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¿Usted también, doctor?: Complicidad de jueces, fiscales y abogados durante la dictadura
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¿Usted también, doctor?: Complicidad de jueces, fiscales y abogados durante la dictadura
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¿Usted también, doctor?: Complicidad de jueces, fiscales y abogados durante la dictadura

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¿Cuál fue el papel que desempeñaron los funcionarios judiciales, los abogados y sus asociaciones, y los juristas durante la dictadura? ¿Qué podrían haber hecho los jueces dadas las circunstancias de entonces? ¿Son legalmente responsables los abogados, los fiscales y los jueces cómplices? ¿Cómo se enseñaba Derecho en esos años? ¿Hubo una renovación de jueces con el retorno de la democracia? ¿Qué conclusiones nos aporta este libro para reflexionar sobre el papel de la justicia en la Argentina de hoy? Fortaleciendo la investigación sobre la dimensión civil de la complicidad con el último gobierno de facto, ¿Usted también, doctor? revela y sistematiza el modo en que una inmensa mayoría de los integrantes del Poder Judicial contribuyó con el régimen y le proveyó legitimidad, mientras que sólo unos pocos asumieron una conducta independiente y comprometida con la sociedad.

Los autores, reconocidos especialistas en el campo de las ciencias sociales, proporcionan datos inéditos, argumentos sólidos y un intenso debate sobre la complicidad que echan luz sobre los mecanismos que la hacían posible: la denegación sistemática de hábeas corpus, la confirmación de la validez de las normas represivas, la instrucción de causas penales fraudulentas para extorsionar a empresarios, el apercibimiento a los jueces de instancias inferiores que realizaban las instrucciones penales o la participación en maniobras de ocultamiento de cadáveres, entre otros.
Indiscutible obra de referencia sobre el tema, este libro deja en claro que la complicidad judicial, la violencia estatal y la impunidad desafían aún hoy a la democracia argentina. Y propone, además, caminos concretos para que el avance de la democratización institucional actúe también en el ámbito del Poder Judicial.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2019
ISBN9789876295376
¿Usted también, doctor?: Complicidad de jueces, fiscales y abogados durante la dictadura

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    ¿Usted también, doctor? - Juan Pablo Bohoslavsky

    2013.

    Derecho e ideas jurídicas

    Jorge Rafael Videla recibe en su despacho a integrantes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. (Archivo General de la Nación.)

    1. El derecho durante el Proceso

    Una relación ambigua

    Enrique I. Groisman

    El derecho en el Proceso y su vigencia teórica

    Este trabajo estudia lo que durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional, que rigió en la Argentina entre 1976 y 1983, sus autoridades denominaron derecho, procurando reconstruir sus rasgos esenciales y demostrar sus contradicciones e incoherencias. No trata de la conducta de quienes gobernaron durante ese período o de los argumentos fácticos que fueron invocados para implantarlo, ni pretende agregar nada a lo que al respecto ya se ha dicho, escrito y probado.

    Sin olvidar las diferentes concepciones del derecho y de las funciones que estas le atribuyen, a los fines de este análisis parto de su descripción como sistema de normas emanadas del Estado y aplicadas coactivamente por este. Este enfoque normativo –según la caracterización efectuada por Norberto Bobbio (1992: 3)– no implica un juicio de valor acerca de las normas ni su confrontación con un criterio de justicia, no porque su examen desde ese punto de vista no sea pertinente, sino porque pretendo destacar que, en la práctica, el Proceso consistió en prescindir no sólo del orden jurídico que rigió hasta su implantación, sino también del que fue dictado a partir de ese momento.

    El Proceso no se propuso modificar por completo el sistema jurídico, sino efectuar las alteraciones específicas que creyó necesarias para el ejercicio del poder. Proclamó la vigencia de la Constitución nacional en tanto no fuera modificada expresamente y –en líneas generales– mantuvo las normas del derecho privado, que fue aplicado por los tribunales y continuó regulando las relaciones entre particulares. Esto último se explica en cuanto

    los regímenes autoritarios pueden, por ejemplo, garantizar por un lado las libertades y las seguridades necesarias para el funcionamiento de la economía de mercado y, al mismo tiempo, ejercer el terror contra la parte de la población que rechaza el régimen, sin que este terror sea distinto del que practican los regímenes totalitarios (Kriele, 1980: 441).

