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Por qué preferimos no ver la inseguridad (aunque digamos lo contrario)
Por qué preferimos no ver la inseguridad (aunque digamos lo contrario)
Por qué preferimos no ver la inseguridad (aunque digamos lo contrario)
Libro electrónico174 páginas2 horas

Por qué preferimos no ver la inseguridad (aunque digamos lo contrario)

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Si la inseguridad es el fantasma –o el hecho– más temido, y constantemente acapara la atención de los medios, ¿cómo podríamos no verla? Sin embargo, esa extrema visibilidad es engañosa. Como uno de los máximos expertos en temas de seguridad, Marcelo Sain sostiene que la cuestión está mal planteada por los gobernantes, los periodistas especializados y la academia, y que esto alimenta lugares comunes y mitos inútiles. Pese al consenso extendido sobre la complicidad de la policía con el crimen organizado, nos dejamos llevar por los oportunistas que claman por más uniformados, patrulleros, motos, helicópteros, videocámaras y armamento letal, cuando no por una reforma de las normas penales. Pero es sabido que sólo se trata de fuegos de artificio que preservan el statu quo y los negocios y que, a lo sumo, tranquilizan por un rato.

Sistematizando información sobre casos de violencia o denuncias resonantes, Sain va más allá de la crónica policial y traza un panorama preciso y claro del problema. Interroga la evidencia que aportan los expedientes judiciales a partir de hipótesis implacables. En la Argentina, no hay emprendimiento criminal de cierta envergadura que no cuente con el aval de la policía, en la cual los gobiernos delegan la gestión de la inseguridad. Por efecto de un doble pacto –delincuentes y policías en función de la recaudación, policías y políticos en pos de una gobernabilidad tranquila–, el Estado regula el delito, integrando una verdadera asociación ilícita que no sólo libera zonas, sino que apoya a ciertas bandas en detrimento de otras, eliminando competidores, sembrando pistas falsas y desviando investigaciones, condicionando a jueces y fiscales.
Este libro llega al fondo de un tema que parece omnipresente pero que se encuentra extrañamente soterrado. Y propone vías realistas y factibles para desarmar los circuitos de estatalidad ilegal que hoy prosperan, a fin de que el crimen, en el mejor de los casos, se "privatice" y se fragmente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2019
ISBN9789876297523
Por qué preferimos no ver la inseguridad (aunque digamos lo contrario)

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    Por qué preferimos no ver la inseguridad (aunque digamos lo contrario) - Marcelo Sain

    Índice

    Cubierta

    Índice

    Portada

    Copyright

    Dedicatoria

    Epígrafe

    Introducción. Por qué la gobernabilidad se asienta en una asociación ilícita

    1. Estado y crimen organizado: notas conceptuales

    ¿Gobernabilidad pactada?

    Narcotráfico, mercado ilegal y violencia en la provincia de Buenos Aires

    San Martín, zona caliente

    2. El caso Candela (2011)

    La trama policial y criminal detrás del caso

    Un poco de historia: cómo la cúpula de la Bonaerense montó un andamiaje de recaudación ilegal

    La protección judicial y policial, o el empeño por desviar la investigación

    El encubrimiento político en pos de cálculos electorales

    3. El caso Santiso (2014-2015)

    La entente policial-criminal detrás del caso

    El silenciamiento político y judicial para minimizar el escándalo

    4. El caso Bressi (2015-2017)

    Un jefe de policía patrocinado por la DEA

    Sale a la luz la trama polinarco

    La tapadera política

    5. Gobernantes, policías y narcos. Cómo funciona el doble pacto y qué hacer para erosionarlo

    La delgada línea entre la trama política y la trama criminal

    Regular es más que liberar zonas

    Fenomenología del contubernio

    ¿Ausencia de Estado o Estado ilegal?

    Conocer, privatizar y fragmentar

    Bibliografía citada

    Marcelo Sain

    POR QUÉ PREFERIMOS NO VER LA INSEGURIDAD

    (aunque digamos lo contrario)

    Sain, Marcelo

    Por qué preferimos no ver la inseguridad (aunque digamos lo contrario).- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2017.

    Libro digital, EPUB.- (Singular)

    Archivo Digital: descarga

    ISBN 978-987-629-752-3

    1. Inseguridad. 2. Políticas Públicas. 3. Crimen.

    CDD 320.6

    © 2017, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

    Diseño de portada: Eugenia Lardiés

    Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

    Primera edición en formato digital: julio de 2017

    Hecho el depósito que marca la ley 11.723

    ISBN edición digital (ePub): 978-987-629-752-3

    A mi querido amigo y compañero Roque Dabat, siempre presente

    Los recursos de poder del delincuente son personales, mientras que los del funcionario son institucionales –así haga un uso privado [de ellos]–. […] Por esta razón, las expectativas de este último para imponerse en la relación de protección del negocio ilícito son, en principio, superiores, a condición de que, efectivamente, el Estado cuente con posibilidades reales para ejercer la violencia monopólica sobre el territorio. De ahí se deriva la probabilidad de que las reglas informales de operación de diversos negocios ilícitos puedan imponerse desde las estructuras del aparato estatal. Esta consideración no presupone tampoco que, cuando los funcionarios públicos prevalecen en el vínculo de contubernio, se encuentren necesariamente dirigiendo todos los aspectos de la cadena de producción y mando del negocio ilícito. Se trata únicamente de la capacidad de imponer lineamientos generales de desarrollo de la actividad ilegal, y de subordinar, como actores sociales, a sus contrapartes, aunque es posible que en condiciones específicas […] los propios funcionarios […] desempeñen un papel esencialmente criminal, de participación directa en la actividad ilícita.

