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Desafío de nuestro tiempo: José Kentenich
Desafío de nuestro tiempo: José Kentenich
Desafío de nuestro tiempo: José Kentenich
Libro electrónico336 páginas5 horas

Desafío de nuestro tiempo: José Kentenich

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Textos escogidos del autor sobre diversos temas que señalan caminos para formar un hombre nuevo y una nueva cultura en tiempos de cambio histórico.
Editorial Patris nació en 1982, hace 25 años. A lo largo de este tiempo ha publicado más de dos centenares de libros. Su línea editorial contempla todo lo relacionado con el desarrollo integral de la persona y la plasmación de una cultura marcada por la dignidad del hombre y los valores del Evangelio.

Gran parte de sus publicaciones proceden del P. José Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt o de autores inspirados en su pensamiento. Por cierto, también cuenta con publicaciones de otros autores que han encontrado acogida en esta Editorial.

De esta forma Editorial Patris no sólo ha querido poner a disposición de los miembros de la Obra de Schoenstatt un valioso aporte, sino que, al mismo tiempo, ha querido entregar a la Iglesia y a todos aquellos que buscan la verdad, una orientación válida en medio del cambio de época que vive la sociedad actual.
IdiomaEspañol
EditorialNueva Patris
Fecha de lanzamiento11 jun 2016
ISBN9789562463546
Desafío de nuestro tiempo: José Kentenich

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    Desafío de nuestro tiempo - José Kentenich

    Desafíos de nuestro tiempo

    P. José Kentenich

    Desafíos

    de

    Nuestro

    Tiempo

    Desafíos de nuestro tiempo

    P. José Kentenich

    Nº Inscripción: 63.478

    ISBN: 978-956-246-464-2

    © EDITORIAL NUEVA PATRIS S.A.

    José Manuel Infante 132, Providencia,

    Santiago, Chile

    Tels/Fax: 235 1343 - 235 8674

    e-mail: gerencia@patris.cl

    www.patris.cl

    Edición Digital: Noviembre, 2012

    Presentación

    Desafíos de nuestro tiempo es una selección de textos del P. José Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt. Son textos que provienen de un hombre que buscó interpretar los signos del tiempo y darles una respuesta válida y decidida.

    El P. Kentenich no fue un pensador teórico. Ante todo, fue educador. Y como tal, vio su tarea en unir verdad y vida, teoría y praxis. Con extraordinaria conciencia y responsabilidad histórica vivió intensamente nuestro tiempo. Lo percibió como don y tarea. Así, dejándose guiar por el Dios de la vida, fue un forjador de historia y un educador de la fe en el pleno sentido de la palabra.

    Ante el sombrío panorama de una cultura que ha perdido su fundamento en Dios y que aceleradamente se encamina hacia el caos, no cedió al pesimismo ni al desaliento.

    Ha sido un cuadro francamente triste, desconsolador; sí aplastante y desalentador, expresa en una ocasión, el que hemos mostrado. ¿No somos presa, a partir de esto, de un cierto pesimismo que podría aminorar nuestra capacidad de acción? ¿No tendríamos que responder, moviendo la cabeza, que todo esto significa el fin de esa humanidad tan ricamente dotada por Dios, que él creó según la imagen natural y sobrenatural de sí mismo? ¿No significa todo lo anterior el término de la humanidad, de esa humanidad por la cual el Hijo Unigénito de Dios dio hasta la última gota de su sangre?".

    El pesimismo quisiera embargar nuestra alma y estremecerla profundamente. Pero tal vez podríamos plantearnos más bien la pregunta del siguiente modo: ¿No estamos ante un aniquilamiento, ante un ocaso de la humanidad como en el tiempo de Noé? ¿No surgirá de este derrumbe un nuevo tiempo, una nueva generación, una nueva familia humana, de la cual va a brotar y crecer un árbol nuevo, una nueva primavera? ¿Quién puede darnos una respuesta precisa? ¿Quién de nosotros ha sido el consejero de la sabiduría eterna? (Ver Rom. 11, 34). ¿Quién ha podido jamás penetrar sus planes?

