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Historia de mi madre muerta
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Libro electrónico164 páginas2 horas

Historia de mi madre muerta

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"Historia de mi madre muerta" se mueve entre la crónica personal y la crónica político-social en tanto registro del panorama de la paulatina incursión de la mujer en la política chilena: sólo hace 61 años las mujeres votaron por primera vez para Presidente de la República. No se trata esta vez de grandes personajes de la política como en los otros libros de Cavallo, sino de una mujer que representa a todas esas mujeres comunes y corrientes (sin estudios, sencillas dueñas de casa, trabajadoras) y sus primeros pasos en la política. Hay aquí Historia y microhistoria: cómo es que ellas se involucran en los cambios y decisiones que regirán nuestro país, cómo es que consiguen votar por primera vez, cómo participan, apoyan, marchan, qué les interesa que cambie, qué les interesa que mejore. Es un libro breve, trabajado con rigurosidad y excelente estilo.
IdiomaEspañol
EditorialUqbar
Fecha de lanzamiento11 nov 2015
ISBN9789569171222
Historia de mi madre muerta

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    Historia de mi madre muerta - Ascanio Cavallo

    Historia de mi madre muerta

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    índice

    Prólogo

    En el camino

    Con Rocío

    Sin Rocío

    Fin del camino

    Prólogo

    Ana María Stuven

    Esta es la historia de una madre muerta que sigue viva en la memoria de una pluma también viva, vivificante y edificante, de un hijo cuya vida revive hurgando en la vida de una madre que no muere sino que sobrevive en su memoria, aportando nuevas miradas no solo a la vida del autor sino también a la historia de las mujeres en Chile.

    El texto que presentamos es, en la metáfora del autor, como una cebolla que se abre por capas; y estas capas aportan una a una inesperados significados a, al menos, dos vidas que se entrecruzan no solo como lo hacen siempre madre e hijo sino también como dos actores del Chile contemporáneo. Ambos viven, alternadamente primero, y, luego, simultáneamente, los avatares de un país que desde los años veinte del siglo pasado experimentó cambios tan profundos que los historiadores del futuro seguramente van a experimentar esa sensación de aceleración del tiempo que sintieron los testigos de las revoluciones de independencia.

    No estamos ante una historia académica; tampoco ante una memoria ni una autobiografía. El relato toca diversos géneros: es microhistoria de la vida privada, es historia de las mentalidades, historia de la cultura chilena, es historia social e historia de las mujeres. El autor elige la primera persona para no esconder la sorpresa del narrador, el hijo, ante cuyo frente se va develando la figura de Lela. Comienza diciendo que no es su propia historia, que intentó ignorarse lo más posible, que tal vez al relato lo conduce una mano que no es la propia. Afortunadamente, esa intención quedó en el tintero, pues si lo hubiera logrado, habría negado fragmentos importantes de una historia que es también de género, pues involucra la relación entre un hombre y una mujer. Esta es en parte la historia de un hijo que descubre la historia de su madre; es también la historia de un

    hombre que se plantea frente a la historia de una mujer que, además, es su madre.

    Dice el autor que la muerte es un movimiento hacia la verdad. Lo es también hacia la historia. El recorrido de la vida, siempre ansioso y abierto, se detiene. La muerte alivia la angustia del presente y del futuro permitiendo que asome el pasado. ¿Por qué, si no, en ese año de l977, cuando su madre le admite haber tenido una familia antes él no indaga nada, e incluso llega a pensar que se trató de una puesta en escena? La sorpresa ante la noticia que le da su madre entre sollozos quedó suspendida hasta que su muerte y la extraña invitación de ese político inconsecuente, Haldeman, hicieron patente el sinsentido de contar más historias de hombres irrelevantes, iluminando así, por contraste, los claroscuros de la vida de Lela y de tantas mujeres invisibilizadas aunque activas en la vida del siglo xx chileno. Recién ahí pudo, dice el autor, tomarse la libertad que regalan los muertos.

    La libertad vino de la mano de Rocío, la hija del medio hermano fallecido, quien sorteó todos los escollos hasta vencer las resistencias de su tío. Fue ella quien le volvió a contar de los tres hijos que Lela tuvo del Gringo, un francés rudo, colono de la Araucanía. Ella abrió la compuerta hacia esa familia que Lela, ocultó dolorosamente de la vista del hijo por veinte años. La Lela, bautizada como Ánjela Custodia, continuó siendo la Toya en la memoria de un marido y unos hijos victimizados por la imagen de una madre cuya memoria fue fácilmente construida como la de una mujer que violentó todos los códigos culturales y valóricos de su época. Y que, además, construida desde el registro del Gringo, despechado, se transmitió a sus hijos hasta lograr fosilizar su recuerdo por años.