    En cuanto al derecho público, las normas que se emitieron durante el Proceso tuvieron una aplicación aleatoria, de modo que en muchos casos consistieron en meras decisiones no diferenciadas de los respectivos actos de ejecución.

    Los crímenes más aberrantes de la dictadura no se cometieron aplicando normas dictadas por ella, sino precisamente violando tanto estas últimas como las preexistentes. Por esa razón no fue necesario, para juzgarlos, confrontar el derecho vigente durante ese período con el valor justicia: bastó verificar la violación de las leyes o, en su caso, controlar su constitucionalidad. De hecho, en el juicio a las Juntas la Corte se refirió a este aspecto: En lo que hace a la lucha contra los grupos subversivos, en la represión a su cargo utilizó métodos no autorizados por los reglamentos y las leyes dejando de lado los códigos y la justicia (causa 13/84, 9 de diciembre de 1985).

    El Proceso fue prolífico en el dictado de normas aunque a menudo prescindiera de ellas, como fue el caso de la pena de muerte, al que se alude más adelante. Dictó numerosas normas penales y dispuso su juzgamiento por tribunales castrenses, que en lugar de aplicarlas o en superposición con ellas optaron por las detenciones a disposición del Poder Ejecutivo, sin proceso y por plazos mayores que los que aquellas preveían. Las normas represivas o sancionatorias eran de tal vaguedad y amplitud que dejaban abierto el ejercicio de la arbitrariedad. Así fue, por ejemplo, con las sucesivas leyes de prescindibilidad de empleados públicos, que permitían su cesantía sin indemnización por la mera invocación de razones de servicio o vinculación con la subversión, o de la Ley 21.259, que facultaba al Poder Ejecutivo para expulsar a los extranjeros cuando –a su solo arbitrio– les atribuyera actividades que afecten la paz social, la seguridad nacional o el orden público.

    No cabe sorprenderse por el grado de discrecionalidad de tales normas si se recuerda que el Proceso llegó a invocar las facultades emergentes de su condición de facto (comunicado del 21 de octubre de 1982), lo que equivalió a decir que no se consideraba limitado por el derecho. La vigencia de este último era, pues, una ficción que, como señaló Kriele (1980), es sin embargo necesaria para las dictaduras.[10]

    Pero, como observa Poulantzas, en el llamado estado de excepción

    el derecho, digámoslo de manera lapidaria, ya no regula: es la arbitrariedad la que reina. Lo que caracteriza el estado de excepción no es tanto que infrinja sus reglas sino que ni aun da sus propias reglas de funcionamiento, en el sentido, entre otros, de un sistema, es decir, de un conjunto que prevea –y permita prever– sus propias transformaciones (Poulantzas, 1983: 380).

    De ahí que en estos regímenes el derecho privado pueda permanecer con ligeros ajustes, mientras que el derecho público se transforma hasta el punto que sólo una línea difusa separa la norma de los actos que la invocan.

    Aún los regímenes totalitarios necesitan, en principio, ciertas normas de organización, de jerarquía y de competencia.

    En el caso extremo del nazismo ni siquiera esto último se mantiene, porque cede al principio del Führer-Recht, en el que, como lo expuso con pasmosa claridad el entonces comisario de Justicia Hans Frank,

    el elemento característico de la ciencia del derecho público del III Reich es que no representa un sistema de competencias, sino las relaciones de todo el pueblo alemán ante una personalidad plasmadora de la historia. Estamos en una era jurídica cubierta por el nombre del Führer, por él plasmada (Colotti, 1972: 93).

    Admitiendo la gradación que propone Kriele, debe aceptarse que el Proceso no llegó tan lejos (quizás porque carecía de un Führer), pero estuvo cerca cuando, en el que denominó Documento Final de la Lucha Antisubversiva, afirmó que sólo podría ser juzgado por Dios y por la Historia.