    Una cosa, sin embargo, puedo aseverar con seguridad: en este trasfondo oscuro brilla para nosotros un nuevo e inigualable optimismo. Es la simple y vigorosa fe de que está surgiendo un mundo nuevo, un mundo lleno de la luz y del brillo del sol, un mundo en el cual Cristo, el Rey del universo, y María, la gran Reina, van a obtener una victoria particularmente singular. Nosotros, que caminamos en las tinieblas, debemos comprendernos como los precursores de esta gloriosa nueva época; aunque también nuestro camino deba pasar por oscuridades y tinieblas o nos espere una muerte cruenta.

    Estas palabras reflejan la actitud del P. Kentenich. Los textos que presentamos nos invitan a descubrir la visión de este hombre verdaderamente profético. No se recoge en ellos la totalidad de su pensamiento. Se trata sólo de abrir ciertas canteras y de transmitir algo de lo que él creyó interpretar como voz de Dios para nuestro tiempo.

    Varios de los textos que hemos escogido datan de una época en que el P. Kentenich visitó y vivió en el continente americano. Entre 1947 y 1952, estuvo en Latinoamérica más de tres años, especialmente en Brasil, Uruguay, Argentina y Chile. Desde 1952 a 1965 vivió en Norteamérica.

    El P. Kentenich amó y puso su esperanza en nuestra tierra, cuando aún no se hablaba de Latinoamérica como del Continente de la Esperanza. Ya en esa época, hace un llamado a los pueblos hispanoamericanos a comprometerse decidida y eficazmente en la forjación de los destinos de la Iglesia en las nuevas playas .

    La Iglesia debe ser, afirmaba, tal como en el cristianismo primitivo –y como siempre debiera haberlo sido– alma de la cultura, alma de todo el mundo actual. Se debe vencer la separación entre Iglesia y cultura, entre Iglesia y mundo. La Iglesia debe llegar a ser alma de toda esta cultura actual, tan convulsionada y mundana; de esta naturaleza tan influenciada por la acción del demonio (…). No proclamamos una huida del mundo; tampoco un mundanismo; queremos más bien que la Iglesia penetre el mundo: Debe impregnarlo hasta llegar a ser alma del mundo. Éste es el anhelo que nos anima también a nosotros a publicar este primer tomo de Desafíos de nuestro tiempo.

    En la traducción hemos querido ceñirnos fielmente al texto original. Buscamos darle la forma de nuestro idioma, recogiendo los matices del lenguaje propio del P. Kentenich. Debe tenerse en cuenta que la mayoría de los textos provienen de conferencias; por lo tanto poseen las características propias del lenguaje hablado. Cuando suprimimos alguna frase o párrafo, lo indicamos con puntos suspensivos entre paréntesis. Pusimos notas aclaratorias al pie de página, algunos paréntesis explicativos en el texto, y, en diversas ocasiones, creímos necesario explicar la traducción adoptada para señalar el contenido pleno que da el P. Kentenich a ciertos términos. A fin de facilitar la comprensión del texto, introdujimos títulos y subtítulos. Con el mismo objeto, destacamos en letra cursiva determinadas frases.

    Editorial Nueva Patris ofrece este trabajo como un homenaje al P. Kentenich al celebrarse el centenario de su nacimiento. Dar a conocer su palabra expresa también la voluntad de compartir el don de Dios con todos aquellos que buscan responder a los desafíos de nuestro tiempo, para servir así juntos a la Iglesia en este momento histórico.

    P. Rafael Fernández  de A.

    BELLA VISTA, 18 de noviembre de 1985.