    Carlos Flores Pérez, El Estado en crisis: crimen organizado y política. Desafíos para la consolidación democrática

    Introducción

    Por qué la gobernabilidad se asienta en una asociación ilícita

    Un contubernio es un acuerdo o cohabitación ilícita entre personas o grupos con algún fin político o económico. En la provincia de Buenos Aires, desde la década de 1990 se ha conformado un contubernio entre ciertos sectores de la policía provincial y grupos narcotraficantes, en función del desarrollo de emprendimientos abocados a la adquisición, producción, tráfico y comercialización de drogas ilegales, con la cobertura, legitimación o participación –indirecta– de los gobernantes. Esto indica, entonces, que hay un tercer actor en el contubernio: los gobiernos conformados por políticos que han consentido tal asociación y la han proyectado como un instrumento para construir gobernabilidad en materia de inseguridad. Este es, enunciado brevemente, el núcleo de lo que me propongo sostener y fundamentar en este libro, y también el punto de partida para problematizar una cuestión que, si bien puede formularse en términos simples, requiere un abordaje complejo.

    Desde hace más de dos décadas, la delegación del manejo de la seguridad en la policía por parte de los gobernantes bonaerenses constituye una forma recurrente de gestión de esta área, y eso llevó a la policía a constituirse en el actor central de esa gestión. En los últimos años, numerosos hechos pusieron en evidencia que la policía –o, si se quiere, la alta policía, su cúpula, sus mandos superiores– realizó esa tarea estrechando vínculos con criminales, además de otras peculiaridades. Esto no era una novedad. Ya en las décadas de 1920 y 1930, los dirigentes políticos conservadores pusieron a la Policía Bonaerense –por entonces, con bajo grado de institucionalidad– al servicio de sus acciones políticas y convalidaron que parte de su financiamiento proviniera de la protección del juego clandestino y la prostitución, entre otras ilicitudes (Sain, 2015a: cap. 1).

    Desde los años noventa, lo novedoso consistió en que los negocios criminales regulados por ese cuerpo de seguridad, en particular los originados en el narcotráfico, dieron ganancias extraordinarias y que, a diferencia de los años anteriores, la relación entre policías y criminales se inscribió en una forma de gobernabilidad tranquila de la seguridad. Eso equivale a decir que se consolidó una estrategia gubernamental tendiente a evitar que las transformaciones en las modalidades del crimen, los desajustes y anacronismos en las policías y la creciente sensibilidad social respecto de la inseguridad se convirtieran en un problema político inasible y desestabilizante.

    Ahora bien, actualmente, en la provincia de Buenos Aires la inseguridad está asociada al profu

    ndo deterioro de las condiciones sociales y económicas de los sectores populares y, en particular, de los más marginalizados. Sin embargo, la transformación del narcotráfico iniciada a fines de los años noventa y consumada durante la primera década de este siglo no está inscrita ni es consecuencia directa de la pauperización social, sino que responde a factores de otra índole, aunque el quebranto social la haya condicionado. Entre esos factores se destacan, por un lado, el crecimiento del consumo de drogas prohibidas entre sectores sociales altos y medios con elevado poder adquisitivo, determinado por el cambio de las pautas de consumo –sobre todo de tipo recreativo–,[1] y, por otro lado, la regulación ilegal del propio Estado como una forma de gestión de la criminalidad y de gobernabilidad política de la seguridad pública.

    El narcotráfico no sólo se ha expandido en las grandes urbes, sino que se ha reconfigurado como consecuencia de la diversificación del emprendimiento criminal en cuanto a su estructuración espacial y organizacional, y a la ampliación de la disponibilidad y oferta de drogas prohibidas en el creciente mercado interno, procesos que eran evidentes ya a comienzos de este siglo. El rasgo saliente estuvo dado por la formación paulatina, en los grandes conglomerados urbanos –y, en particular, en el Conurbano bonaerense–, de mercados minoristas de drogas ilegales –en especial, de cocaína–, cada vez más diferenciados y rentables. Recientemente la cocaína comenzó a producirse en cocinas locales. Estas proliferaron mientras los grupos locales dedicados al microtráfico ganaban destrezas para obtener en países limítrofes la pasta base, trasladarla a las zonas bajo su control, acceder a los precursores químicos y fabricar el clorhidrato de cocaína. Esto redundó en la mayor disponibilidad de sustancia y la ampliación del negocio (véase Font, 2011).