    El recorrido por los lugares donde se desenvolvió su vida sureña y el encuentro con los sobrevivientes de esa tragedia, más el entusiasmo de Rocío para intentar aproximarse a la verdad de su abuela van, lentamente, a medida que avanza el relato, desatando los nudos y deshaciendo los prejuicios del hijo-autor del relato. Porque a él también, desde la tristeza por la muerte y el perdón gratuito hacia su madre, le pareció verosímil la posibilidad del abandono de tres niños pequeños, y asumió la postura de quien indaga como si se tratara de una querella académica. Hasta que se reconoce devastado, con su propia historia trastocada, y embarcado en una lucha secreta por suspender el juicio que es en realidad la lucha que libra un hombre, incluso hoy, por comprender la vida de una mujer moderna, como la describió Rocío.

    Que un hombre se sienta devastado ante la necesidad de reescribir la historia de su madre no es raro. La historia de mi madre muerta es también la historia de un pasado suyo que muere cuando su madre se devela otra. Involucra plenamente al hijo en ese hilo tenso que une pasado, presente y futuro y que cuando se afloja lo remece todo. En este caso, lo remece para hacer aparecer la historia de una mujer como tantas: chilena, nacida en Capitán Pastene, cerca de Angol, cuya vida recorre el siglo xx acarreando consigo todas las contradicciones y vaivenes que remecieron la vida de las niñas curiosas que miraban por las rendijas que dejaban penetrar las luces de un mundo aún ajeno a la mujer chilena.

    Sabemos que Lela, o Toya para sus descendientes sureños, nació en l920, que debe haberse casado a fines de los treinta, que tuvo a su hijo mayor en l941, que tuvo dos niños más, uno de los cuales murió siendo muy pequeño, y que abandonó su hogar alrededor de l947. Lela regresó a Santiago, donde su madre, trayendo a sus hijos consigo, y al poco tiempo el Gringo logró quitárselos y devolverlos a su lado. Tamaña sorpresa se lleva el autor del texto cuando sus nuevos parientes le permiten atar los cabos de esos viajes al sur que realizaba su madre y le explican que era, nada menos, que para visitar a unos hermanos que no sabía que tenía. Me ha dado vuelta el mundo, ha modificado mucho de lo que creía sobre mi propio pasado, reconoce a su nueva sobrina, cuando ha logrado recrear la nueva cronología y recorrer los laberintos por los que transitó su madre-madre. En lo que sigue, el hijo se vuelve un investigador de la vida de su madre-mujer; de una mujer que inspira no solo preguntas sobre sí misma sino sobre Chile en el siglo xx. A la pregunta sobre si las mujeres de su época hacían eso de abandonar el hogar, sigue la que indaga sobre una chilena de provincia en los años 30, que escapa de un matrimonio infeliz, que rompe con la tradición y los valores de su grupo, pelea por sus derechos y pierde las batallas como tantas. Una mujer, como varias de su generación, que acarreó la vergüenza y la culpa de aquellas que no han podido y querido someterse a expectativas impuestas por la sociedad machista y represiva de mediados del siglo xx. Una mujer, sin embargo, que no buscó la militancia política como puerta de acceso a la esfera pública. Da la impresión que intuyó lo que las más avezadas descubrieron en un lento caminar. Porque las mujeres de la historia de Chile desconfiaron de la política por ser cosa de hombres y por eso prefirieron otras trincheras, especialmente la religiosa que enseñaba la resignación y protegía contra los excesos.

    Si observamos la historia de Lela, sus intereses acompañan lo que fueron las luchas de las primeras mujeres por obtener las libertades que afectaban directamente su vida familiar y doméstica, el lugar donde las puso la sociedad y que ellas aceptaron sin reproche. La maternidad, lugar femenino natural, inspiraba la defensa de la prole, la búsqueda de la tuición de los hijos, la administración del patrimonio personal, pensiones alimenticias, protección contra la violencia familiar. Desde el Congreso Mariano de 1818, muy católico pero declaradamente feminista, hasta las organizaciones mancomunales o las sindicales, sus reivindicaciones eran por derechos civiles, incluso una vez obtenido el derecho a voto. No sabemos qué leía Lela; ¿sería asidua a Evolución, Acción Femenina, Revista Femenina o Nosotras, donde las mujeres declaraban que el feminismo es una labor de derechos de conciencia, de sentimientos maternales, de admirable generosidad?.¹ No es extraño, entonces, que en los años cuarenta Lela tuviera la osadía de arrancar con sus hijos a cuestas; tampoco que recién en los años 70 tuviera el coraje de pleitear asignaciones que le debiera el Gringo por su vida anterior, cuando recién el dinero dejaba de ser solo cosa de hombres.