    1  Análisis de Nuestro Tiempo

    Ver la acción de Dios en la historia y detectar en los acontecimientos su voluntad, fue para el P. Kentenich una verdadera pasión. Constantemente se guió por la máxima vox temporis, vox Dei: la voz del tiempo es la voz de Dios. Con mirada de fe auscultó los signos de los tiempos y dedujo de ellos las urgentes tareas que se imponen al cristiano actual: la forjación de una nueva comunidad basada en hombres nuevos, libres, solidarios y profundamente anclados en Dios; la creación de una nueva cultura impregnada por la fuerza vital del Evangelio.

    El texto que sigue transcribe ideas que el P. Kentenich formuló entre los años 1948 y 1950. Fueron años que él pasó básicamente en nuestro continente, especialmente en Brasil, Uruguay, Argentina, Chile y Norteamérica.

    Los pasajes que hemos reunido en este texto están tomados de su Informe de Norteamérica, editado parcialmente por Herta Schlosser en Der neue Mensch, die neue Gesellschafts ordnung, Schönstatt-Verlag, 1971; de la Carta de Octubre de 1949, escrita desde Argentina y actualmente editada sólo como manuscrito tanto en alemán como en español; y del Curso Pedagógico dado en 1950, editado por la Schönstatt-Verlag, bajo el título de Grundriss einer neuzeitlichen Pedagogik, 1971.

    Un tiempo caótico

    La extraordinaria preocupación y desvalimiento (del pedagogo en el tiempo actual), tiene su origen en el extraordinario desconcierto que se manifiesta en todo el ámbito pedagógico. ¿Dónde radica el desconcierto y el desvalimiento? Ciertamente en un estado de cosas objetivo: en la situación confusa y caótica, tanto del tiempo actual como de la situación anímica del hombre mismo. Con ello hemos nombrado dos expresiones que nos acompañarán en lo que sigue. (…)

    Consideremos por un momento ambas expresiones y sopesémoslas. No sabemos cuál es la causa y el efecto. De pronto percibimos que lo que hoy designamos como causa, mañana aparece como efecto y viceversa. ¿Qué es lo que conforma y determina el tiempo? Es el hombre; pero también, por otra parte, el concepto de medio, de pedagogía ambiental, nos llama la atención sobre el hecho de que el hombre es fuertemente conformado, transformado, e incluso deformado, por las circunstancias y por la situación de la época (…). ¿Qué rostro muestra la situación del tiempo actual y del hombre de nuestra época? Creo que todos confesaremos francamente: El mundo, y con ello también el mundo interior del hombre, está desquiciado. (…)

    ¿Cuál es el origen de este desequilibrio?

    Permítanme dar la siguiente respuesta: la causa radica en que la humanidad ha perdido su centro de gravedad. ¿Cuál es ese centro de gravedad? Es el Dios vivo y el orden de ser y de vida objetivo diseñado y creado por Dios, es decir, la ley eterna. La sociedad prácticamente ha perdido y abandonado en forma total su centro de gravedad. Por eso, no sólo constatamos un simple desequilibrio, sino que podemos comparar la humanidad actual con un ebrio que se encuentra ante un abismo. Ya no puede sostenerse más, y está pronto a precipitarse en el abismo de la nada. Tal es nuestra situación. Piensen ustedes en una bola de nieve que se desprende de la cumbre de los Alpes: primero se desliza suavemente hasta que, de pronto, se convierte en un atronador aluvión que arrasa y destruye todo. Esa imagen reproduce nuestra actual situación. A este desequilibrio están unidos la inmensa falta de consistencia interior, el desarraigo y descobijamiento del hombre contemporáneo.

    Así, vacilante, vaga la humanidad actual, da tropiezos y cae por el suelo. Ciertamente la imagen que describimos debe ser comprendida como una tipificación. Lo que quiero decir es que ésta es la dirección, que hacia allá se proyecta el desarrollo (…).