    Ahora bien, como señala María de los Ángeles Lasa, eso no significa que a nuestro país sólo ingrese la pasta base producida en Bolivia. En rigor,

    a [la] Argentina ingresan ambos productos: pasta base y clorhidrato de cocaína. Este ingresa por una ruta de macrotráfico –más o menos persistente desde 1985–, gestionada por organizaciones criminales de considerable tamaño y capacidad logística, y cuyo destino final es Europa occidental. […] Por otro lado, existe una ruta de microtráfico –inaugurada con la crisis de 2001–, que ingresa pasta base al país para abastecer a un empobrecido mercado de consumo local. Esta última ruta ha propiciado en la década 2001-2010 el surgimiento de un tipo de actor que no estaba extendido en nuestro país: las organizaciones criminales de base parental – es decir, familias enteras que se dedican a estirar y comercializar en el mercado de consumo local clorhidrato de cocaína, pero, fundamentalmente, pasta base – . A estas rutas de microtráfico pueden vincularse los episodios de violencia y disputas territoriales que hoy preocupan a extensas zonas del Área Metropolitana [de Buenos Aires], Rosario, Córdoba y Tucumán (Lasa, 2015).

    Como señalamos, el Conurbano bonaerense es una de las regiones del país en que el narcotráfico ha adquirido un significativo desarrollo y estructuración. Allí la regulación ilegal del emprendimiento criminal llevada a cabo por los sectores más activos de la policía provincial y el consentimiento político han adquirido ribetes ostentosos, sobre todo cuando desde la esfera gubernamental se le otorgó a la Bonaerense la potestad de gestionar la seguridad y la institución misma con completa independencia y sin interferencia superior. Esta situación se volvió evidente a finales de 2007, con la asunción del gobernador Daniel Scioli.

    Desde entonces, volvió a delegarse el gobierno de la seguridad a la policía provincial, garantizándole amplios márgenes de autonomía institucional; además, a sus integrantes más activos se [les] encubrieron sistemáticamente sus abusos y sus estrechas vinculaciones con ciertas empresas criminales, mediante las cuales la institución reprodujo y amplió el dispositivo de autofinanciamiento ilegal (Sain, 2015b: 34). En este contexto, se determina la dinámica regulatoria del narcotráfico llevada adelante por los uniformados, así como la diligencia del poder político para disimular o encubrir esta entente una vez que adquirió visibilidad pública, tal como se verá en los casos aquí analizados.

    La entente político-policial-criminal, o cómo la dicotomía entre Estado y delincuentes se ha convertido en un mito

    El 10 de diciembre de 2015, ante la Asamblea Legislativa, el presidente de la nación, Mauricio Macri, postuló como una de sus ideas centrales la de derrotar el narcotráfico.

    Otro de los grandes desafíos que va a tener nuestro gobierno es el de combatir el narcotráfico como ningún otro gobierno lo hizo antes. […] Aunque el narcotráfico ha crecido en los últimos años de manera alarmante, estamos a tiempo de impedir que se consolide, el tema es difícil y complejo, pero vamos a crear los mecanismos necesarios que nos permitan llegar a la solución que queremos.[2]

    Lo que el mandatario parece ignorar (por desconocimiento o por fidelidad a alguna estrategia que le aconseja valerse de la simulación) es precisamente lo que hemos sostenido aquí: que en la Argentina el narcotráfico está estatizado o, dicho de otra manera, es regulado estatalmente. Así, en nuestro país no hay emprendimiento criminal abocado al narcotráfico que no tenga al menos algún grado de protección o cobertura policial, o en el que la policía no participe como un actor central. Además, esa mecánica cuenta con el consentimiento –directo o indirecto, activo o latente– de los diferentes gobiernos políticos, de derecha o de izquierda, en la medida en que eso les asegure una gobernabilidad serena, calma y sin sobresaltos, que no cuestione de manera radical los intrincados sistemas de la seguridad.

    Ahora bien, ¿cómo es posible que una situación tan grave institucionalmente, tan compleja y con consecuencias tan problemáticas, se sostenga en el tiempo encubierta por un manto de ignorancia dolosa (como quien hace la vista gorda) que atraviesa a la clase política, gran parte de la prensa y la sociedad? ¿Cómo es que los evidentes hechos que día a día plasman el contubernio entre gobierno, policías y narcotraficantes, entre autoridades y criminales, no conduzcan a una reflexión sin concesiones o bien, en vista de las pruebas, no escalen hasta poner en crisis la tolerancia social? En este sentido, vale la pena mostrar lo que, por algún motivo, no llega a verse o explicitarse en toda su dimensión o (cuando sí se ve) termina diluyéndose, más tarde o más temprano, en la indiferencia y el olvido. Así, a fin de obstaculizar la rutinaria naturalización que se produjo cada vez que este fenómeno tomó estado público, nos parece fundamental tematizar por qué esto no es un escándalo.

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