Aviación, el 26 de julio de 1918, y el capitán Manuel Ávalos Prado, uno de los tres fundadores de la Escuela de Aeronáutica Militar, en 1913.

    —Pero, aquí lo más importante es ser oficiales de primera, de un Ejército también de primera, disciplinado e innovador. Algunos de ustedes son los mejores pilotos que han sido instruidos hasta ahora en este país. No son los únicos: hay más que pertenecen al Aero Club, a cargo de mi gran amigo don Jorge Matte Gormáz, y son excelentes aviadores civiles.

    Señores oficiales: voy derecho al punto. Nadie, ni el comando aeronáutico, ni el Ejército, pretende gastar dinero en vuelos y acrobacias para que aparezcan en los diarios.

    No quiero rivalidades ni competencias personales. Entiéndanlo bien, no hay dinero ni para aeroplanos vistosos ni para sobrevolar por el Club Hípico, ni el Parque Cousiño —a no ser que sean competencias oficiales programadas— ni menos por La Moneda. Es verdad que esta guerra europea nos ha probado que un aviador también debe ser un acróbata diestro con nervios de acero. ¡Pero estamos en Chile y no estamos en guerra contra nadie!

    No se trata de cautivar a las señoras ni a las señoritas, por encargo de esta comandancia. ¡Enamoren a todas las que quieran... Pero no en público, ni menos volando!

    El asombro pasó, señores tenientes y suboficiales. Los aeroplanos, en Europa y en medio mundo, ya son tan comunes como los volantines.

    Lo que viene es hacer de la aeronáutica una rama armada junto con los aviadores de la Marina. Algún día y muy pronto, oficiales aviadores, habrá buques que transporten aeroplanos y sirvan también de aeródromos, como islas navegando. Los ingleses lo están experimentando con hidroaviones Sopwith. También han sacado esos tractores con orugas que arrasan el terreno sobre trincheras y alambradas como si nada. Los tan admirados tanques que muy pronto van a reemplazar a la caballería. Ya van a ver.

    Eso es el futuro, y para eso debemos preparar mecánicos profesionales al cien por ciento, que estudien la tecnología nueva, el diseño de los aeroplanos que vienen y si hay que mandar a algunos a Europa, se hará, porque para eso sí que habrá presupuesto.

    Creo en el presidente Sanfuentes; consigue plata de donde nadie se espera, tratando de convencer a los miembros de la Cámara de Diputados para aumentar el presupuesto fiscal, pero repito: se acabaron las acrobacias individuales; las vergüenzas como las de un sargento, no deberán suceder para satisfacer desafíos personales. Eso queda para los circos, no para nosotros.

    Por esto les voy a leer, ¡atención!

    Los oficiales superiores se pusieron de pie en un salto colectivo y sincronizado.

    —Les comunicaré, mejor dicho, les daré la siguiente ordenanza de mi cargo, como comandante del Departamento de Ingenieros y Servicios de Comunicaciones Militares:

    Esta jefatura ha manifestado en repetidas ocasiones que una conducta semejante a la observada por el piloto sargento Ojeda, en que las maniobras con el material se ejecutan para demostrar el valor temerario de los aviadores e impresionar a los espectadores no está de acuerdo con el carácter militar de los pilotos, cuya acción debe desarrollarse dentro del espíritu tranquilo y sereno que requieren los elevados fines de toda acción militar.

    El Ejército, en una palabra, no quiere educar acróbatas, porque no los necesita.

    El material para el adiestramiento de los aviadores adquirido por el Estado con considerables beneficios pecuniarios y la convicción que asiste a esta Jefatura de que el criterio de todos los aviadores militares se debe formar para el servicio que les está encuadrado en una escuela de valor sereno y hábil, son motivos suficientes para que ella condene reiteradamente, en la forma más enérgica, actos como el verificado por el piloto militar sargento Ojeda, quien por una rara casualidad, no perdió en él la vida.²

    Es una orden. Buenas noches.

    Dartnell nos recordó lo del 7 de julio de este 1918 pasado, cuando el sargento José del Carmen Ojeda mientras regresaba a Santiago tomó la cancha en espirales muy cerradas y su Blériot se invirtió, cayó de golpe en un pantano y él logró salvarse de milagro. Me acuerdo cuando lo vimos volar invertido y con medio cuerpo colgando, le gritábamos: «¡Agárrate bien, métele pedal y voltea el timón, negrito!».