    En este contexto, recuerdo lo que expresó, cuando me despedía de él, el nuncio apostólico de Chile, monseñor Zanín. Él estuvo durante mucho tiempo en China, conoció el mundo, viajó por todas partes, e intentaba descifrar la situación de nuestra época. En aquella ocasión, me acompañaba un joven cohermano en la audiencia. Él se había educado en Chile y estuvo allí en el Seminario. Cuando en la conversación con el alto dignatario eclesiástico llegamos a tocar la situación de nuestro tiempo, se expresó en esta forma: Hoy día es absolutamente imposible comprender al hombre actual. Yo ya no lo entiendo, ¿y usted?, dijo volviéndose a mi joven cohermano. A pesar de que usted es todavía joven, también usted tiene demasiada edad para poder hacerlo. El trastocamiento de los valores en el hombre actual es tan total, tan catastrófico, que a aquellos que lo vivimos nos es imposible entenderlo y descifrarlo correctamente (…).

    ¡Cuán desvalidos nos encontramos ante esta situación! Debemos contar, además, con que pasado mañana, la situación se hará aun más desesperada. No se imaginen que ya emprendamos el ascenso. Al contrario, cada vez caemos más profundamente hacia el fondo del precipicio, ¿Cuándo tocaremos fondo?

    ¡Bienaventurados todos los educadores que intervienen con coraje en esta situación de inseguridad! Acabemos con todos los cobardes que no saben qué hacer, que miran enfermizamente hacia las antiguas playas o que quieren orientar hacia las nuevas playas, pero desconocen el orden de ser objetivo!

    Pareciera que la dimensión interior del hombre actual se hubiese reducido. Sus facultades espirituales se muestran ampliamente empobrecidas. Esto es aun más evidente cuando se trata de dar el salto hacia el más allá, hacia lo sobrenatural y lo divino.

    El hombre moderno ha llegado a convertirse en un hombre-cine. Está entregado a las impresiones exteriores. Sus actos desconocen la unión orgánica de unos con otros. Pareciera que sus actos no estuviesen enraizados en el núcleo de su personalidad. Nos encontramos ante un tipo de hombre que, en último término, encarna un sinsentido. Si realmente el desarrollo continúa tal como ha comenzado, tenemos que decir que pasado mañana vamos a presenciar la total desintegración de la naturaleza humana. Ciertamente el Señor va a impedirlo. Pero ha llegado tan lejos, es tan fuerte el desequilibrio de la sociedad actual, que con razón podemos hablar de un hombre deshumanizado, despersonalizado y masificado (…).

    Manifestaciones de la desintegración

    El individualismo y el colectivismo

    El Espíritu Santo, el amor entre el Padre y el Hijo, es el vínculo que une a todos los cristianos en una viva comunidad: el amor de Dios ha sido infundido en vuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. (Rom. 5, 5)

    El concepto de comunidad está unido al concepto de la creación, de la redención y de la santificación. De ahí proviene una múltiple relación de tensión[1], entre personalidad y comunidad. Esta relación entre personalidad y comunidad, desde hace siglos, ha mantenido inquieto especialmente a los pueblos de Occidente. Dos corrientes luchan por dar solución al difícil problema: el individualismo y el colectivismo. Ambos son extremos, ambos desconocen tanto la esencia de la personalidad como la esencia de la comunidad. Ambos conducen el carro de la historia a un banco de arena del cual difícilmente puede escapar.

    El individualismo conoce solamente el yo. Está enfermo de un egoísmo sin límites. La comunidad es para él sólo una adición mecánica de individuos que se han unido contractualmente, por motivos utilitaristas, para asegurarse –sin ningún tipo de escrúpulos– el derecho de desarrollo personal. A este derecho está dispuesto a renunciar sólo cuando y en la medida que sea absolutamente necesario para que pueda darse la inevitable convivencia de unos con otros, de modo que esa convivencia no se transforme en una guerra de todos contra todos. Su último y supremo ideal es la anarquía: un estado en el cual no hay cabeza, ni jefes, ni superiores; en el cual ya no hay ni ley ni prohibiciones; donde, en todas partes, reine la más completa autonomía de la persona, aunque esta autonomía deba ser asegurada por medio de bombas y granadas (…).