    La relación del Proceso con el derecho resulta, como puede advertirse, sumamente contradictoria. Vista en perspectiva puede describirse como el deseo de dar apariencia jurídica al ejercicio irrestricto y discrecional del poder, y como una forma precaria de equilibrio entre la omnipotencia y la necesidad de reglas organizativas. El derecho operó, además, como recurso ideológico de legitimación (Ruiz y Cárcova, 1991: 317), razón por la cual hubo numerosos intentos de explicar sus incongruencias desde el punto de vista jurídico, mientras la Corte Suprema se empeñó en aparentar su independencia.[11]

    Acertadamente se ha observado que una de las paradojas de la dictadura instalada en 1976 es que simultáneamente creó inusitados espacios de violencia y ausencia del Estado de derecho y uno de los ordenamientos más legalistas de la historia moderna argentina (Crespo, 2007: 165). Es que no se trata solamente de la producción formal de normas sino, sustancialmente, de una vasta y compleja operación de reasignación de sentidos, de resemantización de normas, prácticas, instituciones, símbolos, expresiones, estereotipos, que se cumple en la dirección del proyecto que se instala y que opera a la vez como discurso fundante y como discurso intersticial (Ruiz y Cárcova, 1991: 318).

    Las normas y su violación aleatoria

    Cuando usurparon el poder –el 24 de marzo de 1976– las Fuerzas Armadas dictaron diversos actos a los que asignaron denominaciones arbitrarias: una proclama, un Estatuto, dos actas, una suspensión sin término de la opción que establece el artículo 23 de la Constitución y una ley.

    En la proclama informaron haber asumido el control de la República, y anunciaron iniciar una acción regida por pautas perfectamente determinadas. Mediante el Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional, la Junta Militar se constituyó en órgano supremo de la Nación, que velaría por el normal funcionamiento de los demás poderes del Estado.

    El Acta para el Proceso de Reorganización Nacional, publicada en el Boletín Oficial el 29 de marzo, da cuenta de que los comandantes generales del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea proceden a hacerse cargo del gobierno de la República, declara caducos los mandatos de todas las autoridades electivas, disuelve el Congreso, remueve a los jueces de la Corte Suprema, suspende la actividad política y gremial, y crea la Junta Militar que –reitera– asume el poder político de la República.

    Es curioso que estos documentos mencionaran la República cuando simultáneamente suprimían todos y cada uno de los requisitos esenciales de esa forma de gobierno, por lo que sólo puede entenderse como un intento de dotarse de una apariencia de legitimidad.

    El Estatuto asignó a esa junta el carácter de órgano supremo de la Nación que velará por el normal funcionamiento de los demás poderes del Estado.

    Si se tiene en cuenta que el Poder Legislativo fue disuelto, sólo restaban el Ejecutivo –que ya no era un poder por quedar subordinado a la Junta Militar– y el Judicial, sometido a partir de entonces a ese superpoder que habría de velar (cualquiera fuese el significado y alcances de tal término) por su normal funcionamiento.

    El Acta fijando el propósito y objetivos básicos del Proceso de Reorganización Nacional nada decía acerca de otros objetivos además de los básicos, de modo que si los hubo habrían de permanecer en secreto quitando sustento a la posibilidad de recurrir a una suerte de legitimación por los fines.

    Mediante la Ley 21.256 se estableció el régimen de funcionamiento de los órganos de gobierno. Si cupiera pedir algo de lógica a un poder omnímodo, cabría también suponer que esta materia era propia del Estatuto, con lo que hubiera evitado transgredir el procedimiento que la propia Junta Militar estableció para la sanción de leyes.

    Comenzó, pues, alterando el orden constitucional pero sin abrogar la Constitución, aunque la supeditó a un Estatuto que, como veremos, a veces modificó y otras no respetó. Erigió en poder supremo a una junta integrada por los jefes de las tres armas, que designó a un presidente con menos atribuciones que las que le asignaba la Constitución nacional. Dictó un procedimiento para la elaboración y sanción de las leyes que varias veces sorteó, emitiendo normas de carácter general que denominó de diversas maneras y cuya jerarquía con respecto a aquellas omitió definir.

    La actitud del Proceso en esta materia se manifestó también en el desprecio por la jerarquía de las normas y por las elementales reglas de técnica legislativa: dictó resoluciones para lo que requería la forma de decreto; recurrió a la reforma de la Constitución en materias que sólo hubieran necesitado una ley; dictó decretos en el campo legislativo y leyes en casos en que sólo se requería un decreto; llamó acta a decisiones estatutarias, legislativas o a la mera manifestación de propósitos sin contenido jurídico, y ejerció atribuciones judiciales imponiendo sanciones de inhabilitación, internación y expulsión del país. Identificó las que llamó leyes con un número, algunos actos con su fecha y unos pocos con un largo título que describía su contenido. Suspendió las actividades políticas y gremiales, respectivamente, mediante los decretos 6 y 8, cuando –aún en el supuesto de que hubiera tenido facultades para hacerlo– hubiese correspondido la forma de ley.