    Ojeda llegó a su fin, concordamos todos aquel día.

    Pero nos equivocábamos, porque al año siguiente, el sargento tendría bastante más que demostrar. ³

    El coronel tenía razón, pero eso fue un accidente de rutina como muchos. Cierto, el Blériot de 80 HP de Ojeda quedó inutilizado, y eso cuesta plata, pero es parte del aprendizaje, como el que al aterrizar chocó con una vaca en el potrero y hasta luego avión, o cuando a otro se le voló la gorra, se enredó en la hélice y hasta ahí no más llegó⁴.

    —¿Y no se sacó usted mismo la mugre, Villalobos, cuando se quebró el eje de la hélice de su Sánchez Besa?

    —Cómo me voy a olvidar: después la hélice jodió las alas y uno de los largueros de unión del cuerpo del fuselaje con el estabilizador. Traté de aterrizar como pude, pero el ala de estribor chocó contra un árbol y el avión se puso cabeza abajo, a cinco metros de altura y me fui a pique. Me fracturé esta pierna —dijo el sargento maquinista, condestable Abraham Villalobos, golpeándose el muslo izquierdo.

    Cortínez lo miró con simpatía y ambos sonrieron con resignación, como si hubieran dicho al mismo tiempo: «Son gajes del oficio».

    —Y lo son, condestable Villalobos... ¿Cuántas veces me he descrestado yo?

    —Hartas, y usted, yo y casi todos, toda la Escuela lo sabe.

    —Y recuerde al primero de los nuestros, el querido teniente Francisco Mery, cuando la Escuela la capitaneaba Manuel Ávalos, en enero de 1914. Mery se mató en ese Blériot de 50 HP, el Manuel Rodríguez, el mismo que había piloteado Ávalos el año anterior.

    —Para qué hablar más del teniente Alejandro Bello. Recuerdo lo que informó su compañero Tucapel Ponce, ese condenado año de 1914, que en vuelo divisó entre las nubes al teniente Bello, también en examen, y volaba un poco más arriba ahora rumbo a la cordillera.

    —Y otros aseguran que todavía hay pescadores que cuentan haber visto partes de su aeroplano Sánchez Besa, un nuevo Manuel Rodríguez, en Llolleo o Cartagena; mar adentro. Otros han dicho que cayó en las cercanías de la laguna de Aculeo, pero nada se encontró.

    —Esos dos aviadores, ¡qué buenos fueron, Villalobos!... Bello se nos fue antes que Ponce y Berguño, que volaban juntos, en las maniobras de abril del año siguiente.

    —¿Los conoció usted?

    —Sí, a los tres, pero salvo el último, ya eran veteranos para mí. Cuando se mataron Ponce y Berguño, cerca de Molina, yo trataba de obtener mi brevet de aviador. Emilio Berguño era un muchacho, condestable Villalobos, parecía haber escapado de su casa, porque no contaba con la aprobación de sus padres para sumarse a la Escuela de Aeronáutica Militar y ese fue su primer y último vuelo. Han sido muchos los compañeros y amigos que hemos perdido y todavía hay gente que cree que murieron por hacer maromas y malabares sin permiso, aunque esto último, dados los imponderables del vuelo, no me parece tan decidor. Como siempre se ha dicho de otros tantos más aviadores, civiles o militares, chilenos o argentinos, que ahora competimos por Los Andes.

    —Bueno, mi teniente y por muy furioso que esté hoy el coronel Dartnell, si de recordar caídas y pérdidas de aparatos se trata, no se olvide cuando nos matamos de la risa con el accidente de mi guardiamarina Enrique de la Maza.

    Agregó conteniendo el mal humor de Cortínez, el condestable Villalobos para evitar caer, a su juicio, en una absurda melancolía.

    —Sí, lo sé, pero hace dos años yo estaba en el regimiento, por lo que los detalles del caso se cuentan como un chiste...