    Siempre es el individuo la única medida que determina las cosas. El craso subjetivismo caracteriza su estilo de vida y su religión, si es que ésta todavía existe. La verdad objetiva, la justicia y la santidad, han desaparecido. La vida económica y política son regidas por el liberalismo. Por eso, su ley: el poder se antepone al derecho (…). El que atrapa, ése posee.

    El vínculo comunitario está tan destruido en Europa que sólo queda optar, o bien entre el terrorismo, que busca mantener cohesionada una humanidad de suyo atomizada, para preservarla (por medio de sus métodos) del desmoronamiento; o bien por el solidarismo que la aúna espiritualmente y logra sustituir el estar el uno contra el otro y yuxtapuesto al otro, por el profundo estar el uno en el otro (…).

    El colectivismo renuncia al derecho inherente a la personalidad. El sentido del individuo es lo colectivo, la masa. El individuo no tiene asegurados ni garantizados sus derechos personales ni sus justos intereses que son inherentes a su propia persona. Mucho menos se puede esperar protección para la propia persona. Sólo lo colectivo tiene derecho a estas garantías, y lo tiene en forma perfecta. El individuo está incondicionalmente entregado a la masa. Tiene valor y derecho a existir solamente en la medida en que sirve a la masa y se deja sumergir en ella.

    El individualismo atomiza la comunidad. El colectivismo transforma a la comunidad en un rebaño, convierte al individuo en una pieza fácilmente reemplazable de una máquina. Ambos, cada uno a su manera, disuelven la comunidad (…). El individualismo conoce sólo al individuo y su propiedad, esto es lo único que cuenta para él. El credo que proclama el colectivismo es éste: tú no eres nada, el pueblo es lo que vale (…).

    En cambio, el ideal de la comunidad perfecta incluye en sí a la perfecta personalidad. La unión entre ambas es orgánica. La personalidad penetra con las raíces más profundas de su ser en la comunidad. Y ésta, la comunidad, es como otro ser, como un producto del carácter social de la naturaleza humana dado por la ley natural. No es un cementerio para el derecho y las exigencias del individuo, sino una madre y nodriza que sirve desinteresadamente a la persona humana (…).

    Análisis del hombre desintegrado

    La concepción del hombre separado de Dios fue, durante un tiempo, la del intelectualismo. A partir del cambio de siglo, se transformó en la concepción economicista, vitalista y mecanicista del hombre.

    El hombre economicista

    Que el homo oeconmicus –llamado también homo faber– no sólo domina el mundo europeo sino también el mundo extraeuropeo, es algo universalmente conocido y reconocido. En todas partes, el punto de vista económico es el decisivo, el fundamental y dominante. Hombres de talento dedican a la economía la mayor parte de sus energías. La economía determina la política, llena la prensa, decide sobre paz y guerra: es el tema principal de las deliberaciones internacionales; es el barómetro que marca el valor y la dignidad de una persona y de una nación.

    El homo oeconomicus no se contenta con sólo satisfacer sus necesidades. Se dedica a despertar necesidades, con el fin de poder acaparar riquezas lo más pronto posible y poder procurarse placer con mayor facilidad. Todo se orienta según la consigna: ¡haz dinero, hijo mío!.

    Ya que el trabajo racionalizado procura capital y se muestra así como el medio más seguro para ese fin; y ya que, al mismo tiempo, la técnica, con sus admirables inventos y sus fabulosos éxitos, es puesta a su disposición, los tres conceptos de homo oeconomicus, technicus y operarius, prácticamente resultan ser como sinónimos. Y en esto no tiene importancia que el homo operarius se llame empresario u obrero, ingeniero o comerciante.

    La consecuencia de todo esto es un bienestar como la humanidad jamás aún lo había experimentado. Y, no obstante, todo el mundo habla hoy de una crisis económica sin precedentes, de un desmoronamiento del capitalismo. La apostasía de Dios, tal como en todos los ámbitos, también aquí conduce a la desintegración. La economía, que quiso tomar caminos autónomos y los tomó implacablemente, que se separó del orden natural y dio a Dios la espalda, terminó destruyéndose a sí misma. Con lenguaje elocuente ya habla de su marcha en el vacío y de la infecundidad de su autonomía absoluta.