    Es cierto que ya en los años 50, cuando ella nuevamente desafía con su afición por la fotografía, y arriesga una nueva relación con un hombre casado, el país es otro. Lela entró al torrente de la turbulenta historia política de la segunda mitad del siglo xx en el momento preciso. Coincidió, como no le había sucedido antes, que compartía un mismo ímpetu con otras mujeres que buscaban su lugar en el mundo. El impulso no surgía desde la ideología sino desde sí mismas, para sí mismas; no tenían propuestas concretas ni enemigos declarados. Su actitud no fue la de las llamadas feministas de primera ola que reivindicaban a las mujeres desde posturas antimasculinas. Ella ingresó al mundo de los hombres, con posturas de género, y en los revueltos años 70 ocupó el que ellos, atrincherados en instituciones colapsadas, dejaron a las mujeres que invadieron las calles. Su vida tuvo también, como toda vida que se precie, ironías, injusticias, asombros, obsesiones y obstinaciones. ¿Cómo explicar, si no, su paso por Tejas Verdes, la tortura y ese pinochetismo irredento hasta casi el final del régimen?

    Poco importa que Lela fuera contradictoria; que no fuera intelectual; que no tuviera ideas políticas sino posturas viscerales. En eso representa bien el desconcierto y también la desconfianza de las mujeres de su época al saberse convertidas en botín electoral para los partidos y también reconocerse apenas iniciadas en el recorrido hacia una igualdad que la política por sí sola no podía garantizar. Lela fue única porque probablemente sus derrotas y rupturas le ayudaron a enfocarse donde realmente estaba su espacio de poder, y concentrarse en lo que era la continuidad natural de la vida de una mujer en una sociedad aún patriarcal: su hijo.² No se perdió en los recovecos de los partidos y sus secciones femeninas. ¿Podrá ser también que intuyó el valor de la calle y la propaganda como precursora de los movimientos sociales actuales? Lo que es cierto es que no se amilanó ante el estereotipo femenino del mundo masculino que define a la mujer como pasional e inclinada a la histeria, por el destino que le imponía su híster o útero.

    Lela logró casi lo imposible: conducir a Ascanio Cavallo a suspender el juicio. Lo conduce desde un machismo espontáneo que cuestiona a la mujer que hace eso (¿de abandonar a los hijos?) a quedar sin explicación ante su complejidad, y reconocer en ella su interlocutora política. Cuando Lela hubo completado el recorrido de Toya por los pedregosos caminos entre Capitán Pastene y Santiago, ya fue libre para dar la gran lucha política: discrepar de su hijo y mostrarle que la experiencia femenina es heterogénea y la verdad tiene muchas entradas. Además le hizo un último regalo: permitirle desplegar su magnífica pluma en una historia que los mantiene unidos.

    Ana Maria Stuven

    es periodista de la Universidad de Chile y Doctora en Historia de la Universidad de Stanford. También es profesora titular del Instituto de Historia de la Universidad Católica de Chile y directora del programa de historia de las ideas políticas de la UDP. Su especialidad es la historia de las ideas políticas y la historia de Chile del siglo

    xix

    . Entre sus publicaciones destacan: "La seducción de un orden: Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo

    xix"

    (2000); Chile disperso: el país en fragmentos, con Javiera Errázuriz, (2007). Con Carmen McEvoy, La república peregrina. Hombres de armas y letras en América del Sur, 1800-1884 (2007). Co-editó con Marco Pamplona "Estado y Nación en Chile y Brasil en el siglo

    xix

    (2009) y con Gabriel Cid Debates republicanos en Chile: siglo

    xix

    (2012). Coordinó el segundo volumen de la Serie de Chile, La construcción nacional, 1830-1880" (2013).

    Feminismo in Delia Ducoing, Charlas femeninas, 181-184. Citado en Asunción Lavrin, Women…, op. cit., p. 295.

    2 Aún hoy, el 

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