    —Pero cómo no va ser así, yo estaba allí, y se lo puedo jurar. Cuando Enrique hacía lo que podía para aterrizar con su monoplano Blériot, sintió el golpe de las ruedas en la cancha, pero echó para atrás el bastón para bajar la popa casi al mismo tiempo y el avión levantó la proa como si tuviera vida propia y se elevó de un suácate, se dio la vuelta, voló invertido y cayó como un paquete desencajándose de palos y tela. Todos corrimos al lugar convencidos que Enrique de la Maza había quedado hecho añicos.

    Cuál sería nuestra sorpresa cuando lo vimos salir, a tientas, de entre maderas, cables, aceite y polvo, rengueando, rascándose la espalda, sacudiendo el gorro con la mano y gritando a voz en cuello: «¡Sí, la embarré!, ¿pero vieron?: ¡a mí nadie me la gana en un looping!».

    —Estamos en la ruina querido Dago. Si en 1915 el presupuesto anual que nos dieron fue de $82.000 y en 1916 nos subieron apenas $10.000 más, ahora capaz que reduzcan o nos mantengan como el año pasado, con $99.000.

    —Así no se puede tener un cuerpo aéreo idóneo y capacitado. Apenas tres aviones están practicables, el resto en reparaciones. Y los mecánicos soldando fierros, amarrando cordajes y alambres con los carpinteros. Ya ves, cuando escuchamos un motor en marcha en los hangares, corremos para comprobar si se le puede ajustar a algún avión que esté disponible, a esos armatostes que ya parecen andrajos de tanto parche. Si cuando los empujan a la cancha casi se les cae un ala.

    —Hasta los caballos de los coches de arrastre tienen poco pasto. Están tan flacos que si vendiéramos uno no nos darían nada en esas carnicerías de equino de San Bernardo.

    —Si esto sigue así, me voy. Mando todo a la punta del cerro y parto al campo a sembrar y cosechar papas, por último. Pero no pienso inscribirme en el Aero Club para hacer acrobacias y en pelotas para...

    —No ganarías más, querido amigo. Eres tan esmirriado como yo, aunque te creas más pituco.

    —A ver, Dago, si fuera pituco, ¿crees que estaría tratando de volar todos los días en vez de cepillar y acariciar mi caballo de la Escuela de Caballería, o volver a marchar con la infantería?

    —Puedes volver a tu regimiento Buin, o al Carampangue, como instructor, y yo al mío, aquí al lado, mi querido de Ferrocarrileros. No es tanto rebajarse. Al fin y al cabo salimos del mismo Ejército y tenemos el mismo grado militar.

    —Hmm, estás mejor que yo, alguna vez los trenes van a volar como un solo aparato, con carga y cientos de pasajeros, Dago. Y el sueldo de los dos es de hambre. No es que pretenda hacerme rico en esta carrera, pero al menos yo podría ir al biógrafo una vez cada quince días con la Mechita y matarnos de la risa con las payasadas de ese gracioso y genial Carlitos Chaplin. Por si te entusiasma: en el Alhambra van a dar una muy chistosa película de él, se llama: Armas al hombro. La entrada en platea cuesta tres pesos. ¿Viste Chaplin bombero? Esta que anuncian ahora debe ser tan divertida como esa.

    Dagoberto Godoy no iba al biógrafo ni le importaban ese tipo de diversiones para los civiles, como decía. Era un militar muy apegado a su unidad a la que consideraba como si fuera su propia familia. Tampoco era un hombre rígido, pero sí austero y parco, al que le costaba reír y participar en tertulias sociales.

    —Vamos de mal en peor Armando. Te adelanto que esta semana va a salir la orden de la Dirección de la Escuela, en la que se nos prohíbe volar más de diez minutos al día, por cada avión. Tú lo sabes, Armando. No tenemos ni presupuesto ni material...

    Cortínez encendió un cigarrillo para tratar de atenuar parte de su comentario frente a su camarada y prosiguió:

    —Sí, claro, no tenemos aviones ni para sacar para los temblores. Ni los pobres cuatro hangares meneándose se caen completos de livianos que son, pero desaparecen al primer temporal de viento. Hasta ahí llegamos: se vuela todo y vamos sacando aviones a medias, reparando techumbres y claveteando tablas. Hasta el más pobre de los aeródromos europeos, destruido y todo, es reparado con mucha eficacia.