    Esto confirma la verdad del antiguo adagio: en esto consiste la maldición de la mala acción, que debe seguir engendrando lo malo. Los dogmas del homo oeconomicus, que durante tanto tiempo fueron considerados intocables, se muestran cada vez más y más como herejías. Mayor producción genera mayor bienestar: así reza el dogma fundamental. El desarrollo actual muestra que, eventualmente, puede darse también lo contrario. Hoy día, mayor producción, en innumerables casos, ha llegado a ser fuente de pauperismo, de empobrecimiento y hasta de hambre. La opinión pública se indigna porque el excedente de trigo se deja podrir en depósitos o se arroja al mar para mantener su alto precio, mientras en otros continentes mueren de hambre millares y millares de personas.

    Por ahora ningún poder puede cambiar nada de esto. Todo el mundo siente que los acontecimientos corren con fuerza irresistible hacia una catástrofe. La semilla, que se sembró hace cuatro siglos, ha brotado y cada vez se muestra más como simiente del dragón. El movimiento que se originó entonces, y que al comienzo fue trazando lentamente círculos, ya hace muchísimo tiempo que ha sobrepasado su punto culminante y reclama con urgencia un cambio.

    El economicismo y el trabajo

    Apostasía significa disolución. Se ha llegado a despojar el trabajo de su sentido natural; se le ha desligado de su relación interior con su fuente, con la vida, con la obra, con el consumidor. De este modo, se le ha despersonalizado y se le ha convertido en instrumento de despersonalización en todos los ámbitos.

    Según el querer de Dios, el trabajo debe ser una participación de corazón en la actividad creadora y en la voluntad de donación de sí mismo propia de Dios. Sin embargo, se le ha rebajado a un mero hacer mecánico.

    El trabajo debe servir a la vida y a sus necesidades, pero no debe forzar ni sofocar la vida. Debe satisfacer necesidades sanas, pero no despertarlas desenfrenadamente para esclavizar al hombre y arrastrarlo en un remolino del cual puede escapar sólo con la máxima aplicación de todas sus fuerzas. La producción despierta necesidades y las necesidades aumentan la producción.

    Así se sigue hasta lo infinito, hasta que el hombre –el señor de la creación– se convierta enteramente en su esclavo. El que inventó la máquina, ahora es dominado por ella. Le sucede lo que le pasa al hidrópico: cuanto más bebe placer terreno tanto más sediento se hace. Cuanto más bienes, cosas y dinero se posee, tanto más se quiere tener y tanto más vertiginoso se hace el ritmo de trabajo y de vida. Nuevas sensaciones deberán sustituir mañana lo que ayer y anteayer le habían prometido, pero no cumplido, sensaciones anteriores. En lugar de la ansiada plenitud del alma, cada vez se muestra y crece más y más la conciencia y el sentimiento de vacío interior. Ambos conducen con fuerza elemental hacia la fuga de sí mismo en el remolino de la vida, del trabajo y del placer.

    De acuerdo a su naturaleza, el trabajo debe estar unido a la obra; debería despertar y satisfacer la voluntad de forjar y crear. La racionalización (mecanicista) del trabajo hace esto imposible. Se habla de varios sistemas, del de Taylor, de Bedeaux y de muchos otros. Todos coinciden en que racionalizan el proceso de trabajo, en que aumentan la producción, pero despersonalizan en forma creciente al hombre. Quien trabaja en la cinta mecánica realiza, en una repetición infinita, siempre de nuevo, el mismo movimiento. Por eso nunca llega a tener una relación personal con la obra de sus manos. Las fuerzas creadoras que dormitan en él no pueden expresarse; el trabajo, entonces, no produce alegría, no se logra transformar en una verdadera y auténtica vocación. Tampoco la creciente fortuna y todas las posibilidades de placeres logran ofrecer una compensación adecuada. A la larga, todo esto no satisface ni libera.