    Podría parecer que ese desorden no tiene mucho que agregar a la descripción de un régimen que no solía fundar sus decisiones en normas previas. Sin embargo, tiene interés señalarlo porque implica la identificación entre la ley y la orden, entre el derecho y el hecho, haciendo desaparecer de ese modo las funciones de previsibilidad y de garantía, sin las cuales el sistema jurídico queda reducido a la cruda dominación.

    En el Acta fijando el propósito y los objetivos básicos para el Proceso de Reorganización Nacional se estableció como uno de ellos la vigencia plena del orden jurídico y social, pero a pesar de que mediante la Ley 21.338 se estableció la pena de muerte, no se llegó a aplicarla y se optó por la desaparición forzada y diversas formas de asesinato:

    Durante el gobierno militar se dictaron normas estableciendo consejos de guerra con derecho a aplicar la pena de muerte para juzgar a civiles. Sin embargo, al mismo tiempo que miles de personas eran secretamente eliminadas sin forma alguna de juicio previo y sin que nadie se hiciera responsable de ello, no hubo un solo caso de pena de muerte aplicada por esos consejos de guerra: ninguna persona fue ejecutada según sentencia de algún tribunal, militar o civil, ni siquiera por la orden pública de algún oficial (Moreno Ocampo, 1996: 163).

    El Estatuto tuvo la apariencia de norma fundamental, a la cual se suponía subordinado el poder de la Junta Militar, y así lo expresaron sus considerandos. Sin embargo, ello difícilmente podría considerarse como un límite si se tiene en cuenta que el mismo órgano podía extenderlo o alterarlo. Por otra parte, los procedimientos establecidos en el Estatuto eran en realidad optativos y, más que en normas, consistían en meras pautas.

    El artículo 3, por ejemplo, estableció: La Junta Militar sólo sesionará con la presencia de la totalidad de sus miembros y sus decisiones las adoptará por simple mayoría. Por empezar, cabría preguntarse si había alguna otra alternativa posible tratándose de un órgano integrado por sólo tres miembros. Pero la norma tenía otra extraña peculiaridad en cuanto agregaba: La designación y remoción del presidente de la Nación se realizará conforme a lo establecido en el art. 2, aunque este no establecía forma alguna. Sí preveía en cambio la posibilidad de remoción, designando a su reemplazante mediante un procedimiento a determinar.

    Intentos de justificación

    Tantas incongruencias dejaban poco margen para justificaciones jurídicas, y quienes las intentaron debieron recurrir a argumentos políticos o a invocaciones metafísicas.

    Uno de los primeros en hacerlo fue un profesor de Derecho Constitucional, Dardo Pérez Guilhou, quien –cuatro meses después de iniciado el Proceso– se apresuró a interpretar que las autoridades no alientan un espíritu quedantista y que hay una muy precisa y limitada función a cumplir que fija el reducido campo político: ‘Vigencia plena del orden jurídico y social’ (Pérez Guilhou, 1976).[12]

    La permanencia del gobierno militar por más tiempo que el que la Constitución preveía entonces para un período presidencial defraudó tan prudente esperanza. Pero el articulista tampoco recurrió a razones jurídicas para justificar el golpe: sostuvo que su legitimidad provenía de sus objetivos de conducir la comunidad hacia su fin de justicia, orden y paz, definiendo el bien común como el de nuestro mundo ético y cristiano que además de ser el revelado es también aquel al cual obliga nuestra constitución histórico-cultural.

    Esto podría pasar como una invocación iusnaturalista si no fuera porque, como aclarando su idea de legitimidad, cita a Jaime Maria de Mahieu, quien –en El Estado Comunitario y desde una posición fascista explícita– había proporcionado argumentos teóricos para el golpe de 1966 autodenominado Revolución Argentina. Desde ese punto de vista no hacía falta más, pero el articulista encontró en el nuevo régimen ciertas notas republicanas dadas por la presencia de distintos órganos y controles a lo que agregó, por las dudas, algunos argumentos fácticos: el grado de consentimiento a su gestión por parte de la población del país; el apoyo de la prensa en general, el elevado índice de productividad, la baja del dólar, la ausencia de problemas obreros y estudiantiles, el silencio respetuoso de los partidos políticos, es decir, todo el estado público de cosas. Y agregó, como si fuera un testimonio irrefutable: Por último, el 13 de mayo el ministro de Economía Dr. Martínez de Hoz en su discurso dijo que el gobierno contaba con el consenso nacional. Dicho lo cual, el citado profesor pasó a describir lo que llamó el nuevo orden jurídico y la nueva estructura legal, pero no estimo de interés detenerme en sus consideraciones.