    —Cierto, no hay plata. Te cuento que el otro día el automóvil del capitán Pérez se quedó sin bencina. Después lo remolcaron con las mulas a la cancha, le pusieron unos pocos litros sin saber que antes a un cretino se le ocurrió ponerle combustible aéreo nuestro y casi explotó cuando lo hicieron partir.

    Cortínez se puso la gorra al revés, abrió y cerró los ojos, abrió la boca mostrando la lengua y balbuceó teatralmente:

    —Peldón, mi capitán, pero como no teníamo’ bencina le echamo’ destotra, porque creímos que si era bueno pa’ lo’ airoplano’ sería mejor pa’ lo’ automóvile’...

    Godoy soltó una carcajada, una de las pocas que recordó después Cortínez y dejó seguir hablando a su ingenioso camarada.

    —Pelotudo, el soldado, y torpe el querido capitán Pérez por tener a un patán... Pérez sabe volar, pero creo que no sabe dirigir bien. ¿Te das cuenta, Dago? Es como darle de beber bencina a un caballo para que galope más rápido. Todo esto parece cuento. La verdad es que no me conformo con lo que hay cuando podemos tener más.

    —Guarda tu rabia, Armando; olvídate un poco, mañana será un día mejor...

    —Dijo Nuestro Señor, amén. Ya, buenas noches, Dago, a ver si algún día cruzo la cordillera amarrado a un volantín chileno.

    De vuelta al pabellón el teniente Cortínez sacó una pequeña botella de murtado de su clóset, bebió varios sorbos y siguió refunfuñando e ignorando al maquinista Abraham Villalobos que lo miraba muy atento.

    Cortínez lo observó serio y pensó: «Sí, Villalobos es maquinista, marino condestable y en los buques hay pega y harta... además, les dan bien de comer... ¿Podría ser yo marino?»

    Le tendió la botella al condestable y continuó:

    —Los ingleses, Villalobos, no nos entregaron unos buques que les mandamos hacer, pero el resto sigue a flote en excelente mantenimiento, con dignidad y no estamos en guerra con nadie. Ellos están tranquilos en el mar, ese que tranquilo nos baña y nos promete futuro esplendor. ¡Lindo verso, pero muy romántico! Y más encima, en Chile vivimos de espalda al mar.

    —¿No le parece?

    Y Villalobos asintió al teniente Cortínez:

    —Lo mismo piensa mi teniente Manuel Francke y los oficiales de la Marina, agregó.

    Al fin y al cabo Villalobos era maquinista de los dos oficiales amigos, aunque el teniente segundo Francke era de la Armada y él, por lo tanto, le debía prestar mayor asistencia.

    —Pero que el coronel Dartnell hable tan bien del presidente me parece pésimo, Villalobos, ese manipulador que se dice liberal democrático y que pacta con conservadores, radicales, demócratas y con medio mundo. No, ese señor no. Seguro que es capaz de conseguir dinero a raudales, pero para quién o para quiénes, es la duda.

    —¿Lo conoce, mi teniente?

    —Claro que sí, pero más de oídas. Era amigo de mi padre. Ambos balmacedistas... Mi padre, Eloy Cortínez Fuentes, nacido en Rengo, fue diputado por Chiloé, en el Congreso Constituyente de 1891, Villalobos. Ese congreso lo conformaron los leales a Balmaceda, mientras los otros parlamentarios seguían conspirando en Iquique contra el presidente ya en plena guerra civil.

    Después de la revolución de ese año y del suicidio de un Balmaceda derrotado por las armas, en Concón y Placilla, mi padre se fue a Tacna a seguir trabajando, como arquitecto en el 1900. Yo tenía como siete u ocho años. Mi pobre viejo murió el 15 de julio de 1908.

    Pero fue fiel al presidente José Manuel Balmaceda y no se dio vuelta la chaqueta jamás, ni negoció con nadie. Trabajó dura y honradamente. Y piense, Villalobos, que en mi familia llegamos a ser doce hermanos. Mi tío Eduardo, médico, también fue diputado en tiempos del presidente Balmaceda.

    ¡Salud, por ese gran presidente que fue Balmaceda! Lo liquidaron cuando lo único que quería era que se redactara una nueva Constitución Política y derogar la actual que viene de los tiempos de Diego Portales, ¡desde 1833!

    —Salud, mi teniente.

    —En fin, así con el actual presidente de la República. Ni la sombra de ese gran

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