    Tal como se ha desligado el trabajo de su raíz y de la obra, se separa totalmente al operario moderno del consumidor. Por eso encontramos, en todos los lugares, esa despersonalización universal. Es verdad que recibe dinero por su fatiga y su sudor, pero todo eso es tan impersonal que despersonaliza.

    Un antiguo proverbio advierte que el hombre es castigado por aquello en lo cual ha pecado. El hombre actual ha pecado gravemente por tergiversación del sentido y por mal uso del trabajo y de la materia. Por eso, ambos se convierten más y más en azote y tiranía. Un trabajo sin alma y una materia sin alma, en lugar de proporcionar plenitud y alegría, traen un vacío y una falta de alegría sin nombre. El endiosamiento del trabajo y de la materia despierta –y no pocas veces llama– el fantasma de la desocupación, que ya de suyo implica un gran dolor y, a menudo, es causa de dolores aun más grandes. Se trata de conjurarlo por la guerra y la producción bélica.

    Se cuenta de Pedro el Grande que, en sus últimas disposiciones, estaría la determinación de que cada diez años Rusia debería tener una nueva gran guerra; si no, no sería posible gobernarla. Si esto es cierto, comprendemos la angustia de la humanidad actual ante la posibilidad de una nueva catástrofe. Por todas partes se escucha que sin guerra no puede ser distendida la caótica situación mundial. Las dos grandes potencias del Este y del Oeste, armadas hasta los dientes y equipadas con los más modernos instrumentos asesinos, rondan como dos monstruos el uno en torno al otro. El más leve incidente basta para que se produzca un choque (…). Así, nos encontramos ante una tercera guerra mundial que dejará muy por atrás en crueldad a las otras. ¿Por cuánto tiempo seguirá siendo, esta creciente cesantía en los pueblos, una nueva y secreta fuerza que impulsa al enfrentamiento bélico? A la humanidad hay que darle ocupación. Debe obtener trabajo aunque, se dice, sólo fuera el trabajo de la producción bélica: de lo contrario, ya no puede ser gobernada.

    Resumiendo: el hombre economicista se encuentra en todas partes en bancarrota. Aquí está esperando al sepulturero; allí, una vez más, reúne todas sus fuerzas para mantener su posición. ¿Durante cuánto tiempo le resultará? (…).

    El hombre vitalista

    Algo semejante sucede con la imagen del hombre vitalista. En su realización más genuina, gira en torno a la divisa: Voluntad de poder. Lucha por el dominio de la naturaleza; por el desarrollo desenfrenado de las fuerzas elementales del hombre; por darles sentido o por dominarlas. Esto último imprime su sello característico a la filosofía existencial.

    Después de la vivencia de dos terribles guerras mundiales, de las ruinas sin límites, de los horrores de los campos de concentración, de la terrible hambre, de la miseria del cuerpo y del alma de millones de seres, la filosofía existencialista hace de estas vivencias de contingencia la situación básica, la experiencia primordial del hombre. Heidegger llama a esta situación ser para la muerte; Jaspers, el fracaso en la tentativa de coger el ser; y Sartre, una pasión inútil y sana.

    Ha desaparecido la fe en el más allá, en la vida después de la muerte. Esa pérdida de la fe en el más allá, era una consecuencia evidente después de haber asesinado a Dios, o de haber visto nuestra grandeza en huir constantemente de él a semejanza de Caín. Sin Dios y sin el más allá, el caos de la vida actual es ininteligible: es absurdo, y no puede ser dominado como corresponde.

    La filosofía existencialista (atea) ve su grandeza en detectar, en forma sobria y clara, esta caótica situación; en describirla brillantemente, y en lanzarse en ella prescindiendo de Dios y despreciando la muerte. De este modo, manifiesta la voluntad de poder. Es la

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