    Otros abogados también intentaron explicaciones, justificaciones o en algunos casos interpretaciones morigerantes. Se insistió, por ejemplo, en que la nueva situación estaba justificada por razones de necesidad, y si bien se admitió que el Proceso no era un gobierno de iure, se agregó: pero no significa sostener que no aspira a moverse dentro de un orden jurídico. Los documentos analizados lo demuestran y han sido, sin duda, sancionados en función constituyente de claro signo revolucionario (Romero, 1976).

    Otro profesor consideró que habían

    renacido las esperanzas de los compatriotas que creen todavía en la superioridad y excelencia de la forma republicana de gobierno [y la] confianza en que la Constitución nacional que nos rige será mantenida y respetada, como corresponde en su raíz, como que ella coincide ampliamente con los referidos valores esenciales y propósitos orientadores de este movimiento que se maneja con tanto acierto, energía y prudencia (Dana Montaño, 1976).

    No se sabe si este autor sintió defraudadas sus esperanzas porque, en todo caso, no lo hizo público. Pero los hechos fueron destruyendo tales esfuerzos de legitimación hasta que, ya en 1982, nadie podía dudar de que los dictados de la autoridad militar no merecían el nombre de normas jurídicas, ya que sólo se trataba de prescripciones vacías con la intención de encubrir la precariedad de un equilibrio inestable entre factores de poder.

    Esto quedó en evidencia cuando –después de la derrota en Malvinas– el 22 de junio de 1982 la Armada emitió un comunicado para informar que había resuelto a partir de la fecha cesar su participación en el Proceso de Reorganización Nacional, y la Fuerza Aérea –mediante otro comunicado– señaló que había dispuesto desligarse a partir de la fecha de la conducción política del Proceso de Reorganización Nacional y que la Fuerza Ejército asumió la conducción política del Estado.

    Entre el 22 de junio y el 13 de septiembre de 1982, el comandante en jefe del Ejército ejerció el poder sin que se supiera con qué base normativa lo hacía. Sólo en esta última fecha se dio a publicidad un Estatuto que supuestamente habría regido en ese período.

    Se había llegado al colmo de la ilegalidad dentro de la ilegalidad, y las Fuerzas Armadas –sedicentes guardianas del orden– colocaron al país en una situación de anarquía, porque la Armada y la Fuerza Aérea formularon la reserva de influir en las decisiones que creyeran relevantes y no se consideraron sometidas a la única autoridad en ejercicio formal del poder –el Ejército– al que sin embargo prometieron acatar.

    Durante ese limbo jurídico, alguien denunció a los comandantes en jefe de las tres armas por los delitos de sedición y atentado o resistencia a la autoridad, en razón de que, a partir del 22 de junio, la Junta Militar estaba desierta y que quien comandaba el Ejército había designado como presidente al general Reynaldo Bignone, quien asumió al margen de las normas que el mismo Proceso había dictado.

    El juez en lo criminal y correccional Eduardo F. Marquardt desestimó la denuncia, afirmando que la designación de Bignone tenía cierta validez [sic] al menos por aplicación del criterio sentado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en las acordadas dictadas en septiembre de 1930 y junio de 1943 (La Nación, 3 de agosto de 1982). Para este juez, por consiguiente, la validez de la designación se fundaba en un golpe de Estado dentro del golpe de Estado. Y la citada noticia periodística agregó:

    De todas formas, debe puntualizarse que tácitamente la Corte Suprema se pronunció sobre la legalidad de la designación del general Bignone al concurrir su presidente, Dr. Gabrielli, al acto de asunción del Poder Ejecutivo por parte de aquel.

    Esa presencia constituía sin duda un aval político, pero sólo pudo asignársele alcances jurídicos por el deseo de reforzar tan absurdo

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